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Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de los mercaderes (15 page)

BOOK: La guerra de los mercaderes
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—¿Hamid?

—El grek —le expliqué—. El que conseguí que el bobo de Harriman aceptara como refugiado político auténtico. Como tú te fuiste antes de que él pudiera establecer contacto, no sé si debo incluirlo en la lista. Me extraña mucho que no lo recuerdes —y con ladina sonrisa añadí—: No irás a decirme que no recuerdas a Hay. —Incomprensiblemente, tampoco este nombre pareció resultarle familiar—. ¡Jesús María López, por el amor de Dios! —exclamé ya exasperado.

Ella me miró unos instantes con expresión opaca y tras esa breve pausa contestó: /

—Todo eso pasó en Venus, Tenny. El está allá. Nosotros estamos aquí.

—¡Así se habla, preciosa!

Las cosas tomaban mejor cariz. Me acerqué un poco a ella, que me miró tentadora, casi invitándome a proseguir. Pero quedaba en su rostro una sombra de dureza. Alargué la mano y acaricié las líneas gemelas del ceño que, profundamente esculpidas, rara vez abandonaban ahora su expresión.

—Mitzi —le dije con ternura—, trabajas demasiado.

Se apartó como irritada del contacto de mi mano.

—Te lo digo en serio —insistí sin inmutarme—. Estás... no sé, cansada, creo. Y más madura, más dulce.

Era cierto. Estaba cambiada. Hasta la voz la tenía más profunda, más suave. Y con toda sinceridad he de decir que me gustaba más ahora que antes.

—Continúa con los nombres ¿quieres? —me dijo, pero esta vez con una sonrisa.

—Muy bien. Theiller, Weeks, Storz, los hermanos Yurkewitch... ¿Qué te parece? ¿Voy bien?

Se mordió los labios, de irritación, pensé, porque después de todo la memoria no me fallaba.

—Continúa, continúa —se limitó a contestar—. Quedan muchos más.

Y así lo hice. En realidad yo sólo recordaba de doce a quince nombres pero accedió a dar por válido mi recuerdo de ciertos agentes por el lugar en que trabajaban o la misión que habían cumplido, y cuando yo vacilaba, me ayudaba con preguntas hasta que mis dudas se disipaban. Tanto se alargó la cosa que llegó a hacerse pesada.

—Oye, probemos con otro tema —sugerí—. A ver quién de los dos recuerda más detalles de la última noche que pasamos juntos.

—Dentro de un minuto, Tenny —contestó distraída—. Primero dime, ese agente de Myers-White que estropeó la cosecha de trigo...

—¡Mitzi, querida! —exclamé riéndome a carcajadas—. El agente de Myers-White cultivaba arroz. Fue en Nevin-dale donde echaron a perder la cosecha de trigo. ¿Sabes lo que te digo? Que si la dieta alimenticia causa deficiencias en la memoria, mejor será que te pases a los Ganchitos Kelpos.

Volvió a morderse los labios y durante unos instantes su expresión no tuvo nada de afable. Qué extraño. Nunca hubiese imaginado que a Mitzi le importase perder. Pero de inmediato sonrió y desconectó la grabadora.

—Creo que has demostrado tu teoría con argumentos irrebatibles —replicó, y dando unas palmaditas al sofá añadió—: Anda, vente aquí, a mi lado, a recoger el premio.

Y así resultó que después de todo pasamos un rato muy agradable.

3

Los ratos agradables, sin embargo, no se repitieron con excesiva frecuencia. Mitzi no volvió a dejar notas para mí. La llamé unas cuantas ocasiones, y siempre se mostró cordial, eso sí, pero la contestación era invariablemente la misma: que estaba realmente ocupadísima, quizá la semana que viene, Tenny querido, o quizá mejor dejarlo para principios de mes.

Yo también tenía un sinfín de ocupaciones que no me dejaban un minuto libre. Mi campaña en Religión progresaba, y hasta el propio Desmond Haseldyne me dedicó comentarlos elogiosos. Pero yo quería ver a Mitzi y no solamente a causa de, cómo diría, de los encantos que hicieron que me interesara por ella, sino también por otros motivos.

En un par de ocasiones, habiendo entrado en el despacho de Haseldyne le sorprendí efectuando ciertas misteriosas llamadas privadas que no sé por qué razón asocié de inmediato con Mitzi. Y en otra ocasión le vi junto con Val Dambois, Mitzi y el mismísimo Gran Jefe en un reservado de una cafetería muy alejada de la agencia. No era lugar que frecuentasen los ejecutivos a la hora de la cena; no era siquiera un lugar digno de ser frecuentado por aspirantes como yo, pero aquel día entré porque me quedaba cerca de la facultad de Publicidad y Ciencias de la Promoción de la universidad de Columbia. Cuando me vieron entrar se quedaron a todas luces de una pieza. Evidentemente tramaban algo que yo, evidentemente también, ignoraba. No sería asunto de mi incumbencia, lo más probable, pero me dolió que Mitzi no me hubiera hablado de ello. Me fui a la facultad, a clase, que aquella noche era la de composición y estilo, y para ser sincero he de reconocer que asistí prestando poquísima atención.

Era la asignatura que más me interesaba de cuantas había elegido porque indudablemente permitía desarrollar una gran capacidad creativa. El primer día de curso la profesora nos dijo que esta asignatura sólo había empezado a enseñarse adecuadamente en nuestra época, ya que antiguamente a los alumnos de composición y estilo se les exigía inventar sus propios temas de redacción, y los profesores debían calificar los trabajos calibrando la calidad o deficiencia de las ideas del alumno así como el modo de expresión de las mismas. Y ello ocurría pese a contar con el ejemplo de los cursos de arte, que durante siglos habían acertado en el método de enseñar la asignatura. Me explicaré. A los estudiantes de pintura se les ordenaba copiar las obras de Cézanne, Rembrandt o Warhol con objeto de aprender las características técnicas de dichos maestros, mientras que a los futuros escritores, lo que se les estimulaba a crear eran sus propios disparates. Los microprocesadores y los programas de tratamiento de textos cambiaron por completo el panorama, y así el primer trabajo que nos impuso fue redactar El sueño de una noche de verano en inglés moderno. Y a mí me dio un sobresaliente.

A partir de aquel momento me convertí en el alumno predilecto de la profesora, que me permitía realizar toda clase de trabajos, fuesen o no específicos de la asignatura. Me dijo que era más que probable que aprobase con la calificación más alta de la historia de la facultad, detalle extremadamente positivo para añadir a cualquier curriculum. De modo que emprendí una serie de ambiciosos proyectos, el más duro de los cuales, sin duda alguna, fue la redacción del texto íntegro de En busca del tiempo perdido en el estilo de Hemingway, situando la escena en la Alemania de Hitler y en forma de tragedia de un solo acto.

Como este tipo de trabajo superaba con creces la capacidad del pequeño ordenador que poseía en casa y como además allí no gozaba de la paz suficiente para trabajar, puesto que eran constantes las interrupciones forzosas de mis compañeros, tomé la costumbre de quedarme de vez en cuando en la oficina, después de la jornada de trabajo, para utilizar los grandes procesadores de la sala de redacción. Una tarde me dispuse a trabajar. Había programado la longitud de la frase a no más de seis palabras, ajustado el dispositivo de introspección a un cinco por ciento y seleccionado un formato de tipo guión teatral, cuando descubrí que no tenía a mano ni una sola Moka-Koka. La máquina automática de refrescos no ofrecía, como es natural, más que marcas promocionadas por la agencia; las había probado en anteriores ocasiones y pese a no resultar desagradables, las bebidas no me satisfacían. Con la idea de haber visto una botella de Moka-Koka vacía en la papelera de Desmond Haseldyne, producto, me figuro, de mi imaginación calenturienta, me dirigí a su despacho.

Había alguien en su interior. Oí voces, las luces estaban encendidas y los ordenadores, desenfundados, funcionaban elaborando ciertos programas financieros. Me hubiera marchado regresando en silencio al tablero de mandos de mi procesador de no ser porque en una de las voces reconocía la de Mitzi.

Y la curiosidad fue mi perdición.

Me detuve a examinar los programas que elaboraban las máquinas. De momento creí que se trataba de la proyección de un plan de inversiones, porque todo eran cifras de cotizaciones, porcentajes de venta y emisión de acciones, pero luego vi que algunas se repetían, como formando un esquema. Me puse de pie, resuelto a marcharme de allí...

Y cometí el error de querer salir sin ser visto por las oficinas situadas detrás de la sala de ordenadores. Estaban vacías, a oscuras, pero tenían conectada la alarma antirrobo. En el momento de entrar, oí un potente silbido, un sonido estridente y hueco parecido al de los tubos de Hilsch que rodeaban Port Kathy, e inmediatamente me vi envuelto en una densa nube de espuma blanca. Quedé a ciegas. La espuma me permitía respirar pero no me dejaba ver nada, nada en absoluto. Empecé a debatirme, golpeándome con mesas y con sillas, y luego decidí que lo más sensato era rendirse.

Me quedé quieto, de pie, y me dispuse a esperar. Y mientras esperaba, reflexioné. Cuando oí que se acercaba alguien, ya había descifrado el enigma.

Eran Mitzi y Haseldyne que rociaban la espuma con un dispersante químico; oí claramente el sonido del vaporizador.

—¡Tenn! —exclamó Mitzi—. ¿Qué diablos estás haciendo aquí?

No contesté, es decir, no contesté en seguida. Me quité con la mano los restos de espuma adheridos a la cara y los hombros y le sonreí.

—Os estoy vigilando —dije entonces.

Mis palabras produjeron una curiosa reacción. Los dos estaban, como es natural, asustados de encontrarme allí. Mitzi empuñaba el vaporizador dispersante como si fuese un arma y Haseldyne acariciaba un pesado distribuidor de cintas metálico que parecía haber sido agarrado para descargar un golpe brutal, gesto lógico, supongo, puesto que mi torpeza había disparado la alarma. Pero al oír mis palabras se quedaron completamente vacíos de expresión.

Parecían dos muertos, y aquella antinatural inmovilidad les duró varios segundos.

Luego Mitzi dijo:

—No sé qué quieres decir, Tennison.

—Pues está clarísimo —repliqué sofocando una risita—. He visto los programas que estáis elaborando. Estáis planeando una operación para haceros con el control de la agencia, ¿no es así?

Idéntica falta de reacción.

—Quiero decir —aclaré— que vosotros dos, y seguramente también Dambois, estáis planeando ampliar vuestra participación para dominar el Consejo de Administración, ¿me equivoco?

Lenta y glacial, la expresión regresó al rostro de Haseldyne y luego al de Mitzi.

—Es incomprensible, Mitzi —gruñó Haseldyne— pero nos ha descubierto.

Ella tragó saliva y luego sonrió. No fue una sonrisa muy lograda: excesiva tensión en los músculos de la mandíbula, excesivo estrechamiento de los labios.

—Efectivamente, así parece —dijo al fin—. ¿Y qué vas a hacer al respecto, Tenny?

Hacía muchísimo tiempo que no experimentaba una sensación tan intensa de placer y bienestar. Hasta el temible Haseldyne me pareció un gordinflón inofensivo y jovial, en vez del monstruo voraz que era.

—Pues nada que pueda perjudicarte, Mitzi —respondí extremando mi afabilidad—. Soy tu amigo, querida. Todo lo que quiero es un poco de amistad por parte de vosotros dos.

Haseldyne miró de soslayo a Mitzi. Mitzi miró abiertamente a Haseldyne. Luego ambos me miraron a mí.

—Creo —dijo Haseldyne eligiendo las palabras con cuidado— que lo que hay que hacer es hablar de las muestras de amistad que deseas que te demos, Tarb.

—Encantado —contesté—. Pero antes... ¿no tendríais por casualidad una Moka-Koka?

4

Al día siguiente, en la agencia, el ambiente se había descongelado. A media tarde disfrutaba de una temperatura francamente tropical porque Mitzi me había convertido en objeto de sus sonrisas. Nadie sabía a ciencia cierta por qué razón detentaba de repente Mitzi Ku tanto poder, pero todos los chismes y rumores coincidían en afirmar que era sin lugar a dudas uno de los puntales más firmes de la empresa. En todos los corrillos se daba por descontado que mi etapa de mozo de recados pertenecía al pasado.

Hasta el propio Val Dambois me halló digno de su afecto.

—Tenny, muchacho —me dijo sonriendo después de tomarse la molestia de efectuar el largo recorrido que conducía a mi cuchitril del departamento de Intangibles—, ¿cómo toleras que te hayan metido en semejante agujero? ¿Por qué no me has dicho nada?

La respuesta era que no había dicho nada por resultarme imposible franquear la barrera de su tercera secretaria, pero carecía de sentido decirle lo que ya él sabía de antemano. Lo pasado, pasado..., al menos de momento. Magnanimidad, ausencia de rencor, respetuoso acatamiento del espíritu mercantil, ésas eran las características de la actitud de Tennison Tarb en aquellos días. Le devolví, pues la sonrisa a Val Dambois y le permití que me pasara el brazo por el hombro mientras me acompañaba de regreso al alto estado mayor. Día llegaría, estaba convencido, en que su garganta quedaría expuesta a la sanguinaria crueldad de mis fauces... pero hasta entonces me regía por el lema del perdón y del olvido.

Sin decir una palabra, hasta habían ordenado instalar una máquina expendedora de Moka-Kokas en mi nueva oficina. Sin que se dieran órdenes oficiales al respecto, apareció como por ensalmo aquella misma tarde.

Ello me hizo reflexionar con atención. La dependencia de la Moka-Koka era evidentemente un hábito inofensivo —yo mismo era prueba palpable de ello— pero ¿convenía realmente a la imagen de alto ejecutivo que a partir de ahora debía yo ofrecer al mundo? Indicaba una actitud propia más bien de subalterno, y para colmo, de subalterno atrapado por la campaña de una agencia de la competencia. Volví a meditar este asunto mientras regresaba a casa en el vehículo oficial que me había asignado la compañía. Fue al dar la propina al conductor cuando cristalizó mi resolución, porque antes de que éste ocultara los ojos llevándose la mano a la gorra para saludarme, vi la mirada de sombrío resentimiento que me lanzó. Tres días antes yo era un recadero como él y realizábamos el mismo recorrido. Comprendí sin ningún género de dudas aquel rencor que me advertía que si volvía a caer en las profundidades, él y los otros tiburones estarían aguardando mi caída.

Entré, pues, en casa y con un derroche de energía empecé a aporrear la cabecera de la cama.

—¡Rockwell! —grité—. ¡Despiértate! ¡Quiero preguntarte una cosa!

No era mala persona, el buenazo de Nelson Rockwell. Todavía le quedaban casi seis horas de sueño antes de que llegase mi turno, y tenía todo el derecho del mundo a asesinarme a mordiscos cuando le obligué a salir a rastras de la cama. Pero cuando oyó lo que quería pedirle, se convirtió en la amabilidad personificada. Sólo se sorprendió un poco, tal vez.

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