Read La guerra de los mercaderes Online

Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de los mercaderes (16 page)

BOOK: La guerra de los mercaderes
9.73Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Quieres entrar en dique seco, Tenny? —repitió aún medio dormido—. Claro, claro, es lo adecuado para no echar a perder tu gran oportunidad. Pero, honradamente, no veo qué tiene que ver eso conmigo.

—Pues tiene que ver contigo porque tú un día dijiste que habías recurrido a Consumidores Anónimos.

—Si, es verdad, hace algunos años. Pero dejé de asistir porque ya no necesitaba su ayuda. Me regeneré, ¿sabes?, cuando inicié lo de las colecciones. ¡Ah, ya entiendo! —exclamó iluminándosele los ojos—. Quieres que te hable de Consumidores Anónimos para ver si te interesa solicitar su ayuda.

—Lo que quiero, Nelson, es ir a Consumidores Anónimos. Y quiero que me acompañes.

Lanzó una mirada entristecida a la cama, caliente y tentadora.

—Tenny, por favor, es una asociación abierta a todo el mundo. No es preciso que nadie te acompañe.

—Prefiero ir con alguien —repliqué agitando la cabeza—. Me sentiré mejor —confesé—. Quiero ir cuanto antes, Nelson, mañana mismo, si hay reunión...

Al oírme, se echó a reír a carcajadas. Luego me dio unas palmaditas en el brazo.

—Tienes mucho que aprender, Tenny. Consumidores Anónimos celebra reuniones todas las noches de la semana. Funciona así. ¿Quieres pasarme los calcetines?

Así era Nelson Rockwell. Mientras se vestía, estuve pensando en cómo podía devolverle el favor. Tendría que marcharme de esta pocilga compartida e instalarme en otro sitio, claro. ¿Qué me impedía, por ejemplo, pagarle a él por anticipado dos o tres meses de mi cuota de alquiler, lo cual le permitiría elegir el turno de cama? Sabía que en la fábrica de objetos y arandelas había tenido que optar por el turno de noche a causa del horario establecido en el piso; podría elegir quizá otro turno de trabajo, cobrar mejor sueldo...

Pero me contuve. Me dije que pretender mejorar la condición de un consumidor no era hacerle ningún favor, al contrario, era hacerle salir de su esfera. Tal como estaba, Nelson se las apañaba bien. Intervenir en su vida no significaría probablemente más que su total desestabilización.

De modo que no dije nada sobre lo de pagar mi cuota por adelantado, pero en el fondo de mi corazón le estuve inmensamente agradecido.

* * *

Consumidores Anónimos resultó una pésima idea. Lo comprendí a los dos minutos de haber puesto los pies allí. El lugar al que Nelson me había acompañado era nada menos que una iglesia.

Eso en sí no tenía nada de malo, incluso diría que resultaba interesante, porque nunca había estado en el interior de ninguna. Además, podía considerarse como una especie de investigación complementaria de mi trabajo en Intangibles, lo cual me permitía pasar factura del taxi-triciclo, aunque Rockwell insistió en que tomáramos el autobús.

Pero, ¡qué gente había, Dios mío! No es que fueran consumidores, es que eran la hez de la clase consumista, la escoria de nuestra sociedad. Viejos desaseados de rostros contraídos por tics nerviosos; muchachas gordas, ceñudas, con ese cutis apagado que produce el exceso de proteínas de soja y la falta de eso otro. Había una pareja joven que cuchicheaba angustiada sin hacer el menor caso de un crío que, sentado entre ambos, lloraba hasta desgañitarse. Un hombre con cara de comadreja vacilaba semi-oculto en el umbral, incapaz de decidir entre quedarse o echar a correr; en fin, más o menos como me ocurría a mí por dentro. Aquella gente eran todos unos fracasados. Porque un consumidor bien adiestrado es una cosa; es un ser criado y educado para realizar la misión que el mundo necesita de él: comprar lo que nosotros, el personal de las agencias, nos ocupamos de vender. Pero, ¡qué horror aquellas caras estúpidas y aleladas! El ingrediente principal para la creación de un buen consumidor es el aburrimiento. La lectura se reprobaba, el hogar no era lugar donde se estuviese a gusto... ¿qué otro recurso quedaba para llenarse la vida sino consumir? Pero esa gente había convertido en infame parodia esa noble, en fin, moderadamente noble, vocación. Se les veía obsesionados por consumir. A punto estuve de salir corriendo en busca de una Moka-Koka para apaciguar los espantosos escalofríos que me causaban, pero habiendo llegado ya tan lejos decidí no perderme la reunión.

Ese fue mi segundo gran error, porque el ritual pronto me resultó repugnante. Primero comenzaron con una oración y luego se pusieron todos a cantar cánticos religiosos. Graznando a todo graznar, Rockwell me instaba con codazos y sonrisas a que me uniera a los fieles, pero yo no pude siquiera mirarle a la cara.

Al concluir el canto, la cosa fue peor. Uno a uno, todos esos inadaptados se pusieron de pie y empezaron a relatar entre sollozos sus sórdidos casos. ¡Qué repulsivas miserias! Una había destrozado su vida masticando Nicogums, cuarenta paquetes al día, hasta que se le cayeron las muelas, perdiendo con ello su empleo; trabajaba de telefonista. Otro abusaba de tal modo de los desodorantes, corporales y bucales, que había destruido las glándulas sudoríparas de su organismo, hasta el punto que tenía la piel cuarteada y las mucosas resecas. La pareja joven angustiada, vaya, esos eran adictos a la Moka-Koka, como yo. Les miré estupefacto. ¿Cómo era posible caer tan bajo? Evidentemente, yo también tenía un problema con la Moka-Koka, pero el mero hecho de encontrarme donde me encontraba indicaba ya que había resuelto afrontar el problema. ¡De ningún modo me sumiría yo en la degeneración de esos dos desdichados!

—Vamos, Tenny —murmuró Rockwell con un suave codazo—. ¿No quieres relatar tu testimonio?

No sé lo que le contesté, salvo que mi respuesta incluía la palabra «adiós». Me levanté, salí del banco y atravesé la puerta ansiando una bocanada de aire fresco. Estaba apoyado en el umbral jadeando, aireando los pulmones, cuando se me acercó furtivo el hombre con cara de comadreja.

—Oiga —me dijo con maliciosa sonrisa—, he escuchado lo que decía su amigo. Ojalá tuviera yo el hábito que tiene usted.

A nadie le gusta enterarse de que el vicio que destroza su existencia es menos espantoso que el de un desconocido. Reconozco que no me mostré cordial.

—Mi... problema es de por sí bastante grave. Me basta y me sobra, gracias.

Ignoro por qué razón mi mente se puso entonces en acción espoleada por una serie de anhelos y sentimientos que la ocuparon por completo: ansia desesperada de beber una Moka-Koka, desprecio por esos payasos de Consumidores Anónimos que abarrotaban el templo, intensa repugnancia por Cara de Comadreja, ardiente deseo de Mitzi Ku, que me sobrevenía de vez en cuando... y como telón de fondo de todo ello, algo más que no lograba identificar. ¿Un recuerdo? ¿Una inspiración? ¿Un propósito? No conseguía determinarlo. Tenía relación con la reunión que se celebraba en la iglesia, no, con algo anterior... ¿algo que quizá Rockwell había dicho?

De pronto me percaté de que Cara de Comadreja me musitaba alguna cosa al oído.

—¡¿Qué?! —ladré.

—Le he dicho —repitió tapándose la boca con la mano y mirando de soslayo a su alrededor— que conozco a un individuo que tiene lo que usted necesita. Pastillas de Qui-tamoka. Tómese tres al día, una en cada comida, y jamás en su vida volverá a necesitar una Moka-Koka.

—¿Qué está usted diciendo? —rugí—. ¿Me está usted ofreciendo droga? ¡Yo no soy un consumidor! ¡Pertenezco al personal de una agencia! ¡Si encontrara a un policía, lo haría arrestar! —y efectivamente miré a mi alrededor buscando la silueta familiar de algún guardia o vigilante de uniforme; pero, ya se sabe, la policía nunca está donde hace falta y de todos modos, cuando volví la cabeza Cara de Comadreja se había desvanecido.

Igual que mi idea, fuese cual fuese.

El riñón humano no está concebido para afrontar una ingestión de cuarenta Moka-Kokas al día. Durante las veinticuatro horas siguientes a la reunión hubo momentos en que me pregunté si después de todo Cara de Comadreja no tendría razón. Ciertas averiguaciones efectuadas con suma cautela en el policlínico de la agencia, donde me trataron con exquisita cortesía, confirmaron las vagas nociones que tenía al respecto. Las pastillas eran un mal asunto. Daban resultado pero al cabo de cierto tiempo, que oscilaba alrededor de los seis meses, la tensión sufrida por el sistema nervioso acababa por provocar una irreversible depresión. No quería llegar a esos extremos. Cierto es que estaba perdiendo peso y que el rostro que cada mañana se reflejaba en el espejo al afeitarme mostraba nuevas arrugas y más profundas ojeras, pero mi organismo seguía funcionando bien.

¡Qué demonios, digamos la verdad: funcionaba magníficamente!

Todos los boletines horarios de información comunicaban la pujante tendencia de Religión: índice de ventas de bastoncitos de incienso, aumento de 0.03 puntos; velas y lamparillas, 0.02; los sondeos realizados en trescientos cincuenta templos zoroástricos elegidos al azar mostraban un incremento de casi un uno por ciento de fieles conversos.

El propio Gran Jefe me llamó a su despacho.

—No oigo más que comentarios elogiosos para usted en el Comité de Dirección, Tarb —exclamó—. Permítame que le felicite. ¿Qué puedo hacer para aliviar su trabajo? ¿Otro ayudante, quizá?

—Excelente idea, señor —repliqué y añadí con cierta indiferencia—. ¿De qué se ocupa Dixmeister?

Así que mi antiguo subalterno pasó a engrosar las filas de mi equipo. Llegó amedrentado, manso, desesperadamente ansioso de complacerme... justo como yo quería.

No era ciertamente el único devorado por la curiosidad, porque toda la agencia sospechaba que se tramaba algo grande, aunque nadie sabía exactamente qué. Lo mejor era que nadie sabía lo poquísimo que yo conocía del asunto. Los directores de sección y los jefes de redactores que deambulaban desde las plantas nueve a quince decidían un sinfín de veces al día acortar camino pasando por mi oficina. La más elemental cortesía les obligaba a entrar a darme palmaditas en la espalda y a decirme lo mucho que se comentaba la calidad del trabajo que estaba llevando a cabo... y añadir que teníamos que vernos, para comer juntos, o tomar unas copas, o jugar una partida en las instalaciones del club. Yo me limitaba a sonreír sin aceptar ninguna invitación. Tampoco las rechazaba por temor a que si insistían demasiado me obligaran a aceptarlas y llegaran a descubrir lo poco enterado que estaba yo de todo aquello. De modo que contestaba: «¡Desde luego!» y «Un día de estos.» Y si permanecían en mi despacho, descolgaba el teléfono y empezaba a cuchichear hasta que, sonrientes pero carcomidos de curiosidad, se marchaban. Entretanto Dixmeister, encerrado en su cuchitril delante de mi despacho, me vigilaba con miradas inquietas y temerosas, y si se cruzaban con las mías, aparecía en su rostro aquella sonrisa avergonzada y servil.

¡Ah, qué felicidad!

Claro que el sentido común me aconsejaba constantemente no pasarme de la raya. Yo no era más que una minúscula ruedecilla de la importante operación que Haseldyne y Mitzi preparaban. Más que necesitárseme se me toleraba. Mejor dicho, no se me necesitaba en absoluto, salvo que para ellos resultaba más sencillo dejarme participar que mantenerme al margen.

Lo único que tenía que hacer era procurar que siguiera resultándoles más fácil dejarme participar que mantenerme al margen... y entonces... entonces llegaría el momento en que la operación se llevaría a cabo y Haseldyne y Mitzi serían los propietarios. Y con un poco de suerte Tenny Tarb formaría parte de su equipo. Llegaría a director... no, más aún, pensé tirando de la lengüeta de una Moka-Koka, ¡llegaría a Director General Ejecutivo! Aquello era un sueño esplendoroso. ¿Saben ustedes lo que es un rey? Ahora mismo les digo lo que es un rey. Comparado con un D.G.E. de una de las primeras agencias publicitarias, un rey no es nada.

¿Y el futuro?, pensé abriendo otra Moka-Koka. ¿Y si Mitzi y yo volviéramos a tener una relación estable y duradera? ¿Y si llegábamos a casarnos? ¿Y si yo llegaba no sólo a D.G.E. sino a accionista copropietario de la agencia? ¡Qué sueños embriagadores! Convertían mi problema, mi dependencia de la Moka-Koka, en un insignificante contratiempo. Con el fabuloso sueldo que cobraría, podría pagarme la mejor cura de desintoxicación del mundo. Hasta podría... un instante... ¿qué era eso?... La idea que me rondara por la cabeza durante la reunión de Consumidores Anónimos...

Me incorporé con tal violencia que casi se me cayó la Moka. Dixmeister, asustado, entró corriendo.

—Señor Tarb ¿se encuentra bien?

—¡Perfectamente, Dixmeister! —contesté—. Dígame, ¿era el Gran Jefe el que pasaba por el pasillo hace un instante? Vaya a buscarle y pregúntele si puede venir un minuto.

Y apoyándome en el respaldo de la silla me dispuse a esperar mientras la idea iba cobrando forma perfecta en mi cerebro.

El Gran Jefe nunca se desplaza sin un enjambre de esbirros que le siguen a todas partes arracimándose en las puertas cuando él entra en una oficina a efectuar una visita. Ostentan títulos altisonantes y cualquiera de ellos gana mi sueldo anual multiplicado por cuatro, pero todos son unos paniaguados. Ignoré su presencia.

—Muchas gracias por venir, señor —le dije dedicándole mi más amplia sonrisa—. Siéntese, haga el favor, aquí mismo, en mi asiento.

El Gran Jefe tampoco entra nunca en materia sin cinco minutos de charla preliminar. Así pues se sentó y empezó a hablarme de los viejos tiempos y de la forma en que había amasado su fortuna, apartando la vista de la máquina automática de Moka-Koka con igual repugnancia que si se tratase de una dentadura postiza olvidada accidentalmente en la mesilla de noche. Yo había escuchado en innumerables ocasiones la epopeya de su regreso de Venus con los millones que la buena fortuna le deparó, y el arriesgado golpe que le hizo invertirlos todos de una vez con la esperanza de convertir dos agencias medio muertas en un éxito resonante.

—¡Y dio resultado, Tenn —exclamó con aquella voz tan áspera—, gracias al producto! ¡En eso se fundamenta T. G. & S., en productos! ¡No tengo nada en contra de Intangibles, pero lo que hay que vender a la gente es producto, artículos, para su propio beneficio y el de toda la humanidad!

—Efectivamente, excelencia —respondí, puesto que ningún otro tratamiento conviene cuando habla el poder—, pero se me ha ocurrido una pequeña idea que desearía consultarle. ¿Ha oído hablar de Consumidores Anónimos?

Me dirigió una mirada que parecía una nube de tormenta a punto de descargar. Frunció el ceño con unas arrugas tan profundas como las de Mitzi pero mucho más numerosas.

—Sí. Conozco esa asociación y siempre que veo a sus miembros, pienso que tengo ante mí a unas víctimas incautas de la estafa venusiana. Lo más benévolo que puede decirse de ellos es que están chiflados.

BOOK: La guerra de los mercaderes
9.73Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Hidden Princess by Katy Moran
Bewitched by Sandra Schwab
Sword of the Lamb by M. K. Wren
Elegy on Kinderklavier by Arna Bontemps Hemenway
Up in Honey's Room by Elmore Leonard