Antes de la guerra, Pryce había sido un reputado abogado, miembro de un antiguo y venerable bufete londinense. Su compañero de cuarto en el Stalag Luft 13, Hugh Renaday, tenía la mitad de años que él, sólo uno o dos más que Tommy, y lucía un poblado bigote. Ambos hombres habían sido capturados juntos cuando su bombardero Blenheim fue derribado en Holanda. Pryce solía declarar, en tono aristocrático y agudo, que era un gran error que él estuviera en el Stalag Luft 13, pues éste era un lugar para hombres jóvenes. El motivo era que se había cansado de enviar a hombres a cumplir misiones peligrosas que les costaban la vida, de modo que una noche, contraviniendo órdenes expresas de su superior, había ocupado el lugar del artillero en la torreta del Blenheim.
—Fue una mala elección —decía entre dientes.
Renaday, un hombre de complexión recia como un roble, aunque la dieta del campo había eliminado varios kilos de su cuerpo de jugador de rugby, contestaba:
—Ya, pero ¿quién quiere morirse en la cama en su casa?
A lo que Pryce replicaba:
—Mi querido chico, todo el mundo. Los jóvenes necesitáis la perspectiva que proporciona la edad.
Renaday era un rudo canadiense. Antes de la guerra había trabajado como investigador criminal para la policía provincial de Manitoba. Una semana después de alistarse en las fuerzas aéreas de Canadá, le habían comunicado que su solicitud de ingreso en la Policía Montada había sido aceptada. Enfrentado al dilema de seguir la carrera que siempre había soñado o permanecer en las fuerzas aéreas, Renaday había decidido a regañadientes posponer su cita con la Policía Montada.
Siempre concluía su conversación con Pryce afirmando:
—Hablas como un viejo.
Los viernes, los tres hombres se reunían para hablar de leyes. Renaday mantenía una actitud propia de un policía, directa, sin ambages, ateniéndose a los datos, buscando sin excepción la posición más estricta. Pryce, por el contrario, era un maestro de la sutileza. Le gustaba perorar sobre la aristocracia del conflicto, la nobleza de las distinciones entre los hechos y la ley. Por lo general, Tommy Hart servía de puente entre ambos, discurriendo entre los arrebatos intelectuales del anciano y el insistente pragmatismo del joven. Era parte de su formación, sostenía.
Tommy confiaba en que el derrumbe del túnel no le impidiera asistir a su cita semanal con los otros dos prisioneros. A veces, después de hallar una radio oculta u otro artículo de contrabando, los alemanes cerraban los campos como castigo, lo cual obligaba a los hombres a permanecer días enteros encerrados en los barracones. El tránsito entre los dos recintos quedaba limitado. En una ocasión habían suspendido un partido de fútbol entre los equipos del norte y el sur, lo cual provocó la furia de los británicos y el alivio de los estadounidenses, quienes sabían que iban a salir goleados y preferían disputar con sus homólogos británicos un partido de baloncesto o béisbol.
Esa semana los tres hombres tenían previsto comentar el secuestro del hijo de los Lindbergh.
Tommy asumiría la defensa del carpintero, Renaday tendría a su cargo la acusación y Pryce sería el juez. Tommy no se sentía preparado para la labor, pues estaba limitado no sólo por los hechos, sino también por su posición. Se había sentido más cómodo con el caso que habían comentado el mes anterior, concretamente el del asesinato Wright-Mills. Y se había sentido infinitamente más seguro en pleno invierno, cuando habían analizado los aspectos legales de los asesinatos Victorianos de Jack el Destripador. Por fortuna, sus amigos británicos habían estado siempre a la defensiva.
Tommy tomó su ejemplar del
Procedimiento penal
de Burke y salió del barracón 101. Al comienzo de su estancia en el Stalag Luft 13 había diseñado y construido una silla con los restos de las cajas de madera en las que la Cruz Roja enviaba paquetes al campo. Era de estilo rústico y, para ser un mueble de un campo de prisioneros, era muy admirada e imitada. La silla presentaba varios detalles importantes: sólo se precisaba media docena de clavos para ensamblar piezas y era relativamente cómoda. Tommy pensaba a veces que era su única aportación auténtica a la vida del campo.
La trasladó a un lugar donde daba el sol del mediodía y abrió el libro. Pero en cuanto empezó a leer el primer párrafo apareció una figura, y en el preciso momento en que alzó la vista oyó una voz con un inconfundible acento de Misisipí.
—Hola, Hart, ¿cómo estás en esta hermosa mañana?
—Yo no la llamaría «hermosa mañana», Vic. Es un día más. Eso es todo.
—Bueno, será un día más para ti, pero el último para un par de excelentes muchachos.
—Eso es cierto.
Tommy se cubrió los ojos con la mano para ver con claridad a su interlocutor.
—Algunos hombres sienten la necesidad, es un deseo acuciante. Están tan desesperados, que intentan lo que sea con tal de salir de aquí. Por eso yo dispongo de otra litera en mi dormitorio y alguien tiene que escribir esa carta dolorosa a una pobre gente que vive en Estados Unidos. Unos miran esa alambrada de espino y calculan que la mejor forma de atravesarla es esperar. Tener paciencia. Otros ven otras cosas.
—¿Qué es lo que ves tú, Vic? —preguntó Tommy.
El sureño sonrió.
—Lo mismo que veo siempre, esté donde esté.
—¿El qué?
—Pues una oportunidad, leguleyo.
—¿Y qué oportunidad te ha traído hasta aquí? —preguntó Tommy tras dudar unos instantes.
Vincent Bedford se arrodilló para mirarlo a los ojos. Llevaba dos cartones de cigarrillos americanos recién llegados y los ofreció a Tommy.
—Hombre, Hart, ya sabes lo que pretendo. Quiero hacer un trato. Como siempre. Tú tienes algo que yo quiero, yo tengo montones de lo que tú necesitas. Sólo se trata de llegar a un acuerdo. Una oportunidad mutua, diría yo. Un acuerdo que promete satisfacer a ambas partes.
Tommy meneó la cabeza.
—Ya te lo he dicho, no hay trato.
Bedford sonrió con asombro fingido.
—Todas las personas y todas las cosas tienen un precio, Hart, y tú lo sabes. A fin de cuentas, es lo que dicen esos libros tuyos de leyes en cada página, ¿no es cierto? En cualquier caso, ¿qué necesidad tienes de saber qué hora es? Aquí no hay hora. Te despiertas a la misma todos los días.
Por la noche te acuestas a la misma. Comer, dormir, pasar revista. Así que, ¿para qué necesitas ese dichoso reloj, Hart?
Tommy miró el Longines que llevaba en la muñeca izquierda. Durante unos instantes el acero reflejó un destello de sol. Era un magnífico reloj, con segundero y un rubí en la maquinaria.
Señalaba la hora con precisión y se mostraba ajeno a los impactos y las sacudidas de la guerra. Pero, más importante aún, en el dorso estaban grabadas las palabras «Te esperaré» y una «L». Tommy sólo tenía que percibir el tenue tictac para acordarse de la joven que se lo había regalado en su último día de permiso. Por supuesto, Bedford no sabía nada de esto.
—No es por la hora que señala —respondió Tommy—, sino por la que promete.
Bedford emitió una sonora carcajada.
—¿Qué quieres decir?
El sureño volvió a sonreír.
—Supón que consigo que veas a esos británicos amigos tuyos siempre que te apetezca. Puedo hacerlo. Supón que recibes un paquete adicional todas las semanas. También puedo conseguir eso.
¿Qué necesitas, Hart? ¿Comida? ¿Ropa de abrigo? ¿Quizás unos libros? ¿O una radio? Puedo conseguirte una estupenda. Así podrás escuchar la verdad y no tendrás que fiarte de los chismes y rumores que circulan por aquí. Sólo tienes que fijar el precio.
—No está en venta.
—¡Maldita sea! —Bedford se levantó irritado—. No tienes idea de lo que puedo conseguir con un reloj como ése.
—Lo siento —replicó Tommy con sequedad.
Bedford lo miró unos segundos con cara de pocos amigos, pero en seguida sustituyó la expresión de enojo con otra sonrisa.
—Ya cambiarás de opinión, leguleyo. Y acabarás aceptando menos de lo que te ofrezco hoy.
Deberías aprovechar el momento. No conviene hacer tratos cuando necesitas algo. En estos casos siempre sales perdiendo.
—No hay trato: ni hoy, ni mañana. Hasta luego, Vic.
Bedford se encogió exageradamente de hombros. Parecía disponerse a decir algo, cuando ambos hombres oyeron el agudo silbato del
Appell
del mediodía. Unos hurones aparecieron junto a cada bloque de barracones gritando
«Raus! Raus!»
y los hombres empezaron a salir de los edificios, dirigiéndose con lentitud hacia el recinto de revista de tropas.
Tommy Hart entró de nuevo en el barracón 101 y devolvió el texto a su lugar correspondiente en el estante. Luego se incorporó a la riada de hombres que acudían arrastrando los pies, bajo el sol del mediodía, a la convocatoria.
Como de costumbre, se agruparon en filas de cinco.
Los hurones empezaron a contar, caminando arriba y abajo frente a las filas, cerciorándose de que no faltase nadie. Era un trabajo tedioso, al que los alemanes parecían consagrarse con devoción.
Tommy no entendía cómo no se aburrían de ese ejercicio diario de simples matemáticas. Claro que el día en que habían muerto los dos hombres en el túnel, el hurón que no se había percatado de su ausencia sin duda había sido enviado en un tren de tropas al frente oriental. De modo que los guardias actuaban con extremada cautela y precisión, más de lo que su naturaleza cautelosa y precisa exigía.
Cuando hubieron terminado el recuento, los hurones volvieron a ocupar su lugar al frente de las formaciones, informando al
Unteroffizier
de turno. Este, a su vez, informaba al comandante. Von Reiter no asistía a todos los
Appell
. Pero los hombres no podían romper filas hasta que él diera la orden. Esta espera irritaba sobremanera a los
kriegies
, que observaron cómo el
Unteroffizier se
alejaba hacia la puerta principal, camino del despacho de Von Reiter.
Esa tarde la espera se hizo más prolongada de lo habitual.
Tommy echó un disimulado vistazo a la formación. Observó que Vincent Bedford se hallaba en posición de firmes a dos espacios de distancia. Cuando dirigió de nuevo la vista al frente comprobó que el
Unteroffizier
había regresado y hablaba con el coronel MacNamara. Tommy advirtió una repentina expresión de inquietud en el rostro del coronel, tras lo cual MacNamara se volvió y se dirigió, acompañado por el alemán, al despacho del comandante.
Transcurrieron diez minutos antes de que MacNamara reapareciera. Se encaminó con paso rápido hacia la cabeza de las formaciones de aviadores. Pero vaciló unos instantes antes de decir con voz sonora, como solían emplear en las revistas de tropas:
—¡Ha llegado un nuevo prisionero!
MacNamara se detuvo otra vez, como si quisiera añadir algo.
Pero la atención de los
kriegies
, en aquel instante de vacilación, se centró en el aviador estadounidense que, flanqueado por unos matones armados con fusiles, salía del despacho del comandante. Era un palmo más alto que los guardias que lo escoltaban, esbelto, vestido con la cazadora forrada de borrego y el gorro de piloto de bombardero. Avanzó con paso rápido, levantando con sus botas de cuero de aviador pequeños remolinos de polvo en el suelo, hasta cuadrarse delante del coronel MacNamara y ejecutar un saludo militar tan enérgico que parecía automático.
Los
kriegies
guardaron silencio mientras contemplaban la escena.
El único sonido que Tommy Hart oyó en aquellos segundos, fue la inconfundible voz del de Misisipí, cuyas palabras denotaban un innegable estupor:
—¡Vaya, es un maldito negro! —exclamó Vincent Bedford en voz alta.
La llegada del teniente Lincoln Scott al Stalag Luft 13 estimuló a los
kriegies
. Durante casi una semana, el teniente sustituyó a la libertad y la guerra como tema principal de conversación.
Pocos hombres sabían que las fuerzas aéreas estadounidenses estuvieran adiestrando pilotos negros en Tuskegee, estado de Alabama, y menos que éstos estaban combatiendo en Europa a finales de 1943. Algunos de los recién llegados al campo, en su mayoría pilotos y tripulantes de B-17, hablaban sobre escuadrillas de resplandecientes cazas metálicos P-51 que atravesaban sus formaciones en pos de desesperados Messerschmidts, y que los cazabombarderos del escuadrón 332 lucían vistosos galones rojos y negros pintados en sus timones de cola. Los hombres de esos bombarderos habían aceptado a los hombres del 332 después de su experiencia en combate, porque, como señalaban en un debate tras otro, lo cierto era que no les importaba quiénes fueran, ni el color de su piel, siempre y cuando los cazas lograran ahuyentar a los 109 que atacaban. Desde luego, ser hecho picadillo por los dos cañones de 20 mm montados en las alas de los Messerschmidts y morir envuelto en llamas en un B-17 era una perspectiva aterradora. Pero no había muchos de esos tripulantes en el campo, y entre los
kriegies
seguía existiendo una profunda división de opiniones acerca de si los negros poseían la inteligencia, las dotes físicas y el valor necesarios para pilotar aviones de combate.
El propio Scott no parecía percatarse de que su presencia provocaba ásperas discusiones. La tarde en que llegó al campo le asignaron la litera del barracón 101 del clarinetista que había perdido la vida en el túnel. Saludó a sus compañeros de cuarto como un mero trámite y tras guardar sus escasas pertenencias debajo de la cama, se acostó en su litera y nadie le oyó despegar los labios durante el resto de la noche.
Scott no se dedicaba a explicar batallitas.
Tampoco ofrecía ninguna información acerca de su persona. Nadie sabía cómo había resultado abatido, de dónde provenía, sus orígenes ni su vida. Durante los primeros días en el campo de prisioneros, algunos
kriegies
trataron de conversar con él, pero Scott rechazaba con firmeza, aunque educadamente, toda tentativa. Durante las comidas, se preparaba unos sencillos bocadillos con los paquetes que le habían entregado de la Cruz Roja. No compartía su comida con nadie, ni tampoco pedía nada a nadie. No participaba en las conversaciones en el campo, ni se apuntó a clases, cursos u otras actividades. Al segundo día de su llegada al Stalag Luft 13 obtuvo de la biblioteca del campo un ejemplar manoseado y roto de
Historia de la decadencia y ruina del Imperio romano
de Gibbon, y aceptó una Biblia del YMCA; ambos libros los leía sentado al sol, de espaldas al barracón, o en su camastro, inclinado hacia una de las ventanas, buscando la débil luz que se filtraba en la habitación a través de los mugrientos cristales y los postigos de madera.