II. Ponderadas estas cosas, salen a la empresa los chartreses prometiendo exponerse a cualquier peligro por el bien común, y dar principio a la guerra; y por cuanto era posible en el día recibir y darse rehenes, por no propalar el secreto, piden pleito homenaje sobre las banderas (ceremonia para ellos la más sacrosanta) que no serán desamparados de los demás, una vez comenzada la guerra. Con efecto, entre los aplausos de los chartreses, prestando juramento todos los circunstantes y señalado el día del rompimiento, se despide la junta.
III. Llegado el plazo, los de Chartres, acaudillados de Cotuato y Conetoduno, dos hombres desaforados, hecha la señal, van corriendo a Genabo, y matan a los ciudadanos romanos que allí residían por causa del comercio, y entre ellos el noble caballero Cayo Fusio Cota, que por mandato de César cuidaba de las provisiones, y roban sus haciendas. Al instante corre la voz por todos los Estados de la Galia, porque siempre que sucede alguna cosa ruidosa y muy notable la pregonan por los campos y caminos. Los primeros que oyen pasan a otros la noticia, y éstos de mano en mano la van comunicando a los inmediatos, como entonces acaeció; que lo ejecutado en Genabo al rayar el Sol, antes de tres horas de noche se supo en la frontera de los alvernos a distancia de ciento setenta millas.
IV. De la misma suerte aquí Vercingetórige (joven muy poderoso, cuyo padre fue Celtilo el mayor príncipe de toda la Galia, y al fin muerto por sus nacionales por querer hacerse rey), convocando sus apasionados, los amotinó fácilmente. Mas sabido su intento, ármanse contra él, y es echado de Gergovia
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por Gobanición su tío y los demás señores que desaprobaban este atentado. No se acobarda por eso, antes corre los campos enganchando a los desvalidos y facinerosos. Junta esta gavilla, induce a su partido a cuantos encuentra de los ciudadanos. Exhórtalos a tomar las armas en defensa de la libertad; con que abanderizada mucha gente, echa de la ciudad a sus contrarios, que poco antes le habían a él echado de ella. Proclámase rey de los suyos; despacha embajadas a todas partes conjurando a todos a ser leales. En breve hace su bando a los de Sens, de París, el Poitú, Cuera, Turena, a los aulercos limosines, a los de Anjou y demás habitantes de las costas del Océano. Todos a una voz le nombran generalísimo. Valiéndose de esta potestad absoluta, exige rehenes de todas estas naciones, y manda que le acudan luego con cierto número de soldados. A cada una de las provincias determina la cantidad de armas y el tiempo preciso de fabricarlas. Sobre todo cuida de proveerse de caballos. Junta en su gobierno un sumo celo con una severidad suma. A fuerza de castigos se hace obedecer de los que andaban perplejos. Por delitos graves son condenados al fuego y a todo género de tormentos; por faltas ligeras, cortadas las orejas o sacado un ojo, los remite a sus casas para poner escarmiento y temor a los demás con el rigor del castigo.
V. Con el miedo de semejantes suplicios, formado en breve un grueso ejército, destaca con parte de él a Lucterio de Cuerci, hombre sumamente arrojado, al país de Ruerga, y él marcha al de Berri. Los bierrienses, sabiendo su venida, envían a pedir socorro a los eduos, sus protectores, para poder más fácilmente resistir al enemigo. Los eduos, de acuerdo con los legados, a quienes César tenía encomendado el ejército, les envían de socorro algunos regimientos de a pie y de a caballo; los cuales ya que llegaron al río Loire, que divide a los berrienses de los eduos, detenidos a la orilla algunos días sin atreverse a pasarlo, dan a casa la vuelta, y por excusa a nuestros legados el temor que tuvieron de la traición de los berrienses, que supieron estar conjurados con los alvernos para cogerlos en medio caso que pasasen el río. Si lo hicieron por el motivo que alegaron a los legados, y no por su propia deslealtad, no me parece asegurarlo, porque de cierto no me consta. Los berrienses, al punto que se retiraron los eduos, se unieron con los alvernos.
VI. César, informado en Italia de estas novedades, viendo que las cosas de Roma por la buena maña de Cneo Pompeyo habían tomado mejor semblante, se puso en camino para la Galia Transalpina. Llegado allá, se vio muy embarazado para disponer el modo de hacer su viaje al ejército. Porque si mandaba venir las legiones a la Provenza, consideraba que se tendrían que abrir el camino espada en mano en su ausencia; si él iba solo al ejército, veía no ser cordura el fiar su vida a los que de presente parecían estar en paz.
VII. Entre tanto Lucterio el de Cuerci, enviado a los rodenses, los trae al partido de los alvernos. De aquí, pasando a los nitióbriges y gábalos,
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de ambas naciones saca rehenes; y reforzadas sus tropas, se dispone a romper por la Provenza del lado de Narbona, de cuyo designio avisado César, juzgó ser lo más acertado de todo el ir derecho a Narbona. Entrado en ella, los serena; pone guarniciones en los rodenses pertenecientes a la Provenza
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en los volcas arecómicos,
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en los tolosanos, y en los contornos de Narbona, vecinos al enemigo. Parte de las milicias provinciales y las reclutas venidas de Italia manda pasar a los helvios, confinantes con los alvernos.
VIII. Dadas estas disposiciones, reprimido ya y vuelto atrás Lucterio por considerar arriesgada la irrupción de los presidios, César dirige su marcha a los helvios. Y no obstante que la montaña Cebena, que separa los alvernos de los helvios, cubierta de altísima nieve por ser entonces lo más riguroso del invierno, le atajaba el paso, sin embargo, abriéndose camino por seis pies de nieve con grandísima fatiga de los soldados, penetra en los confines de los alvernos. Cogidos éstos de sorpresa, porque se creían defendidos del monte como de un muro impenetrable, y en estancia tal que ni aun para un hombre solo jamás hubiera senda descubierta, da orden a la caballería de correr aquellos campos a rienda suelta, llenando de terror a los enemigos. Vuela la fama de esta novedad por repetidos correos hasta Vercingetórige, y todos los alvernios lo rodean espantados y suplican: «mire por sus cosas; que no permita sean destrozados de los enemigos viendo convertida contra sí toda la guerra». Rendido en fin a sus amonestaciones, levanta el campo de Berri encaminándose a los alvernios.
IX. Pero César, a dos días de estancia en estos lugares, como quien tenía previsto lo que había de hacer Vercingetórige con motivo de reclutar nuevas tropas y caballos, se ausenta del ejército, y entrega el mando al joven Bruto, con encargo de emplear la caballería en correrías por todo el país; que él haría lo posible para volver dentro de tres días. Ordenadas así las cosas, corriendo a todo correr, entra en Viena cuando menos le aguardaban los suyos. Encontrándose aquí con la nueva caballería dirigida mucho antes a esta ciudad, sin parar día y noche por los confines de los eduos, marcha a los de langres donde invernaban las legiones, para prevenir con la presteza cualquiera trama, si también los eduos por amor de su libertad intentasen urdirla. Llegado allá, despacha sus órdenes a las demás legiones, y las junta todas en un sitio antes que los alvernos pudiesen tener noticia de su llegada. Luego que la entendió Vercingetórige, vuelve de contramarcha con su ejército a Berri; de donde pasó a sitiar a Gergovia, población de los hoyos, que se la concedió César con dependencia de los eduos, cuando los venció en la guerra helvética.
X. Este sitio daba mucho que pensar a César, porque si mantenía en cuarteles las legiones el tiempo que faltaba del invierno, temía no se rebelase la Galia toda por la rendición de los tributarios de los eduos, visto que los amigos no hallaban en él ningún amparo; si las sacaba de los cuarteles antes de sazón, exponíase a carecer de víveres por lo penoso de su conducción. En todo caso le pareció menos mal sufrir antes todas las incomodidades, que con permitir tan grande afrenta enajenar las voluntades de todos sus aliados. En conformidad de esto, exhortando a los eduos a cuidar del acarreo de vituallas, anticipa a los boyos aviso de su venida alentándolos a mantenerse fieles y resistir vigorosamente al asalto de los enemigos. Dejadas, pues, en Agendico
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dos legiones en los equipajes de todo el ejército, toma el camino de los boyos.
XI. Al día siguiente llegado a Velaunoduno, castillo de los senones, determinó sitiarlo, por no dejar a las espaldas enemigo que impídese las remesas de bastimentos. A los dos días le tenía circunvalado; al tercero, saliendo de la plaza comisarios a tratar de la entrega, les mandó rendir las armas, sacar fuera las cabalgaduras y dar seiscientos rehenes. Encomienda la ejecución de esto a Cayo Trebonio su legado; él, por no perder un punto de tiempo, mueve contra Genabo, ciudad de los chartreses; los cuales acabando entonces de oír el cerco de Velaunoduno, y creyendo que iría muy despacio, andaban haciendo gente para meterla de guarnición en Genabo, adonde llegó César en dos días, y plantando enfrente sus reales, por ser ya tarde, difiere para el otro día el ataque, haciendo que los soldados preparen lo necesario; y por cuanto el puente del río Loire estaba contiguo al muro, recelándose que a favor de la noche no huyesen los sitiados, ordena que dos legiones velen sobre las armas. Los genabeses, hacia la medianoche, saliendo de la ciudad con silencio, empezaron a pasar el río; de lo cual avisado César por las escuchas, quemadas las puertas, mete dentro las legiones, que por orden suya estaban alerta, y se apodera del castillo, quedando muy pocos de los enemigos que no fuesen presos, porque la estrechura del puente y de las sendas embarazaba a tanta gente la huida. Saquea la ciudad y la quema; da los despojos a los soldados, pasa con ellos el Loire y entra en el país de Berri.
XII. Cuando Vercingetórige supo la venida de César, levanta el cerco y le sale al encuentro. César había pensado asaltar a Neuvy, fortaleza de los berrienses, situada en el camino. Pero vinieron a ella diputados a suplicarle «les hiciese merced del perdón y de la vida»; por acabar lo que restaba con la presteza que tanto le había valido en todas sus empresas, les manda entregar las armas, presentar los caballos, dar rehenes. Entregada ya de éstos una parte, y estándose entendiendo en lo demás, y los centuriones con algunos soldados dentro para el reconocimiento de las armas y bestias, se dejó ver a lo lejos la caballería enemiga que venía delante del ejército de Vercingetórige. Al punto que la divisaron los sitiados, con la esperanza del socorro alzan el grito, toman las armas, cierran las puertas, y cubren a porfía la muralla. Los centuriones que estaban dentro, conociendo por la bulla de los galos que maquinaban alguna novedad, desenvainadas las espadas tomaron las puertas, y se pusieron en salvo con todos los suyos.
XIII. César destaca su caballería, que se traba con la enemiga; yendo ya los suyos de vencida, los refuerza con cuatrocientos caballos germanos, que desde el principio solía tener consigo. Los galos no pudieron aguantar su furia, y puestos en huida, con pérdida de muchos se retiraron al ejército. Ahuyentados éstos, atemorizados de nuevo los sitiados, condujeron presos a César a los que creían haber alborotado la plebe, y se rindieron. Acabadas estas cosas, púsose César en marcha contra la ciudad de Avarico, la más populosa y bien fortificada en el distrito de Berri, y de muy fértil campiña, con la confianza de que, conquistada ésta, fácilmente se haría dueño de todo aquel Estado.
XIV. Vercingetórige, escarmentado con tantos continuados golpes recibidos en Velaunoduno, Genabo, Neuvy, llama los suyos a consejo; propóneles «ser preciso mudar totalmente de plan de operaciones; que se deben poner todas las miras en quitar a los romanos forrajes y bastimentos. Ser esto fácil por la copia de caballos que tienen y por la estación, en que no está para segarse la hierba; que forzosamente habían de esparcirse por los cortijos en busca de forraje, y todos estos diariamente podían ser degollados por la caballería. Añade que por conservar la vida debían menospreciarse las haciendas y comodidades, resolviéndose a quemar las aldeas y caserías que hay a la redonda de Boya hasta donde parezca poder extenderse los enemigos a forrajear; que por lo que a ellos toca, todo les sobraba, pues serían abastecidos de los paisanos en cuyo territorio se hacía la guerra. Los romanos o no podrían tolerar la carestía, o con gran riesgo se alejarían de sus tiendas; que lo mismo era matarlos que privarles del bagaje, sin el cual no se puede hacer la guerra; que asimismo convenía quemar los lugares que no estuviesen seguros de toda invasión por naturaleza o arte, porque no sirviesen de guarida a los suyos para substraerse de la milicia, ni a los romanos surtiesen de provisiones y despojos. Si esto les parece duro y doloroso, mucho más debía parecerles el cautiverio de sus hijos y mujeres, y su propia muerte, consecuencias necesarias del mal suceso en las guerras».
XV. Aplaudiendo todos este consejo, en un solo día ponen fuego a más de veinte ciudades en el distrito de Berri. Otro tanto hacen en los demás. No se ven sino incendios por todas partes; y aunque les causaba eso gran pena, sin embargo se consolaban con que, teniendo casi por cierta la victoria, muy en breve recobrarían lo perdido. Viniendo a tratar en la junta si convendría quemar o defender la plaza de Avarico, échanse los berrienses a los pies de todos los galos, suplicando que no los fuercen a quemar con sus manos propias aquella ciudad, la más hermosa de casi toda la Galia, baluarte y ornamento de su nación; dicen ser fácil la defensa por naturaleza del sitio, estando, como está, cercada casi por todos lados del río y de una laguna, con sólo una entrada y esa muy angosta. Otórgase la petición, oponiéndose al principio Vercingetórige, y al cabo condescendió movido de sus ruegos y de lástima del populacho. Guarnécenla con tropa valiente y escogida.
XVI. Vercingetórige, a paso lento, va siguiendo las huellas de César, y se acampa en un lugar defendido de lagunas y bosques, a quince millas de Avarico.
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Aquí le informaban sus espías puntualmente y a todas horas de lo que se hacía en Avarico, y daba las órdenes correspondientes. Acechaba todas nuestras salidas al forraje, y en viendo algunos desbandados que por necesidad se alejaban, arremetía y causábales gran molestia, en medio de que los nuestros procuraban cautelarse todo lo posible, variando las horas y las veredas.
XVII. César, asentado sus reales enfrente de aquella parte de la plaza que, por no estar cogida del río y de la laguna, tenía, según se ha dicho, una subida estrecha, empezó a formar el terraplén, armar las baterías y levantar dos bastidas, porque la situación impedía el acordonarla. Instaba continuamente a los boyos y a los eduos sobre las provisiones; pero bien poco le ayudaban: éstos, porque no hacían diligencia alguna; aquéllos, porque no podían mucho, siendo como eran poca gente y sin medios, con que presto consumieron los romanos lo que tenían. Reducido el ejército a suma escasez de víveres por la poquedad de los boyos, negligencia de los eduos, incendios de las granjas, en tanto grado que por varios días carecieron de pan los soldados, y para no morir de hambre tuvieron que traer de muy lejos carnes para alimentarse; con todo no se les escapó ni una palabra menos digna de la majestad del Pueblo Romano y de las pasadas victorias. Antes bien, hablando César a las legiones en medio de sus fatigas, y ofreciéndose a levantar el cerco si les parecía intolerable aquel trabajo, todos a una voz le conjuraban que no lo hiciese; que pues tantos años habían militado bajo su conducta sin la menor mengua, no dejando jamás por acabar empresa comenzada, desistir ahora del asedio emprendido sería para ellos la mayor ignominia; que mejor era sufrir todas las miserias del mundo, que dejar de vengar la muerte alevosa que dieron los galos a los ciudadanos romanos en Genabo. Estas mismas razones daban a los centuriones y tribunos, para que se las expusiesen a César.