La guerra de las Galias (8 page)

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Authors: Cayo Julio César

Tags: #Historia

BOOK: La guerra de las Galias
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XXVIII. Acabada la batalla, y con ella casi toda la raza y nombre de los nervios, los viejos que, según dijimos, estaban con los niños y las mujeres recogidos entre pantanos y lagunas, sabedores de la desgracia, considerando que para los vencedores todo es llano y para los vencidos nada seguro, enviaron, de común consentimiento de todos los que se salvaron, embajadores a César, entregándose a discreción; y encareciendo el infortunio de su república, afirmaron que de seiscientos senadores les quedaban solos tres, y de sesenta mil combatientes apenas
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llegaban a quinientos. A los cuales César, haciendo alarde de su clemencia para con los miserables y rendidos, conservó con el mayor empeño, dejándolos en la libre posesión de sus tierras y ciudades; y mandó a los rayanos que nadie osase hacerles daño.

XXIX. Los aduáticos, de quien se habló ya, viniendo con todas sus fuerzas en socorro de los nervios, oído el suceso de la batalla, dieron desde el camino la vuelta a su casa; y abandonando las poblaciones, se retiraron con cuanto tenían a una plaza muy fuerte por naturaleza. Estaba ésta rodeada por todas partes de altísimos riscos y despeñaderos, y por una sola tenía la entrada, no muy pendiente, ni más ancha que de doscientos pies, pero guarnecida de dos elevadísimos rebellines, sobre los cuales habían colocado piedras gruesísimas y estacas puntiagudas. Eran los aduáticos descendientes de los cimbros y teutones, que al partirse para nuestra provincia e Italia, descargando a la orilla del Rin los fardos que no podían llevar consigo, dejaron para su custodia y defensa a seis mil de los suyos. Los cuales, muertos aquéllos, molestados por muchos años de los vecinos con guerras ya ofensivas, ya defensivas, hechas al fin las paces de común acuerdo, hicieron aquí su asiento.

XXX. Éstos, pues, al principio de nuestra llegada hacían frecuentes salidas y escaramuzas con los nuestros. Después, habiendo nosotros tirado una valla de doce pies en alto y quince mil en circuito, y bloqueándolos con baluartes de trecho en trecho, se mantenían cercados en la plaza. Mas cuando armadas ya las galerías y formado el terraplén, vieron erigirse una torre a lo lejos, por entonces comenzaron desde los adarves a hacer mofa y fisga de los nuestros, gritando, a qué fin erigían máquina tan grande a tanta distancia, y con qué brazos o fuerzas se prometían, mayormente siendo unos hombrezuelos, arrimar a los muros un torreón de peso tan enorme (y es que los más de los galos, por ser de grande estatura, miran con desprecio la pequeñez de la nuestra).

XXXI. Mas cuando repararon que se movía y acercaba a las murallas, espantados del nuevo y desusado espectáculo, despacharon a César embajadores de paz, que hablaron de esta sustancia: «que no podían menos de creer que los romanos guerreaban asistidos de los dioses, cuando con tanta facilidad podían dar movimiento a máquinas de tanta elevación, y pelear tan de cerca; por tanto, se entregaban con todas las cosas en sus manos. Que si por dicha, usando de su clemencia y mansedumbre, de que ya tenían noticia, quisiese perdonar también a los aduáticos, una sola cosa le pedían y suplicaban, no los despojase de las armas; que casi todos los comarcanos eran sus enemigos y envidiosos de su poder, de quienes mal podían defenderse sin ellas. En tal caso les sería mejor sufrir de los romanos cualquier aventura, que morir atormentados a manos de aquellos a quienes solían dar la ley».

XXXII. A esto respondió César: «que hubiera conservado la ciudad, no porque lo mereciese, sino por ser esa su costumbre, caso de haberse rendido antes de batir la muralla; pero ya no había lugar a la rendición sin la entrega de las armas; haría sí con ellos lo mismo que con los nervios, mandando a los confinantes que se guardasen de hacer ningún agravio a los vasallos del Pueblo Romano». Comunicada esta respuesta a los sitiados, dijeron estar prontos a cumplir lo mandado. Arrojada, pues, gran cantidad de armas desde los muros al foso que ceñía la plaza, de suerte que los montones de ellas casi tocaban con las almenas y la plataforma, con ser que habían escondido y reservado dentro una tercera parte, según se averiguó después, abiertas las puertas, estuvieron en paz aquel día.

XXXIII. Al anochecer César mandó cerrarla, y a los soldados que saliesen fuera de la plaza, porque no se desmandase alguno contra los ciudadanos. Pero éstos de antemano, como se supo después, convenidos entre sí, bajo el supuesto de que los nuestros, hecha ya la entrega, o no harían guardias, o cuando mucho no estarían tan alerta, parte valiéndose de las armas reservadas y encubiertas, parte de rodelas hechas de cortezas de árbol y de mimbre entretejidas, que aforraron de pronto con pieles (no permitiéndole otra cosa la falta de tiempo) sobre la medianoche salieron de tropel al improviso con todas sus tropas derechos adonde parecía más fácil la subida a nuestras trincheras. Dado aviso al instante con fuegos, como César lo tenía prevenido, acudieron allá luego de los baluartes vecinos. Los enemigos combatieron con tal coraje cual se debía esperar de hombres reducidos a la última desesperación, sin embargo, de la desigualdad del sitio contra los que desde la valla y torres disparaban, como quienes tenían librada la esperanza de vivir en su brazo. Muertos hasta cuatro mil, los demás fueron rebatidos a la plaza. Al otro día rompiendo las puertas, sin haber quien resistiese, introducida nuestra tropa, César vendió en almoneda todos los moradores de este pueblo con sus haciendas. El número de personas vendidas, según la lista qué le exhibieron los compradores, fue de cincuenta y tres mil.

XXXIV. Al mismo tiempo Publio Craso, enviado por César con una legión a sujetar a los vénetos, únelos, osismios, curiosolitas, sesuvios, aulercos y reñeses,
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pueblos marítimos sobre la costa del Océano, le dio aviso cómo todos quedaban sujetos al Pueblo Romano.

XXXV. Concluidas estas empresas y pacificada la Galia toda, fue tan célebre la fama de esta guerra divulgada hasta los bárbaros, que las naciones transrenanas enviaban a porfía embajadores a César prometiéndole la obediencia y rehenes en prendas de su lealtad. El despacho de estos embajadores, por estar de partida para Italia y el Ilírico, difirió por entonces César, remitiéndolos al principio del verano siguiente. Con eso, repartidas las legiones en cuarteles de invierno por las comarcas de Chartres, Anjou y Tours, vecinas a los países que fueron el teatro de la guerra, marchó la vuelta de Italia. Por tan prósperos sucesos, leídas en Roma las cartas de César, se mandaron hacer fiestas solemnes por quince días;
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demostración hasta entonces nunca hecha con ninguno.

Notas de Napoleón al libro II

1. César, en esta campaña, contaba con ocho legiones, y además de las tropas auxiliares agregadas a cada legión, contaba con un gran número de galos a pie y a caballo y de tropas ligeras, de las Islas Baleares, de Creta y de África, que constituían un ejército muy nutrido. Los 300.000 hombres que los belgas le opusieron estaban compuestos por soldados de diversos pueblos, sin disciplina y sin consistencia. Cap. IV.

2. Han supuesto los comentadores que la ciudad de Fismes o de Laon era la que los belgas habían tratado de atacar por sorpresa antes de dirigirse contra el campamento de César; es un error: se trataba de la ciudad de Bievre y el campamento de César estaba aguas abajo de Pont-a-Vaire. Por su derecha se apoyaba en el recodo del Aisne, entre Pontr-a-Vaire y el pueblecito de Chandarde; por su izquierda en el arroyo de la Mielle, y frente a él se extendían las marismas. El campamento de César en Pont-a-Vaire estaba a una distancia de 8.000 toesas de Bievre, a 14.000 de Reims, a 22.000 de Soisóns, a 16.000 de Laon, lo que concuerda con todas las indicaciones del texto de los Comentarios. Los combates junto al Aisne se desarrollaron a principios de julio. Cap. VI.

3. La batalla del Sambre se dio a fin de julio en los alrededores de Maubeuge. Cap. XXVIII.

4. La posición de Calais está de acuerdo con las indicaciones de los Comentarios. César dice que la contravalación que hizo levantar alrededor de la ciudad era de doce pies de altura, con un foso de dieciocho pies de profundidad; debe de tratarse de un error; hay que leer dieciocho pies de anchura pues dieciocho pies de profundidad supondrían una anchura de seis toesas; el foso estaba construido en forma de palomilla, por lo cual la excavación sería de nueve toesas cúbicas. Es probable que este atrincheramiento tuviese un foso de dieciséis pies de anchura por nueve de profundidad, cubicando 486 pies por toesa corriente; con la tierra extraída había levantado un muro y un parapeto cuyo nivel se elevaba a dieciocho pies sobre el fondo del foso. Cap. XXX.

5. No es tarea fácil hacer observaciones de orden estrictamente militar sobre un texto tan conciso y sobre ejércitos de naturaleza tan distinta. ¿Cómo comparar, en efecto, un ejército de línea romano, reclutado y escogido en toda Italia y en las provincias romanas, con ejércitos bárbaros compuestos de reclutamientos en masa, valientes, feroces, pero que poseían escasísimas nociones de la guerra, que ignoraban el arte de tender un puente, de levantar rápidamente un atrincheramiento, de construir una torre, y que se aterraban en cuanto veían acercarse los arietes a sus murallas? Cap. XXXI.

6. No sin razón se ha reprochado a César, a pesar de todo, el que se dejara sorprender en la batalla del Sambre contando con tanta caballería y tropas ligeras. Es verdad que su caballería y sus tropas ligeras habían pasado el Sambre, pero desde el lugar donde se encontraba advertía que éstos se habían detenido a 150 toesas de él en el linde del bosque; debía, pues, o tener una parte de sus tropas en alerta, o esperar a que sus exploradores hubiesen atravesado el bosque y explorado el terreno. César se justifica con decir que las orillas del Sambre eran tan escarpadas que parecían ponerle al abrigo de sorpresas en el lugar donde quería acampar. Cap. XXXIII.

LIBRO TERCERO

I. Estando César de partida para Italia, envió a Servio Galba con la duodécima legión y parte de la caballería a los nantuates, venagros y sioneses,
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que desde los confines de los olóbroges, lago Lemán y río Ródano se extienden hasta lo más encumbrado de los Alpes. Su mira en eso era franquear aquel camino, cuyo pasaje solía ser de mucho riesgo y de gran dispendio para los mercaderes por los portazgos. Diole permiso para invernar allí con la legión, si fuese menester. Galba, después que hubo ganado algunas batallas, conquistado varios castillos de estas gentes, y recibido embajadores de aquellos contornos y rehenes en prendas de la paz concluida, acordó alojar a dos cohortes en los nantuates, y él con las demás irse a pasar el invierno en cierta aldea de los venagros, llamada Octoduro,
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sita en una hondonada, a que seguía una llanura de corta extensión entre altísimas montañas. Como el lugar estuviese dividido por un río en dos partes, la una dejó a los vencidos; la otra desocupada por éstos destinó para cuartel de las cohortes, guarneciéndola con estacada y foso.

II. Pasada ya buena parte del invierno, y habiendo dado sus órdenes para el acarreo de las provisiones, repentinamente le avisaron los espías cómo los galos, de noche, habían todos abandonado el arrabal que les concedió para su morada, y que las alturas de las montañas estaban ocupadas de grandísimo gentío de sioneses y veragros. Los motivos que tuvieron los galos para esta arrebatada resolución de renovar la guerra con la sorpresa de la legión, fueron éstos: primero, porque les parecía despreciable por su corto número una legión, y ésta no completa, por haberse destacado de ella dos cohortes y estar ausentes varios piquetes de soldados enviados a buscar víveres por varias partes. Segundo, porque considerada la desigualdad del sitio, bajando ellos de corrida desde los montes al valle, disparando continuamente, se les figuraba que los nuestros no podrían aguantar ni aun la primera descarga. Por otra parte, sentían en el alma se les hubiesen quitado sus hijos a títulos de rehenes, y daban por cierto que los romanos pretendían apoderarse de los puertos de los Alpes, no sólo para seguridad de los caminos, sino también para señorearse de aquellos lugares y unirlos a su provincia confinante.

III. Luego que recibió Galba este aviso (no estando todavía bien atrincherado ni proveído de víveres, por padecerle que supuesta la entrega y las prendas que tenía, no era de temer ninguna sorpresa), convocando de pronto consejo de guerra, puso el caso en consulta. Entre los vocales, a vista de peligro tan grande, impensado y urgente, y de las alturas casi todas cubiertas de gente armada, sin poder ser socorridos con tropas ni víveres, cerrados los pasos, dándose casi por perdidos, eran algunos de dictamen que, abandonado el bagaje, rompiendo por medio de los enemigos, por los caminos que habían traído, se esforzasen a ponerse a salvo. Pero la mayor parte fue de sentir que, reservado este partido para el último trance, por ahora se probase fortuna, haciéndose fuertes en los reales.

IV. A poco rato, cuanto apenas bastó para disponer y ejecutar lo acordado, los enemigos, dada la señal, hételos que bajan corriendo a bandadas, arrojando piedras y dardos a las trincheras. Al principio los nuestros, estando con las fuerzas enteras, se defendían vigorosamente sin perder tiro desde las barreras, y en viendo peligrar alguna parte de los reales por falta de defensores, corrían allá luego a cubrirla. Mas los enemigos tenían esta ventaja: que cansados unos del choque continuado, los reemplazaban otros de refresco, lo que no era posible por su corto número a los nuestros; pues no sólo el cansado no podía retirarse de la batalla, mas ni aun el herido desamparar su puesto.

V. Continuado el combate por más de seis horas, y faltando no sólo las fuerzas, sino también las armas a los nuestros, cargando cada vez con más furia los enemigos; como por la suma flaqueza de los nuestros comenzasen a llenar el foso y a querer forzar las trincheras, reducidas ya las cosas al extremo, el primer centurión Publio Sestio Báculo, que, como queda dicho, recibió tantas heridas en la jornada de los nervios, vase corriendo a Galba y tras él Cayo Voluseno, tribuno, persona de gran talento y valor, y le representan que no resta esperanza de salvarse si no se aventuran a salir rompiendo por el campo enemigo. Galba, con esto, convocando a los centuriones, advierte por su medio a los soldados que suspendan por un poco el combate, y que no haciendo más que recoger las armas que les tiren, tomen aliento; que después, al dar la señal, saliesen de rebato, librando en su esfuerzo toda la esperanza de la vida.

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