XI. Con esta novedad, César manda volver atrás las legiones y la caballería; él da también la vuelta a las naves, y ve por sus ojos casi lo mismo que acababa de saber de palabra y por escrito: que desgraciadas cuarenta, las demás admitían sí composición, pero a gran costa. Por lo cual saca de las legiones algunos carpinteros, y manda llamar a otros de tierra firme. Escribe a Labieno que con ayuda de sus legiones apreste cuantas más naves pueda. Él, por su parte, sin embargo de la mucha dificultad y trabajos, determinó para mayor seguridad sacar todas las embarcaciones a tierra, y meterlas con las tiendas dentro de unas mismas trincheras. En estas maniobras empleó casi diez días, no cesando los soldados en el trabajo ni aun por la noche. Sacados a tierra los buques, y fortificados muy bien los reales, deja el arsenal guarnecido de las mismas tropas que antes, y marcha otra vez al lugar de donde vino. Al tiempo de su llegada era ya mayor el número de tropas enemigas que se habían juntado allí de todas partes. Diose de común consentimiento el mando absoluto y cuidado de esta guerra a Casivelauno, cuyos Estados separa de los pueblos marítimos el río Támesis a distancia de unas ochenta millas del mar. De tiempo atrás andaba éste en continuas guerras con esos pueblos; mas aterrados los britanos con nuestro arribo, le nombraron desde luego por su general y caudillo.
XII. La parte interior de Bretaña es habitada de los naturales, originarios de la misma isla, según cuenta la fama; las costas, de los belgas, que acá pasaron con ocasión de hacer presas y hostilidades; los cuales todos conservan los nombres de las ciudades de su origen, de donde trasmigraron, y fijando su asiento a fuerza de armas, empezaron a cultivar los campos como propios. Es infinito el gentío, muchísimas las caserías, y muy parecidas a las de la Galia; hay grandes rebaños de ganado. Usan por moneda cobre o anillos de hierro de cierto peso. En medio de la isla se hallan minas de estaño, y en las marinas, de hierro, aunque poco. El cobre le traen de fuera. Hay todo género de madera como en la Galia, menos de haya y pinabete. No tienen por lícito el comer liebre, ni gallina, ni ganso, puesto que los crían para su diversión y recreo. El clima es más templado que el de la Galia, no siendo los fríos tan intensos.
XIII. La isla es de figura triangular. Un costado cae enfrente de la Galia; de este costado el ángulo que forma el promontorio Canelo, adonde ordinariamente vienen a surgir las naves de la Galia, está mirando al Oriente; el otro inferior a Mediodía. Este primer costado tiene casi quinientas millas; el segundo mira a España y al Poniente. Hacia la misma parte yace la Hibernia,
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que, según se cree, es la mitad menos que Bretaña, en igual distancia de ella que la Galia. En medio de este estrecho está una isla llamada Man. Dícese también que más allá se encuentran varias isletas; de las cuales algunos han escrito que hacia el solsticio del invierno por treinta días continuos es siempre de noche. Yo, por más preguntas que hice, no pude averiguar nada de eso, sino que por las experiencias de los relojes de agua observaba ser aquí más cortas
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las noches que en el Continente. Tiene de largo este lado, en opinión de los isleños, setecientas millas. El tercero está contrapuesto al Norte sin ninguna tierra enfrente, si bien la punta de él mira especialmente a la Germania. Su longitud es reputada de ochocientas millas, con que toda la isla viene a tener el ámbito de dos mil.
XIV. Entre todos, los más tratables son los habitantes de Kent, cuyo territorio está todo en la costa del mar, y se diferencian poco en las costumbres de los galos. Los que viven tierra adentro por lo común no hacen sementeras, sino que se mantienen de leche y carne, y se visten de pieles. Pero generalmente todos los britanos se pintan de color verdinegro con el zumo de gualda,
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y por eso parecen más fieros en las batallas; dejan crecer el cabello, pelado todo el cuerpo, menos la cabeza y el bigote. Diez y doce hombres tienen de común las mujeres, en especial hermanos con hermanos y padres con hijos. Los que nacen de ellas son reputados hijos de los que primero esposaron las doncellas.
XV. Los caballos enemigos y los carreros trabaron en el camino un recio choque con nuestra caballería, bien que ésta en todo llevó la ventaja, forzándolos a retirarse a los bosques y cerros. Mas como los nuestros, matando a muchos, fuesen tras ellos con demasiado ardimiento, perdieron algunos. Los enemigos, de allá un rato, cuando los nuestros estaban descuidados y ocupados en fortificar su campo, salieron al improviso del bosque, y arremetiendo a los que hacían guardia delante de los reales pelearon bravamente. Envió entonces César las dos primeras cohortes de dos legiones en su ayuda y haciendo éstas alto muy cerca una de otra, asustados los nuestros con tan extraño género de combate, rompieron ellos por medio de todos con extremada osadía y se retiraron sin recibir daño. Perdió la vida en esta jornada el tribuno Quinto Laberio Duro. En fin, con el refuerzo de otras cohortes fueron rechazados.
XVI. Por toda esta refriega, como que sucedió delante de los reales y a la vista de todos, se echó de ver que los nuestros, no pudiendo ir tras ellos cuando cejaban por la pesadez de las armas, ni atreviéndose a desamparar sus banderas, eran poco expeditos en el combate con estas gentes; que la caballería tampoco podía obrar sin gran riesgo, por cuanto ellos muchas veces retrocedían de propósito, y habiendo apartado a los nuestros algún trecho de las legiones, saltaban a tierra de sus carros y peleaban a pie con armas desiguales. Así que, o cediesen o avanzasen los nuestros, con esta forma de pelear daban en igual, antes en el mismo peligro. Fuera de que ellos nunca combatían unidos, sino separados y a grandes trechos, teniendo cuerpos de reserva apostados; con que unos a otros se daban la mano, y los de fuerzas enteras entraban de refresco a reemplazar los cansados.
XVII. Al día siguiente se apostaron los enemigos lejos de los reales en los cerros, y comenzaron a presentarse no tantos, y a escaramuzar con la caballería más flojamente que el día antes. Pero al mediodía, habiendo César destacado tres legiones y toda la caballería con el legado Cayo Trebonio al forraje, de repente se dejaron caer por todas partes sobre los que andaban muy desviados de las banderas y legiones. Los nuestros, dándoles una fuerte carga, los rebatieron, y no cesaron de perseguirlos hasta tanto que la caballería, fiada en el apoyo de las legiones que venían detrás, los puso en precipitada fuga; y haciendo en ellos gran riza, no les dio lugar a rehacerse, ni detenerse, o saltar de los carricoches. Después de esta fuga, las tropas auxiliares, que concurrieron de todas partes, desaparecieron al punto. Nunca más de allí adelante pelearon los enemigos de poder a poder con nosotros.
XVIII. César, calados sus intentos, fuese con el ejército al reino de Casivelauno en las riberas del Támesis, río que por un solo paraje se puede vadear, y aun eso trabajosamente. Llegado a él, vio en la orilla opuesta formadas muchas tropas de los enemigos, y las márgenes guarnecidas con estacas puntiagudas, y otras semejantes clavadas en el hondo del río debajo del agua. Enterado César de esto por los prisioneros y desertores, echando adelante la caballería, mandó que las legiones le siguiesen inmediatamente. Tanta prisa se dieron los soldados, y fue tal su coraje, si bien sola la cabeza llevaban fuera del agua, que no pudiendo los enemigos sufrir el ímpetu de las legiones y caballos, despejaron la ribera, poniendo pies en polvorosa.
XIX. Casivelauno, como ya insinuamos, perdida toda esperanza de contrarrestar, y despedida la mayor parte de sus tropas, quedándose con cuatro mil combatientes de los carros, iba observando nuestras marchas, tal vez se apartaba un poco del camino, y se ocultaba en barrancos y breñas. En sabiendo el camino que habíamos de llevar, hacía recoger hombres y ganados de los campos a las selvas, y cuando nuestra caballería se tendía por las campiñas a correrlas y talarlas, por todas las vías y sendas conocidas disparaba de los bosques los carros armados, y la ponía en gran conflicto, estorbando con esto que anduviese tan suelta. No había más arbitrios para evitar tales peligros sino que César no la permitiese alejarse de las legiones, y que las talas y quemas en daño del enemigo sólo se alargasen cuanto pudiera llevar el trabajo y la marcha de los soldados legionarios.
XX. A esta sazón, los trinobantes,
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nación la más poderosa de aquellos países (de donde el joven Mandubracio, abrazando el partido de César, vino a juntarse con él en la Galia, y cuyo padre Imanuencio, siendo rey de ella, murió a manos de Casivelauno, y él mismo huyó por no caer en ellas), despachan embajadores a César, prometiendo entregársele y prestar obediencia, y le suplican que ampare a Mandubracio contra la tiranía de Casivelauno, se lo envíe, y restablezca en el reino. César les manda dar cuarenta rehenes y trigo para el ejército, y les restituye a Mandubracio. Ellos obedecieron al instante aprontando los rehenes pedidos y el trigo.
XXI. Protegidos los trinobantes y libres de toda vejación de los soldados, los cenimaños, segonciacos, ancalites, bibrocos y casos, por medio de sus diputados, se rindieron a César. Infórmanle estos que no lejos de allí estaba la corte de Casivelauno, cercada de bosques y lagunas, donde se había encerrado buen número de hombres y ganados. Dan los britanos nombre de ciudad a cualquier selva enmarañada, guarnecida de valla y foso, donde se suelen acoger para librarse de las irrupciones de los enemigos. César va derecho allá con las legiones; encuentra el lugar harto bien pertrechado por naturaleza y arte; con todo, se empeña en asaltarlo por dos partes. Los enemigos, después de una corta detención, al cabo, no pudiendo resistir el ímpetu de los nuestros, echaron a huir por otro lado de la ciudad. Hallóse dentro crecido número de ganados, y en la fuga quedaron muchos prisioneros y muertos.
XXII. Mientras iban así las cosas en esa parte de la isla, despacha Casivelauno mensajeros a la provincia de Kent, situada, como se ha dicho, sobre la costa del mar, cuyas merindades gobernaban cuatro
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régulos. Gingetórige, Carnilio, Taximagulo y Segonacte, y les manda que con todas sus fuerzas juntas ataquen los atrincheramientos navales. Venidos que fueron a los reales, los nuestros en una salida que hicieron matando a muchos de ellos, y prendiendo, entre otros, al noble caudillo Lugotórige, se restituyeron a las trincheras sin pérdida alguna. Casivelauno, desalentado con la nueva de esta batalla, por tantos daños recibidos, por la desolación de su reino, y mayormente por la rebelión de sus vasallos, valiéndose de la mediación de Comió Atrebatense, envía sus embajadores a César sobre la entrega. César, que estaba resuelto a invernar en el continente por temor de los motines repentinos de la Galia, quedándole ya poco tiempo del estío, y viendo que sin sentir podía pasársele aún éste, le manda dar rehenes, y señala el tributo que anualmente debía la Bretaña pechar al Pueblo Romano. Ordena expresamente y manda a Casivelauno que no moleste más a Mandubracio ni a los trinobantes.
XXIII. Recibidos los rehenes, vuelve a la armada, y halla en buen estado las naves. Botadas éstas al agua, por ser grande el número de los prisioneros, y haberse perdido algunas embarcaciones en la borrasca, determinó transportar el ejército en dos convoyes. El caso fue, que de tantos bajeles y en tantas navegaciones, ninguno de los que llevaban soldados faltó ni en este año ni en el antecedente, pero de los que volvían en lastre del Continente hecho el primer desembarco, y de los sesenta que Labieno había mandado construir, aportaron muy pocos; los demás casi todos volvieron de arribada. Habiendo César esperado en vano algún tiempo, temiendo que la estación no le imposibilitase la navegación por la proximidad del equinoccio, hubo de estrechar los soldados según los buques, y en la mayor bonanza zarpando ya bien entrada la noche, al amanecer tomó tierra sin desgracia en toda la escuadra.
XXIV. Sacadas a tierra las naves, y tenida una junta con los galos en Samarobriva,
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por haber sido este año corta la cosecha de granos en la Galia por falta de aguas, le fue forzoso dar otra disposición que los años precedentes a los invernaderos del ejército, distribuyendo las legiones en diversos cantones. Una en los morinos, al mando de Cayo Fabio; la segunda en los nervios, al de Quinto Cicerón; la tercera en los eduos, al de Lucio Roscio; ordenando que la cuarta con Tito Labieno invernase en los remenses en la frontera de Tréveris; tres alojó en los belgas, a cargo del cuestor Marco Craso, y de los delegados Lucio Munacio Planeo y Cayo Trebonio. Una nuevamente alistada en Italia y cinco cohortes envió a los eburones, que por la mayor parte habitan entre el Mosa y el Rin, sujetos al señorío de Ambiórige y Cativulco; dióles por comandantes a los legados Quinto Titurio Sabino y Lucio Arunculeyo Cota. Repartidas en esta forma las legiones, juzgó que podrían proveerse más fácilmente en la carestía. Dispuso, sin embargo, que los cuarteles de todas estas legiones (salvo la que condujo Lucio Roscio al país
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más quieto y pacífico) estuviesen comprendidas en término de cien millas. Él resolvió detenerse en la Galia hasta tener alojadas las legiones, y certeza de que los cuarteles quedaban fortificados.
XXV. Florecía, entre los chartreses Tasgecio, persona muy principal, cuyos antepasados habían sido reyes de su nación. César le había restituido su Estado en atención al valor y lealtad singularmente oficiosa de que se había servido en todas las guerras. Este año, que ya era el tercero de su reinado, sus enemigos le mataron públicamente, siendo asimismo cómplices muchos de los naturales. Dan parte a César de este atentado. Receloso él de que por ser tantos los culpados, no se rebelase a influjo de ellos el pueblo, manda a Lucio Planeo marchar prontamente con una legión de los belgas a los carnutes, tomar allí cuarteles de invierno, y remitirle presos a los que hallase reos de la muerte de Tasgecio. En este entretanto, todos los legados y el cuestor, encargados del gobierno de las legiones, le avisaron cómo ya estaban acuartelados y bien atrincherados.
XXVI. A los quince días de alojados allí dieron principio a un repentino alboroto y alzamiento Ambiórige y Cativulco, que con haber salido a recibir a Sabino y a Cota a las fronteras de su reino, y acarreado trigo a los cuarteles, instigados por los mensajeros del trevirense Induciomaro, pusieron en armas a los suyos, y sorprendiendo de rebato a los leñadores, vinieron con gran tropel a forzar las trincheras. Como los nuestros, cogiendo al punto las armas, montando la línea y destacada por una banda la caballería española, llevasen con ella la ventaja en el choque, los enemigos, malogrando el lance, desistieron del asalto. A luego dieron voces, como acostumbran, que saliesen algunos de los nuestros a conferencia, que sobre intereses comunes querían poner ciertas condiciones, con que esperaban se podrían terminar las diferencias.