A los otros
kriegies
les parecía un individuo misterioso. Su frialdad los dejaba perplejos.
Algunos la interpretaban como arrogancia, lo cual se traducía en numerosas y descaradas pullas. A otros les inquietaba. Todos los hombres, incluso aquellos como Tommy Hart, que podían considerarse lobos solitarios, necesitaban a los demás y se apoyaban en ellos, siquiera para convencerse de que no estaban solos en un mundo de cautividad como el Stalag Luft 13. El campo creaba estados anímicos muy extraños: no eran delincuentes, pero estaban presos. Sin el apoyo de sus compañeros y constantes recordatorios de que pertenecían a un mundo distinto, se habrían ido a pique.
Pero Lincoln Scott daba la impresión de ser inmune a todo esto.
Al término de su primera semana en el Stalag Luft 13, cuando no se hallaba enfrascado con la
Historia
de Gibbon o la Biblia, se pasaba el día caminando por el perímetro del recinto. Una vuelta tras otra, durante horas. Caminaba con paso rápido por el polvoriento camino, muy cerca del límite del campo, con los ojos fijos en el suelo salvo cuando hacía una pausa de vez en cuando para volverse y contemplar la lejana línea de abetos.
Tommy lo había observado, pensando que le recordaba a un perro sujeto con una cadena, siempre moviéndose por el límite de su territorio.
Tommy había sido uno de los que habían tratado de entablar conversación con el teniente Scott, pero sin más éxito que los demás. Una tarde, poco antes de la orden de comenzar el recuento nocturno, se había acercado a él cuando realizaba uno de sus habituales recorridos alrededor del campo.
—Hola, ¿cómo está? —le había saludado—. Me llamo Tommy Hart.
—Hola —había respondido Scott. No le había tendido la mano, ni se había identificado.
—¿Se ha adaptado ya a estar aquí?
—He visto sitios peores —murmuró Scott encogiéndose de hombros.
—Cuando llega gente nueva, es como si nos trajeran el periódico a casa, aunque con un par de días de retraso. Nos enteramos de las últimas noticias, aunque un tanto caducadas, pero es mejor que los rumores y la palabrería oficial que oímos por las radios ilegales. ¿Qué ocurre en realidad?
¿Cómo va la guerra? ¿Se sabe si va a producirse una invasión?
—Estamos ganando —había respondido Scott—. Y no. Muchos hombres esperan sentados en Inglaterra. Como ustedes.
—Bueno, no exactamente como nosotros —repuso Tommy, sonriendo y señalando a los guardias de la torre.
—Es cierto —dijo Scott. El teniente seguía caminando sin alzar la vista.
—¿Usted sabe algo? —preguntó Hart.
—No, no sé nada —respondió Scott.
—Bien —insistió Tommy—, ¿qué le parece si caminamos juntos y me cuenta todo lo que no sabe?
La propuesta despertó una ligera sonrisa en los labios del negro, cuyas comisuras se curvaron hacia arriba, tras lo cual exhaló aire como para disimular la risa. Después, casi con la misma rapidez con que se había producido, la sonrisa se disipó.
—En realidad prefiero caminar solo —había replicado Scott bruscamente—. Gracias, de todos modos.
El teniente reanudó su paseo y Tommy se quedó mirándolo.
El día siguiente era viernes, y Tommy regresó a su dormitorio después del
Appell
matutino. Sacó varios paquetes de Lucky Strike de un cartón que había recibido en el último paquete de la Cruz Roja y que guardaba en una cajita de madera, debajo de la cama. También sacó un pequeño recipiente metálico de té Earl Grey y una generosa tableta de chocolate que apenas había probado.
Del bolsillo de la chaqueta extrajo un botecito de leche condensada. Luego tomó varias hojas de papel de embalaje, que utilizaba para escribir notas con letra pequeña y apretada, y las guardó entre las páginas de un manoseado texto de pruebas forenses.
A continuación salió del barracón 101 en busca de uno de los tres Fritzs. La mañana era templada y el sol confería cierto resplandor a la tierra gris amarillenta del recinto.
En lugar de toparse con los guardias, vio a Vincent Bedford paseando de un lado a otro con expresión resuelta. El sureño se detuvo, adoptando de inmediato un aire expectante, y después se dirigió a Tommy.
—Te ofreceré un trato más ventajoso, Hart —dijo—. Eres duro de pelar. ¿Qué cuesta ese reloj?
—No tienes lo que cuesta. Su valor es sentimental.
—¿Sentimental? —replicó el de Misisipí dando un respingo— ¿De una chica que quedó en su casa?
¿Qué te hace pensar que regresarás sano y salvo? ¿Y qué te hace pensar que la encontrarás esperándote?
—No lo sé. Esperanza, quizá. Confianza —repuso Tommy con una risita.
—Esas cosas no cuentan mucho en este mundo, yanqui. Lo que cuenta es lo que tienes ahora mismo. En tu mano. Es lo único que puedes utilizar. Quizá no haya un mañana, ni para ti, ni para mí ni para ninguno de nosotros.
—Eres un cínico, Vic.
El sureño sonrió.
—Es posible. Nadie me había llamado nunca así. Pero no lo niego.
Los dos hombres echaron a andar con lentitud entre los dos barracones y llegaron al límite del campo de ejercicios. Acababa de comenzar un partido de
softball
, pero más allá del campo ambos vieron a la figura solitaria de Lincoln Scott, marchando por el borde del perímetro.
—Hijo de puta —murmuró Bedford entre dientes—. Tengo que solucionar esta situación hoy mismo.
—¿Qué situación? —preguntó Tommy.
—La situación de ese negro —respondió Bedford, volviéndose y mirando a Hart como si éste fuera increíblemente estúpido por no ver lo evidente—. Ese chico ocupa una litera en mi dormitorio y eso no me parece bien.
—¿Qué tiene de malo?
Bedford no respondió directamente a la pregunta.
—Supongo que debo decírselo al viejo MacNamara, para que lo traslade a otro. A ese chico deben alojarlo en un lugar donde esté solo, para mantenerlo aislado del resto.
Tommy meneó la cabeza.
—Parece que se las arregla bastante bien sin vuestra ayuda —comentó.
Trader Vic se encogió de hombros.
—No está bien. En cualquier caso, ¿qué sabe de negros un yanqui como tú? Nada. Absolutamente nada —dijo Bedford alargando los sonidos de las vocales, destacando con exageración cada palabra—. Apuesto a que no habías visto nunca a un negro, y menos aún convivido, como tenemos que hacer nosotros en el sur…
Tommy no quiso responder pero Bedford no estaba tan equivocado.
—Lo que hemos averiguado de ellos no nos gusta —prosiguió Trader Vic—. Mienten. No hacen sino mentir y engañar. Todos son ladrones, sin excepción. Algunos son violadores y criminales. Es posible que lleguen a ser buenos soldados. No ven las cosas exactamente como las vemos los blancos, y sospecho que puedes enseñarles a matar y lo harán a la perfección, como quien parte leña o repara una máquina, aunque no los imagino pilotando un Mustang. No son como nosotros, Hart.
¡Pero si eso se ve sólo con observar a ese chico! Creo que convendría que el viejo MacNamara se diera cuenta de esto antes de que haya problemas, porque yo conozco a los negros y no traen sino problemas. Créeme.
—¿Qué tipo de problemas, Vic? Aquí todos estamos en el mismo barco.
Vincent Bedford soltó una breve carcajada al tiempo que meneaba la cabeza con energía.
—Eso está por ver, Hart.
Bedford indicó la alambrada.
—Puede que la alambrada sea la misma. Pero aquí todo el mundo la ve de forma distinta. Lo más seguro es que ese chico que está ahí, que no para de caminar, también la vea a su modo. Ése es el misterio de la vida, Hart, que no espero que un yanqui superculto y estirado como tú sea capaz de descifrar. No hay ni una sola cosa en este mundo que dos hombres vean de la misma forma. Ni una sola. Salvo, quizá, la muerte.
Tommy pensó que de todas las cosas que había oído decir a Bedford, ésta había sido la más sensata.
Antes de que pudiera responder, Bedford le dio una palmada en el hombro.
—Quizá pienses que estoy lleno de prejuicios, Hart, pero no es cierto —dijo—. No soy de los que mascan tabaco y salen de noche con una capucha blanca. Es más, siempre he tratado bien a los negros, como seres humanos. Yo soy así. Pero los conozco y sé que causan problemas.
El sureño se volvió y miró a Tommy.
—Créeme —continuó Trader Vic con una risita—. Habrá problemas. Lo sé. Es mejor mantener a la gente separada.
Tommy guardó silencio.
—Maldita sea, Hart —bramó Bedford—, apostaría a que mi bisabuelo disparó contra uno de tus antepasados en un par de ocasiones, cuando la gran guerra de independencia, aunque vuestros estúpidos libros de texto yanquis no la llaman así, ¿verdad? Tienes suerte de que los Bedford no tuvieran nunca buena puntería.
Tommy sonrió.
—Tradicionalmente, los Hart siempre hemos sido muy hábiles a la hora de agacharnos —dijo.
Bedford soltó la carcajada.
—Bueno —dijo—, es una habilidad valiosa, Tommy. Espero que mantengas vivo ese árbol familiar durante siglos.
Bedford se alejó sin dejar de sonreír.
—Voy a hablar con el coronel. Si cambias de opinión, si recapacitas y quieres hacer un trato, sabes que estoy dispuesto a hacer negocios las veinticuatro horas del día, incluso los domingos, porque creo que en estos momentos el Señor tiene puesta su atención en otro lugar, y no se molesta demasiado en velar por este rebaño de corderos.
Varios
kriegies
que se hallaban en el recinto deportivo empezaron a dar voces y a agitar la mano para llamar la atención de Vincent Bedford. Uno se puso a mover un bate y una pelota sobre su cabeza.
—Bueno —dijo el de Misisipí—, supongo que tendré que aplazar mi conversación con el gran jefe hasta esta tarde, porque esos chicos necesitan que alguien les enseñe cómo se juega a nuestro glorioso béisbol. Hasta luego, Hart. Si cambias de opinión…
Tommy observó a Trader Vic mientras éste se encaminaba hacia el campo.
Oyó entonces una voz, proveniente de la otra dirección, gritando
«Keindrinkwasser!»
en un alemán chapurreado. Acto seguido oyó la misma exclamación de un barracón situado a pocos metros. La frase pronunciada en alemán significaba «no es agua potable». Los alemanes la escribían en los barriles de acero utilizados para transportar excrementos. Los
kriegies
la utilizaban para advertir a los hombres de los barracones que un hurón se dirigía hacia ellos, para dar a cualquiera que estuviera ocupado en alguna actividad destinada a la fuga la ocasión de ocultar su tarea, ya fuera ésta excavar un túnel o falsificar documentos. A los hurones no les hacía gracia que les llamaran excrementos.
Tommy se apresuró hacia el lugar desde donde sonaban las voces. Confiaba en que fuera Fritz Número Uno, a quien habían visto acechando, porque era el hurón más fácil de sobornar. No se entretuvo en pensar en lo que le había dicho Bedford.
Tommy tuvo que dar a Fritz Número Uno media docena de cigarrillos para convencerlo de que lo acompañara al recinto norte. Ambos hombres atravesaron la puerta del campo hacia el espacio que separaba ambos recintos. Aun lado estaban los barracones de los guardias, y más allá los despachos del comandante. Detrás de éstos estaba el bloque de las duchas frías, un edificio de ladrillo. Junto al mismo estaban apostados dos guardias armados con fusiles colgados del cuello, fumando.
Tommy Hart oyó unas voces que cantaban procedentes de las duchas. Los británicos eran muy aficionados a los coros. Sus canciones eran invariablemente groseras, gráficamente obscenas o increíblemente ofensivas.
Aminoró el paso y aguzó el oído. Cantaban
Gatos sobre el tejado
y en seguida reconoció el estribillo.
Tíos en el tejado, tíos en las tejas…
Tíos con sífilis y almorranas…
Fritz Número Uno también se detuvo.
—¿No conocen los británicos ninguna canción normal? —preguntó en voz baja.
—Creo que no —contestó Tommy.
Las estentóreas voces arrancaron con otra canción llamada
Que se jodan todos
.
—No creo que al comandante le gusten las canciones de los británicos —comentó con tono quedo Fritz Número Uno—. A su esposa y a sus hijas no les permite que vayan a visitarlo en su despacho cuando los oficiales británicos se duchan.
—La guerra es un infierno —repuso Tommy.
Fritz Número Uno se tapó rápidamente la boca con la mano, como para reprimir un acceso de tos, pero en realidad era para sofocar una carcajada.
—Debemos cumplir con nuestro deber —dijo conteniendo la risa—, a pesar de lo que opinemos sobre ella.
Los dos hombres pasaron frente a un edificio de ladrillo gris. Era el edificio más fresco —el barracón de castigo—, en cuyo interior había una docena de celdas de cemento sin ventanas ni muebles.
—Ahora están vacías —observó Fritz Número Uno.
Se acercaron a la puerta del recinto británico.
—Tres horas, teniente Hart. ¿Son suficientes?
—Tres horas. Nos encontraremos delante de la fachada.
El hurón extendió el brazo hacia un guardia, indicándole que abriera la puerta. Tommy vio al teniente Hugh Renaday aguardándole junto a la puerta y se apresuró a reunirse con su amigo.
—¿Cómo está el teniente coronel? —preguntó Tommy mientras los dos hombres atravesaban rápidamente el recinto británico.
—¿Phillip? Físicamente está más cascado que nunca. No consigue sacudirse de encima ese resfriado o lo que sea, y últimamente se pasa toda la noche tosiendo, una tos blanda y persistente.
Pero por la mañana resta importancia al tema y se niega a acudir al médico. Es testarudo. Si se muere aquí, le estará bien empleado.
Renaday hablaba en el tono brusco y monótono propio de los canadienses, con palabras tan secas y barridas por el viento como las vastas praderas que constituían su hogar, aunque paradójicamente salpicadas de unos rasgos muy británicos que reflejaban los años que había pasado en las fuerzas aéreas británicas. El oficial de aviación caminaba con paso rápido e impaciente, como si le enojara tener que desplazarse de un lugar a otro, como si lo importante fuera de dónde procedía uno y dónde terminaba y la distancia que mediaba entre ambos puntos no fuera sino un inconveniente. Era un hombre fornido, de espaldas anchas, musculoso aunque el campo de prisioneros le había despojado de unos cuantos kilos. Lucía el pelo más largo que la mayoría de sus compañeros, como desafiando a los piojos que, al parecer, no se atrevían con él.