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Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de los mercaderes (10 page)

BOOK: La guerra de los mercaderes
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Bien, rebobina el ensueño de esa romántica película y olvídate de Mitzi unos instantes, Tenny; el futuro seguía siendo esperanzador. A pesar de haberme comprometido a desembolsar una considerable cantidad de dinero por el apartamento, disponía aún de fondos suficientes para permitirme otras adquisiciones. ¿Un coche nuevo? ¿Y por qué no? ¿Qué clase de coche? ¿Un modelo de propulsión directa, de esos que te sientas en cuclillas sobre una pierna y empujas con la otra, o bien un rutilante descapotable deportivo?

Volvía a tener mucho calor. Intenté de nuevo apagar la calefacción y por segunda vez fracasé.

De pronto me vi bebiendo una Moka-Koka tras otra y por un momento pensé seriamente en desplegar la cama, acostarme temprano y descansar con un buen sueño. Sin embargo, me resistía a pasar mi primera noche en casa de forma tan aburrida. ¡Aquello merecía una celebración!

Una celebración exigía, no obstante, alguien con quien poder celebrar el acontecimiento. ¿Mitzi? Llamé al departamento de personal de la agencia; me dijeron que no tenían todavía su teléfono particular y que ella ya había salido de la oficina. Todas las demás chicas que se me ocurrieron o hacía muchísimos años que no las veía o se hallaban a millones de kilómetros de distancia. ¡Ni siquiera sabía cuáles eran los sitios de moda adecuados para una celebración!

Esa dificultad, no obstante, podía solventarse fácilmente. Mi apartamento disponía de un receptor omnivídeo provisto de doscientos cuarenta canales. Consulté rápidamente el selector: establecimientos de electrodomésticos, floristas, prendas de vestir (masculinas), prendas de vestir (femeninas), restaurantes, exacto, ése era el canal que buscaba. Elegí un sitio muy agradable, situado tan sólo a dos manzanas de distancia del apartamento, y que era justamente lo que deseaba. Como había reservado una mesa, sólo me hicieron esperar aproximadamente una hora en el bar, donde me dediqué a tomar varios combinados de Moka-Koka con ginebra y a charlar con mis vecinos; para cenar me sirvieron la mejor marca del mercado de chuletas de soja, acompañadas de dos clases distintas de purés de verduras deshidratados, y coñac con el café; el servicio era excelente: dos camareros atentos constantemente a quitar el envoltorio de mis porciones y las lengüetas de mis bebidas enlatadas. Todo muy cuidado aunque hubo un curioso detalle; cuando me trajeron la cuenta, la leí sin excesiva atención, pero al repasarla, llamé al camarero.

—Dígame ¿qué es esto? —le pregunté señalando una columna que decía:

Moka-Koka 2'75

Moka-Koka 2'75

Moka-Koka 2'75

Moka-Koka 2'75

—Son Moka-Kokas, señor —me contestó—, una refrescante bebida a base de sucedáneos de...

—Sé perfectamente lo que es una Moka-Koka —le interrumpí—. No recuerdo haber pedido ninguna.

—Disculpe, señor —replicó con respetuosa deferencia—. Pidió usted cuatro. Si lo desea puedo reproducir la cinta en que se ha registrado...

—Déjese usted de cintas —mascullé—. Ya no las quiero. Me marcho.

Me miró desconcertado.

—¡Pero, señor, si la se las ha bebido usted!

Nueve de la mañana. Día precioso. Pagué el importe del taxi-triciclo, me saqué de la nariz los filtros de hollín y entré pavoneándome en el vestíbulo principal del edificio central, la torre, de la agencia Taunton, Gatchweiler y Schocken.

Es indudable que al envejecer nos tornamos cínicos, pero puedo asegurar que tras tantos años de ausencia, al cruzar el umbral me sentí estremecido por un auténtico éxtasis. Imagínese hace dos mil años lo que debía ser entrar en la corte de César Augusto y saber que ahí, en ese lugar, residía el centro de control e inspiración de todos los asuntos importantes del mundo conocido. La agencia, en nuestra época, era lo mismo. Claro está que existían otras agencias, pero también el mundo era mayor. Esta era la Sede del Poder. La absoluta totalidad de aquel gigantesco edificio estaba dedicada a una única y sublime misión: el perfeccionamiento del género humano mediante el estímulo del afán de adquisición. En ese edificio trabajaban más de dieciocho mil personas: redactores y aprendices de malabaristas lingüísticos; especialistas en medios de comunicación capaces de radiar un anuncio sin ondas o reproducir un mensaje comercial en la niña de los ojos; investigadores de mercado imaginando cada día refrescos, bebidas, alimentos, objetos, vicios y bienes de todo tipo, nuevos y más fácilmente vendibles; pintores, dibujantes, músicos, actores, directores, compradores de espacio, compradores de tiempo... la lista podría continuar hasta el infinito. Y por encima de todos ellos, en el piso cuarenta y dos y superiores, se hallaba situado el Estado Mayor Ejecutivo, donde los genios que lo dirigían todo concebían y engendraban sus divinos proyectos. Claro que bromeaba un poco con respecto a la misión civilizadora de quienes dedicábamos nuestras vidas a la publicidad, pero bajo las chanzas latía el mismo respeto y la misma sensación de compromiso que me animaban cuando, perteneciendo de adolescente a la Asociación de Jóvenes Redactores, perseguía mis primeras insignias de mérito e intuía a qué cumbres podía conducirme mi carrera...

En fin. Qué tiempos. La cuestión es que allí estaba, en el corazón del universo. Sólo había un detalle curioso: recordaba el vestíbulo enorme y abovedado. Abovedado seguía siéndolo... pero ¿inmenso? Me pareció mucho más reducido y más abarrotado de gente que la estación de tranvías del Parque de Russian Hills; se me hacía raro comprobar que los años pasados en Venus habían alterado mi sensibilidad. Hasta los visitantes y empleados me parecieron peor vestidos y la encargada de seguridad, situada tras el detector de armas, me lanzó al acercarme una mirada hosca y suspicaz.

Poco me importó esa actitud. Me limité a colocar la muñeca en el dispositivo de exploración y el banco de datos reconoció de inmediato mi número de la Seguridad Social, pese a haber transcurrido años desde la última vez que lo leyera.

—Oh —exclamó la encargada examinando mis credenciales cuando ya el piloto verde del aparato centellaba autorizando mi entrada— usted es el señor Tarb. Es un placer verle de nuevo por aquí.

Sus palabras implicaban una cierta falsedad porque, a juzgar por su aspecto, debía estar aún en la escuela cuando yo crucé por última vez el umbral de la agencia, pero lo importante era la intención que las había animado, el espíritu correcto que anidaba en su corazón. Le propiné una amistosa palmadita en el trasero y con paso jactancioso me dirigí al ascensor. La primera persona que vi al llegar al piso cuarenta y cinco fue Mitzi Ku.

Había dispuesto de veinticuatro horas para superar el resentimiento provocado por la cuestión de la indemnización. No es que fuera mucho pero había servido para limar un poco la aspereza de las aristas de mis celos, aparte de que encontré a Mitzi de muy buen aspecto. No inmejorable, de todos modos, porque, a pesar de que no llevaba ya vendaje alguno, el borroso contorno de los ojos y los labios indicaba que había recubierto de plasticina las heridas aún no del todo cicatrizadas. Y además me sonrió con una cierta timidez al saludarme.

—Mitzi —le dije, incapaz de controlar las palabras que brotaron a continuación; incapaz, digo, porque no era consciente de haberlas siquiera pensado—, ¿no tendría que demandar yo también a la compañía de tranvías?

Se puso muy violenta. Ignoro lo que hubiera contestado porque en aquel momento apareció por detrás de ella Val Dambois.

—Demasiado tarde, Tarb —me dijo. No me importaron tanto sus palabras como el desdén de la voz y la sonrisa—. El estatuto de limitaciones, ¿sabes? Ya te lo dije: perdiste la oportunidad. Vamos, Mitzi —añadió—, no podemos hacer esperar al Gran Jefe...

Por lo visto la mañana me reservaba un disgusto tras otro; el Gran Jefe a quien esperaba era a mí. Mitzi permitió que Dambois la tomara por el brazo, pero se volvió para mirarme a tiempo que me decía:

—¿Te encuentras bien, Tenny?

—Estoy perfectamente... —respondí, y era cierto, exceptuando mi maltrecho amor propio—. Tengo un poco de sed porque aquí dentro hace bastante calor. ¿Sabéis si hay en este piso una máquina de Moka-Kokas?

Dambois me lanzó una mirada envenenada.

—Cierta clase de chistes —rechinó— son de pésimo gusto.

Le vi alejarse entre temblores sebáceos y entrar con Mitzi en el sanctasanctórum del Gran Jefe. Yo me senté, dispuesto a esperar, haciendo lo imposible por aparentar que mi única intención era tomarme unos minutos de descanso.

Resultó que los minutos se convirtieron en bastante más de una hora, aunque, desde luego, nadie reparó en ello.

Al fondo, en su minúsculo rincón de la antesala, la tercera secretaria del Gran Jefe se mantenía ocupada con su intercomunicador y su pantalla de datos, sin levantar más que de vez en cuando la vista para dirigirme una sonrisa, exclusivamente la pagaban para esa tarea. Quienes sólo tienen que esperar una hora para ser recibidos por el Gran Jefe agradecen su buena fortuna, porque la mayoría de los mortales jamás llegan a verle en persona. El Gran Jefe Gatchweiler era ya en vida un personaje de leyenda: de humildes orígenes y acendrada estirpe consumista, sin contar con más ayuda que sus propios recursos, realizó una estafa de tal magnitud que todavía se comentaba entre susurros en los corrillos de los bares del Alto Estado Mayor. Dos de las principales agencias de la época heroica habían fracasado a consecuencia de sonados escándalos: el viejo B. J. Taunton arrestado por incumplimiento de contrato, y la agencia de Fowler Schocken en la ruina después de su fallecimiento. Ambas empresas seguían, sin embargo, subsistiendo, circunscritas a una espectral existencia de conchas vacías, tachadas para siempre por los expertos del firmamento del poder. Entonces, nadie sabe de dónde, surgió Horatio Gatchweiller, engulló los restos del naufragio y lo convirtió en T. G. & S. ¡Nadie se atrevió a tachar ya nunca más a Taunton, Gatchweiler y Schocken! Éramos el número uno en ventas y servicios. Nuestros clientes encabezaban las listas de ventas, y en cuanto a servicios, bueno, ni el semental más preciado del mundo dio tan buen servicio a sus yeguas como nosotros a los consumidores. ¡Horatio Gatchweiler! ¡Su nombre era un talismán! Era literalmente una invocación porque equivalía al inefable nombre de Dios. Nadie lo pronunciaba jamás: a sus espaldas se le llamaba «El Gran Jefe», en su presencia «señor».

Así pues, para mí, estar sentado en el diminuto despacho de su tercera secretaria, haciendo ver que me interesaba por los boletines de La Era de la Publicidad transmitidos de hora en hora por la pantalla instalada en la superficie de la mesa, no constituía ninguna novedad. Incluso podía considerarse un honor. Es decir, honor hubiera sido, de no ser por la molesta y persistente contrariedad de haber dado preferencia a Mitzi y a Val Dambois.

Cuando por fin la tercera secretaria del Gran Jefe me condujo ante la segunda secretaria y ésta ante el secretario, quien a su vez me abrió la puerta del sacrosanto despacho particular, el gran hombre se esforzó por darme una calurosa bienvenida. No se puso de pie sino que con desbordante jovialidad me dijo:

—¡Pase usted, Farb! ¡Cuánto me alegro de verle, muchacho!

Casi había olvidado la soberbia suntuosidad de aquel despacho. ¡Dos ventanas! Por supuesto, ambas estaban con las persianas bajadas; es una tontería correr el riesgo de que alguien lance al alféizar un lápiz provisto de un rayo láser capaz de captar las vibraciones del cristal y enterarse de las conversaciones secretas que tienen lugar en su interior.

—Tarb, señor —insinué.

—¡Desde luego! ¡Desde luego! Y acaba usted de regresar de Venus. Buen trabajo, sí señor. Aunque —añadió observándome con disimulada astucia—, no debía ser tan fácil, ¿verdad? En su hoja de servicios aparece una notita que no sobornaría usted a nadie para que la incluyera...

—Puedo explicar el incidente de esa fiesta de la agencia, señor...

—Desde luego. No se preocupe. Esa insignificancia no va a estorbarle en su carrera. Ustedes los jóvenes que se ofrecen voluntarios para una estancia prolongada en Venus merecen nuestra mayor consideración. Nadie espera que soporten las dificultades de esa clase de vida sin un mínimo de, cómo diría, stress —añadió apoyando soñador la cabeza en el respaldo de su silla—. Ignoro si conoce usted este detalle —dijo mirando al techo—, pero yo también estuve en Venus, hace muchos años. No me quedé. Me tocó el gordo de la lotería, ¿sabe?

—¿Lotería? —repetí desconcertado—. No sabía que los venusianos jugasen a la lotería. Parece totalmente incompatible con su estilo de vida.

—¡La prohibieron, después que un indecente propagandista comercial les arrebatara el primer premio! —replicó a carcajadas—. ¡Jamás volvieron a organizar ningún sorteo! ¡Luego me declararon persona non grata y rápidamente me enviaron de regreso a la Tierra! —y siguió unos instantes riéndose del atolondramiento de los venusianos—. Claro que —agregó recuperando la seriedad— mantuve muy elevado mi nivel profesional mientras estuve en Venus.

Por el modo de mirarme supe que se trataba de una pregunta. Yo llevaba la respuesta preparada.

—Lo mismo hice yo, señor —contesté con entusiasmo—. Aproveché todas las oportunidades que se me presentaron, sin dejar pasar ni una. Por ejemplo, no sé si conoce usted el interior de lo que los venusianos llaman un colmado...

—He visto centenares, muchacho —contestó con una jovial sonrisa.

—Bueno, ya sabe usted lo incompetentes que son. Por todas partes carteles diciendo: «Estos tomates son aceptables si se comen hoy; de pasar esta fecha, comenzarán a deteriorarse», «Los platos preparados cuestan el doble de lo que valen los ingredientes necesarios por separado», y cosas por el estilo.

Se reía tanto que le saltaban las lágrimas.

—No han cambiado nada, por lo que veo —comentó.

—No, señor, en absoluto. Bueno, yo hacía un recorrido por la tienda y al regresar a la embajada, comenzaba a escribir para ellos auténticos anuncios, ¿sabe?, y por ejemplo para los tomates redactaba: «Deliciosos, maduros, frescos, apetitosos, de exquisito sabor veraniego», o bien: «¡Ahorre! ¡Ahorre! ¡Ahorre un tiempo precioso con estas obras maestras de la gastronomía, preparadas por un chef y a punto para salir a la mesa!» Este tipo de cosa. Y luego revisaba los últimos anuncios comerciales llegados de la Tierra, y en unas sesiones de trabajo de dos horas de duración que celebraba como mínimo un par de veces a la semana, organizaba concursos entre los componentes de mi equipo para ver quién ideaba las variaciones más originales sobre los temas básicos de venta...

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