—Yo no soy idiota, teniente.
Tommy calibró lo que el alemán le decía, reparando en el tono quedo de su voz, tratando de adivinar la insinuación detrás de las palabras.
Los dos hombres marcharon al unísono hacia el recinto británico. Poco antes de llegar a la puerta, Tommy preguntó con un tono de indiferencia que ocultaba su repentino interés:
—¿Tardarán mucho los rusos en construir el nuevo campo de prisioneros?
Fritz meneó la cabeza. Siguió hablando en voz baja.
—Unos meses. Quizás algo más. O quizá no lo terminen nunca. Mueren muy deprisa. Cada pocos días llegan a la ciudad trenes con nuevos destacamentos de presos. Los conducen al bosque para que sustituyan a los que han muerto. Se diría que hay una cantidad infinita de prisioneros rusos. Las obras progresan con lentitud. Siempre es lo mismo, día tras día. —El hurón se estremeció ligeramente—. Me alegro de estar aquí y no allí —concluyó.
—¿No se ha acercado nunca por allí?
—En un par de ocasiones. Es peligroso. Los rusos nos odian a muerte. Se ve en sus ojos. Un día un
Hundführer
soltó a su perro en el campo de los rusos. Un Doberman enorme, un animal feroz, más lobo que perro. El imbécil creyó que con ello daría una lección a los rusos. —Fritz Número Uno sonrió—. No sentía ningún respeto hacia ellos. Fue una estupidez, ¿no cree, teniente Hart? Hay que respetar siempre al enemigo. Aunque le odies, debes respetarlo, ¿no? El caso es que el perro desapareció. El imbécil se quedó de pie junto a la alambrada, silbando y gritando «¡ven, chico!».
Idiota. Por la mañana, los rusos arrojaron el pellejo sobre la alambrada. Era cuanto quedaba del perro. El resto se lo habían comido. En mi opinión, los rusos son unos animales.
—¿De modo que usted no va por allí?
—No con frecuencia. A veces. Pero no con frecuencia. Pero mire usted, teniente Hart…
Fritz Número Uno echó un rápido vistazo a su alrededor para cerciorarse de que no había oficiales alemanes por los alrededores. Al comprobarlo, extrajo un reluciente objeto metálico del bolsillo de su guerrera.
—¿Quiere hacer un trato? Puede llevarse esta magnífica hebilla como recuerdo cuando regrese a América. Seis cajetillas de cigarrillos y un par de tabletas de chocolate, ¿qué le parece?
Tommy tomó el objeto de manos de Fritz. Era una hebilla de cinturón rectangular, grande y pesada. Había sido pulida hasta el extremo de que el martillo y la hoz grabados en la hebilla relucían bajo el sol. Tommy la sopesó, preguntándose por qué la había cambiado Fritz, o si simplemente la había tomado de la cintura de un soldado ruso muerto.
—No está mal —dijo devolviéndosela al alemán—. Pero no es lo que busco.
El hurón asintió con la cabeza.
—Trader Vic —dijo con una sonrisa irónica— habría visto su valor, y habría aceptado mi precio. O un precio parecido. Y le habría sacado provecho.
—¿Hacía usted muchos tratos con Vic? —preguntó Tommy como sin darle importancia, aunque esperaba con interés la respuesta.
—No está permitido —respondió Fritz Número Uno tras unos instantes de vacilación.
—Pasan cosas que no están permitidas —contestó Tommy.
El hurón asintió con la cabeza.
—Al capitán Bedford le gustaba adquirir recuerdos de guerra, teniente. Numerosos y variados objetos. Siempre estaba dispuesto a hacer un trato a cambio de lo que fuera.
Tommy aminoró el paso cuando se acercaron a la entrada del recinto británico. Suponía que el hurón trataba de decirle algo. Fritz Número Uno alargó la mano y le rozó el antebrazo.
—Lo que fuera —repitió el alemán.
Tommy se detuvo en seco. Se volvió y observó a Fritz Número Uno de manera penetrante.
—Usted halló el cadáver, ¿no es cierto, Fritz? Justo antes del
Appell
matutino, si no me equivoco.
¿Qué diablos hacía usted en el recinto a esas horas, Fritz? Aún era de noche y los alemanes no se pasean por el recinto después de apagadas las luces, porque los guardias de la torre de vigilancia tienen orden de disparar contra cualquier cosa que vean moviéndose por el campo. ¿Qué hacía allí, exponiéndose a ser tiroteado por uno de los suyos?
Fritz Número Uno sonrió.
—Lo que fuera —susurró—. Yo le he ayudado, teniente, pero no puedo decir más porque sería muy peligroso para los dos. —El hurón señaló la puerta de acceso al recinto británico, abriéndola para que Tommy pasara.
Tommy calló una serie de preguntas que deseaba formular al alemán, le dio el otro cigarrillo que le había prometido y, tras unos momentos de vacilación, le entregó el resto de la cajetilla.
Sorprendido, Fritz Número Uno emitió una exclamación de gratitud. Después indicó al americano que pasara y le observó mientras éste, en cuya mente bullían numerosas ideas, iba en busca de Renaday y Pryce. Ninguno de los dos prestó atención a un escuadrón de oficiales británicos que, cargados con toallas, jabón y una modesta muda de ropa, se dirigían hacia el edificio de las duchas.
Iban escoltados por una pareja de guardias alemanes, desarmados, con cara de fastidio y aburrimiento, que cabeceaban de cansancio. Los hombres marchaban animosos a través del polvoriento recinto, entonando una de las habituales canciones obscenas.
—Qué curioso —comentó Phillip Pryce, inclinando la cabeza hacia atrás para escudriñar el cielo, como en busca de un pensamiento que se le escapaba. Luego se irguió y miró a Tommy fijamente—.
Es ciertamente intrigante. ¿Estás seguro de que trataba de decirte algo, muchacho?
—Desde luego —respondió Tommy, asestando una patada al suelo y levantando una nube de polvo con la bota. Los tres hombres se hallaban conversando junto a uno de los barracones.
—No me fío de Fritz, de ninguno de los Fritzes, ni el Número Uno, Dos ni Tres, y no me fío de ningún asqueroso alemán —masculló Hugh—. Diga lo que diga. ¿Por qué iba a ayudarnos? A ver, contesta, letrado.
Pryce tosió con violencia un par de veces. Estaba sentado al sol, con las perneras enrolladas y ambos pies sumergidos en una abollada palangana de acero en la que de tanto en tanto vertía agua hirviendo. Sacó un pie de su interior y lo examinó.
—Ampollas, grietas y pie de atleta, lo cual en mi caso constituye una tremenda contradicción de términos —dijo con una sonrisa sarcástica que fue interrumpida por una tos intensa—. ¡Santo Dios, me estoy desintegrando, chicos! Ya nada funciona. Llevas razón, Hugh. ¿Pero qué motivo tendría Fritz para mentir?
—No lo sé. Es un tipo muy astuto. Siempre en busca de promociones y medallas o cualquier otra recompensa con la que los alemanes premien a sus esforzados trabajadores.
—¿Un tipo que va a lo suyo?
—Desde luego —repuso Hugh dando un respingo.
Pryce asintió con la cabeza y se volvió hacia Tommy, quien supuso lo que el anciano iba a decir y se le adelantó.
—Pero, Hugh —dijo apresuradamente—, eso indica que me estaba diciendo la verdad, o cuando menos guiándome en la dirección correcta. Aunque sea un alemán, todos estamos de acuerdo en que Fritz va a lo suyo y trata de aprovecharse de todo lo que ve en el campo. Más o menos como Trader Vic.
—¿Sabes a qué se refería? —preguntó Hugh.
—A ver, ¿qué nos falta? ¿Qué deberíamos saber?
—Dos cosas —repuso Hugh sonriendo—. La verdad, y la forma de descubrirla.
Pryce asintió con la cabeza y se volvió hacia Tommy.
—Creo que esto podría ser importante, Tommy —dijo con repentina intensidad—. Muy importante.
¿Qué hacía Fritz dentro del recinto justo antes del amanecer? De haberlo visto uno de esos adolescentes que los alemanes recluían y colocan en las torres de vigilancia podría haber pagado con su vida. De hecho, no me parece que Fritz sea el tipo de caballero que se arriesga a morir porque sí, a menos que la recompensa valga la pena.
—Una recompensa personal —apostilló Hugh—. No creo que Fritz haga gran cosa por la patria a menos que le beneficie.
Pryce palmoteo, como si las ideas que bullían en su mente fueran tan reconfortantes como el agua que vertía sobre sus maltrechos pies. Pero al hablar lo hizo de modo pausado, con una solemnidad que sorprendió a Tommy.
—¿Y si la presencia de Fritz implicara ambas cosas? —dijo Pryce agitando el puño en el aire con expresión de triunfo—. Creo, caballeros, que hemos sido un tanto estúpidos reflexionando sobre el asesinato de Trader Vic y la acusación contra Lincoln Scott tal como pretende que hagamos la oposición. Creo que es hora de que enfoquemos el asunto de modo distinto.
—Por favor, deja de ser hermético —le solicitó Tommy con un suspiro de resignación.
—Es mi forma de ser, muchacho.
—Después de la guerra —dijo Tommy—, te pediré que vengas a visitarme a Estados Unidos. Una larga visita. Te obligaré a sentarte frente a una vieja estufa de leña en el Manchester General Store un día de invierno, cuando a través de la ventana se ve un metro de nieve apilada en la acera, escuchando a unos lugareños de Vermont hablando sobre el tiempo, las cosechas, la próxima temporada de pesca en primavera y si ese chico Williams que juega con los Red Sox hará algo importante en la liga. Comprobarás entonces que los yanquis nos expresamos siempre con concisión y vamos directamente al grano. Sea lo que fuere el grano en cuestión.
Pryce soltó una carcajada que se vio interrumpida por otro acceso de tos.
—Una lección de franqueza, ¿no es así?
—Exactamente. Ir directo al grano, sin andarse por las ramas. Y una cualidad que nos vendrá muy bien el lunes a las ocho de la mañana, cuando comience el juicio de Scott.
—Tommy tiene razón, Phillip —terció Hugh, cordial—. Créeme, nuestros vecinos sureños son extraordinariamente francos. En especial MacNamara, el coronel. Hace poco que ha salido de West Point y probablemente lleva el código militar de conducta tatuado en el pecho. En el juicio no podemos andarnos con «insinuaciones». Ese hombre tiene poca imaginación. Tendremos que ser precisos.
Pryce continuaba enfrascado en sus pensamientos.
—Eso es cierto —dijo pausadamente—, pero me pregunto…
El depauperado y asmático inglés alzó la mano, en señal de que callaran. Ambos observaron que el anciano no cesaba de cavilar al tiempo que movía los ojos de un lado para otro.
—Creo —dijo Pryce lentamente después de una larga pausa— que debemos volver a evaluar el caso.
¿Qué es lo que sabemos?
—Sabemos que alguien mató a Vic en un lugar oculto situado a un callejón de distancia del lugar donde hallaron el cuerpo. Sabemos que su cadáver fue hallado por un hurón alemán que no tenía por qué encontrarse en el recinto a esa hora. Sabemos que el arma del delito y el método de asesinato fueron muy distintos de los que alegará la acusación. Frente a esos elementos, tenemos las botas ensangrentadas de Lincoln Scott, unas manchas de sangre en su cazadora, un arma que también presenta manchas de sangre, aunque dudo que la utilizaran para cometer el asesinato. Y tenemos numerosos testimonios de la antipatía expresa que existía entre ambos hombres.
Pryce asintió.
—Quizá deberíamos examinar cada elemento por separado. Dime, Hugh, ¿qué te dice el hecho de que trasladaran el cadáver del lugar donde se cometió el crimen?
—Que el lugar donde se cometió el crimen compromete al asesino.
—¿Es lógico que Lincoln Scott trasladara el cadáver a un lugar próximo a su propio barracón?
—No. No tiene ningún sentido.
—Pero a alguien, sin embargo, le pareció lógico meter a Vic en el
Abort
.
—Alguien que quería asegurarse de que no registrarían la verdadera escena del crimen. Y, bien pensado, ¿quién haría más que una somera exploración del cadáver dentro del
Abort
? ¡Ese sitio apesta!
—Visser —replicó Hugh—. A él no le molestó en absoluto.
—Una observación interesante —contestó Pryce sonriendo—. Sí. Tommy, creo que podemos afirmar sin temor a equivocarnos que pese a su uniforme de la Luftwaffe,
Herr
Visser pertenece a la Gestapo. Es un experto policía. Dudo que quienquiera que trasladara el cadáver de Vic imaginara ni remotamente que iba a aparecer en escena. Probablemente supuso que el estirado y melindroso Von Reiter se encargaría de registrar la escena del crimen. ¿Habría Von Reiter registrado a fondo el
Abort
? Desde luego que no. Pero eso plantea un segundo interrogante: si el asesino quería evitar que registraran el lugar del crimen, ¿de quién tenía miedo? ¿De los alemanes o de los americanos?
Tommy enarcó una ceja.
—El problema, Phillip, es que cada vez que creo que hemos avanzado algo en nuestras pesquisas, aparecen nuevos interrogantes.
—Es cierto —rezongó Hugh—. ¿Por qué no pueden ser más sencillas las cosas?
Pryce extendió la mano y tocó el brazo del fornido canadiense.
—Pero es que acusar a Scott del crimen es lo más sencillo. Ahí radica el meollo del asunto.
Pryce emitió una risa entrecortada que acabó en un acceso de tos, pero no dejó de sonreír de gozo. Era notorio que disfrutaba con cada giro que tomaba el asunto.
—¿Y la inexplicada y sorprendente aparición de Fritz Número Uno en la escena? —inquirió volviéndose hacia Tommy—. ¿Qué nos dice eso?
—Que tenía un motivo importante para estar ahí.
—¿Crees que fue la compraventa ilícita de un artículo de contrabando lo que obligó a Fritz y a Trader Vic a salir en plena noche pese al riesgo al que ambos se exponían?
—No —contestó Tommy antes de que pudiera hacerlo Hugh—. En absoluto. Porque Vic había logrado vender todo tipo de artículos ilícitos: cámaras, radios, «lo que fuera»…, según dijo Fritz.
Pero incluso las adquisiciones más especiales pueden realizarse durante el día. Vic era un experto en el tema.
—O sea que lo que hizo que Vic y Fritz Número Uno salieran a pesar del peligro que corrían tuvo que ser algo extremadamente valioso para ambos… —reflexionó Pryce—. Y algo que más valía que permaneciera oculto para el resto de los prisioneros.
—Observa que das por supuesto que fue el mismo motivo el que hizo que ambos salieran —dijo Tommy bruscamente.
—Pero sospecho que es el camino que debemos seguir —contestó Pryce con energía. Luego se volvió hacia Tommy y preguntó—: ¿Ves algo en todo esto, Thomas?
Sí, Tommy veía algo. Algo que es preferible que permanezca oculto… Una luminosa idea le atravesó la mente. Abrió la boca, pero de pronto oyeron unos gritos y unos silbatos de alarma procedentes de fuera de la alambrada, más allá de la puerta principal, que interrumpieron las cavilaciones de los tres hombres. Se volvieron todos a una hacia el lugar del que procedía la barahúnda y se quedaron perplejos al percibir la potente ráfaga de una metralleta, cuyos disparos desgarraron la atmósfera del mediodía.