—Sigo sin creerle —insistió Pryce.
El hombre identificado como
Herr
Blucher avanzó un paso.
—Es cierto, señor Pryce —dijo en un inglés germanizado y con marcado acento alemán—. Yo mismo le escoltaré en tren a Suiza…
Pryce se volvió con brusquedad y miró a
Herr
Blucher.
—Usted no es suizo —le espetó. Luego se volvió y miró a Visser con expresión de angustia—.
¡Mentiras! —exclamó—. ¡Sucias mentiras, Visser! ¡No hay ningún trato! ¡No hay ningún intercambio de prisioneros!
—Ah —replicó Visser con un tono repelente y a la vez dulzón—, le aseguro, teniente coronel, que es verdad. En estos momentos un oficial naval ha emprendido el regreso a casa para reunirse con su esposa y sus hijos.
—¡Mentiras podridas! —gritó Pryce, interrumpiéndole.
—Se equivoca, señor Pryce —dijo Visser con voz untuosa—. Supuse que se alegraría de regresar a casa.
—¡Cerdo embustero! —protestó Pryce. Luego se volvió hacia Tommy Hart y Hugh Renaday. Su rostro reflejaba profunda desesperación.
—¡Phillip! —exclamó Tommy.
Pryce dio un paso vacilante hacia Tommy, aferrando al joven por la manga de su cazadora, como si de pronto le hubieran abandonado las fuerzas.
—Quieren matarme —dijo Pryce con voz queda.
Tommy movió la cabeza en sentido negativo y Hugh pasó entre ellos y se plantó delante de Visser.
—¡Le conozco, Visser! —le espetó el canadiense clavando el índice en el pecho del
Hauptmann
—.
¡Conozco su cara! ¡Si nos está mintiendo, dedicaré cada segundo de cada día de cada mes que me quede de mi vida en este mundo a perseguirlo! ¡No podrá ocultarse, nazi asqueroso, porque le acosaré como una pesadilla hasta dar con usted y matarlo con mis propias manos!
El alemán manco no retrocedió. Miró a Hugh a los ojos y respondió lentamente:
—El teniente coronel debe recoger sus pertenencias y acompañarme de inmediato.
Herr
Blucher le atenderá durante el viaje.
Visser miró con expresión entre risueña y despectiva al canadiense y luego a Pryce.
—Es una pena, teniente coronel, pero no tenemos tiempo para entretenernos con las despedidas.
Debe embarcar de inmediato.
Schnell!
Pryce abrió la boca para replicar, pero se contuvo.
—Lo siento, Tommy —dijo volviéndose hacia Hart—. Confiaba en que los tres saldríamos de aquí, libres. Habría sido estupendo, ¿verdad?
—¡Phillip! —exclamó Tommy con voz entrecortada, incapaz de pronunciar las palabras que le abrumaban.
—Sé que no os ocurrirá nada malo, muchachos —continuó Pryce—. Debéis permanecer juntos.
¡Prometedme que sobreviviréis! Pase lo que pase, ¡debéis vivir! Espero que os esforcéis en ello, aunque yo no esté aquí para presenciarlo, tal como confiaba, eso no significa que no seáis capaces de conseguirlo por vuestros propios medios.
A Pryce le temblaban las manos y la voz. El temor del anciano era palpable.
—No, Phillip, no —dijo Tommy meneando la cabeza—. Permaneceremos juntos y me enseñarás Piccadilly y… ¿cómo se llama ese restaurante? Bueno, tal como me prometiste. Todo irá bien, lo sé.
—Ah, «Simpson's», en el Strand. Me parece estar saboreando uno de sus suculentos platos.
Tommy y tú, Hugh, tendréis que visitarlo sin mí, y beber una copa de vino a mi salud. ¡Pero nada de vinos baratos, por favor! ¡Ni cerveza, Hugh! Un tinto de una añada anterior a la guerra. Un buen borgoña, por ejemplo.
—¡Phillip! —Tommy apenas si podía controlarse.
Pryce le sonrió, y luego a Hugh, asiéndole también el brazo.
—Muchachos, prometedme que no permitiréis que dejen mis restos en el bosque, para que las fieras puedan roer mi viejo esqueleto. Obligadles a devolveros mis cenizas, y dispersadlas sobre un lugar agradable, por ejemplo sobre el Canal de la Mancha, cuando esto acabe. Sí, eso me gustaría, para que la corriente las arrastre hasta la costa de nuestra amada isla. Podéis arrojarlas en cualquier lugar que sea de vuestro agrado. No me importa morir solo, chicos, pero quiero pensar que mis restos descansarán en un lugar donde puedan gozar de un poco de libertad…
—¡El tiempo apremia! —interrumpió Visser secamente—. ¡Haga el favor de prepararse, teniente coronel!
Pryce se volvió y miró con enfado al alemán.
—¡Eso es justamente lo que hago! —replicó. Luego se volvió de nuevo hacia sus dos jóvenes amigos—. Me matarán en el bosque —dijo suavemente. Su voz había recobrado cierta fuerza y hablaba con un tono casi inexpresivo, de resignación. Más que pavor, lo que sentía Pryce era cólera ante la perspectiva de su muerte inminente—. Tommy, muchacho —musitó—, os dirán que traté de huir, que traté de alcanzar la libertad. Te dirán que se produjo un forcejeo y se vieron obligados a disparar sus fusiles.
Visser volvió a interrumpir, sonriendo y con el mismo gesto de desdén que había mostrado anteriormente, cuando Von Reiter les había amenazado con ejecutar a los aviadores británicos que trataran de escapar.
—Un intercambio de prisioneros —dijo Visser—. Eso es todo. Para no tener que responsabilizarnos de la frágil salud del teniente coronel.
—Deje de mentir —le espetó Pryce con descaro—. Nadie le cree y acabará usted por resultar estúpido.
La sonrisa de Visser se esfumó.
—Soy un oficial alemán —contestó con rabia—. ¡No miento!
—¡Vaya sino! —replicó Pryce—. ¡Sus mentiras hieden!
Furioso, Visser avanzó un paso, pero se detuvo. Miró a Phillip Pryce con manifiesto odio.
—Vámonos —dijo con un tono agresivo—. ¡Partimos ahora mismo! ¡En este instante, teniente coronel!
Pryce asió de nuevo el brazo de Tommy.
—Tommy —susurró—, esto no es una casualidad. ¡Nada es lo que parece! ¡Sálvalo, muchacho!
¡Ahora, más que nunca, estoy convencido de que Scott es inocente!
Dos soldados entraron en la habitación, para llevarse a Pryce. El escuálido y frágil inglés se encaró con ellos y se encogió de hombros. Luego se volvió hacia Hugh y Tommy.
—A partir de ahora tendréis que arreglároslas sin mí, chicos. ¡No olvidéis que cuento con que saldréis de esto! ¡Debéis sobrevivir! ¡Pase lo que pase!
Acto seguido se volvió hacia los alemanes.
—Muy bien,
Hauptmann
—dijo con repentina y serena determinación—. Estoy preparado. Puede hacer lo que quiera conmigo.
Visser asintió, indicó a los soldados que lo rodearan y, sin que mediara otra palabra, éstos condujeron a Pryce por el pasillo y a través de la puerta. Tommy, Hugh y los otros aviadores británicos del barracón corrieron tras ellos, siguiendo al anciano letrado, quien marchaba con los hombros rígidos y la espalda recta. No se volvió una sola vez cuando el extraño cortejo atravesó el campo de revista. Ni vaciló en el momento de trasponer la puerta, custodiada por unos gorilas cubiertos con cascos de acero y empuñando sus fusiles. Más allá, junto al barracón del comandante, había un enorme Mercedes negro aguardando, con el motor en marcha, exhalando una pequeña pluma de vaho por el tubo de escape.
Visser sostuvo abierta la portezuela para que el inglés subiera. Blucher, el «suizo», rodeó el vehículo con sus andares de pato y se subió también en él.
Pero Pryce se detuvo junto a la puerta del coche, se volvió y, durante un prolongado momento, contempló el campo, mirando a través de la omnipresente alambrada hacia el lugar donde se hallaban Tommy y Hugh presenciando, impotentes, su partida. Tommy le vio sonreír con tristeza y alzar la mano para hacer un breve ademán de despedida, como señalando hacia el cielo que le aguardaba. Luego hizo un gesto con los pulgares hacia arriba y, al mismo tiempo, se quitó la gorra para saludar a todos los aviadores británicos congregados junto a la alambrada, con la gallardía de un hombre que no teme a la muerte, por dura o solitaria que ésta le aparezca. Varios aviadores alzaron la voz para aclamarle, pero el sonido se interrumpió de golpe cuando uno de los guardias empujó a Pryce sobre el asiento posterior, y éste desapareció de la vista.
El motor emitió un rugido. Los neumáticos comenzaron a girar sobre la tierra. Levantando tras de sí una nube de polvo y traqueteando ligeramente por el accidentado camino, el vehículo partió hacia la línea del bosque.
Visser también lo observó partir. Luego se volvió lentamente, con expresión de triunfo, exhibiendo una expresión risueña. Echó a andar hacia Tommy y Hugh durante unos segundos, antes de dar media vuelta y entrar en el edificio administrativo. La puerta se cerró tras él.
Tommy esperó. Un silencio repentino le envolvió y experimentó una profunda sensación de resignación y rabia, sin saber cuál de esas emociones prevalecía sobre la otra. No le habría asombrado oír un disparo de fusil proveniente del bosque.
—Maldita sea —dijo Hugh en voz baja al cabo de unos momentos. Tommy se volvió a medias y vio que por las mejillas del rudo canadiense rodaban unos gruesos lagrimones y advirtió que él también estaba llorando—. Nos hemos quedado solos, yanqui —añadió Hugh—. Maldita y jodida guerra. Maldita jodida y puta guerra. ¿Por qué todo el que vale algo tiene que morir? —la voz de Hugh se quebró, llena de infinito pesar.
Tommy, que en esos instantes no podía articular palabra, se abstuvo de responder. El también sabía que no había respuesta.
Tommy caminaba con trabajo a través de las alargadas sombras de la tarde, sintiendo las primeras insinuaciones del frescor nocturno que pugnaba por imponerse a los débiles retazos de sol.
Trató de pensar en su casa en lugar de hacerlo en Phillip Pryce; trató de imaginar Vermont a principios de primavera, una época de promesas y expectativas. Cada flor de azafrán que brotaba a través de la húmeda y cenagosa tierra, cada capullo que se abría en la punta de una rama, ofrecía esperanza. En primavera, los ríos transportaban las aguas de escorrentía de la nieve fundida y recordó que a Lydia le gustaba acercarse en bicicleta hasta el borde del Battenkill, o hasta un estrecho recodo en el Mettawee, lugares donde en las tardes veraniegas él se afanaba en pescar alguna trucha, mientras admiraba las aguas coronadas de blanca espuma que se precipitaban borboteando por las rocas. Era estimulante contemplar la sinuosa fuerza del agua en esa época: anunciaba tiempos felices.
Meneó la cabeza, suspirando, tratando de aferrar las imágenes distantes y huidizas de su hogar.
Casi todos los
kriegies
poseían una visión de su hogar que evocaban en los instantes de desesperación y soledad, una fantasía de cómo podían ser las cosas, si lograban sobrevivir. Pero esos familiares ensueños a Tommy le resultaban ahora inaprensibles.
Se detuvo una vez, en el centro del campo de revista, y dijo en voz alta: «Ya está muerto.»
Imaginó el cuerpo de Pryce caído boca abajo en el bosque, y a Blucher, el falso suizo, junto a él, empuñando una pistola Luger que aún humeaba. No se había sentido tan abandonado desde el momento en que había visto al
Lovely Lydia
sumergirse debajo de las olas del Mediterráneo, dejándolo solo, flotando enfundado en su chaleco salvavidas. Lo que deseaba imaginar era su casa, su chica, su futuro, pero sólo alcanzaba a ver los siniestros barracones del Stalag Luft 13, la omnipresente alambrada de espino que le rodeaba, sabiendo que a partir de ahora sus pesadillas incluirían un nuevo fantasma.
Sonrió, durante unos instantes, ante esa ironía. En su imaginación, introdujo a su viejo capitán del oeste de Tejas. Era la única forma, pensó en aquellos momentos, de no romper a llorar. Pensó que Phillip se mostraría envarado y ceremonioso al principio, mientras que el capitán tejano se comportaría con su habitual desparpajo, un tanto excesivo, pero encantador con su espíritu juvenil y su entusiasmo. Los imaginó dándose un apretón de manos y supuso que no tardarían en hacer buenas migas. Phillip, por supuesto, se lamentaría de que hablaran dos lenguas diferentes, pero ambos tenían numerosas cualidades que complacerían al otro y no tardarían en hacerse amigos.
Al doblar una esquina, de camino hacia el barracón 101, Tommy imaginó la conversación inicial entre los dos fantasmas. Sería sin duda cómica, pensó, antes de que los dos hombres muertos se percataran de que tenían muchas cosas en común en esta Tierra. En su rostro se dibujó una sonrisa agridulce que no indicaba que la angustia que le atormentaba comenzara a remitir, pero cuando menos que su tensión se aliviaba.
Tommy echó a correr hacia la parte delantera de los barracones, y al distinguir la entrada del barracón 101, vio a Lincoln Scott de pie en el escalón superior. Frente a él había agolpados entre setenta y cinco y cien
kriegies
, observando al aviador negro en medio de un agitado y vacilante silencio.
El rostro de Scott denotaba ira. Sacudió un dedo en el aire, por encima de los otros aviadores.
—¡Cobardes! —gritó—. ¡Todos vosotros sois unos cobardes y embusteros!
Sin titubear, Tommy echó a correr hacia él.
Scott los amenazó con un puño.
—Estoy dispuesto a pelear contra cada uno de vosotros. ¡Contra cinco de vosotros! ¡Contra todos a la vez! ¡Vamos! ¿Quién quiere ser el primero?
Scott se irguió, asumiendo una postura pugilística. Tommy vio que observaba a cada hombre uno por uno, preparado para pelear.
—¡Cobardes! —volvió a exclamar—. ¡Vamos! ¿Quién quiere pelear conmigo?
La multitud estaba enfurecida, oscilando de un lado a otro, como agua a punto de hervir.
—¡Maldito negrata! —gritó una voz indistinguible entre el gentío. Scott se volvió al oír esas palabras.
—El negrata está preparado. ¿Y tú? ¡Venga, coño! ¿Quién quiere ser el primero?
—¡Que te den por el culo, asesino! ¡Morirás delante de un pelotón de fusilamiento!
—¿Tú crees? —replicó Scott, blandiendo ambos puños, volviéndose cada vez que oía un silbido despectivo—. ¿Es que no tenéis pelotas para enfrentaros a mí? ¿Vais a dejar que los alemanes hagan vuestro trabajo sucio? ¡Gallinas! —Scott se puso a cacarear en tono burlón—. Vamos —exhortó de nuevo a los hombres—, ¿por qué no tratáis de acabar conmigo? ¿O no sois lo bastante hombres?
La multitud avanzó hacia él, y Scott se agachó preparándose para encajar el inevitable puñetazo que iba a recibir, pero dispuesto a lanzar un contragolpe mortífero. Un axioma pugilístico: aprende a encajar un golpe y a devolverlo, y Scott parecía dispuesto a seguirlo al pie de la letra.