Llevan aquí una eternidad. Y tú también, Tommy, según me han contado.
Tommy palpó el bolsillo donde había guardado la lista.
—Bien —dijo, retrocediendo unos pasos—. Gracias de nuevo. Tengo cosas que hacer.
Walker Townsend asintió con un leve movimiento de la cabeza y volvió a su crucigrama.
—Si necesitas algo de la acusación, ven a verme cuando quieras, Tommy, en cualquier momento, de día o de noche.
—Te lo agradezco —contestó Tommy. «Embustero», pensó. Se despidió con un pequeño ademán estudiadamente amistoso, y se alejó con rapidez. Al salir inspiró una larga y afilada bocanada de aire fresco, pensando que por primera vez desde el momento en que había contemplado el cadáver de Trader Vic había visto unas pruebas en lugar de oír meras palabras, por enérgicas que fuesen, que le habían convencido de que Lincoln Scott era inocente del asesinato del aviador.
La esfera luminosa del reloj que le había regalado Lydia indicaba las doce menos diez de la noche cuando Tommy abandonó con cautela el relativo calor de su camastro y sintió la frialdad del suelo a través de sus delgados y remendados calcetines de lana. Permaneció unos instantes sentado en el borde de la litera, como un buceador esperando el momento oportuno para zambullirse en el agua. Estaba rodeado por los habituales sonidos nocturnos: ronquidos, toses, gemidos y respiraciones sibilantes emitidos por unos hombres con los que convivía desde hacía, meses y que sin embargo apenas conocía. La oscuridad lo envolvía; trató de alejar de sí una momentánea sensación de pánico, un residuo de claustrofobia. Las noches le producían siempre una sensación tan agobiante como el armario en el que había quedado encerrado de niño. Tenía que hacer un auténtico esfuerzo para convencerse de que la oscuridad que invadía el cuarto de literas no era lo mismo.
Uno de los reflectores de la torre de vigilancia pasó sobre la ventana exterior, cerrada a cal y canto contra la noche; durante unos segundos la potente luz penetró a través de las rendijas de los postigos de madera, recorriendo la pared de enfrente. Tommy agradeció la luz; le ayudaba a orientarse y alejar los pavorosos recuerdos de su infancia que le atormentaban en todos los espacios reducidos y oscuros.
Tomó sus botas de debajo de la litera. Luego, con la mano izquierda, localizó su cazadora de cuero y el cabo de una vela encajado en una lata de carne vacía. No lo encendió, pues prefería esperar a que el reflector volviera a pasar por el dormitorio, de modo que le procurase el suficiente resplandor para levantarse del camastro, dirigirse hacia la puerta y salir al pasillo central del barracón.
No tuvo que esperar mucho. Cuando el reflector arrojó su resplandor velado y amarillo a través de la habitación, se levantó, sosteniendo las botas, la cazadora y la vela, se dirigió veloz hacia la puerta y salió. Se detuvo unos momentos en el pasillo, aguzando el oído para cerciorarse de que no había despertado a los hombres que compartían su habitación. Le rodeaba un profundo silencio, interrumpido por aquellos ruidos habituales. Metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una cerilla, que encendió rascándola en la pared. Encendió la vela y, moviéndose como una aparición fantasmagórica, avanzó de puntillas por el pasillo, dirigiéndose con resolución hacia la habitación de Lincoln Scott.
El aviador negro dormía a pierna suelta en su solitario camastro, pero al notar la presión de la mano de Tommy en su hombro se despertó bruscamente. Durante unos momentos, cuando se revolvió profiriendo palabrotas, Tommy temió que le asestara uno de sus mortíferos derechazos.
—¡Silencio! —murmuró Tommy—. Soy yo, Hart.
Sostuvo la vela en alto para que iluminara su rostro.
—Joder, Hart —masculló Lincoln Scott—. Pensé…
—¿Qué?
—No sé. Algún problema.
—Quizá yo lo sea —continuó Tommy en tono quedo.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Scott incorporándose en la cama y apoyando los pies en el suelo.
—Un experimento —contestó Tommy—, una pequeña recreación.
—¿A qué se refiere?
—Es muy sencillo —repuso Tommy sin alzar la voz—. Finjamos que ésta es la noche que murió Vic. En primer lugar muéstreme con precisión cómo se levantó y salió del barracón aquella noche.
Luego trataremos de descifrar dónde fue Vic antes de acabar asesinado en el
Abort
.
Scott movió su negra cabeza en señal de asentimiento.
—Me parece razonable —dijo pestañeando para despabilarse—. ¿Qué hora es?
—Las doce y unos minutos.
Scott se restregó la cara con la mano, moviendo la cabeza arriba y abajo.
—Es aproximadamente la hora en que me levanté —dijo—. Como no tenía reloj, no lo sé con exactitud. Pero estaba oscuro como boca de lobo y todo estaba en silencio, por lo que deduje que sería alrededor de la medianoche. Quizás un poco antes, o una hora más o menos, pero no mucho más. Aún faltaba para que amaneciera.
—Como cuando descubrieron el cadáver de Bedford.
—En todo caso, yo me levanté antes del amanecer, de eso estoy seguro.
—De acuerdo —dijo Tommy—, de modo que se levantó y…
—Mi litera estaba aproximadamente en este lugar —prosiguió Scott—, cuatro literas dobles, dos a cada lado. Yo era el que estaba más cerca de la puerta, de modo que la única persona a quien temía despertar era el tipo cuya litera se hallaba sobre la mía.
—¿Y Bedford?
—Se hallaba al otro lado de la habitación. Ocupaba la parte inferior de su litera.
—¿Lo vio usted?
Scott negó con la cabeza.
—No me fijé en él —respondió.
Tommy estuvo a punto de interrumpir al negro, porque le parecía que su respuesta no tenía ningún sentido, pero tras unos instantes de vacilación, se limitó a preguntar:
—¿Encendió la vela que había junto a su cama?
—Sí. La encendí y la cubrí con mi mano para amortiguarla. Como he dicho, no quería despertar a los otros. Dejé mis botas y mi cazadora…
—¿Dónde exactamente?
—Las botas a los pies de la litera. La cazadora colgada de la pared.
—¿Vio esas prendas?
—No. No me fijé. No tenía motivos para sospechar que alguien las cogiera. Sólo pensé en hacer lo que tenía que hacer y regresar al barracón cuanto antes. El retrete no está lejos y me moví con mucho sigilo. Estaba descalzo. Aunque hacía un frío polar…
Tommy asintió, preocupado, pero se afanó en desterrar esa sensación.
—De acuerdo —dijo—. Muéstreme lo que hizo esa noche con toda exactitud, pero esta vez coja sus botas y su cazadora. Quiero que se mueva del mismo modo, a la misma velocidad. —Tommy miró el dial de su reloj, cronometrando al aviador negro.
Scott se levantó sin decir palabra. Al igual que Tommy, tomó sus botas. Con el torso ligeramente inclinado hacia delante, se alejó de su litera. Señaló hacia el lugar donde dormían los otros hombres aquella noche, y luego indicó la pared donde colgaba su cazadora. Moviéndose con sigilo, seguido por Tommy, Scott atravesó la habitación de un par de zancadas y abrió la puerta. Tommy tomó nota de que a diferencia de muchas otras en el barracón, esta puerta tenía los goznes bien engrasados.
Emitió un solo crujido que a Tommy no le pareció lo bastante potente para despertar a una persona.
Cuando salieron al pasillo, se cerró tras ellos apenas con un ligero «clic».
Scott señaló el retrete. Estaba colocado en un tosco cubículo, no mayor que un armario, tan sólo a veinte pasos del dormitorio. Tommy sostuvo la vela sobre la cabeza para iluminar el camino.
Dado que ambos caminaban descalzos, sus pasos no resonaban sobre el suelo de madera.
Se detuvieron junto al retrete.
—Entré —dijo Scott—. Hice lo que tenía que hacer y luego regresé a la habitación. Eso es todo.
Tommy miró la luz verde de la esfera de su reloj. No habían pasado más de tres minutos desde que Scott había salido de su barracón. Tommy se volvió y echó un vistazo a través del pasillo.
Durante un instante, sintió que su estómago se contraía y tragó saliva. La lobreguez de su temor a los espacios reducidos le atenazó el corazón. Pero apartó esa viscosa sensación de asfixia y se concentró en el problema que les ocupaba. La única salida del barracón se hallaba en el otro extremo, más allá de los otros cuartos de literas. Pensó que para pasar de la letrina al exterior, había que pasar cerca de un centenar de hombres que dormían en sus literas, detrás de una docena de puertas cerradas. Pero era posible que alguien oyera los pasos. Ése debía de estar despierto, alerta.
—¿Y no vio a nadie? —preguntó Tommy de nuevo.
Scott volvió el rostro, escudriñando la oscuridad.
—No. Ya se lo he dicho. No vi a nadie.
Tommy pasó por alto el titubeo que había percibido en la voz del aviador de Tuskegee y señaló al frente.
—De acuerdo —dijo con voz queda—. Ya sabemos lo que hizo usted. Ahora tratemos de descifrar lo que hizo Trader Vic.
Sosteniendo aún sus botas en las manos, ambos hombres avanzaron con cautela por el pasillo central del barracón, iluminándose gracias a la débil luz de la vela. Al llegar a la puerta del barracón 101, Tommy se detuvo pensativo. En éstas pasó el haz de un reflector, iluminando durante unos instantes los escalones de entrada antes de continuar adelante. Tommy se volvió y dirigió la vista hacia los cuartos de literas, situados en el otro extremo del pasillo. El reflector se hallaba fuera y a la izquierda, lo que significaba que cubría todas las habitaciones en aquel lado del edificio, que era el lado en el que se habían alojado Lincoln Scott y Trader Vic. Pensó que era concebible que alguien saliera por una de las ventanas situadas a la derecha del barracón; de esta forma sólo atravesaría una parte de la trayectoria del reflector cuando éste barriera los muros y el tejado. Pero era imposible que alguien pasara entre los
kriegies
apiñados en los reducidos espacios de los dormitorios en aquel lado, a menos que se hubieran puesto de acuerdo. Tommy estaba convencido de que los hombres que salían de noche para excavar un túnel, en especial los que habían perecido recientemente bajo tierra, se alojaban en ese lado del barracón. Los otros —los tipos del comité de fuga, los falsificadores, los espías y demás— tendrían que informar a todos los ocupantes del dormitorio sobre la ventana que pensaban utilizar. Lo cual, pensó, violaba todos los principios del secreto militar y, además, identificaba a los hombres que trabajaban por las noches, lo cual constituía otra violación de la seguridad.
De modo que Tommy pensó (midiendo, calibrando, sumando factores lo más rápido que podía, sintiéndose un poco como antes de que un profesor de pelo cano de la facultad de derecho escribiera con tiza una pregunta fácil en la pizarra) que cualquiera que tuviera que salir del barracón 101 en plena noche y tuviera que hacerlo sin llamar la atención de sus compañeros de cuarto o de los guardias alemanes, se arriesgaría quizás a salir por la puerta de entrada.
El haz del reflector pasó de nuevo sobre el edificio, filtrándose a través de las hendijas de la puerta y luego, con la misma rapidez, se desvaneció.
A los alemanes no les gustaba utilizar los reflectores, sobre todo en las noches en que se producían bombardeos británicos sobre instalaciones cercanas. Hasta el soldado alemán más ignorante sabía que desde el aire la luz de unos reflectores hacía que el campo pareciera un almacén de municiones o una planta industrial, y el piloto de un Lancaster en apuros, tras haber repelido los ataques de los pilotos nocturnos de la Luftwaffe, podría cometer un error y lanzarles su carga de bombas.
Por lo tanto, el uso de aquellos focos no era sistemático, lo cual los volvía más terroríficos para alguien que pretendiera pasar de un barracón a otro. Su carácter imprevisible impedía calcular el momento en que barrerían los edificios.
Tommy respiró hondo. Si el haz del reflector lo descubría, podían matarlo.
En el mejor de los casos provocaría toques de silbato y gritos de alerta, y si uno lograba levantar las manos con la suficiente rapidez, antes de que un
Hundführer
o uno de los gorilas de la torre de vigilancia colocara su ametralladora Schmeisser en posición de disparo, nadie lo libraría de quince días en la celda de castigo. Por lo demás, el hecho de que te pillaran comprometía los trabajos del túnel o el propósito que tuviera el
kriegie
para haber salido del barracón. Por lo tanto, pensó Tommy, nunca había un motivo sencillo para abandonar el barracón después de que hubieran apagado las luces.
Lanzó un profundo suspiro, sibilante.
«Mi excursión tampoco tiene nada de sencillo», pensó.
Se subió la cremallera de la cazadora y se agachó para calzarse los zapatos, indicando a Scott que hiciera lo propio.
Scott esbozó una sonrisa socarrona, distendida, propia de un guerrero acostumbrado al peligro.
—Esto es arriesgado, ¿eh, Hart? —murmuró—. No queremos que nos pillen.
Tommy asintió con la cabeza.
—El problema no es que nos pillen, sino que nos maten. No queremos morir acribillados —repuso. De pronto notó que tenía toda la boca seca, incluso la lengua—. No precisamente ahora…
—Ni ahora ni nunca —replicó Scott sin dejar de sonreír.
Tommy supuso que Scott debía de sentirse más como el piloto de un caza que en cualquier instante desde que se había lanzado en paracaídas del avión en llamas sobre territorio ocupado.
—¿Adónde nos dirigimos en primer lugar? —preguntó el aviador negro mientras se ataba los cordones de las botas.
—Al
Abort
. Luego volveremos atrás.
—¿Qué es exactamente lo que buscamos? —inquirió Scott.
—¿Exactamente? No lo sé. Pero posiblemente buscamos un lugar donde alguien se sintiera a sus anchas para cometer un asesinato.
Tras estas palabras, Tommy se volvió hacia la puerta. Apagó la vela de un soplo. Respiraba de forma rápida, superficial, como un
sprinter
dispuesto a emprender una carrera. En cuanto el reflector pasó sobre la fachada del barracón, asió el pomo de la puerta, la abrió y se zambulló, con Scott pegado a sus talones, en la densa oscuridad.
Tommy dio una veintena de rápidas zancadas, haciendo un esfuerzo sobrehumano, y se arrojó contra el muro del barracón 102, resollando, apretando rígidamente la espalda contra la estructura de madera del edificio, como si tratara de confundirse con las ásperas tablas. Vio cómo el haz se alejaba bailando, registrando y explorando las esquinas y los bordes de los barracones, como un mastín que sigue el rastro de una presa en los límites de un zarzal. El reflector parecía un ser vivo y cruel. Tommy contuvo el aliento cuando se detuvo unos segundos sobre el tejado de un barracón contiguo; luego, en lugar de proseguir hacia los barracones más alejados, sin ninguna razón aparente retrocedió hacia él, volviendo sobre sus pasos. Tommy se pegó más contra el muro, paralizado de terror, incapaz de moverse, mientras la luz reptaba de forma sistemática e inexorable hacia él, acorralándolo. El haz se hallaba aproximadamente a un metro, malévolo, como si supiera que él se encontraba allí pero no conociese su exacta localización, como si ambos jugaran a una versión mortífera del escondite, cuando Tommy sintió de improviso la mano de Scott aferrarle por el hombro y obligarle a arrojarse al suelo.