—Te estás portando muy mal, Miguel.
—¡Hace veinte años que me fui de casa para perder de vista al viejo, sólo me faltaba que viniera usted, un capullo desconocido, a ejercer de mi padre!
—Pero ¿para qué quieres tú una puta puerta blindada? —intervino ella con sonrisa displicente.
Miguel les cerró la puerta en las narices. Desde entonces, no sólo la familia del piso de arriba sino todas las del edificio, se la tenían jurada. Chueca, el paraíso del mariconeo y de la gente joven, y en todo su portal no había nadie menor de cuarenta años, ya era mala suerte. Bueno sí, su adorado Fabio que dormía ahora con la almohada sobre la cabeza y el culo redondo en pompa.
Le pegó un mordisco cariñoso en el glúteo y se levantó. Se puso su albornoz y se encaminó al cuarto de baño. Abrió el armarito y apartando los botes de sus medicinas para el sida, encontró el del ibuprofeno. Sacó una cápsula y se la tragó bebiendo del grifo. Pensó en tomarse sus pastillas antirretrovirales diarias pero prefirió darse una ducha antes y comer algo para proteger el estómago ante la andanada química.
Un portazo en el piso de arriba y unos gritos angustiosos le asustaron. Alguien bajaba la escalera a trompicones, zapateando fuertemente, haciendo que temblara la vieja estructura de madera del inmueble.
—¡Mecagüen la puta! Y luego me dicen a mí que soy escandaloso con la música.
La adormilada voz de Fabio le llegó desde el dormitorio.
—¿Qué pasa?
—Nada, amor. Voy a enterarme.
Los contundentes pasos se perdieron portal abajo pero los sollozos y lamentos femeninos continuaron en el piso de arriba. Miguel anudó bien el cinto de la bata sobre su cuerpo desnudo y salió al descansillo. Dudó un segundo si coger las llaves pero al fin y al cabo, pensó, sólo será un minuto. De modo que dejó la puerta entornada y salió al portal. Esta decisión banal, tomada sin pensar, por vagancia o comodidad, le estuvo torturando el resto de sus días. Si hubiera cerrado la puerta… Si la hubiera cerrado el horror no se habría instalado en su vida. Al menos no tan inmediatamente. Pero no la cerró. La dejó entornada y subió al piso de arriba.
Miguel se encontró la puerta de sus vecinos abierta de par en par. El oscuro pasillo estrecho que se internaba en la casa aparecía sembrado de objetos, de fragmentos de platos o porcelana, papeles y lo que parecía un reloj de cuco pisoteado. "Estos dos se han tirado de los pelos", pensó Miguel y se sintió orgulloso de la estabilidad de su propio matrimonio; en diez años no habían tenido una sola discusión seria.
Siguió el sonido de unos sollozos amortiguados al fondo de la vivienda, en la cocina. El ambiente olía amargo, penetrante, a una mezcla de comida cocinada o podrida y pozo séptico.
—¿Señora Petra? —preguntó y a la vez se sintió estúpido interesándose por esa vieja bruja criticona que no había hecho sino amargarles la vida a él y a su novio desde que llegaron al inmueble. Pero, ya que estaba metido en el berenjenal, volvió a preguntar: ¿Señora Petra, se encuentra bien?
La cocina estaba como el resto de la casa, completamente revuelta, los armarios abiertos, los cacharros diseminados por el suelo. Encontró a la mujer sentada en una pequeña banqueta ante la mesa de la cocina, con el codo sobre la mesa y la cabeza apoyada en la mano, como si reflexionara. El pelo revuelto, la ropa rasgada, no parecía estar herida. Más que llorar era como si lanzara una plegaria al cielo, como si implorara ayuda a Dios en una jerga incomprensible, sobreactuada. Cuando levantó la vista y fijó sus pupilas en Miguel, éste se dio cuenta de que estaba loca.
—¿No te los has cruzado? —le espetó.
—¿A… a quién? —Miguel miró a todos lados.
—Mi marido… Mi marido…
—¿Qué le ha pasado a su marido?
—Se ha vuelto loco y a la niña la ha… la ha…
"La ha violado, como si lo viera", pensó Miguel. "Y luego nos dicen a las parejas homosexuales que somos disfuncionales, no te jode".
Reprimiendo la risa de suficiencia y fingiendo compasión, se interesó.
—¿Qué le ha hecho?
La mujer lo miró y abrió mucho los ojos desencajados.
—¡La ha mordido!
Miguel no dijo nada. Abajo, en el portal, oyó ruidos de carrera, zapateos y gruñidos que, llegando de escaleras abajo, sonaban con eco, como en una cueva. La mujer pareció no haber oído nada y continuó su parloteo urgente:
—La ha mordido a la niña. Estaba recién levantada y él ha venido de la calle, de beber toda la noche… estaba borracho. Estaba más que borracho, estaba loco. No parecía él, tenía cara como de… de monstruo… estaba enfermo, vomitaba… decía que le dolía todo… que no sabía qué le pasaba. Yo he cogido el teléfono para llamar al médico y entonces ha mordido a la niña…
La mujer rompió de nuevo a llorar y a lanzar sus plegarias ininteligibles.
—¿La ha mordido? ¿Y qué le ha hecho?
—Le ha arrancado un trozo de carne del brazo. Salía mucha sangre.
Miguel reprimió un escalofrío: "Qué exagerada esta mujer, ¿cómo es posible que le haya arrancado un…?".
Miguel no terminó el pensamiento y preguntó:
—¿Entonces acaban de salir?
—Sí, la niña ha salido corriendo y su padre detrás —la mujer movió su cabeza de lado a lado a toda velocidad, negando enloquecida—. Cualquiera diría que se la quería comer, tenía mirada como de… como de… dragón o dinosaurio.
¡Toma ya! Ella no podía decir león o tigre, no, ella se decantaba por animales mitológicos o extintos hace miles de milenios.
Miguel pensó que tenía que salir de esa pesadilla suburbana cuanto antes.
—¿Y sus otros hijos? ¿Dónde están?
—Salieron a las fiestas y todavía no han vuelto.
—Mire, voy a bajar a mi casa y llamo a la policía, ¿vale?
—¡No, no salgas, a ver si te va a hacer algo!
—No pasa nada, déjeme salir…
—¡No! —le agarró con sus manos como tenazas.
A Miguel de pronto la mujer le dio miedo. Así que la apartó de sí con un empujón algo más fuerte de lo normal.
—Voy para casa. Usted no se mueva que enseguida viene la ayuda, ¿vale?
Miguel salió de aquella casa que olía raro y bajó el tramo de escaleras que le separaba de su piso. Desde arriba, desde el descansillo intermedio, la vio. La niña, la hija de la vecina, tenía sus dos coletas rubitas pegoteadas de sangre, un enorme boquete tumefacto, rojo oscuro, coagulado, en uno de sus brazos. Con expresión de desorientación, tenía ojos nublados por una telilla, una catarata borrosa, y la respiración sonora y ronca. De su pequeña boquita, que ella abría y cerraba, abría y cerraba, lentamente, masticando, salían varios hilillos elásticos de sangre roja. La niña miraba hacia todos lados, como un animal oteando el territorio pero no lo vio.
Pero lo que a Miguel le aterrorizó más fue que la niña estaba saliendo de su apartamento.
Miguel había dejado la puerta abierta cuando subió al piso de arriba y la niña se había colado. Su cabeza comenzó a cavilar a toda velocidad. La niña había huido de su casa, perseguida por el padre, ¿dónde estaba el padre? ¿Se había colado también en su casa? Inmediatamente pensó en Fabio.
—¡Fabio! —llamó alarmado.
El grito llamó la atención de la pequeña que lanzó un grito agudo, como de rapaz, un grito de rabia y… ¿hambre? La niña se abalanzó hacia Miguel, con los brazos en alto subió el tramo de escaleras que los separaba. Miguel, de manera instintiva, lanzó su pierna derecha hacia adelante y descargó toda su fuerza en plena cara de la chiquilla. Se oyó un ruido de astilla rota, la cabeza de la pequeña se desprendió hacia atrás, quedándose descolgada sobre su espalda como una especie de balón balanceante con pelos.
La madre de la cría apareció por detrás a tiempo para verlo todo.
—¡Asesino! —gritó.
—¡Señora, que no está muerta!
La niña, con la cabeza colgando por detrás, se movía desorientada —"como pollo sin cabeza", pensó Miguel—, de acá para allá en el pequeño tramo, con las manos extendidas ante sí, palpando, toqueteando las paredes, caminando pasitos adelante y pasitos atrás, incapaz de mantener el rumbo.
A pesar de no ser ningún experto, Miguel creyó que aquello desafiaba todas las leyes de la anatomía y de la biología y de la naturaleza y aprovechó que la madre se lanzaba en socorro de su hija, canturreando llorosa sus plegarias plañideras de siempre, para meterse corriendo en su casa, cerrando rápidamente la puerta tras de sí.
Miguel corrió todos los cerrojos de su puerta de seguridad y, respirando fuertemente por el cansancio y el miedo, se puso a vigilar por el agujero de la mirilla la escena que se desarrollaba en el descansillo.
La niña seguía trastabillando de un lado a otro del pequeño descansillo mientras chillaba con su agudísima y penetrante voz. Su madre intentaba atraparla sin éxito y le regañaba: "Párate, Vanessa. ¡Que te pares, coño, que te coloco la cabeza!". La niña cayó rodando por la escalera. La madre pegó un gritito y salió en pos de la pequeña desapareciendo de la vista de Miguel.
Cuando se apartó de la puerta, Miguel se dio cuenta de que todo su cuerpo, desnudo bajo el albornoz, temblaba como una hoja. Oyó un gemido amortiguado al fondo del pasillo, en el pequeño cuarto de baño; su corazón silbó dentro de su pecho, sintió arritmia y una descarga de adrenalina cuando vio un rastro irregular de sangre brillante que, saliendo del dormitorio, se perdía bajo la puerta del retrete.
—¡Fabio! —gritó.
El sonido gutural y ronco de una vomitona llegó a sus oídos. Corrió al cuarto de baño y abrió la puerta de golpe.
Fabio estaba arrodillado, en pelotas, apoyado en el inodoro, expulsando por su boca, a convulsiones, un líquido verdoso y maloliente. En su glúteo lucía una profunda herida abierta, de color granate. De ella ya no brotaba sangre, pero toda su pierna derecha estaba roja, llena de cuajarones de sangre reseca.
Miguel horrorizado, se arrodilló junto a él:
—¿Pero qué te ha pasado…?
Fabio le lanzó una mirada lastimosa, estaba sin aliento, agotado. Sus ojos habían perdido el brillo y pequeñas venillas azules comenzaban a asomar sobre su piel mortecina.
—Me ha mordido en el culo… Esa niña del demonio. Salió corriendo…
—Llamaremos a una ambulancia y a la policía —aseguró Miguel y luego gritó hacia el techo—. ¡Les voy a meter un puro a esos de arriba que se van a cagar!
—Creo… creo que esa niña me ha contagiado algo, Miguel…
—¿Qué dices?
—No me encuentro bien… No sé qué me pasa… pero no…
No pudo terminar la frase porque la enorme arcada que le sobrevino le hizo expulsar lo que a Miguel le parecieron litros de papilla grumosa. Fabio se tapó la boca con las manos para intentar detener la vomitona pero sólo consiguió dispersar el fango hediondo que salió a presión por entre las comisuras de sus dedos y los agujeros de su nariz yendo a parar a las cuatro esquinas del cuarto de baño. Miguel le ayudó a inclinarse sobre la bañera, donde Fabio continuó expulsando y expulsando sin poder apenas respirar.
Cuando, exhausto, Fabio se desvaneció, Miguel le cogió en brazos y lo trasladó a la cama, murmurando frases de consuelo entre reproches e insultos dirigidos a Dios, a la niña y a la madre que la parió.
Depositó con todo el amor del mundo a Fabio en su cama y le cubrió ligeramente con la sábana. Su piel había adquirido cierta tonalidad verdosa y sus labios, cuarteados y resecos, se estaban poniendo morados a ojos vista. Miguel, muy alarmado, se agarró la cabeza sin saber muy bien qué hacer; dio un paso fuera de la habitación para ir a llamar al médico por teléfono, después otro paso dentro y, por fin, otro paso fuera, para volver a entrar y tocar la frente de su amado, que estaba ardiendo.
—Te voy a dar un ibuprofeno lo primero… y un calmante. ¿Te duele?
Pero Fabio no contestó. Respiraba ruidosamente, con gargajos en la garganta, movía la cabeza de un lado a otro, soñando pesadillas. Fabio corrió al baño, rebuscó en su enorme y bien surtido botiquín; de los nervios tiró todos los botes de pastillas, incluidos sus retrovirales, sobre el lavabo. Con manos temblorosas sacó un ibuprofeno y un par de sedantes de sus respectivas cajas, llenó un vaso con agua del grifo y volvió al dormitorio, donde Fabio seguía enroscándose como una culebra.
A duras penas consiguió darle las pastillas. Tuvo que obligarle a tragarlas metiéndoselas, como a los gatos, casi en la garganta. Después el vaso de agua que le hizo toser ruidosamente. Comprobó que había tragado las medicinas metiéndole los dedos en la boca y repasando el interior. Justo cuando sacó los dedos de la boca de su novio, Miguel tuvo la sensación de que Fabio le lanzaba un mordisco instintivo que no le pilló el dedo índice por milímetros. Pero sólo fue una sensación.
Gimiendo de impotencia, sin entender nada, corrió al teléfono del salón. Marcó el teléfono de su médico particular, el único en quien confiaba. Cuando, hacía doce años, descubrió que era seropositivo su mundo se le vino abajo. Sintió que su vida había acabado antes de cumplir los treinta. A pesar de que tenía una gran cultura sexual y había asumido su homosexualidad desde su temprana adolescencia, aunque militaba en una asociación gay de izquierdas y sabía que él no era culpable de nada, que no había que estigmatizar a los enfermos y bla, bla, bla, él se sintió culpable, sucio y estigmatizado. Y no podía parar de pensar en quién coño le habría transmitido el virus. ¿Habría sido el tipo ese que conoció en una gasolinera, que le folló en el coche y que, total, no tenía condones y por una vez no pasaría nada? ¿O fue su amor de verano del 98, ese joven canadiense rubito y tímido que conoció en el Cabo de Gata? Estaban tan enamorados que jamás usaron protección y el rubito, una vez acabó el verano, desapareció de su vida sin decir ni mu y dando al traste con todos los planes de futuro que, unilateralmente por lo visto, había forjado Miguel.
El caso es que se pasó cerca de un año encerrado en casa, deprimido y sintiendo que el telón había caído para él. Por suerte, sus compañeros de la asociación gay le pusieron en contacto con un médico particular que, además de cambiarle la medicación, le trató con la cordialidad y la falta de prejuicios que él necesitaba. Poco a poco recuperó la autoestima, se dio cuenta de que la enfermedad no avanzaba, se sentía bien, comenzó de nuevo a poner discos por los locales de Madrid y empezaron a salirle curros en provincias. En una de esas salidas, conoció a Fabio y entonces su existencia se convirtió de nuevo en algo que merecía la pena ser vivido.