—Dicho de otro modo —repuso sonriendo con amargura—, prefieren organizar ellos mismos el linchamiento, en el momento que les convenga y procurando darle un aire oficial.
—Eso parece. Mi tarea consiste en evitarlo.
—Eso no le granjeará sus simpatías —comentó Scott.
—No se preocupe por mí. Atengámonos al caso.
—¿Qué pruebas tienen?
—Averiguarlo es mi próxima tarea.
Scott se detuvo. Respiraba con fatiga, como un corredor que acaba de realizar un
sprint
.
—Haga lo que esté en sus manos, señor Hart —dijo pausadamente—. No quiero morir aquí. De eso puede estar seguro. Pero si quiere saber mi opinión, haga lo que haga dará lo mismo, porque ellos ya han llegado a una decisión y a un veredicto. ¡Veredicto! Qué palabra tan estúpida, Hart.
Verdaderamente estúpida. ¿Sabe que proviene del latín? Significa decir la verdad. ¡Qué gilipollez, qué mentira, qué mentira asquerosa!
Tommy calló.
De pronto, Scott observó sus manos, volviéndolas de un lado y otro, como escrutándolas, o examinando su color.
—Da lo mismo, Hart, ¿comprende? ¡Esa es la puta realidad! —Scott alzó la voz—. ¡Siempre da lo mismo! Los negros siempre son culpables. Siempre ha sido así y siempre lo será.
Scott se pasó las manos por su camisa de lana de aviador.
—Todos pensábamos que esto haría que las cosas fueran distintas. Este uniforme. Todos lo creíamos. Los hombres mueren, Hart; mueren sin remedio y algunos de forma atroz, pero sus últimos pensamientos van dirigidos a su familia y amigos confiando en que las cosas sean distintas para los que dejan atrás. ¡Qué mentira!
—Haré cuanto pueda —repitió Tommy, pero se detuvo, comprendiendo que cualquier cosa que dijera sonaría patética.
Scott volvió a dudar. Luego se volvió con lentitud de espaldas a Tommy.
—Le agradezco su ayuda —dijo—. La que pueda brindarme. —La resignación que traslucía su voz no sólo indicaba que dudaba que Tommy pudiera ayudarlo, sino que, aun suponiendo que le fuera posible, dudaba que sus esfuerzos obtuvieran el menor resultado.
Ambos hombres guardaron silencio unos instantes, hasta que Scott observó con amargura:
—Es curioso, Hart. Derribaron mi avión el primero de abril de 1944. El día de los Santos Inocentes.1 Yo alcancé a un cabrón nazi y mi compañero de vuelo a otro y nos quedamos sin munición antes de que esos cabrones nos atacaran. Ninguno de los dos tuvo tiempo de saltar: dos muertes seguras. Creí que la broma la habían pagado ellos, pero estaba equivocado. La pagué yo.
Consiguieron derribarme.
Tommy Hart se disponía a hacer una pregunta, con el fin de que el aviador negro siguiera hablando, cuando oyó unos pasos y unas voces en el pasillo, al otro lado de la recia puerta de madera de la celda. Ambos hombres se volvieron al oír girar la llave en la cerradura.
Cuatro hombres penetraron en la celda y se colocaron junto a la pared. El coronel MacNamara y el comandante Clark se situaron delante, mientras que el
Hauptmann
Heinrich Visser y un cabo con un bloc de estenógrafo permanecían detrás. Los dos oficiales norteamericanos devolvieron el saludo, tras lo cual Clark dio un paso adelante.
—Teniente Scott —dijo con tono enérgico—, tengo el penoso deber de informarle de que ha sido acusado formalmente del asesinato premeditado del capitán Vincent Bedford de las fuerzas aéreas estadounidenses, cometido hoy, 22 de mayo de 1944.
Visser tradujo en voz baja las palabras de Clark al estenógrafo, que tomó nota rápidamente.
—Como sin duda le habrá dicho su abogado, se trata de un crimen capital. Si es hallado culpable, el tribunal le condenará a permanecer aislado hasta que las autoridades militares estadounidenses se hagan cargo de su persona, o a su inmediata ejecución, que llevarán a cabo nuestros captores. Se ha fijado una vista preliminar del tribunal para dentro de dos días. En esa fecha podrá usted declararse culpable o inocente.
Clark saludó y dio un paso atrás.
—¡No he hecho nada! —protestó Lincoln Scott.
Tommy adoptó la posición de firmes y dijo con tono contundente:
—Señor, el teniente Scott niega tener algo que ver con el asesinato del capitán Bedford. Declara su inequívoca inocencia, señor. Asimismo solicita que le devuelvan sus efectos personales y su inmediata puesta en libertad.
—Denegado —respondió Clark.
Tommy Hart se volvió hacia el coronel MacNamara.
—¡Señor! ¿Cómo puede preparar el teniente Scott su defensa desde una celda de castigo? Es totalmente injusto. El teniente Scott es inocente hasta que se demuestre lo contrario, señor. En Estados Unidos, aun a pesar de la gravedad de los cargos, se le encerraría en el barracón hasta la celebración del juicio. No pido nada más.
Clark se volvió hacia MacNamara, quien parecía estar considerando la petición formulada por Tommy.
—Coronel, no puede… Podría ocasionarnos serios problemas. Creo que es preferible para todos que el teniente Scott permanezca aquí, donde está seguro.
—Seguro hasta que dispongan un pelotón de fusilamiento, comandante —masculló Scott.
MacNamara miró enojado a los dos tenientes.
—Basta —dijo alzando la mano—. Teniente Hart, lleva usted razón. Es importante que mantengamos todas las normas militares que sea posible. No obstante, esta situación es especial.
—Y un cuerno —exclamó Scott, mirando con rabia al coronel—. Es la típica justicia de doble rasero.
—¡Cuidado con lo que dice cuando se dirija a un superior! —gritó Clark. Éste y Scott se miraron con cara de pocos amigos.
—¡Señor! —terció Tommy dando un paso al frente—. ¿Adónde puede ir? ¿Qué puede hacer? Aquí estamos todos prisioneros.
MacNamara se detuvo para considerar sus opciones. Tenía el rostro arrebolado y la mandíbula rígida, como sopesando la legitimidad de la petición y la insubordinación del aviador negro. Por fin inspiró hondo y habló con voz queda, controlada.
—De acuerdo, teniente Hart. El teniente Scott quedará bajo su custodia después del recuento matutino de mañana. Una noche en la celda de castigo, Scott. Debo comunicar lo ocurrido al campo y debemos preparar una habitación para él solo. No quiero que tenga contacto con el resto de los hombres. Durante ese tiempo, no podrá salir de la zona que rodea su barracón salvo en su presencia, teniente Hart, y sólo con el fin de realizar diligencias relacionadas con su defensa. ¿Me da su palabra al respecto, teniente Hart?
—Desde luego. —A Tommy no le pasó inadvertido que esa situación era más o menos lo que había pretendido Vincent Bedford. Antes de morir asesinado.
—Necesito que usted también me dé su palabra, Scott —le espetó MacNamara, apresurándose a añadir—: Como oficial y caballero, por supuesto.
Scott siguió mirando con rabia al coronel y al comandante.
—Por supuesto… Como oficial y caballero. Le doy mi palabra —replicó con sequedad.
—Muy bien, entonces…
—Señor —interrumpió Tommy—. ¿Cuándo le devolverán al teniente Scott sus efectos personales?
El comandante Clark negó con la cabeza.
—No le serán devueltos —repuso—. Búsquele otra ropa, teniente, porque no volverá a ver su cazadora ni sus botas hasta que se celebre el juicio.
—¿Podría usted explicarme eso, señor? —inquirió Hart.
—Ambas prendas están manchadas con la sangre de Vincent Bedford —respondió el comandante Clark con desdén.
Ni Scott ni Hart respondieron. En la esquina de la celda de castigo, el sonido de la pluma del estenógrafo arañando el papel cesó cuando Heinrich Visser hubo traducido las últimas palabras.
Al atardecer el cielo se ensombreció y cuando Tommy salió de la celda de castigo empezaba a caer una fría llovizna. El encapotado firmamento no prometía sino más lluvia. Tommy encogió los hombros, se levantó el cuello de la cazadora y se apresuró hacia la puerta de acceso al recinto americano. Vio a Hugh Renaday esperándole, de espaldas a la fachada del barracón 111. Fumaba nerviosamente —Tommy le vio apurar un cigarrillo y encender otro con la colilla del anterior— mientras contemplaba el cielo.
—En casa, la primavera siempre se retrasa, como aquí —comentó Hugh con voz queda—. Cuando piensas que por fin hará calor y llegará el verano, se pone a nevar, o a llover o algo por el estilo.
—En Vermont ocurre lo mismo —repuso Tommy—. Allí, a la época entre el invierno y el verano no la llamamos primavera, sino época del barro. Un período resbaladizo, inútil y jodido.
—Más o menos como aquí —dijo Hugh.
—Más o menos. —Ambos hombres sonrieron.
—¿Qué has averiguado sobre nuestro infame cliente?
—Niega cualquier relación con el asesinato. Pero…
—Ah, Tommy, la palabra «pero» es terrible —le interrumpió Hugh—. ¿Por qué será que dudo que me guste lo que voy a oír?
—Porque cuando MacNamara y Clark aparecieron para anunciar que estaban preparando una acusación formal, Clark dijo que habían hallado sangre de Vincent Bedford en las botas y la cazadora de Scott. Supongo que se refería a eso cuando comentó hace un rato que tenían pruebas suficientes contra él para condenarlo.
Hugh suspiró.
—Eso es un problema —dijo—. Sangre en las botas y la huella sangrienta de una bota en el
Abort
.
—Este asunto cada vez se pone peor —dijo Tommy con suavidad.
—¿Peor? —Hugh dio un respingo al tiempo que abría los ojos desmesuradamente.
—Sí. Lincoln Scott tenía costumbre de levantarse de la cama en plena noche para ir al retrete.
Salía sigilosamente de su habitación y se dirigía a la letrina para no ofender las sensibilidades de los oficiales blancos que no querían compartir el retrete con un negro. Eso fue lo que hizo anoche, encendiendo, para colmo, una vela a fin de no tropezar.
Hugh apoyó la espalda, abatido, contra el edificio.
—Y el problema… —empezó a decir.
—El problema —continuó Tommy—, es que lo más probable es que lo viera alguien. De modo que durante la noche, Scott se ausenta de la habitación y hay un testigo en el campo dispuesto a declarar que lo vio. Clark alegará que en ese momento se le presentó la oportunidad de asesinar a Bedford.
—Ésa podría ser la meada más peligrosa que ha echado.
—Eso mismo pienso yo.
—¿Se lo has explicado a Scott?
—No. No puede decirse que nuestra primera entrevista fuera como una seda.
—¿No? —preguntó Hugh mirándolo perplejo.
—No. El teniente Scott tiene escasa confianza en que se haga justicia en su caso.
—¿De modo que…?
—Cree que el asunto ya está decidido. Quizá tenga razón.
—Seguro que está en lo cierto —masculló Renaday.
Tommy se encogió de hombros.
—Ya veremos. ¿Y tú qué averiguaste? Sobre Visser. Parece…
—¿Distinto de otros oficiales de la Luftwaffe?
—Sí.
—Yo también tengo esta impresión, Tommy. Sobre todo después de observarlo en el
Abort
. Ese hombre ha estado presente en más de una escena del crimen. Examinó el lugar como un arqueólogo.
No dejó un palmo sin inspeccionar. No dijo palabra. Ni siquiera reparó en mi presencia, salvo en una ocasión, lo cual me sorprendió.
—¿Qué dijo?
—Señaló la huella de la bota, la contempló durante sesenta segundos, como si fuera un discurso que quisiera memorizar, y luego alzó la cabeza, me miró y dijo: «Teniente, le sugiero que tome una hoja de papel y haga un dibujo de esta huella todo lo fiel que le sea posible.» Yo obedecí la sugerencia. En realidad hice dos dibujos. También dibujé unos planos de la ubicación del cadáver y el interior del
Abort
. Hice un bosquejo del cadáver de Bedford, mostrando la herida, todo lo detallado que pude. Cuando me quedé sin papel, Visser ordenó a uno de los gorilas que me trajera un bloc por estrenar del despacho del comandante. Quizá me resulte útil durante los próximos días.
—Es curioso —comentó Tommy—. Parece como si quisiera ayudarnos.
—En efecto. Pero no me fío un pelo.
Tommy apoyó la espalda contra el barracón. El pequeño alero impedía que la lluvia salpicara sus rostros.
—¿Viste lo que yo vi en el
Abort
? —preguntó Tommy.
—Creo que sí.
—A Vic no lo asesinaron en el
Abort
. No sé dónde lo mataron, pero no fue allí. Una o varias personas colocaron allí su cadáver. Pero no lo mataron allí.
—Eso pienso yo —se apresuró a responder Hugh, sonriendo—. Tienes una vista muy aguda, Tommy. Lo que vi fue unas manchas de sangre en la camisa de Trader Vic pero no sobre sus muslos desnudos. Y no había rastro en el asiento del retrete ni en el suelo a su alrededor. ¿Dónde está la sangre? Cuando degüellan a un hombre, hay sangre por todas partes. Aproveché para examinar más de cerca la herida del cuello después de que lo hiciera Visser. Visser limpió un poco la sangre de la herida, como si fuera un científico, y midió con los dedos el corte que presenta Trader Vic en el cuello. Le seccionaron la yugular. Pero el corte sólo mide unos cinco centímetros.
Máximo. Quizá menos. Visser no dijo una palabra, pero se volvió hacia mí, separando el pulgar y el índice, así —dijo Renaday imitando el gesto del
Hauptmann
—. Por lo demás, está el pequeño detalle del dedo casi amputado de Vic y los cortes en las manos…
—Como si se defendiera de alguien armado con un cuchillo.
—Exactamente, Tommy. Se trata de heridas causadas en su propia defensa.
Tommy asintió.
—Pues tenemos, al parecer, una escena del crimen que no es la escena del crimen. Un soldado alemán que parece querer ayudar a la parte contraria. Aquí se plantean varios interrogantes.
—Cierto, Tommy. Es bueno plantearse interrogantes, y mejor aún obtener respuestas. Ya has visto a MacNamara y a Clark. ¿Crees que bastará con sembrar dudas sobre el caso?
—No.
—Yo tampoco. —Hugh encendió otro cigarrillo, contemplando la espiral de humo que brotó de sus labios, y luego el extremo encendido—. Antes de que derribaran nuestro avión, Phillip solía decir que esto acabaría matándonos antes o después. Puede que tenga razón. Pero yo creo que ocupan el quinto o sexto lugar en la lista de amenazas mortales. Muy por detrás de los alemanes, o de contraer una enfermedad mortal. Ahora mismo me pregunto si no habrá otras que podríamos agregar a la lista de posibilidades mortales. Como nosotros mismos.