XVIII. Arrimadas ya las bastidas al muro, supo César de los primeros que Vercingetórige, acabado el forraje, había movido su campo mas cerca de Avarico, y él mismo en persona con la caballería y los volantes, hechos a pelear al estribo de los caballos, se había puesto en celada hacia el paraje donde pensaba irían los nuestros a forrajear el día siguiente. Con esta noticia, César, a medianoche, marchando a la sordina, llegó por la mañana al campo de los enemigos. Éstos, luego que fueron avisados por las escuchas, escondieron el carruaje y las cargas entre la maleza del bosque, y ordenaron todas sus tropas en un lugar alto y despejado. Sabido esto, César al punto mandó poner aparte los tardos y aprestar las armas. Estaba el enemigo en una colina, que se alzaba poco a poco del llano. Ceñíala casi por todas partes una laguna pantanosa, de cincuenta pies no más en ancho. Aquí, rotos los pontones, se hacían fuertes los galos, confiados en la ventaja del sitio, y repartidos por naciones, tenían apostadas sus guardias en todos los vados y trancos de la laguna, con firme resolución de cargar a los romanos atollados, si tentasen atravesarla; por manera que quien viese la cercanía de su posición, pensaría que se disponían a pelear casi con igual partido, mas quien mirase la desigualdad del sitio, echaría de ver que todo era no más que apariencia y vana ostentación. Indignados los soldados de que los enemigos estuviesen firmes a su vista en tan corta distancia, y clamando por la señal de acometer, César les representa: «cuánto daño se seguiría, y a cuántos soldados valerosos costaría la vida, sin poderlo remediar, esta victoria; que pues ellos se mostraban tan prontos a cualquier peligro por su gloria, sería él tenido por el hombre más ingrato del mundo si no estimase la vida de ellos más que la suya». Contentando así a los soldados, se retiró con ellos ese mismo día a los reales, y prosiguió aparejando lo que faltaba para el ataque de la plaza.
XIX. Vercingetórige, cuando a los suyos dio la vuelta, es acusado de traidor, «por haberse acercado tanto a los romanos; por haberse ido con toda la caballería; por haber dejado el grueso del ejército sin cabeza, y haber sido causa con su partida de que los romanos viniesen tan a punto y tan presto; no ser creíble que todo este conjunto de cosas hubiese acaecido casualmente o sin trato; ser visto que quería más ser rey de la Galia por gracia de César que por beneficio de los suyos». A tales acusaciones respondió él en esta forma: «Que si partió, fue por falta de forraje y a instancias de ellos mismos; el haberse acercado a los romanos fue por la seguridad que le daba la ventaja del sitio, que por sí mismo estaba bien guardado; que la caballería de nada hubiera servido en aquellos pantanos, y fue útilmente empleada en el lugar de su destino; que de propósito al partirse a ninguno entregó el mando, temiendo no se arriesgase al combate por instigación de la chusma; a lo cual veía inclinados a todos por la demasiada delicadeza y el poco aguante para el trabajo. Los romanos, si es que vinieron por acaso, dad gracias a la fortuna; si alguien los convidó, dádselas a éste; pues que mirándolos de alto, pudisteis enteraros de su corto número y valor, que no osando combatir, se retiraron vergonzosamente a los reales; que muy lejos estaba de pretender el reino de mano de César, teniéndole en la suya con la victoria, que él y todos los galos daban por cierta. Todavía les perdonaba, si pensaban no tanto recibir de él la libertad y la vida, cuanto hacerle mucha honra. Y para que veáis, dice, que hablo la pura verdad, escuchad a los soldados romanos.» Saca unos prisioneros hechos pocos días antes en las dehesas, transidos de hambre y de las cadenas; los cuales de antemano instruidos de lo que habían de responder, dicen «ser soldados legionarios; haber huido de los cuarteles forzados del hambre y lacería, por si podían encontrar por esos campos un pedazo de pan o carne; estar todo el ejército reducido a la misma miseria; no hay quien pueda tenerse en pie, ni sufrir las fatigas; y así el general está resuelto, si no se rinde la plaza dentro de tres días, a levantar el cerco». «Todo esto, dice entonces Vercingetórige, debéis al que acusáis de traidor; por cuya industria, sin costaros gota de sangre, veis un ejército tan poderoso casi muerto de hambre; que si, huyendo vergonzosamente, buscare algún asilo, precavido tengo que no lo halle en parte ninguna.»
XXI. Le vitorean todos, y batiendo las armas, como usan hacerlo en señal de que aprueban las razones del que habla, repiten a voces que Vercingetórige es un capitán consumado; que ni se debe dudar de su fe, ni administrarse puede mejor la guerra; y ordenan que diez mil hombres escogidos entren en la plaza, no juzgando conveniente fiar de los bierrienses solos la común libertad; porque de la conservación de esta fortaleza pendía, según pensaban, toda la seguridad de la victoria.
XXII. Los galos, siendo como son gente por extremo mañosa y habilísima para imitar y practicar las invenciones de otros, con mil artificios eludían el valor singular de nuestros soldados. Unas veces con lazos corredizos se llevaban a los sitiadores las hoces, y teniéndolas prendidas, las tiraban adentro con ciertos instrumentos; otras veces con minas desbarataban el vallado, en lo que son muy diestros por los grandes minerales de hierro que tienen, para cuya cava han ideado y usan toda suerte de ingenios. Todo el muro estaba guarnecido con torres de tablas cubiertas de pieles. Demás de esto, con salidas continuas de día y de noche, o arrojaban fuego a las trincheras, o sorprendían a los soldados ocupados en las maniobras; y cuando subían nuestras torres sobre el terraplén que de día en día se iba levantando, otro tanto alzaban las suyas trabando postes con postes, y contraminando nuestras minas, impedían a los minadores, ya con vigas tostadas y puntiagudas, ya con pez derretida, ya con cantos muy gruesos, el arrimarse a las murallas.
XXIII. La estructura de todas las de la Galia viene a ser ésta: Tiéndense en el suelo vigas de una pieza derechas y pareadas, distantes entre sí dos pies, y se enlazan por dentro con otras al través, llenos de fagina los huecos; la fachada es de gruesas piedras encajonadas. Colocado esto y hecho de todo un cuerpo, se levanta otro en la misma forma y distancia paralela, de modo que nunca se toquen las vigas, antes queden separadas por trechos iguales con la interposición de las piedras bien ajustadas. Así prosigue la fábrica hasta que tenga el muro competente altura. Éste por una parte no es desagradable a la vista, por la variedad con que alternan vigas y piedras, unas y otras en línea recta paralela sin perder el nivel; por otra parte es de muchísimo provecho para la defensa de las plazas, por cuanto las piedras resisten al fuego, y la madera defiende de las baterías, que como está por dentro asegurada con las vigas de una pieza por la mayor parte de cuarenta pies, ni se puede romper ni desunir.
XXIV. En medio de tantos embarazos, del frío y de las lluvias continuas que duraron toda esta temporada, los soldados, a fuerza de incesante trabajo, todo lo vencieron, y en veinticinco días construyeron un baluarte de trescientos treinta pies en ancho con ochenta de alto. Cuando ya este pegaba casi con el muro, y César, según costumbre, velaba sobre la obra, metiendo prisa a los soldados, porque no se interrumpiese ni un punto el trabajo, poco antes de medianoche se reparó que humeaba el terraplén minado de los enemigos; que al mismo tiempo, alzando el grito sobre las almenas, empezaban a salir por dos puertas de una y otra banda de las torres. Unos arrojaban desde los adarves teas y materias combustibles al terraplén, otros pez derretida y cuantos betunes hay propios para cebar el fuego; de suerte que apenas se podía resolver adonde se acudiría primero, o qué cosa pedía más pronto remedio. Con todo eso por la providencia de César, que tenía siempre dos legiones alerta delante del campo, y otras dos por su turno empleadas en los trabajos, se logró que al instante unos se opusiesen a las salidas, otros retirasen las torres
132
y cortasen el fuego del terraplén, y todos los del campo acudiesen a tiempo de apagar el incendio.
XXV. Cuando en todas partes se peleaba, pasada ya la noche, creciendo siempre más y más en los enemigos la esperanza de la victoria, mayormente viendo quemadas las cubiertas de las torres y no ser fácil que nosotros fuésemos al socorro a cuerpo descubierto, mientras ellos a los suyos cansados enviaban sin cesar gente de refresco; y considerando que toda la fortuna de la Galia pendía de aquel momento, aconteció a nuestra vista un caso que, por ser tan memorable, he creído no deberlo omitir. Cierto galo que a la puerta del castillo las pelotas de sebo y pez que le iban dando de mano en mano las tiraba en el fuego contra nuestra torre, atravesado el costado derecho con un venablo, cayó muerto; uno de sus compañeros, saltando sobre el cadáver, proseguía en hacer lo mismo; muerto este segundo de otro golpe semejante, sucedió el tercero, y al tercero el cuarto, sin que faltase quien ocupase sucesivamente aquel puesto, hasta que apagado el incendio, y rechazados enteramente los enemigos, se puso fin al combate.
XXVI. Convencidos los galos con tantas experiencias de que nada les salía bien, tomaron al día siguiente la resolución de abandonar la plaza por consejo y mandato de Vercingetórige. Como su intento era hacerlo en el silencio de la noche, esperaban ejecutarlo sin pérdida considerable, porque los reales de Vercingetórige no estaban lejos de la ciudad, y una laguna continuada que había de por medio los cubría de los romanos en la retirada. Ya que venida la noche disponían la partida, salieron de repente las mujeres, corriendo por las calles, y postradas a los pies de los suyos con lágrimas y sollozos, les suplicaban que ni a sí ni a los hijos comunes, incapaces de huir por su natural flaqueza, los entregasen al furor enemigo. Mas viéndolos obstinados en su determinación (porque de ordinario en un peligro extremo puede más el miedo que la compasión), empezaron a dar voces y hacer señas a los romanos de la fuga intentada. Por cuyo temor asustados los galos, desistieron del intento, recelándose que la caballería romana no les cerrase los caminos.
XXVII. César, el día inmediato, adelantada la torre y perfeccionadas las baterías, conforme las había trazado, cayendo a la sazón una lluvia deshecha, se aprovechó de este incidente, pareciéndole al caso para sus designios, por haber notado algún descuido en las centinelas apostadas en las murallas, y ordenó a los suyos aparentasen flojedad en las maniobras, declarándoles su intención. Exhortando, pues, a las legiones, que ocultas en las galerías estaban listas a recoger de una vez en recompensa de tantos trabajos el fruto de la victoria, propuso premios a los que primero escalasen el muro, y dio la señal del asalto. Inmediatamente los soldados volaron de todas partes, y en un punto cubrieron la muralla. Los enemigos, sobresaltados de la novedad, desalojados del muro y de las torres, se acuñaron en la plaza y sitios espaciosos con ánimo de pelear formados, si por algún lado los acometían. Mas visto que nadie bajaba al llano, sino que todos se atropaban en los adarves, temiendo no hallar después escape, arrojadas las armas, corrieron de tropel al último barrio de la ciudad. Allí unos, no pudiendo coger las puertas por la apretura del gentío, fueron muertos por la infantería; otros, después de haber salido, degollados por la caballería. Ningún romano cuidaba del pillaje; encolerizados todos por la matanza de Genabo y por los trabajos del sitio, no perdonaban ni a viejos, ni a mujeres, ni a niños. Baste decir que de cuarenta mil personas se salvaron apenas ochocientas, que al primer ruido del asalto, echando a huir, se refugiaron en el campo de Vercingetórige: el cual, sintiéndolos venir ya muy entrada la noche, y temiendo algún alboroto por la concurrencia de ellos y la compasión de su gente, los acogió con disimulo, disponiendo les saliesen lejos al camino personas de su confianza y los principales de cada nación, y separándolos allí unos de otros, llevasen a cada cual a los suyos para que los alojasen en los cuarteles correspondientes, según la división hecha desde el principio.
XXIX. Al día siguiente, convocando a todos, los consoló y amonestó «que no se amilanasen ni apesadumbrasen demasiado por aquel infortunio; que no vencieron los romanos por valor ni por armas, sino con cierto ardid y pericia en el modo de asaltar una plaza, de que no tenían práctica; yerran los que se figuran que todos los sucesos de la guerra les han de ser favorables; que él nunca fue de dictamen que se conservase Avarico, de que ellos mismos le podían ser testigos; la imprudencia de los berrienses y la condescendencia mal entendida de los demás ocasionaron este daño; bien que presto lo resarciría él con ventajas, pues con su diligencia uniría las demás provincias de la Galia disidente hasta ahora, formando de todas una Liga general, que sería incontrastable al orbe todo, y ya la tenía casi concluida. Entretanto era razón que por amor de la común libertad no se negasen a fortificar el campo para más fácilmente resistir a los asaltos repentinos del enemigo».
XXX. No fue mal recibido por los galos este discurso, mayormente viendo que después de una tan grande derrota no había caído de ánimo, ni escondídose, ni avergonzándose de parecer en público; demás que concebían que a todos se aventajaba en providenciar y prevenir las cosas, pues ante el peligro había sido de parecer que se quemase Avarico, y después que se abandonase. Así que, al revés de otros generales a quien los casos adversos disminuyen el crédito, el de éste se aumentaba más cada día después de aquel mal suceso, y aun por sola su palabra esperaban atraer a los demás Estados de la Galia. Ésta fue la primera vez que los galos barrearon el ejército, y quedaron tan consternados, que siendo como son enemigos del trabajo, estaban determinados a sufrir cuanto se les ordenase.
XXXI. No menos cuidaba Vercingetórige de cumplir la promesa de coligar consigo las demás naciones, ganando a sus jefes con dádivas y ofertas. A este fin valíase de sujetos abonados, que con palabras halagüeñas o muestras de amistad fuesen los más diestros en granjearse las voluntades. A los de Avarico refugiados a su campo proveyó de armas y vestidos. Para completar los regimientos desfalcados, pide a cada ciudad cierto número de soldados, declarando cuántos y en qué día se los deben presentar en los reales. Manda también buscar todos los ballesteros, que había muchísimos en la Galia, y enviárselos. Con tales disposiciones en breve queda restaurado lo perdido en Avarico. A este tiempo Teutomato, hijo de Olovicon, rey de nitióbriges, cuyo padre mereció de nuestro Senado el renombre de amigo, con un grueso cuerpo de caballería suya y de Aquitania se juntó con Vercingetórige.