De los informes arriba mencionados se desprende que se trata de un típico miembro de la familia de los anfibios urodelos, a la que, como es de todos conocido, pertenece el grupo de las verdaderas salamandras
(Salamándridos)
, que abarca el grupo de los tritones y gallipatos y todos los anfibios pisciformes
(ictioideos)
, incluidos los batracios branquíferos y la salamandra gigante. La salamandra descubierta en la isla de Tongarewa parece ser el pariente más cercano de la salamandra anfibia y, por muchos otros detalles, entre ellos su tamaño, recuerda a la salamandra gigante japonesa
(Criptobranchus japonicus)
y a la americana llamada «diablo del barro», distinguiéndose de ellas por tener los sentidos más desarrollados y las extremidades más fuertes, lo que le permite moverse con bastante habilidad en el agua y en tierra.
(Siguen informes detallados sobre anatomía comparada)
.
Cuando estudiamos los esqueletos de los animales que habíamos matado, descubrimos algo muy interesante, y es que el esqueleto de estas salamandras coincide exactamente con las huellas fósiles del esqueleto de salamandra encontrado en una losa de ónice por el Dr. JOHANNES JAKUB SCHEUCHZER, y que describió en sus escritos, publicados en 1726, como
«Homo diluvii testis»
.
A los lectores menos expertos les recordaremos que el citado Dr. SCHEUCHZER consideraba dicho fósil como los restos del hombre antediluviano. «Según la figura que adjunto» —escribía— «presentada al mundo erudito en un magnífico grabado en madera, se puede comprobar, sin lugar a dudas, que se trata del retrato del hombre que fue testigo del diluvio universal. No hay ni una sola línea a la que una imaginación exuberante tuviese que buscarle parecido con el hombre, sino, por el contrario, existe una completa armonía con las diferentes partes del esqueleto humano, al mismo tiempo que una simetría perfecta. La fotografía del hombre fósil, presentada en las primeras páginas, es un monumento a la humanidad extinguida, más antiguo que todos los túmulos romanos y griegos, y hasta egipcios, y de todo el Oriente en general.» Más tarde CUVIER reconoció en las huellas fósiles del ónice el esqueleto de una salamandra fosilizada, a la que se llamó Andrias Scheuchzeri Tschudi, y que fue considerada de una especie desaparecida hacía ya mucho tiempo. Por medio de una comparación osteológica conseguimos identificar nuestra salamandra con el antiguo y presunto desaparecido Andrias Scheuchzeri. El misterioso lagarto prehistórico, como se le llama en los periódicos, no es otra cosa que la salamandra fósil Andrias Scheuchzeri o, si es necesario aplicarle un nombre nuevo, Criptobran-chur Tinckeri, o sea, la salamandra gigante de Polinesia.
…Continúa siendo un misterio por qué esta salamandra tan interesante escapó a la atención de la ciencia a pesar de que, por lo menos en las islas Rakahanga y Tongarewa, del archipiélago de Manihiki, aparecen en gran número. Ni siquiera fueron nombradas por RANDOLPH y MONTGOMERY en su libro
Dos años en el archipiélago Manihiki
(1885). Los nativos de esos lugares aseguran que estos animales —a los que consideran venenosos— empezaron a aparecer hace solamente unos siete u ocho años. Cuentan que los «diablos marinos» saben hablar (!) y construyen, en los golfos donde viven, toda una serie de defensas y diques al estilo de ciudades submarinas. Dicen que en los golfos en que habitan el agua está todo el año en calma, como la de un estanque, y que edifican bajo el agua metros de pasadizos en los que viven durante el día. Por la noche salen a robar a los campos patatas, batatas y otros tubérculos, llevándose, al mismo tiempo, las azadas, picos y otras herramientas de los campesinos. La gente no los quiere y hasta les teme, por lo que, en muchos casos, han preferido abandonar el lugar y trasladarse a otros parajes. Seguramente se trata tan sólo de leyendas primitivas, habiendo sido exaltada, quizá, la imaginación de los nativos por el aspecto repugnante de estas grandes salamandras, que caminan como seres humanos.
También hay que citar con reserva las noticias de los viajeros y exploradores, según los cuales dichas salamandras aparecen también en otras islas además de en las Manihiki. Por el contrario, no cabe la menor duda de que las huellas de las patas posteriores, aparecidas recientemente en una playa de la isla de Tongatabu, según publicó el Capitán CROISSET en
La Nature
, son huellas de Andrias Scheuchzeri. Este descubrimiento es especialmente importante, porque enlaza los hallazgos en las islas Manihiki con la región australiana y neozelandesa, que guarda tantos residuos de la evolución de la fauna prehistórica. Recordemos, principalmente, el lagarto antediluviano Tuataru que, aún hoy, vive en la isla de Stephen. En estas islitas aisladas, poco habitadas por lo general y alejadas de la civilización, es posible que se hayan conservado ejemplares de este tipo de fauna, desaparecida en otros lugares. Al lagarto fosilizado Hatterrii hay que añadir ahora, gracias al señor J. S. TINCKER, la salamandra antediluviana. El buen Dr. JOHANNES JA-KUB SCHEUCHZER hubiera podido ver ahora la resurrección de su hombre de ónice…
Este boletín tan instructivo hubiera bastado, seguramente, para aclarar científicamente la cuestión de los misteriosos monstruos marinos, que tantas discusiones habían suscitado. Por desgracia, se publicó al mismo tiempo el informe de un experto holandés llamado Van Hogenhouck, que clasificó esta salamandra gigante en el grupo de verdaderas salamandras o tritones, bajo el nombre de
Megatriton moluccanus
, e indicó su multiplicación en las islas holandesas del Sudán, Dzillo, Mo-rotai y Ceram. También influyó la opinión del científico francés Dr. Mignard, que las clasificó como salamandras típicas, dándoles como lugar de origen las islas francesas de Takaros, Rangiroa y Raroira y nombrándolas, sencillamente,
Cripto-branquios salamandroides
. Todavía citaremos el informe de W. Spence, que reconoció en ellas una nueva especie de pelágidos naturales de las islas Gilbert, y que estaba dispuesto a obtener un nuevo ser científico bajo el nombre:
Pelagotriton Spence
. El señor Spence consiguió transportar un ejemplar vivo hasta el Parque Zoológico de Londres, donde fue objeto de nuevas investigaciones bajo los nombres de
Pelagobatracio Hooker, Salamandrops maritimus, Abranchus giganteas, Amphiuma gigas
y muchos otros. Muchos expertos aseguraban que el
Pelagotriton Spence
era igual que el
Criptobranquios Tinckeri
, y que la salamandra de Mignard no era otra que Andrias Scheuch-zeri. Hubo muchas discusiones sobre prioridad y otras cuestiones puramente científicas, y finalmente ocurrió que la Historia Natural de cada país tuvo su propia salamandra, criticando cruelmente las salamandras de los otros países. Por eso, en este importante problema de las salamandras, no se logró nunca una clara explicación científica.
Andrew Scheuchzer
Ocurrió un jueves, cuando el Parque Zoológico de Londres estaba cerrado al público. El señor Thomas Gregs, guarda del pabellón de los reptiles, limpiaba los estanques y terrenos de sus protegidos. Estaba solo en el departamento de las salamandras, con la salamandra gigante japonesa, el
Helbendr
americano, Andrias Scheuchzeri y toda una serie de pequeños lagartos, salamanquesas, ajolotes, etc. El señor Gregs se esmeraba con el trapo y la escoba, silbando
Annie Laurie
, cuando de pronto una voz cavernosa dijo a su espalda:
—Mira, mamá.
El señor Gregs se volvió y no vio a nadie. Solamente el «diablo del barro» americano masticaba y aquella salamandra negruzca y grande, Andrias Scheuchzeri, estaba apoyada con las patas delanteras en el borde del estanque y retorcía el torso.
—Lo habré soñado… —pensó el señor Gregs, y siguió barriendo el suelo hasta dejarlo reluciente.
—Mira, una salamandra —oyó de nuevo a su espalda.
El señor Gregs se volvió rápidamente. Aquella salamandra negra, aquel Andrias Scheuchzeri, le miraba haciéndole guiños con los párpados inferiores.
—¡Uy! ¡qué feo es! —dijo de pronto la salamandra—. Vámonos de aquí, querido.
El señor Gregs se quedó con la boca abierta.
—¿Qué?
—¿No muerde? —pareció graznar la salamandra.
—¿Tú… tú sabes hablar? —dijo admirado el señor Gregs.
La salamandra retorció su cuerpo.
—Me da miedo, mamá —exclamó la salamandra—. ¿Qué comerá?
—Di «buenos días» —dijo admirado el señor Gregs.
La salamandra se retorció como si le diese vergüenza.
—Buenos días —pronunció en una especie de ladrido—. Buenos días, buenos días. ¿Puede darme un pastel?
El señor Gregs buscó confuso en su bolsillo y sacó un pedazo de galleta.
—Toma —dijo.
La salamandra tomó la galleta con su pata y empezó a comérsela.
—Mira, una salamandra —dijo contenta—. Papá, ¿por qué es tan negra?
De pronto se zambulló en el agua y sacó la cabeza.
—¿Por qué está en el agua?, ¿por qué? ¡Uy, qué fea es!
El señor Gregs se rascaba la nuca sorprendido. «¡Aja!», pensó, «la salamandra repite lo que oye decir a la gente.»
—Di «Gregs» —probó.
—Di Gregs —repitió la salamandra.
—Señor Thomas Gregs.
—Señor Thomas Gregs.
—Buenos días, señor.
—Buenos días, señor. Buenos días, señor. Buenos días, señor —parecía que la salamandra no podía saciar su ansia de hablar, pero el señor Gregs no sabía ya qué decirle. El señor Gregs no era hombre de muchas palabras.
—Bueno, cierra ya el hocico —dijo—. Cuando acabe el trabajo te enseñaré a hablar si quieres.
—Bueno, cierra ya el hocico —gruñó la salamandra—. Cuando acabe el trabajo te enseñaré a hablar. Buenos días, señor.
Pero la dirección del Zoo no veía con buenos ojos que los guardias enseñasen cosas a sus pupilos. Si hubiese sido a los elefantes, bien, pero los otros animales estaban allí para servir de enseñanza y no para hacer exhibiciones circenses. Por ello, el señor Gregs, cuando el Parque Zoológico quedaba desierto, entraba en el pabellón de las salamandras y pasaba allí horas y horas, más o menos en secreto. Como era viudo, a nadie le extrañaba su aislamiento, ¡allá cada uno con sus gustos y rarezas! Además, el pabellón de las salamandras era de los menos visitados. El cocodrilo, por ejemplo, gozaba de más popularidad, pero Andrias Scheuchzeri pasaba días y más días en una soledad completa.
Una vez, cuando oscurecía y se cerraban ya los pabellones, paseaba el director del Zoo, Sir Charles Wiggan, por algunas de las secciones, para cerciorarse de que todo estaba en orden. Al pasar por el pabellón de las salamandras se oyó un chapoteo en una de las piscinas y una voz cavernosa dijo:
—Buenas noches, señor.
—Buenas noches —respondió el director sorprendido—. ¿Quién está ahí?
—Perdone, señor —dijo la voz cavernosa—, yo no soy el señor Gregs.
—¿Quién está ahí? —repitió el director.
—Andy, Andrew Scheuchzer.
Sir Charles se acercó más al estanque. En él había, solamente, una salamandra de pie e inmóvil.
—¿Quién habla ahí?
—Andy, señor —dijo la salamandra—. ¿Quién es usted?
—Wiggan —dijo maravillado Sir Charles.
—Mucho gusto —respondió Andrias respetuosamente—. ¿Cómo está usted?
—¡Al diablo! —gritó Sir Charles—. ¡Gregs! ¡Eh, Gregs!
La salamandra dio media vuelta y se escondió rápidamente en el agua.
En la puerta apareció el señor Gregs, jadeando e inquieto.
—¿Desea usted, señor?
—Gregs, ¿qué significa esto? —explotó Sir Charles.
—¿Ha ocurrido algo, señor? —tartajeó el señor Gregs inseguro.
—¡Este animal habla!
—Perdone, señor —dijo el señor Gregs confuso—. Eso no debe hacerse, Andy. Ya te he dicho mil veces que no debes molestar a la gente con tu conversación. Perdone usted, Sir Charles, no se volverá a repetir.
—¿Usted ha enseñado a hablar a esa salamandra?
—Ella empezó primero —trató de disculparse el señor Gregs.
—Espero que esto no volverá a repetirse, Gregs —dijo severamente Sir Charles—. De ahora en adelante, tendré mucho cuidado con usted, señor Gregs.
Algún tiempo después de este acontecimiento, estaba el director Sir Charles en animada conversación con el profesor Petrov sobre la, así llamada, inteligencia de los irracionales, los reflejos condicionados y la tendencia de la gente a exagerar el conocimiento de los animales. El profesor Petrov manifestó sus dudas sobre los caballos de Elberfelds que, según se decía, sabían no solamente contar, sino también extraer las raíces y elevar al cuadrado y al cubo. «Si eso no lo sabe ni un hombre con una cultura normal», pensaba el distinguido profesor. Sir Charles recordó a la salamandra habladora de Gregs.
—Yo tengo aquí una salamandra —comenzó indeciso—, la conocida Andrias Scheuchzeri, y ¿sabe usted que ha aprendido a hablar como un loro?
—¡Imposible! —dijo el erudito.
Y después de un momento, añadió—: Las salamandras tienen la lengua pegada.
—Venga usted a verla —dijo Sir Charles—. Hoy es día de limpieza, así que no habrá tanta gente.
Y fueron.
A la entrada del pabellón de las salamandras Sir Charles se detuvo. Dentro se oía el roce de la escoba contra el suelo y una voz monótona que silabeaba algo.
—Espere —cuchicheó Sir Charles Wiggan.
—
¿Hay gente en Marte?
—silabeaba la voz monótona.