Toñi Ponzoña (una travestí materialista y egocéntrica), Belén (una joven lesbiana que acaba de mudarse a casa de su novia) y Miguel (un cachas mulato, seropositivo y gay) son tres de los habitantes de Chueca que se verán inmersos en la más imprevisible de las situaciones: ¡un apocalipsis zombie en el barrio justo después de las fiestas del Orgullo!
Escrita por el guionista y director de cine Juan Flahn, Orgullo Z es una novela que, rompiendo tópicos, plantea temas para la reflexión pero sobre todo pone al lector en enorme tensión gracias a su estilo dinámico cargado de acción y situaciones límite.
Juan Flahn
Orgullo Z
ePUB v1.1
Polifemo728.06.12
Título original:
Orgullo Z
Juan Flahn, Noviembre de 2011.
Imagen de cubierta: Orgullo Z, Iván García (
www.ig-studio.com
).
Imagen mapa: Chueca sitiada, Pablo de la Riva.
Fotografía autor: Eduardo Gaviña Marañón.
Editor original: Polifemo7 (v1.0)
ePub base v2.0
Para
Héctor Quesada
Antonio Munido
Pablo Sanz
y
JL
What are days for?
To wake us up
,
to put between the endless nights
.
Laurie Anderson
Toñi Ponzoña, con nombre "de chico" Juan Manuel Pérez Estudillo, salió del local donde actuaba a sesenta euros la noche. Estaba agotado, los tacones le molestaban mucho más de lo normal y tenía unas ganas locas de pillar la cama. Oyó un gritito a sus espaldas.
—Toñi, cari, espera que voy contigo.
Era Manuel Morón Izquierdo, alias La Perdida, otra travestí compañera. Así como Toñi se había labrado una discreta fama en Chueca cantando coplillas de toda la vida y contando chistes verdes con su gracejo innato, La Perdida pretendía forjarse una carrera más importante: quería ser estrella del pop o algo así. Pobre ingenua, quién se iba a tomar en serio a un travestí cantando temas electrónicos, pensaba Toñi. Creía preferible, en este mundo del transformismo, ceñirse a lo que funciona desde siempre, el humor grueso, la polla y el chocho y la copla canalla de toda la vida. Esto es lo que creía Toñi pero, por supuesto, jamás se lo diría a La Perdida. Aunque eran muy amigas, ese es el tipo de cosas por las que jamás se dice la verdad. En realidad, reflexionó, ella jamás decía la verdad. Ni a ella ni a nadie. Nunca. Estaba especializada en poner siempre buena cara, disimular y decir palabras bonitas, aunque por dentro estuviese echando pestes.
Se pusieron a caminar calle Pelayo adelante. Las fiestas del Orgullo Gay habían acabado hacía sólo unas horas, ese mismo domingo, y, a diferencia del día anterior, donde la calle había estado tan atestada que era imposible dar un paso, esa noche la gente ya se había retirado —"afortunadamente", pensó Toñi— y las chonis de extrarradio, los bakalas barriobajeros, los perro-flautas de Lavapiés, las pandas de muchachotes heteros que eran los primeros en meter mano a la travestí de turno, los inmigrantes y sus novias bajitas y morenas se habían ido a descansar de las interminables horas, días, de excesos, drogas y alcohol, dejando las calles del barrio plagadas de desperdicios, botellas, vomitonas, charcos de meados. Normalmente se veían patrullas de limpieza del ayuntamiento desde primera hora de la madrugada retirando la basura pero esa noche no parecía haber ninguna a la vista.
Taconearon sobre el asfalto. Las paredes de las casas, todas con las ventanas negras, les devolvieron el eco de sus pasos cortos y apresurados. No había un alma. Algunas luces del alumbrado público se habían apagado y porciones de calle brillaban aquí y allá, como islas redondas y naranjas en medio del océano negro. Ellas caminaban por el medio de la calle saltando de isla en isla, como dos náufragas modernas, arrogantes, con sus grandes pelucas onduladas, La Perdida rubia, la otra pelirroja.
—Estoy contenta porque esta noche me han dicho que me van a producir un videoclip —parloteaba La Perdida—. Es un estudiante de imagen y sonido con mucho talento.
Toñi suspiraba con ganas de decirle que sus videoclips no llegarían a ningún lado, que era una puta travestí, no Madonna, que se olvidara de la música, que no luchara más por un sueño imposible, pero se sentía agotada, sólo quería llegar a su casa y acostarse, así que sonrió, dijo algo como "Qué guay, cariño" y puso el piloto automático mientras la otra iba entrando en detalles.
En una de las esquinas de la calle Pelayo con Gravina vieron tambalearse a un hombre fornido. Apoyado en el costado del edificio se puso a vomitar haciendo ruidos guturales.
—Vaya melopea lleva ese —apuntó Toñi.
—Creo que le conozco. ¿No es…? Sí, creo que es Mario.
A juzgar por el ruido espantoso que hacía, se estaba deshaciendo de las entrañas a fuerza de expulsarlas por su boca. El espinazo se le movía arriba y abajo, al ritmo de las convulsiones producidas por el vómito. La Perdida miró a Toñi con preocupación y se acercó a su amigo, poniéndole una mano sobre la espalda, mirándole con ternura, apartándole el pelo de la frente. Toñi, alejada unos metros, vio que le hablaba con cariño; no entendía qué le decía pero se empezó a impacientar.
—Oye Perdida, que yo me voy a casa, ¿eh?
La Perdida la miró desde la esquina, sosteniendo a duras penas al hombretón.
—Toñi, llama a una ambulancia. Mario está fatal.
Con un resoplido de impaciencia, Toñi buscó su móvil en la mochila. Cuando lo estaba encendiendo se dio cuenta de dos cosas: la primera que no tenía batería y la segunda que La Perdida comenzaba a chillar como una posesa.
Toñi miró a su amiga: el hombre fornido estaba agarrándola con sus dos potentes brazos, impidiéndola escapar. Había hundido su cabeza en el cuello de la travestí. Al principio Toñi pensó que la estaba besando o que se estaba propasando pero como el grito de dolor, su cara desencajada y sus manotazos a la nada no cesaban, enseguida se dio cuenta de que en realidad la estaba mordiendo. Mordiendo, sí. Le había hundido los dientes en la carne tierna de su pescuezo y de entre sus fauces empezaba a brotar sangre a presión, a chorros, intermitentemente. Sangre que, con la poca luz de las escasas farolas, parecía negra y manchaba la cara de esa bestia que no paraba de morder y morder, de masticar, de arrancar trozos de músculo y carne, hasta que un vaso sanguíneo elástico y flexible se le quedó entre los dientes y echó su cabeza hacia atrás, agitándola hacia los lados, como hacen los perros, para arrancar la vena sin éxito. La Perdida estaba perdiendo el conocimiento y había dejado de luchar, permitiendo que el caníbal pudiera dar cuenta de otras partes de su anatomía como su cara, de la que arrancó un buen pedazo, llevándose parte de la mandíbula maquillada de la bella travestí.
Cuando la bestia giró la cara, Juan Manuel Pérez Estudillo, alias Toñi Ponzoña, se pudo percatar de lo cerúleo de su piel acartonada, surcada por venillas traslúcidas, de sus dientes podridos llenos de sangre y carne, de su expresión feroz e inhumana y su mirada con pupilas blanquecinas que se cruzó con la suya unos segundos. Eso no era una persona. Toñi se dio cuenta en ese momento de que hacía varios minutos que no respiraba y decidió correr, correr cuanto pudiera calle abajo.
Sus piernas, flojas, se movieron solas, acarreando con su pelucón, sus tacones inestables y su vestido rojo, largo, de lentejuelas, que le permitía dar cortos pasitos nada más. Seguía sin respirar y por eso no gritaba. A mitad de la calle, el aire empezó ruidosamente a entrar en sus pulmones raspándole la garganta; sonó como un rebuzno angustioso. Le pareció ridículo pero no lo pudo evitar y continuó hiperventilando y rebuznando unos cuantos pasos más calle abajo, hasta que sus piernas ya no respondieron. Se tambaleó, trastabilló, se cayó de morros. Desde el suelo miró atrás. Oyó algo así como el ruido de un melón roto y después algo líquido desprendiéndose sobre los duros adoquines; el monstruo, agachado en su esquina, comía. Se comía a su amiga, La Perdida, alias Manuel Morón Izquierdo, que todavía sufría convulsiones. El pelo sintético de su peluca rubia, toda pegoteada de sangre, se movía a espasmos.
A la vez que se ponía en pie y echaba a correr, Toñi comenzó a gritar. A gritar tan alto como pudo. Y las paredes de los edificios de Chueca, con sus ventanas negras, le devolvieron el eco.
Toñi entró temblorosa en su pequeño apartamento. Cerró la puerta con varias vueltas de llave y en dos zancadas alcanzó el pequeño salón que también le servía de dormitorio. El sofá cama estaba sin plegar y se golpeó en la espinilla al pasar de un lado a otro para bajar la ruidosa persiana y así clausurar su casa. Si alguien le hubiera preguntado, y ella hubiera podido articular palabra, no habría sabido dar una explicación racional sobre aquello; lo que había visto no era normal y deseaba alejarse lo máximo posible. Aislarse era una buena solución por el momento. Mañana quizá cogería un tren y se volvería para Cádiz, a casa de su madre, con la que no se llevaba bien pero daba igual, necesitaba volver a lo conocido, a lo doméstico; el sabor del salmorejo, el suave rumor del mar en la bahía le harían olvidar lo que había visto diez minutos antes.
Toñi se postró de rodillas frente a la pequeña imagen de la patrona de su Cádiz, Nuestra Señora del Rosario. La redonda cara de la Virgen con el niño presidía un altarcito donde Toñi había acumulado recuerdos e imaginería pop y gay de todo tipo: postales de la familia Munster, una Barbie vestida como Escarlata O' Hara, velitas, abalorios brillantes, el maxi single de
A quién le importa
y cientos de cosas más. Toñi quería rezar, quería pedirle ayuda a la virgen, pero no sabía cómo hacerlo, —ese altar sólo había tenido una función decorativa—, así que se dio la vuelta, agarró el auricular de su teléfono
vintage
de los setenta y comenzó a marcar los números de la policía.
Tardó minutos en hacerlo, sus manos no acertaban con la ruleta, con la eterna ruleta que se demoraba siglos en dar la vuelta para marcar un número. No parecía tener fuerza siquiera para sostener el auricular así que, lacia, lo dejó caer de cualquier manera y se quedó colgando, bamboleándose bajo el cable enrollado en forma de muelle. Rebuscó en su bolso. Vació el contenido sobre la cama deshecha. Mientras buscaba las pastillas se acordó de que hacía exactamente siete días que, en esa misma cama, había follado con Nacho por última vez. Si él estuviera allí ahora…
Pero no estaba. Encontró lo que buscaba. Valium. Y se tomó dos de un golpe, sin agua. Tragó con fuerza. Las cápsulas rasparon su dolorida garganta, ni se enteró. Deseando que las pastillas le hicieran efecto cuanto antes, rescató el auricular de su bamboleante ingravidez y marcó de nuevo el número de la policía. Esta vez sí pudo lograrlo. La voz de una mujer sonó al otro lado del hilo.
—Policía, dígame…
Pero Toñi no pudo pronunciar palabra. Ni siquiera un sonido.