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Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de los mercaderes (25 page)

BOOK: La guerra de los mercaderes
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Abrió la boca dos veces y por dos veces la cerró sin articular palabra. No era necesario. Lo primero que habría dicho es que podía ir yo solo, cosa que yo ya sabía. Lo segundo, estaba seguro, es que tal vez era ya un poco tarde para que la ayuda de Consumidores Anónimos me sirviera de algo y que posiblemente fuese más acertado ingresar en un hospital. Lo tercero pasó el filtro de la censura y respondió:

—Pues no sé qué decirte, Tenny. El grupo se ha desmembrado bastante. Ahora, como resultado de unas campañas bien organizadas, priva más la sustitución que la abstinencia. —Mantuve la boca cerrada y la cara vacía de expresión—. De todos modos —añadió con optimismo—, ¿para qué diablos son los amigos? ¡Claro que te voy a acompañar!

Y esta vez insistió en tomar un taxi-triciclo y pagar él el desplazamiento.

La verdad es que no esperaba tanta amabilidad por parte de Nelson Rockwell. Todo lo que quería de él era un pequeño favor, tan insignificante que ni él mismo tuviese conciencia de habérmelo hecho. Delicadeza, tacto, generosidad eran más de lo que yo esperaba y ciertamente mucho más de lo que yo quería aceptar, porque accediendo a tal trato contraía una deuda que no deseaba tener que pagar.

De modo que recibí sus muestras de delicadeza como un muro inexpresivo: sonriente y cordial, eso sí, pero reservado y levemente altanero, rechacé su generosidad. No, muchas gracias, no me hacían falta veinte dólares mientras trataba de resolver mi problema; no, de verdad, acababa de cenar, no merecía la pena entrar a tomar una hamburguesa de soja. Atajé cortés pero firme todas sus propuestas y lo máximo que le concedí fue una serie de triviales comentarios sobre el patente deterioro de los barrios que atravesábamos, sobre la cojera de la muchacha que conducía el taxi, evidente al pedalear cuesta arriba por una colina no excesivamente empinada (preguntándome para mis adentros si no se vería obligada a dejar su trabajo y a quién habría de dirigirme para solicitar la vacante).

La iglesia aparecía tan lóbrega como antes y la congregación mucho menos numerosa; evidentemente mi pequeña idea había reducido notablemente el número de adeptos. Pero la suerte no me había abandonado por entero. La única persona a quien me interesaba ver se hallaba donde yo esperaba. Tras diez minutos de exhortaciones desde el pulpito y fervientes propósitos de abstinencia por parte de los fieles, me excusé, desaparecí unos instantes y al regresar disponía de lo que ambicionaba.

A partir de aquel momento mi único deseo fue marcharme. No podía hacerlo, sin embargo. No había querido contraer una deuda de gratitud con Nelson Rockwell, pero hay cosas que la más elemental cortesía no permite.

Tuve, pues, que quedarme junto a él aguantando el tedioso servicio hasta el final y al terminar hasta accedí a la invitación de las hamburguesas de soja. Creo que ello constituyó un error porque le animó a ofrecerme de nuevo su ayuda.

—No, sinceramente Nels, no quiero que me prestes dinero —le dije y algo me obligó a añadir—: Sobre todo porqué no sé cuándo podría devolvértelo.

—Sí —replicó serio, lamiéndose el jugo de la hamburguesa de los dedos—, actualmente es difícil encontrar un buen empleo.

Me alcé de hombros, como dando a entender que mi problema consistía en decidir cuál de mis muchas ofertas aceptar. En realidad sólo había tenido una: asistente sanitario en una institución mental penitenciaria que custodiaba a los reos de conducta antisocial, oferta que no había tenido dificultad en rechazar porque a nadie le apetece limpiarle el culo a un majara de cuarenta años condenado a quemado de cerebro por incumplimiento de contrato.

—Escucha —me dijo—, quizá podría hacerte entrar en la fábrica de ojetes y arandelas. Claro, el sueldo no será muy bueno para un individuo de tu preparación...

Sonreí condescendiente. El me miró un tanto cohibido.

—Tendrás perspectivas de entrar en alguna agencia, ¿verdad Tenny? Aquella novia tuya, según tengo entendido, es propietaria de una, ¿no? y ahora que has ingresado en Consumidores Anónimos y vas a resolver tu problema, supongo que pronto volverás a estar en las alturas.

—Desde luego —contesté viéndole engullir la última migaja de hamburguesa con un sorbo de Boncafé—, pero de momento, ¿cuánto pagan exactamente en la fábrica?

Y así, cuando regresaba en metro a Bensonhurst, llevaba conmigo la promesa de un trabajo. No era un buen trabajo, ni siquiera pasable. Pero era el único que tenía a la vista.

A la luz mortecina del parpadeante alumbrado de los túneles, saqué del bolsillo la plana caja de plástico que acababa de comprarle al individuo con cara de comadreja que se plantaba a la entrada de la iglesia. Notaba el viento alborotarme el cabello y la abrí con suma precaución. El contenido valía demasiado para que se me lo llevara una ráfaga.

Pensé que con aquello tenía el problema resuelto. Al menos de momento.

Contemplé mucho rato la cuadrada pastillita verde. Decían que a los seis meses perdía uno la chaveta y que al año moría.

Realicé una profunda inspiración y me la tragué.

No sé qué efecto esperaba. Un cierto ímpetu, una sensación de liberación, tal vez de bienestar.

Sentí muy poca cosa. La mejor manera de describirla es compararla a los efectos de una inyección de novocaína en todo el cuerpo, luego un ligero cosquilleo y después una ausencia total de sensaciones. Aunque hacía ya tres horas desde que bebiera mi última Moka-Koka, no deseaba otra.

Pero, qué gris se veía el mundo.

—Aquí fabricamos ojetes y arandelas a bajo coste —dijo el señor Semmelweiss—, lo cual quiere decir que aquí no se desperdicia nada. También quiere decir que aquí no hay sitio para mendigos ni borrachos; la industria es importante y hay demasiado en juego —añadió examinando con manifiesto desagrado mi historial. Desde donde yo estaba no veía la pantalla pero sabía perfectamente lo que aparecía en ella—. Por otra parte —agregó condescendiente—, Rockwell es uno de mis mejores empleados y si él asegura que es usted persona de fiar...

Obtuve el empleo. Por ese motivo y por otros dos más. El primero era que el sueldo era infame. Desde el punto de vista financiero, mejor me hubieran ido las cosas en el sanatorio, si bien es verdad que aquí, en la fábrica, no arriesgaba las puntas de los dedos dando de comer a los pacientes. El segundo era que a Semmelweiss le fascinaba explicar a las visitas que entre sus empleados había un publicitario. Estaba yo transportando cajones llenos de piezas y colocando los vacíos en su sitio y le veía en su garita de vidrio señalándome con el dedo y riéndose. Y las visitas, clientes, accionistas o lo que fuesen sonriendo incrédulos al oír sus afirmaciones.

Me importaba un bledo.

No, no es cierto, me importaba, y mucho. Pero no tanto como conservar a toda costa el trabajo, cualquier tipo de trabajo, hasta hallar modo de recuperar mi antigua profesión y categoría social. Quizás las pastillitas verdes fuesen el primer paso. Sólo quizás. La verdad, y eso al menos había que reconocerlo, es que ya no tomaba Moka-Kokas. De todos modos, no podía decirse mucho más. No aumentaba de peso ni lograba librarme de aquella continua tensión que me erizaba los cabellos, me hacía retorcer los dedos y me mantenía despierto dando vueltas en el saco de dormir hasta que en ocasiones despertaba a uno de los críos y los padres se ponían furiosos murmurando insultos por lo bajo. Pero los principales efectos no se manifestaban externamente; sentía en la mente, veloz y despierta como nunca, un hervidero de ideas. Concebía sin descanso eslogans, campañas, productos, promociones. Una a una recorrí todas las agencias de la lista dejando informes, solicitando entrevistas, telefoneando a los directores de la sección de personal. Los informes no recibían respuesta, las llamadas se cortaban bruscamente, las entrevistas terminaban echándome a la calle. Las recorrí todas, las principales y las de segunda fila. Todas menos una.

Me acerqué a ella, sin embargo. Me aproximé hasta la acera donde se alzaba el poco ostentoso y pequeño edificio vecino al antiguo Lincoln Center que albergaba a la nueva agencia Haseldyne & Ku...

Pero no entré.

No acierto a saber lo que me mantenía con vida; la ambición ciertamente no era, ni tampoco las satisfacciones que me proporcionaba mi existencia. El embotamiento gris que la envolvía me aislaba tanto del dolor y la miseria como del placer y la alegría. Dormía. Comía. Redactaba informes, elaboraba proyectos. Realizaba mi turno en la fábrica. A un día le sucedía otro igual.

El trabajo en la fábrica no tenía por cierto nada de estimulante. Era una actividad monótona y la industria parecía en decadencia. No llegábamos a ver el producto terminado. Manufacturábamos los ojetes y arandelas que se exportaban a lugares tales como Calcuta y Camboya, donde se utilizaban para lo que se utilicen. A los indios y a los camboyanos les resultaba más barato comprarnos a nosotros esas piezas que fabricarlas en sus países respectivos, pero como la diferencia de costes no era sustancial la industria sobrevivía sin prosperar. Durante mi primera semana de trabajo clausuraron la sección de metal plastificado, aunque las de aluminio troquelado y latón esmaltado funcionaban bastante bien. En los pisos superiores de la fábrica había mucho espacio sin utilizar y cuando el trabajo flojeaba me dedicaba a husmear. Las viejas naves revelaban, como el corte estratigráfico de una roca, las sucesivas etapas de la historia de la industria: aparecían en el suelo los agujeros con las marcas de los pernos que sujetaban las prensas troqueladoras manuales... encubiertos por las cicatrices de las cadenas de moldeado de alta velocidad... disimuladas bajo las señales de la maquinaria automática manipulada mediante control informático... desbancada por la reintroducción de prensas troqueladoras manuales, cubierto todo por una espesa capa de polvo, moho y óxido. En el piso superior había luces pero cuando accioné el interruptor tan sólo se encendieron unas cuantas; eran anticuados tubos fluorescentes que no cesaban de parpadear. Aquel espacio inútil hubiera albergado muy bien a un regimiento de consumidores que por falta de mejor alojamiento dormían en las escaleras de numerosos bloques de viviendas, pero el señor Semmelweiss acariciaba la utópica fantasía de encontrar inquilinos de «más categoría»... y la todavía más remota esperanza de que la industria de ojetes y arandelas resurgiese con vigoroso esplendor y el viejo espacio vacío rebosara de bulliciosa actividad.

Imaginaciones, pensé con desdén... y también con cierta envidia, puesto que las pastillitas verdes no sólo me habían privado del deseo de ingerir Moka-Kokas sino que también habían desinflado mis fantasías e imaginaciones. Es horrible despertarse por la mañana y saber que el día que acaba de despuntar será igual de aburrido que el anterior.

2

¿Qué cambió las cosas? Lo ignoro. En realidad nada las cambió. No hice propósito alguno ni di con la respuesta a angustiantes dilemas. Pero lo cierto es que una mañana me levanté temprano, cambié de metro en una estación diferente, salí a una calle en la que no había estado desde hacía mucho tiempo y me presenté en el portal de la casa donde Mitzi tenía su piso.

El vigilante electrónico abrió sus fauces, me olisqueó las yemas de los dedos y me examinó la palma de la mano. Éxito mediano. No me autorizó a entrar pero tampoco cerró las mandíbulas reteniéndome allí hasta que se presentase la policía. Al cabo de un minuto aparecía en la pantalla la soñolienta cara de Mitzi.

—¿Eres realmente tú? —exclamó. Luego reflexionó un buen rato y añadió—: Supongo que lo mismo da que subas.

La puerta se entreabrió lo suficiente para que me introdujera entre ambas hojas y mientras subía en el ascensor, pulsado por la propia Mitzi desde el piso, traté de descifrar qué me había chocado de su aspecto. ¿El pelo revuelto? Sí, claro, pero evidentemente la había sacado de la cama. ¿Una expresión peculiar? Posiblemente. No era en absoluto la que pondría una persona que se alegrase de verme.

Arrinconé esa cuestión en el compartimento de mi mente donde yacía la creciente montaña de preguntas sin respuesta y dudas insolubles. Cuando me abrió la puerta del piso se había lavado la cara y cubierto el cabello con un pañuelo. La única expresión que manifestaba su rostro era de cortés curiosidad. Una curiosidad cortés, sí, pero distante.

—No sé por qué he venido —dije—, salvo que, en realidad, no tengo otro sitio adonde ir.

No había proyectado decir eso. La verdad es que no había proyectado nada pero al oírme pronunciar esas palabras comprendí que manifestaban la verdad.

Me miró las manos, vacías, y los bolsillos, sin bultos que los deformasen.

—Yo no tengo Moka-Kokas, Tenny.

—Ya no bebo —contesté haciendo caso omiso del comentario—. No, no me he librado del vicio. Tomo sustitutivos.

—¿Pastillas, Tenny? —exclamó con desagrado—. No me extraña que tengas tan mal aspecto.

—Mitzi —le dije de corrido y con seriedad—, no estoy loco ni creo que me debas nada, pero he pensado que tú me escucharías. Necesito un trabajo. Un trabajo que me permita utilizar mis aptitudes, porque lo que hago ahora es tan parecido a la muerte que cualquier mañana dejaré de despertarme porque no voy a ser capaz de distinguir la diferencia. Estoy en la lista negra, ya lo sabes. No es culpa tuya; no imagines ni por un momento que pienso tal cosa. Pero tú eres mi única esperanza.

—Oh, Tenny —murmuró. La cara de cortés curiosidad se descompuso y por un momento creí que iba a llorar—. Tenny, por Dios. Anda, ven a la cocina a desayunar.

Aun cuando el mundo entero sea una nebulosa gris, aun cuando las circunstancias resulten tan escandalosamente distintas a lo que uno está acostumbrado que la mente se ponga a girar enloquecida mordiéndose la cola con total desconcierto, la educación recibida y el hábito empuñan el timón y permiten salir de cualquier atolladero. Contemplaba a Mitzi exprimir naranjas, naranjas auténticas, frutas verdaderas, y moler auténtico café en grano, y en lugar de demostrar sorpresa trataba de persuadirla con igual eficacia y firmeza con que solía atacar al Gran Jefe.

—Producto, Mitzi —le decía—, para eso sirvo yo. Mira, he esbozado una serie de nuevas campañas. Fíjate bien: ¿has pensado alguna vez el engorro que supone utilizar productos desechables, tales como pañuelos de celulosa, cuchillas de afeitar, peines, cepillos de dientes? Siempre hay que tener repuestos a mano, mientras que si fueran permanentes...

Frunció el ceño y aparecieron las líneas gemelas, más profundas y visibles que nunca.

BOOK: La guerra de los mercaderes
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