Tommy asintió con la cabeza al tiempo que sacaba de su bolsillo una cajetilla de cigarrillos.
—Cuéntaselo todo a Phillip —dijo—. No omitas ningún detalle.
Hugh sonrió.
—Si lo hago, es capaz de fusilarme al amanecer. En estos momentos el pobre viejo debe de estar caminando de un lado a otro por la habitación, nervioso como un niño la víspera de Navidad. —Hugh terminó de fumarse el pitillo y lo arrojó de un papirotazo al suelo—. Bueno, será mejor que me vaya antes de que a Phillip le dé un síncope a causa de la impaciencia y la curiosidad. ¿Mañana?
—Mañana verás al teniente Scott. Y sigue afinando esa vista de Sherlock Holmes, ¿de acuerdo?
—Por supuesto. Aunque me resultaría más sencillo si en lugar de Scott fuera un leñador borracho.
Cuando entró en el dormitorio que había ocupado Trader Vic, Tommy fue recibido por un silencio tenso y miradas furibundas. Los seis
kriegies
estaban recogiendo sus escasas pertenencias, dispuestos a mudarse. En el suelo apilaban mantas, las delgadas y ásperas sábanas que les suministraban los alemanes y comida de la Cruz Roja. Asimismo, los hombres retiraron los jergones de paja que cubrían las literas para transportarlos.
Tommy se acercó a la litera de Lincoln Scott. Sobre una tosca mesita de madera construida con tres cajas de embalaje, vio la Biblia y la obra de Gibbon. La caja superior contenía la provisión de comida que había acumulado Scott: carne y verduras enlatadas, leche condensada, café, azúcar y cigarrillos. También contenía un abrelatas y una pequeña sartén metálica que él mismo había confeccionado utilizando la tapa de acero de un contenedor de desperdicios alemán, a la que había agregado un asa plana también de acero introduciendo ésta en un pequeño orificio practicado en la superficie de la tapadera. Había envuelto un viejo trapo alrededor del asa para sujetarla mejor.
Tommy admiró aquella demostración de habilidad propia de un
kriegie
. La voluntad de construir algo a partir de la nada era una cualidad que compartían todos aquellos prisioneros.
Durante unos momentos, Tommy permaneció junto a la litera, contemplando la escasa colección de pertenencias. Se sintió impresionado por los limitados bienes de todos los
kriegies
. La ropa que llevaban, unas latas y botes de comida y unos pocos libros desvencijados. Todos eran pobres.
Luego apartó la vista de las pertenencias de Scott y se volvió. Al otro lado de la habitación vio a dos hombres rebuscando en un arcón de madera. El objeto era insólito para el lugar. Resultaba evidente que había sido construido por un carpintero que se había esmerado en hacer que los ángulos encajaran a la perfección y en lijar las superficies todo lo posible. El nombre, rango y número de identificación de Vincent Bedford estaba labrado en la madera. Los dos hombres se afanaban en separar la comida de la ropa. Tommy observó asombrado a uno de los hombres cuando éste sacó una Leica de treinta y cinco milímetros de entre la ropa.
—¿Esas son las pertenencias de Vic? —La pregunta era estúpida porque la respuesta era obvia.
Durante unos segundos se produjo un silencio, antes de que uno de los hombres respondiera:
—¿De quién iban a ser?
Tommy se acercó. Uno de los hombres estaba doblando un jersey de color azul oscuro, de lana gruesa y tupida. Una prenda de la marina alemana, pensó Tommy. Sólo en una ocasión había visto antes un jersey similar, cuando había aparecido el cadáver de un tripulante de un submarino alemán en la costa del norte de África, cerca de su base. Los árabes que habían hallado el cadáver del marinero y lo habían transportado a la base americana confiando en percibir una recompensa se habían peleado por el jersey. Era muy cálido, y los aceites naturales de la lana repelían la humedad.
En el Stalag Luft 13, en el inclemente invierno bávaro, constituía una prenda valiosísima para los ateridos
kriegies
.
Tommy echó un vistazo a los objetos. Al contemplar el pequeño tesoro que había acumulado Trader Vic, reprimió un silbido de admiración. Contó más de veinte cartones de cigarrillos. En un campo de prisioneros donde los cigarrillos constituían el valor de cambio preferido por muchos, Bedford era multimillonario.
—Tendría que haber una radio —dijo Tommy al cabo de unos momentos—. Probablemente buena.
¿Dónde está?
Uno de los hombres asintió con la cabeza, pero no respondió de inmediato.
—¿Dónde está la radio? —insistió Tommy.
—Eso no te incumbe, Hart —replicó el hombre mientras seguía ordenando los objetos—. Está escondida.
—¿Qué haréis con las pertenencias de Vic? —inquirió Tommy.
—¿Y a ti qué te importa? —replicó el otro hombre que ayudaba a su compañero a clasificarlas—.
¿Qué tiene que ver contigo, Hart? ¿No tienes suficiente trabajo defendiendo a ese negro asesino?
Tommy no respondió.
—Deberíamos pegarle un tiro mañana a ese cabrón —dijo uno de los hombres.
—Él asegura que no lo hizo —dijo Tommy.
La frase fue acogida con murmullos y bufidos de rabia. El aviador arrodillado delante del arcón sostuvo la mano en alto, como para imponer silencio al resto.
—Pues claro. ¿Qué esperabas que dijera? El chico no tenía amigos y Vincent era apreciado por todos. Desde el primer momento quedó claro que no se podían ver ni en pintura, y después de la pelea, el chico decidió cargarse a Vic antes de que éste se lo cargara a él. Como una maldita pelea de perros, teniente. ¿Qué les enseñan a hacer a los pilotos de caza? Sólo existe una regla absoluta y esencial que no pueden quebrantar: ¡dispara primero!
Por la estancia se extendió un murmullo de aprobación.
El aviador miró a Tommy y siguió hablando con una voz tensa, llena de ira aunque controlada:
—¿Has visto alguna vez un círculo Lufberry, Hart?
—¿Un qué?
—Un círculo Lufberry. A los pilotos de cazas nos lo enseñan el primer día de adiestramiento.
Probablemente los de la Luftwaffe también lo aprenden el primer día que pilotan un 109.
—Yo siempre he volado en bombarderos.
—Verás —continuó el piloto con tono de amargura—, se llama así por Raoul Lufberry, el as de la aviación de la Primera Guerra Mundial. Básicamente se trata de lo siguiente: dos cazabombarderos empiezan a perseguirse describiendo un círculo cada vez más estrecho. Dando vueltas y más vueltas, como el gato y el ratón. ¿Pero quién persigue a quién? Quizá sea el ratón el que persigue al gato. El caso es que te metes en un círculo Lufberry y el caza que consigue girar más deprisa, dentro del otro, sin perder velocidad ni el conocimiento, gana. El otro muere. Sencillo y tremendo.
Aquello fue un círculo Lufberry y Vincent y ese negro se hallaban dentro de él. Pero hubo un problema: ganó quien no debía ganar.
El hombre se volvió de espaldas a Tommy.
—¿Qué vais a hacer con las cosas de Vic? —volvió a preguntar éste.
El piloto se encogió de hombros, sin volverse.
—El coronel MacNamara nos dijo que podíamos compartir su comida, repartirla entre los hombres del barracón 101. Quizá celebremos un pequeño festín en honor de Vic. Sería una buena forma de recordarle, ¿no? Una noche en que nadie se acostará con hambre. Los cigarrillos se los quedarán los del comité de fugas, que no sabemos quiénes son, y ellos los utilizarán para sobornar a los Fritzes y a cualquier otro hurón a quien deban sobornar. Lo mismo que la cámara, la radio y la mayor parte de la ropa. Se lo entregaremos todo a MacNamara y a Clark.
—¿Esto es todo?
—¿Esto? Ni mucho menos. Vic tenía un par de escondrijos en el campo, en los que guardaba probablemente el doble, o el triple, de lo que ves aquí. Maldita sea, Hart, Vic era un tipo generoso.
No le importaba compartir sus cosas, ¿sabes? Los tíos de este barracón comíamos mejor, no pasábamos tanto frío en invierno y siempre teníamos una buena provisión de cigarrillos. Vic se ocupaba de que no nos faltara de nada. Se había propuesto que sobreviviéramos a la guerra con la mayor comodidad posible, y ese negro al que tú vas a ayudar nos ha arrebatado todo esto.
El hombre se puso en pie, se volvió con rapidez y fulminó a Tommy Hart con la mirada.
—MacNamara y Clark se presentaron aquí para decirnos que recogiéramos nuestras cosas, que nos mudábamos. Vamos a dejar a ese negro solito, o quizá contigo. Tiene suerte, el cabrón. No creo que hubiera llegado vivo a su juicio. Vic era uno de nosotros. Quizás el mejor de todos. Al menos sabía quiénes eran sus amigos y se ocupaba de ellos.
El aviador se detuvo, entrecerrando los ojos.
—Dime, Hart, ¿tú sabes quiénes son tus amigos?
Casi había anochecido cuando Tommy Hart logró regresar a la celda de castigo donde se encontraba Scott. Había conseguido que uno de sus compañeros de litera le cediera a regañadientes un jersey de cuello cisne color verde olivo y un par de zapatos del ejército, del número cuarenta y seis, procedentes de un modesto
stock
de que disponían los
kriegies
encargados de distribuir los paquetes de la Cruz Roja. Las ropas solían ir destinadas a los hombres que llegaban al campo de prisioneros con el uniforme hecho jirones después de haber abandonado sus aviones destrozados.
También había tomado dos mantas de la litera de Scott, junto con una lata de carne, unos melocotones en almíbar y media hogaza de
kriegsbrot
duro. El guardia apostado junto a la puerta de la celda había dudado en dejarlo entrar con esos artículos hasta que Tommy le ofreció un par de cigarrillos, tras lo cual le había franqueado la entrada.
Las sombras comenzaban a invadir la celda, filtrándose a través de la ventana junto al techo, dando a la celda una atmósfera fría y gris. La mísera bombilla que pendía del techo proyectaba una luz débil y parecía derrotada por la aparición de la noche.
Scott se hallaba sentado en un rincón. Cuando Tommy entró en la celda se puso en pie no sin cierta dificultad.
—Hice cuanto pude —dijo Tommy entregándole las prendas.
Scott se apresuró a tomarlas.
—Joder —dijo, poniéndose el jersey y los zapatos. Luego se echó la manta sobre los hombros y casi sin detenerse tomó el bote de melocotones. Lo abrió con los dientes y engulló su contenido en un abrir y cerrar de ojos. Luego se puso a devorar la carne enlatada.
—Tómeselo con calma, así durará más —dijo Tommy—. Se sentirá más saciado.
Scott se detuvo sosteniendo en los dedos un trozo de carne que se disponía a llevarse a la boca.
El aviador negro reflexionó sobre lo que había dicho Hart y asintió con la cabeza.
—Tiene razón. Pero maldita sea, Hart, ¡estoy muerto de hambre!
—Todos estamos siempre muertos de hambre, teniente. Usted lo sabe. La cuestión es hasta qué punto. Cuando uno dice en Estados Unidos que está «muerto de hambre» significa que lleva unas seis horas sin comer y tiene ganas de hincar el diente a un buen asado acompañado por unas verduras al vapor, unas patatitas y mucha salsa. O un filete a la plancha con patatas fritas y mucha salsa. Aquí, en cambio, «muerto de hambre» significa algo bastante parecido a lo literal. Y si eres uno de esos desgraciados rusos que pasaron por aquí el otro día, la expresión «muerto de hambre» se aproxima aún más a la realidad, ¿no es cierto? No se trata simplemente de tres palabras, de una frase hecha. Ni mucho menos.
Scott se detuvo de nuevo al tiempo que masticaba un bocado con lentitud y parsimonia.
—Tiene razón, Hart. Es usted un filósofo.
—El Stalag Luft 13 hace aflorar mi vertiente contemplativa.
—Será porque lo que nos sobra a todos aquí es tiempo.
—Sin duda.
—Excepto a mí —dijo Scott. Luego se encogió de hombros y esbozó una breve sonrisa—. Pollo frito —dijo con voz queda. Tras lo cual emitió una sonora carcajada— Pollo frito con verduras y puré de patatas. La típica tarde de domingo en casa de una familia negra, después de asistir a la iglesia, y habiendo invitado al predicador a cenar. Pero en su punto, con un poco de ajo en las patatas y un poco de pimienta sobre el pollo para realzar su sabor. Acompañado con pan de maíz y regado con una cerveza fría o un vaso de limonada…
—Y mucha salsa —dijo Tommy, cerrando los ojos durante unos momentos—. Mucha salsa espesa y oscura…
—Sí. Mucha salsa. De esa tan espesa que casi no puedes verterla de la salsera…
—Que pones una cuchara y se sostiene recta.
Scott volvió a soltar una carcajada. Tommy le ofreció un cigarrillo y el aviador negro aceptó.
—Dicen que estas cosas te cortan el apetito —comentó, dando una calada—. Me pregunto si será verdad.
Scott miró las latas vacías.
—¿Cree que me darán pollo frito en mi última comida? —preguntó—. ¿No es lo tradicional? El condenado a muerte puede elegir lo que desea comer antes de enfrentarse al pelotón de fusilamiento.
—Eso está aún muy lejos —repuso Tommy interrumpiéndolo—. Aún no hemos llegado allí.
—En cualquier caso —repuso Scott meneando la cabeza con aire fatalista—, gracias por la comida y la ropa. Procuraré devolverle el favor.
Tommy respiró hondo.
—Dígame, teniente Scott, si usted no mató a Vincent Bedford, ¿tiene idea de quién lo hizo y por qué?
Scott se volvió. Lanzó un anillo de humo hacia el techo, observando cómo flotaba de un lado a otro antes de disiparse en la penumbra y las sombras que se espesaban.
—No tengo ni la más remota idea —contestó con sequedad. Se arrebujó en la manta y se sentó despacio en su rincón habitual de la celda de castigo, casi como si se sumergiera en una charca de agua turbia y estancada.
Fritz Número Uno esperaba fuera de la celda para escoltar a Tommy hasta el recinto sur. Fumaba y no cesaba de restregar los pies. Cuando apareció Tommy, arrojó el cigarrillo a medio fumar, lo cual sorprendió al teniente, pues Fritz Número Uno era un auténtico adicto al tabaco, al igual que Hugh, y solía apurar el cigarrillo antes de arrojarlo al suelo.
—Es tarde, teniente —dijo el hurón—. Pronto apagarán las luces. Ya debería haber vuelto.
—Vámonos —contestó Tommy.
Ambos hombres echaron a andar con paso decidido hacia la puerta bajo la mirada atenta del par de guardias apostados en la torre de vigilancia más cercana, y de un
Hundführer
y su perro que se disponían a patrullar por el perímetro del campo. El perro ladró a Tommy antes de que su cuidador lo silenciara con un tirón de la reluciente cadena de metal.