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Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de los mercaderes (21 page)

BOOK: La guerra de los mercaderes
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Afortunadamente Urumqi, que ellos pronuncian Urrumchi, lo cual ya dice mucho sobre los nativos, no estaba demasiado lejos. Tampoco resultó gran cosa, una vez hubimos llegado. La calle mayor tenía árboles verdaderos, dos hileras, pero debajo no había nada más que basura amarillenta, ni una brizna de césped, ni una sola flor. Lo que sí había era una docena de uygures, protegidos con mascarilla, barriendo las hojas secas. Cualquier persona normal diría que ya estaba el ambiente bastante cargado de polvo; pues, nada, ahí estaban aquellos salvajes levantando nubes y más nubes, por si acaso nos quedábamos sin toser.

—Daría lo que fuera por una Moka-Koka —exclamé con la boca llena de arenilla.

—Un minuto, teniente —dijo Gert contorsionando medio cuerpo para poder dirigirme la palabra.

—Me llamo Tenny.

—Un minuto, Tenny. Ya casi hemos llegado. ¿Ves la planta baja de aquel edificio? Es la sucursal de R.&R. Ahí hay todas las Moka-Kokas que quieras.

Era cierto, las había. Y no sólo Moka-Kokas. Había también un bar, y una cafetería donde servían platos de cualquier marca, y un salón de oficiales con un omnivídeo vía satélite. ¡Y retretes con cadena! Tan celestial me parecía tanto lujo después de las cuarenta y ocho horas pasadas en el campamento que no advertí hasta transcurrido un buen rato que el edificio entero estaba refrigerado.

—¿Cuántos pases estoy autorizado a concederme? —pregunté.

—Todos los que quiera —contestó Gert.

Nos dirigimos en primer lugar a la cafetería y cuando dije que invitaba yo, Gert me miró burlona pero no discutió. Encargamos bocadillo de Pav-O con ensalada, que llegaron preparados con verdaderos Biscots, y nos sentamos a una mesa situada junto a la ventana, desde donde contemplamos con desdén a los nativos que paseaban por la calle.

—¿Sabes, Tenny? Hay campañas peores que ésta —declaró Gert.

Alargué la mano y acaricié sus condecoraciones. Ella no eludió el contacto.

—Habrás participado en varias, me figuro —repliqué observando que su expresión se ensombrecía.

—Creo que la de Papuasia-Nueva Guinea fue la peor —comentó, como si el recuerdo le doliera.

Asentí con un gesto de cabeza. Todo el mundo había oído hablar de aquella campaña en la que millares de aborígenes murieron durante los disturbios ocasionados por la escasez de Boncafé y Ramboburgers.

—Es una noble tarea, Gert —le dije para consolarla—. Quedan pocas reservas aborígenes y hay que aniquilar los focos de resistencia. Ya sé que es un trabajo desagradable, pero alguien tiene que hacerlo.

Permaneció en silencio, sin contestar, limitándose a llevarse a los labios la taza de Boncafé y evitando cruzar sus ojos con los míos.

—Ya sé que mis hazañas no pueden compararse con las vuestras, las de los veteranos de guerra, pero de todos modos he pasado tres años en Venus, ¿sabes?

—Con cargo de vicecónsul y jefe de la sección de Moral —replicó. Lo sabía.

—Bueno, pues entonces ya sabes que los venusianos no se diferencian mucho de estos nativos. Carecen de sistema de ventas, son unos fanáticos y, además, acérrimos enemigos del progreso. Con unos cuantos avances tecnológicos menos, avances que no son de fondo sino superficiales, encajarían perfectamente en esta misma reserva —comenté saludando con la mano a un grupo de reclutas que estaban en la calle. Arracimados a la entrada del hotel, tentaban a los uygures que pasaban ofreciéndoles Moka-Kokas, calculadoras de bolsillo y Nicogums, pero los nativos, sonriendo, rechazaban los artículos y seguían su camino—. Dudo que la mayoría de esta gente sepa siquiera que existe la civilización —dije—. Viven igual que hace mil años.

Gert miró a la calle con una expresión difícil de interpretar.

—Más, Tenny. No somos los primeros invasores que conocen. Les invadieron los manchúes, los mongoles, y los han, y sin embargo nadie ha podido con ellos.

Tosí. Tenía polvo en la garganta.

—Invasores no es exactamente el término que hubiese elegido yo. Somos civilizadores, Gert. Lo que nos ha traído aquí es una misión importante.

—Importante sí es el término correcto —me espetó con un tono de voz que me cogió desprevenido—. La última misión antes del gran ataque, ¿no es eso? ¿Se te ha ocurrido pensar que existe una progresión lógica en la secuencia Nueva Guinea, Sudán, el desierto de Gobi? Y luego... De pronto le falló la voz y miró asustada en derredor, temerosa de que la hubieran oído.

Comprendí muy bien esa reacción pues Gert decía cosas que de haber sido oídas por según quien, hubieran podido costarle el puesto. Cosas que estoy seguro que no pensaba; es decir, que en el fondo no pensaba. A las tropas de asalto que constituían la avanzadilla de la civilización no podía culpárseles de que de vez en cuando extrañas ideas les cruzasen por la mente; en el mundo civilizado esa manera de hablar podía acarrear muchos disgustos. Aquí...

—Aquí —dije afectuoso— estás sometida a una tensión tremenda. Anda, tómate otro Boncafé. Te sentará bien.

Me miró en silencio unos instantes y luego se echó a reír.

—De acuerdo, Tenny —dijo al tiempo que llamaba por señas a la camarera nativa—. ¿Sabes una cosa? Vas a ser un capellán excelente.

Tardé unos momentos en contestar a esa afirmación que, paradójicamente, no había sonado como un cumplido.

—Y para ayudarte a conseguirlo —siguió diciendo—, mejor será que empiece a informarte de tus deberes. Mira, en busca de ayuda acudirán a ti dos clases de personas. Unos, los preocupados por algo concreto: o porque han recibido una carta de la novia diciendo que les deja, o porque presienten que su madre se ha puesto enferma o porque creen que se están volviendo locos. La manera de tratarles es tranquilizarles, decirles que no se preocupen y concederles un permiso de veinticuatro horas. Los otros son los caraduras: se saltan la instrucción, no se levantan al toque de diana, llegan tarde a la inspección. Con éstos lo que hay que hacer es mandar una nota al sargento comunicando que se les suspenden los pases durante una semana y a ellos se les advierte que mejor será que empiecen a tomarse las cosas en serio. De vez en cuando aparecerá alguien con un verdadero problema, y entonces tú...

La escuchaba asintiendo, diciéndome para mis adentros que encima me lo estaba pasando muy bien. Entonces ignoraba que en mi compañía había dos personas con verdaderos problemas.

Y que ambas estaban sentadas a mi mesa.

Las tareas de capellán no puede decirse que fuesen arduas. Me dejaban mucho tiempo libre que empleaba disfrutando de largas sobremesas en el comedor de oficiales y concediéndome pases nocturnos para visitar Urumqi. También me dejaban tiempo para meditar, con bastante frecuencia al principio, qué demonios hacía yo en un sitio como ése, porque la operación militar causa de que se nos hubiese zarandeado de hemisferio en hemisferio no tenía visos, por el momento, de llevarse a cabo. Cuando le pregunté a Gert Martels al respecto, me dijo que se trataba de la vieja táctica de apresurarse y esperar, respuesta que me satisfizo poniendo fin a mis inquietudes. Y me propuse aprovechar las oportunidades que cada nuevo día me ofreciese. El anticuado hotel de Urumqi requisado para instalar en él la sucursal de R.&R. pronto se convirtió para mí en entorno tan familiar como la tienda de campaña; la verdad es que en el hotel pasaba la noche siempre que podía, no sólo a causa del aire acondicionado, sino además porque todas las habitaciones, anticuadas y decrépitas, poseían cuarto de baño completo, con retrete, ducha y bañera que solían funcionar a la vez. Y sobre todo porque en el salón de oficiales estaba el omnivídeo.

Poder ver los programas que ofrecía no era siempre un placer. A mí lo que en realidad me interesaba contemplar eran las noticias, pero para lograrlo tenía que batallar con los oficiales hambrientos de civilización, muchos de graduación superior a la mía, que suspiraban por ver deportes, espectáculos de variedades, comedias y anuncios comerciales, sobre todo anuncios comerciales. Por otra parte, las noticias que a mí me interesaban no eran tampoco las habituales: ni la deslumbrada y sonriente pareja que había ganado el concurso de «Consumidor del Mes» en Detroit, ni los discursos del presidente, ni el accidente de los seis taxis-triciclos, en el que habían perdido la vida once personas, al desplomarse la torre del viejo edificio Chrysler arrasando media manzana de casas de la calle Cuarenta y Dos. Yo lo que quería ver eran las verdaderas noticias, el informe sobre «El Mundo de la Publicidad», con sus crónicas diarias y sus cuadros de transmisión de anuncios. Este informativo se transmitía a las seis de la madrugada, a causa de la diferencia horaria; para verlo tenía que poner a prueba mi buena suerte pasando una noche más en el hotel y además, naturalmente, conseguir levantarme a tiempo para bajar al salón, cosa nada fácil. Cada mañana me costaba más esfuerzo levantarme. Al fin lo único que lograba sacarme de la cama era no tener Moka-Kokas en la habitación, por lo cual, tan pronto como abría los ojos, me tenía que levantar y salir a buscar una.

Y todo para enterarme de novedades harto desagradables. Una mañana dedicaron los diez minutos íntegros de un espacio a informar de mí proyecto de Consumidores Anónimos. Se había puesto en práctica con un presupuesto de promoción que ascendía a dieciséis mil millones de dólares. Había constituido un éxito resonante. Que no era mío, claro.

Como ya me lo había figurado, tal noticia no me sorprendió. Lo que sí me pilló desprevenido fue que el comentarista, con esa repugnante sonrisa servil que adopta la gente cuando alguien se ha apuntado un triunfo, terminó atribuyendo el mérito de la campaña a aquella nueva agencia salida de la nada y dispuesta a desafiar a los colosos... la de Haseldyne y Ku.

El capitán que en aquel instante entró en el salón balanceando sus pesas y exigiendo cambiar el programa por el de gimnasia matinal, no supo jamás la suerte que tuvo. Le dejé vivir. Si no le hubiese asustado de verdad mi estallido de furia cuando intentó cambiar de canal, seguro que me hubiese denunciado por comportamiento indigno de un oficial, pero creo que jamás había visto tanta violencia en rostro humano. Agarré el selector de canales y ni siquiera me volví cuando él salió sigiloso, cabizbajo y con las pesas colgándole del brazo. Yo, entretanto, accionaba frenético aquel mando, buscando las noticias, hambriento de más información. Con doscientos cincuenta canales recibidos vía satélite era como buscar una aguja en un pajar. No tuve en cuenta la escasez de mis probabilidades de éxito. Flic, parte meteorológico en Corea; flic, partido de hockey patrocinado por...; flic, espectáculo pornoinfantil con participación del público; flic, flic, flic, seguí buscando. Por fin pillé el final del noticiario nocturno de la BBC y el primer boletín de noticias de RussCorp emitido desde Vladivostok. No pude enterarme de los detalles concretos de la noticia; faltaban por encajar algunas piezas. Pero Haseldyne y Ku constituían el acontecimiento del día a nivel internacional y en líneas generales el asunto estaba claro. Val Dambois no me había dicho toda la verdad. Mitzi y Desmond Haseldyne se habían embolsado sus beneficios iniciando con ellos su propio agencia, efectivamente. Pero no sólo se habían llevado dinero.

Al marcharse de T.G.&S. también se habían llevado consigo el departamento de Intangibles, sobornando a todo el equipo, apropiándose de todos los proyectos...

Robando mi idea.

* * *

La siguiente acción de la que fui consciente fue encontrarme de regreso al cuartel general por aquella estrecha, calurosa y polvorienta carretera, a pie.

En mi vida había experimentado furia semejante a la que me invadía. Se asemejaba a la locura; casi lo era, puestos a mirar, pues ¿qué otra cosa sino la demencia me habría impulsado a caminar por aquel infierno transitado por los burros y los yaks que tiraban de las carretas de los nativos? Además, estaba muerto de sed. Había ingerido innumerables Moka-Kokas adicionadas de cualquier variedad de alcohol que el bar de oficiales pudiese suministrar, pero el calor las había evaporado y el residuo resultante era un puro concentrado de rabia cristalizada.

¿Cómo me las apañaría para regresar a la civilización? Necesitaba volver para obtener justicia, para recuperar lo que Mitzi Ku me había arrebatado. Tenía que encontrar alguna forma. Yo era el capellán, podría concederme un permiso por enfermedad o defunción de un familiar. Si ello no fuera posible, podría fingir una depresión nerviosa o solicitar de un médico amigo algún medicamento que provocase palpitaciones, alteración del ritmo cardíaco. Suponiendo que eso fallara, ¿qué posibilidades tenía de introducirme a escondidas en el próximo avión de avituallamiento que despegase rumbo a la patria? Y si tampoco eso era factible...

Evidentemente, ninguna de las posibilidades resultó viable. De sobras sabía cuál era la suerte de los cretinos quejicas que acudían a mi despacho con sus estúpidas historias de esposas fugitivas y atroces lumbagos; nadie obtenía permiso para abandonar la reserva por enfermedad o defunción de un familiar y las posibilidades de escapar en un avión de carga eran nulas.

Me hallaba clavado allí sin remisión.

Para colmo empezaba a encontrarme lo que se dice verdaderamente mal, la bebida y el insomnio no habían, por así decir, favorecido un organismo estragado por el consumo habitual de Moka-Kokas. El sol caía a plomo y cada vez que pasaba un vehículo sufría tal acceso de tos que creía echar los bofes por la boca. Y pasaban muchos vehículos, porque corrían rumores de que por fin iba a realizarse la operación. En cualquier momento. Las piezas de artillería pesada se hallaban ya emplazadas en sus puestos, las tropas conocían ya el objetivo que se les había asignado y ya se había puesto en marcha el plan de apoyo logístico.

Me detuve en seco en medio de la carretera. Sentí que me rodaba la cabeza mientras intentaba desesperadamente no perder el hilo de mi reflexión. Lo que acababa de enumerar encerraba un significado, un rayo de esperanza. ¡Claro! Una vez concluida la operación militar nos devolverían a la civilización! No significaba que nos licenciasen pero al menos nos destinarían a algún campamento del territorio nacional donde me las arreglaría para obtener un permiso de cuarenta y ocho horas, tiempo sobrado para presentarme en Nueva York, ante Mitzi y su asqueroso esbirro...

—¡Tenny! —oí que gritaba una voz—. ¡Tenny, gracias a Dios que te encuentro! ¡En menudo lío te has metido!

Agucé la vista tratando de distinguir entre la polvareda y la cegadora luz del sol. A mi lado avanzaba un «taxi» uygur por encima de cuyos barrotes asomaba la cara consumida de inquietud de Gert Martels.

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