La guerra de Hart (34 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: La guerra de Hart
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Eso le abre los ojos y lo que ve no siempre es lo que desea ver. Por ejemplo a negros y blancos.

Porque no existe una sola prueba en el mundo lo bastante contundente para negar la evidencia del odio y los prejuicios.

Scott señaló la tabla manchada de sangre que había guardado debajo de la litera.

—Y menos un pedazo de madera —dijo.

Tommy reflexionó unos instantes sobre la perorata del aviador negro.

—Se me ocurre algo —contestó.

—¿De veras? —preguntó Scott sonriendo—. Pues es usted más inteligente de lo que pensaba, Hart.

¿De qué se trata?

—Alguien odiaba a Trader Vic más que usted. Sólo tenemos que dar con ese odio tan intenso.

Alguien odiaba a Vic lo bastante para matarlo, incluso aquí.

Scott se tumbó de espaldas en su litera y prorrumpió en sonoras carcajadas.

—Muy bueno, Hart —dijo, dilatando el pecho y alzando la voz—. Lleva usted razón. Pero, en esta guerra, es muy § sencillo asesinarnos unos a otros. Y no estoy seguro de que el móvil sea siempre el odio. Por lo general, tiene más que ver con la conveniencia. —Scott pronunció la última palabra con tono sarcástico, antes de continuar—. Pero lo que usted dice es, digamos, que remotamente sensato.

Lincoln Scott volvió a tumbarse, como si estuviera cansado. Luego se puso de pie poco a poco y se acercó a Tommy.

—Extienda la mano, Hart —dijo.

Tommy alargó la mano, extrañado de que Lincoln Scott quisiera estrechársela en esos momentos. Pero en lugar de hacer eso, Scott alzó su mano y la colocó junto a la de Tommy. Una negra y otra blanca.

—¿Ve la diferencia? —preguntó Scott—. No creo que nada de lo que digamos en ese tribunal consiga que alguno de ellos olvide este hecho. Ni por un puñetero segundo.

Scott comenzó a volverse de espaldas, pero se detuvo y se giró de nuevo hacia Tommy.

—Pero será divertido intentarlo. No soy un tipo que se rinda sin plantar batalla, ¿comprende, Hart? Esto se aprende en el ring. Lo aprendes en el aula del instituto cuando eres el único negro y tienes que esforzarte más que tus compañeros blancos para que no te suspendan. Lo aprendí en Tuskegee cuando los instructores blancos echaban a unos tíos del programa —unos tíos que daban sopas con honda a cualquier piloto blanco— por no haberles saludado con la suficiente presteza en el campo de revista. Y antes de que partiéramos a la guerra para morir por nuestro país, cuando los miembros de la banda local del Klan decidieron ofrecernos una simpática despedida al estilo sureño quemando una cruz junto al perímetro del campo. El fuego iluminó la noche, porque la policía militar que vigilaba el campo no creyó necesario avisar a los bomberos para que extinguieran las llamas, lo cual no deja de ser significativo. Lo aprendes en el campo de prisioneros de guerra, y no por oírlo de boca de un alemán. Quizá sea inevitable perder. Todos tenemos que morir algún día, Hart, y si a mí me ha llegado la hora, no hay remedio. Pero no me iré de esta vida sin asestar un par de puñetazos, de los que hacen daño. La única forma de conservar la dignidad es pelear y seguir avanzando, ¿comprende? Eso era lo que predicaba mi padre desde el pulpito los domingos por la mañana. Por pequeño que sea el paso, hay que seguir avanzando. Aunque conozcas de antemano el resultado.

—Yo no doy por sentado… —empezó a decir Tommy, pero Scott volvió a interrumpirle.

—Ése es el lujo de una actitud decididamente blanca. La mía tiene un color distinto —dijo Scott.

Cuando se volvió de espaldas a Tommy, se agachó y tomó la Biblia de su litera. Pero en lugar de sentarse, se dirigió hacia la ventana del dormitorio, se apoyó contra la pared junto a ella y contempló el campo, aunque Tommy no habría sabido adivinar en qué pensaba.

Había media docena de
kriegies
esperando en el pasillo, delante del solitario dormitorio de Lincoln Scott. Cuando Tommy salió y cerró la puerta detrás suyo, todos se apelotonaron frente a él, interceptándole el paso. Tommy se paró en seco y los miró.

—¿Alguien tiene un problema? —preguntó con calma.

Después de un silencio momentáneo, uno de los hombres avanzó hacia él. Tommy lo reconoció.

Había sido compañero de cuarto de Trader Vic y su nombre figuraba en la lista de testigos que Tommy llevaba en el bolsillo del pecho.

—Eso depende —contestó el
kriegie
.

—¿De qué?

—De lo que tú te propongas, Hart.

El hombre se situó en medio del pasillo, con los brazos cruzados. Los otros formaron una falange a su espalda. Ni la expresión de amenaza en sus ojos ni su actitud dejaba lugar a dudas. Tommy respiró hondo y apretó los puños, no sin decirse que debía conservar la calma.

—Me limito a cumplir con mi obligación —respondió tranquilo—. ¿Y tú qué haces?

El compañero de cuarto de Trader Vic era un tipo fornido, más bajo que Tommy, pero con el cuello y los brazos más recios y musculosos. Llevaba barba de varios días y lucía la gorra inclinada hacia atrás.

—Vigilarte, Hart.

—No consiento que nadie me vigile —replicó con energía avanzando hacia su interlocutor—.

Apartaos.

Los hombres se agruparon en un bloque más compacto, impidiéndole pasar. El compañero de cuarto de Trader Vic se plantó a escasos palmos de Tommy, sacando pecho.

—¿Qué tiene esa tabla, Hart? La que arrancaste del barracón 103.

—Eso es cosa mía. No te concierne.

—En eso te equivocas —replicó el otro. Esta vez acentuó sus palabras clavando tres veces el índice en el pecho de Tommy, obligándole a retroceder un paso—. ¿Qué tiene esa tabla? ¿Es algo relacionado con ese cabrón que asesinó a Vic?

—Ya te enterarás junto con los otros.

—No. Quiero enterarme ahora.

El hombre avanzó hacia Tommy y los otros hicieron lo propio. Tommy observó sus rostros.

Reconoció a la mayoría de ellos; eran unos hombres que habían jugado al béisbol con Vic, o que habían hecho tratos con él. Tommy comprobó asombrado que uno de los hombres, situado al fondo, era el director de la banda de jazz que había dirigido el concierto junto a la alambrada en homenaje a los muertos en el túnel. Era extraño, no sabía que Vic fuera amigo de los músicos.

El compañero de cuarto de Vic clavó de nuevo el dedo en el pecho de Tommy para atraer su atención.

—No te oigo, Hart.

Tommy se abstuvo de responder. De pronto, se abrió la puerta del dormitorio de Scott. No se volvió, pero se percató de la presencia de otra persona a su espalda y, a juzgar por la expresión de los
kriegies
, dedujo que se trataba de Scott.

Los hombres callaron. Tommy les oyó contener el aliento, a la espera de lo que pudiera ocurrir.

Al cabo de unos instantes, el compañero de cuarto de Vic rompió el silencio.

—Fuera, Scott. Estamos hablando con tu portavoz. No contigo.

Scott se colocó junto a Tommy, a quien sorprendió percibir un tono de aspereza y regocijo en la respuesta del aviador negro.

—¿Buscáis pelea? —inquirió éste con tono despreocupado—. Si eso es lo que queréis, ya sé a quién le daré la primera hostia.

Los hombres no respondieron de inmediato.

—Sí, me encantaría pelear con vosotros —repitió Lincoln Scott soltando una carcajada—. Incluso teniéndolo todo en contra. Llevo semanas encerrado aquí sin poder entrenarme con los guantes de boxeo, y lo que necesito es justamente una buena pelea. Me ayudaría a eliminar la tensión antes de comparecer ante el tribunal el lunes. Me iría bien. Ya lo creo que sí. ¿Quién quiere ser el primero, caballeros?

De nuevo se hizo el silencio.

—Nada de peleas —dijo el compañero de cuarto de Vic, retrocediendo—. Aún no. Son órdenes.

Scott volvió a emitir una carcajada grave, áspera, casi amarga.

—¡Qué lástima! —contestó—. Tenía ganas de liarme en una pelea.

Tommy observó que el otro estaba confundido y furioso. No vio temor, lo cual le indujo a suponer que el hombre pensaba que el aviador negro no le llegaba a la altura de los talones.

—Descuida, ya tendrás ocasión de pelear —dijo el hombre—. A menos que antes te peguen un tiro.

Antes de que Scott pudiera responder, Tommy intervino diciendo:

—Tú estás en la maldita lista —dijo secamente señalando al compañero de cuarto de Vic.

—¿Qué lista? —inquirió éste volviéndose hacia Tommy.

—La lista de los testigos. —Tommy volvió a escudriñar los rostros de los hombres que se hallaban frente a él. Dos de ellos se hallaban también entre los testigos que la acusación llamaría a declarar.

Uno era otro compañero de cuarto del capitán asesinado, el otro ocupaba un cuarto de literas en el barracón 101, a pocos pasos de donde se encontraban—. Tú, y tú también —dijo Tommy asumiendo de repente una actitud profesional—. En realidad, me alegro de que estéis aquí. Me ahorráis el tener que localizaros. ¿Qué vais a declarar el lunes? Quiero saberlo, y ahora mismo.

—Que te jodan, Hart. No tenemos que decir nada —contestó el hombre que ocupaba el cuarto de literas situado cerca de allí. Era un teniente y llevaba casi un año en el campo de prisioneros.

Copiloto de un B-26 Marauder que había sido derribado cerca de Trieste.

—En eso te equivocas, teniente —replicó Tommy con frialdad, confiriendo a la palabra «teniente» la misma entonación que hubiera empleado al soltar una palabrota—. Estás obligado a decirme exactamente lo que declararás el lunes. Si no lo crees, podemos ir a hablar con el coronel MacNamara. Y yo estaría también obligado a informarle de la pequeña reunión que hemos mantenido aquí. Es posible que él interpretara como una violación de sus órdenes. No sé…

—Que te jodan, Hart —repitió el hombre sin convicción.

—No, que te jodan a ti. Ahora responde a mi pregunta. ¿Qué vas a declarar, teniente?

—Teniente Murphy.

—Bien, teniente Murphy. Tengo entendido que provienes del oeste de Massachusetts. De Springfield, si no estoy equivocado. No está lejos de mi estado natal.

Murphy apartó la cara, enfurecido.

—Tienes buena memoria —dijo—. De acuerdo, Hart. Me llamarán a declarar sobre la pelea y otros altercados entre Scott y el difunto. Amenazas y frases intimidatorias pronunciadas en mi presencia.

Estos otros hombres también declararán sobre esto, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —respondió Tommy. Luego se volvió hacia el compañero de cuarto de Vic y le preguntó—. ¿Es cierto?

El hombre asintió con la cabeza. Un tercero se encogió de hombros.

—¿No tienes voz? —preguntó Tommy al tercer aviador.

—Sí —repuso el hombre con un inconfundible tono nasal propio del Midwest—. Claro que la tengo, y voy a utilizarla el lunes para conseguir que se carguen a este cabrón.

El teniente Murphy miró a Scott de hito en hito.

—¿No es así, Scott? —le preguntó.

El negro permaneció en silencio. El teniente Murphy soltó una despectiva risotada.

—Eso ya lo veremos —replicó Tommy—. No me apostaría mi última cajetilla de cigarrillos. —Lo cual, por supuesto, era un farol, pero se quedó tan ancho después de decirlo. Luego se volvió hacia los otros hombres que se hallaban en el pasillo—. Me gustaría oíros a todos.

—¿Para qué? —inquirió uno de los hombres que había callado.

Tommy esbozó una áspera sonrisa.

—Es curioso eso de las voces. Cuando oyes una voz que te amenaza con cobardía, en plena noche, no la olvidas fácilmente. Esa voz, esas palabras, los sonidos que emite se quedan grabados en tu mente durante mucho tiempo. No, uno no olvida esa maldita voz. Aunque no puedas asignarle un rostro, no la olvidas.

Tommy miró al resto de los hombres, inclusive al director de la banda de jazz.

—¿Y tú, tienes voz? —le preguntó Tommy.

—No —contestó el director de la banda.

Acto seguido éste y otros dos dieron media vuelta y se alejaron por el pasillo. Ninguno de ellos era alto, pero caminaban con una violencia que parecía aumentarles la estatura. Si al hablar habían soltado sin querer alguna que otra expresión típicamente sureña, como los dos hombres que le habían amenazado por la noche hacía unos días, no las compartieron con Tommy.

El compañero de cuarto de Trader Vic se volvió hacia Scott.

—Tendrás tu pelea —dijo—. Te lo garantizo…

Tommy vio que Scott se ponía tenso.

—Negro de mierda —le espetó el hombre.

Tommy se interpuso entre ambos.

—Hay un viejo refrán que dice —murmuró Tommy—: «Dios castiga a aquellos cuyas oraciones atiende.» Piensa en ello.

Durante unos instantes el compañero de cuarto de Vic entrecerró los ojos. Y en lugar de responder, sonrió, retrocedió un paso, escupió en el suelo a los pies de Tommy y, tras una media vuelta con precisión militar, echó a andar por el pasillo seguido por los provocadores.

Tommy los observó hasta que la puerta de acceso al campo de revista se abrió y cerró de un portazo tras ellos.

—Creo que habrá pelea —dijo Scott suspirando—. Antes de que me maten de un tiro.

Después de una pausa, añadió:

—¿El resto? A eso me refería, Hart. Al odio. No es agradable verlo encarnado en una persona, ¿verdad?

Sin esperar respuesta, Scott entró de nuevo en su habitación, dejando a Tommy solo en el pasillo.

Tommy se apoyó en la pared y respiró hondo. Sentía una curiosa euforia y de pronto le invadió un recuerdo que había olvidado hacía mucho, de la época en que él y su grupo de bombarderos habían partido para la guerra. Habían volado en formación sobre la costa de New Jersey, un día de primavera semejante al presente, rumbo al campo de aviación de Hanscom, en Boston, desde donde iban a emprender la travesía del Atlántico.

Volaban en cabeza de la formación, y el capitán, del oeste de Tejas, contemplaba la ciudad de Nueva York al tiempo que recitaba un atropellado monólogo, entusiasmado al admirar por primera vez los rascacielos de Manhattan.

«¡Eh, Tommy! —había gritado por el intercomunicador—. ¿Dónde está ese viejo puente?» Y Tommy había respondido con una breve risotada: «En Nueva York hay muchos puentes, capitán. ¿Se refiere al de George Washington? Mire hacia el norte, capitán. Unos quince kilómetros río arriba.» Tras una momentánea pausa, mientras trataba de localizar el puente, el capitán había hecho descender el Mitchell en picado. «Venga —había dicho—, ¡vamos a divertirnos!»

La formación había seguido al
Lovely Lydia
hasta casi rozar la superficie del agua, y al cabo de unos instantes Tommy constató con asombro que volaban aguas arriba del Hudson. Las plácidas cabrillas de agua de manantial resplandecían debajo de las alas de sus aviones. El capitán condujo a todo el grupo por debajo del puente. Los motores rugían al pasar debajo de los atónitos conductores de vehículos, que se paraban en seco al verlos pasar debajo de ellos, tan cerca que Tommy vio a un niño contemplando a los bombarderos con ojos como platos mientras les saludaba alegremente con la mano. A través del intercomunicador se oían las voces y exclamaciones de los eufóricos aviadores. Los gritos de júbilo de los otros pilotos de la formación sonaban incesantemente a través de la radio.

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