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Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de los mercaderes (12 page)

BOOK: La guerra de los mercaderes
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—Si era para echarte un revolcón, olvídalo —le dije con amargura señalando hacia la cortina que disimulaba la cama plegable donde Rockwell, mi compañero de dos a diez de la noche, disfrutaba del turno que le correspondía.

Ella... iba a decir que se sonrojó pero creo que se ensombreció es una expresión más exacta.

—En cierto modo me siento un poco responsable —dijo.

—¿Por no hablarme de lo de la indemnización? ¿Por permitir que yo me haya arruinado mientras tú amontonas millones? ¿Por nimiedades de tan poca monta como ésas?

—Algo así, supongo —replicó alzándose de hombros—. Tenny, reconozco que siendo un adicto a la Moka-Koka no tienes futuro en la agencia, pero podrías hacer muchísimas otras cosas. ¿Por qué no vuelves a la universidad? ¿Por qué no aprendes algo? Puedes iniciar otra profesión, qué sé yo, médico, abogado...

—¿Y dejar la publicidad? —exclamé estupefacto.

—¡Vaya por Dios! ¿Qué tiene de sacrosanto la publicidad?

Aquella réplica, tengo que admitirlo, me dejó de una pieza. No supe contestar más que con un: «¡Cuánto has cambiado, Mitzi!» que le dirigí como un reproche.

Ella con mucha lentitud me contestó:

—Quizá me he equivocado viniendo a verte. —Luego se le iluminó la cara y mirándome fijamente exclamó—: ¡Ya sé! ¿Qué te parecería trabajar en Intangibles? Creo que podría conseguirte algo en ese departamento, en seguida no, claro, cuando quede una vacante...

—¡Intangibles! —repetí con desdén—. Mitzi, soy un experto en producto. Vendo bienes. Intangibles es una sección para las viejas glorias o para los fracasados, aparte de que ¿cómo demonios podrías conseguírmelo?

Vaciló unos instantes y luego dijo:

—Creo que sí podría conseguírtelo. Es que... bueno, da lo mismo que lo sepas, aunque de momento te ruego que lo guardes en secreto. He cobrado la indemnización y me han autorizado a participar en la agencia.

—¡Participar en la agencia! ¿Quieres decir que eres accionista?

—Eso es. Soy accionista.

Lo dijo como excusándose, como si fuera posible excusarse de una cosa así. Ser accionista de la agencia era casi lo mismo que ser Dios. Sencillamente no se me había ocurrido que un conocido mío dispusiese jamás del capital suficiente para poder comprar acciones de la agencia.

Pero yo me negué, agitando la cabeza.

—Soy un experto en producto —contesté orgulloso.

—¿Ah sí? —contesto como un rayo—. ¿Y tienes mejores ofertas?

Por supuesto que no las tenías. Y me rendí.

—Anda, tómate una Moka-Koka —le dije— y hablemos con más detenimiento.

Y aquella noche me acosté, si bien a solas, con algo de lo que hasta entonces carecía: esperanza. Hasta el momento de dormirme me estuve recreando con sueños imposibles: volver a la universidad, obtener aquella licenciatura en Filosofía Publicitaria a la que desde chiquillo había aspirado, aprender diversas técnicas complementarias, llevar a cabo alguna investigación sobre el tema de Intangibles... abandonar la dependencia a la Moka-Koka.

En mi entusiasmo me parecieron todas ideas excelentes, sin saber si a la mañana siguiente, con la llegada de la fría luz del alba, quedaría algo en pie de mis buenos propósitos. Sin embargo, recibí en este sentido un poderoso apoyo moral. Me desperté al oír golpes en la cabecera de la cama y la voz ronca de Nelson Rockwell, mi compañero de dos a diez, comunicándome, en tono quejumbroso, que había cambiado el turno con Bergholm y que le tocaba acostarse.

A pesar de hallarme adormilado, me percaté en seguida de que tenía un aspecto espantoso: sobre el pómulo derecho lucía un cardenal granate, como una mancha de uva triturada, y al alejarse del cubículo del dormitorio vi que cojeaba ostensiblemente.

—¿Qué ha ocurrido, Nelson?

Me miró como si le acusara de haber perpetrado un crimen.

—Un pequeño malentendido —murmuró.

—A mí me parece un grandísimo malentendido. ¡Menuda paliza te han dado!

Se alzó de hombros y una mueca de dolor distorsionó su cara al notar que los músculos se negaban a efectuar tal movimiento.

—Me he atrasado un poco en los pagos y San Jacinto ha enviado a un par de cobradores que me esperaban a la salida del trabajo, en la fábrica. Oye, Tenn, ¿no podrías prestarme cincuenta dólares hasta el día de cobro? Es que me han dicho que al próximo atraso me parten las rótulas.

—Cincuenta dólares no los tengo —le contesté con casi absoluta veracidad—. ¿Por qué no vendes algunas figuritas?

—¿Venderlas? ¿Vender lo único que tengo? ¡Por Dios, Tenn —exclamó—, qué estupideces dices! Estas figuras son piezas de colección, de muchísimo valor porque constituyen una excelente inversión. Todo lo que tengo que hacer es guardarlas hasta que empiece a producirse demanda en el mercado, y entonces, ¡verás tú! Son ediciones limitadas, ¿sabes? Dentro de veinte años tendré una casita en Florida y allá me retiraré a disfrutar de la vida y ¿sabes cómo voy a conseguirlo? Pues con estas figuritas, sólo que... —añadió con tristeza— si me atraso en los pagos, tendré que devolverlas y además me partirán las rótulas.

Eché a correr por el pasillo hacia el cuarto de baño porque no podía soportar seguir escuchándole. ¡Piezas de colección de edición limitada! ¡Cuentos chinos! ¡Si lo sabría yo! Era uno de los primeros temas en que había trabajado; ediciones limitadas, sí, al máximo número de ejemplares que pudiésemos vender, cincuenta mil como mínimo. Piezas de colección quería decir que lo único que podía hacerse con ellas era coleccionarlas.

Así que me aseé a toda prisa, salí de mi cuarto y a las siete de la mañana ya estaba en el recinto de la facultad de Publicidad y Ciencias de la Promoción de la universidad de Columbia, inspeccionando el catálogo de cursos y calibrando posibilidades. Había una gran oferta de asignaturas optativas que acumulaban créditos para la obtención del título, de entre las cuales seleccioné las que me parecieron más interesantes: historia, matemáticas, esta última básicamente para aprender técnicas de muestreo, y hasta composición y estilo, ésa porque pensé que resultaría fácil de aprobar, pero también porque vagamente me rondaba por la cabeza la idea de que si lo del trabajo en Intangibles se esfumaba, podría serme de utilidad. En caso de no permitírseme escribir nada real, al menos me dedicaría a escribir ficción, unas cuantas novelas. Ya se sabe que con ese oficio no se ganan millones, pero siempre hay un mercado, porque siguen quedando grupitos de inadaptados que no soportan los deportes o se niegan a seguir los seriales del omnivídeo, y no se les ocurre mejor entretenimiento que dedicarse a leer. Era un ejercicio que yo mismo confieso haber practicado, en un par de ocasiones quizá, haciendo aparecer algunos textos clásicos en la pantalla del televisor. Es una ocupación un tanto precaria, pero cuenta con un mercado, y no tiene nada de deshonroso aprovecharla para ganar un poco de calderilla.

Este es uno de los aspectos más curiosos de la depresión. Cuando uno se ve sumido en ella, todo parece tan difícil y existen tantas preocupaciones que resulta casi imposible intentar salir de ese marasmo. Pero una vez dado el primer paso, el segundo es más fácil y el tercero mucho más, tanto que ese mismo día decidí hacer algo con respecto a la cantidad de Moka-Kokas que consumía a diario. No someterme a una cura de desintoxicación, ni siquiera cortar el consumo por lo sano. Lo primero que tenía que hacer era analizar el problema con realismo, de modo que empecé por apuntar en un papel cada vez que tomaba una Moka-Koka. Lo hice durante una semana, al cabo de la cual descubrí horrorizado que ingería un promedio de cuarenta al día, y encima sin disfrutarlas demasiado.

Resolví, pues, afrontar el problema. No quería renunciar por completo a ese hábito porque la verdad es que la Moka-Koka es una bebida sumamente agradable. Es, en efecto, un refresco a base de la mejor selección de sucedáneos de chocolate, extractos de café soluble y equivalentes de cocaína que producen una extraordinaria sensación de vigor. En conjunto, como ya he dicho, una bebida muy agradable. Mi idea no era dejar de tomarla sino simplemente reducir el consumo. Es decir, quería plantearlo como un problema logístico y de horario, en todo semejante al cálculo de programación óptima de anuncios publicitarios a partir de datos de audiencia de un programa. Cuarenta Mokas al día era absurdo. Calculé que unas ocho serían más que suficientes para mantenerme entonado sin necesidad de saturar mis papilas gustativas.

Deduje, pues, que una Moka cada dos horas sería más que suficiente. De modo que compuse un cuadro:

6.00

8.00

10.00

Y así sucesivamente hasta las veintidós, hora en que podía sacar a Nelson Rockwell de la cama, tomar la última del día, y acostarme.

Al hacer el recuento, resultó que tomando una Moka cada dos horas durante las dieciséis del día que pasaba despierto, sumaban nueve en vez de ocho, a menos que renunciase a la primera o la última, cosa que no estaba en absoluto dispuesto a hacer. Decidí que por una tampoco era cuestión de exagerar, y además me sentía de lo más satisfecho con el cuadro del programa que había trazado. Era un esquema tan poderoso y efectivo que me sorprendió que no se le hubiese ocurrido a nadie más que a mí.

Y puedo asegurar que lo cumplí a rajatabla. Durante casi un día entero.

Las primeras dos horas de intervalo, hasta las ocho, me costaron toda mi fuerza de voluntad, pero lo que hice fue prolongar lo más posible el desayuno y encerrarme en la ducha hasta que los demás inquilinos empezaron a aporrear la puerta indignados por el abuso. Las diez estaban todavía muy lejos, pero fui paseando hasta la agencia y una vez allí ideé un segundo esquema complementario. Aquel día me enviaron de recados en seguida, y mientras pedaleaba de un sitio para otro, resolví no mirar el reloj sino esperar a llegar a mi destino y entonces mirarlo y calcular cuántas paradas me faltaban antes de que me tocara la próxima Moka. Y me decía: «En los estudios gráficos todavía no, en el banco tampoco, en la taquilla donde tengo que comprar las entradas para Audrey Wixon tampoco... cuando llegué al restaurante a recoger las gafas que el señor Xen se olvidó allí anoche, entonces me tocará la próxima.» Funcionó de maravilla, con óptimos resultados. Bueno, para ser absolutamente sincero, con resultados casi óptimos. Se produjo un pequeño contratiempo justo después de comer, porque por equivocación, al consultar el reloj creí que eran las catorce, y me tomé la Moka correspondiente cuando en realidad eran las trece. Pero, en fin, no fue nada serio porque decidí cumplir el resto del programa a las horas impares. Hubo un rato un poco duro por la tarde, porque me hicieron esperar en recepción hasta las quince catorce, aguardando un paquete que tardó bastante en llegar, pero por lo demás transcurrió el día sin contrariedades.

Después ya fue otra cosa. La Moka de las diecisiete era para celebrar el fin de la jornada de trabajo; muy bien, no hubo problema. Ya me costó más esperar hasta las diecinueve, pero alargué la cena lo más que pude. Después, de nuevo en mi cuarto, llegar a las veintiuna se me hizo interminable. Hacia las veinte quince cogí una botella de Moka de un paquete de seis y la sostuve entre las manos. Tenía el omnivídeo puesto y daban una de esas sagas de los tiempos heroicos de la publicidad por correo, pero la verdad es que no conseguía concentrarme en la pantalla. Se me iban los ojos al reloj: veinte quince, veinte veinte, veinte veintidós... a las veinte cincuenta tenía los ojos irritados pero esperé a que fueran exactamente las veintiuna para tirar de la lengüeta de la bebida.

Me la bebí de un trago, disfrutándola a base de bien, y con la inmensa satisfacción de haber cumplido mi programa.

Y entonces caí en la cuenta de que tendría que aguardar hasta las seis, nueve interminables horas, para poder tomar la próxima.

Era superior a lo que me sentía capaz de resistir. Cuando Charlie Bergholm, frotándose los ojos, salió entre bostezos de la cama para dejármela a mí, me había bebido un paquete de seis entero.

Empezaron los cursos. De vez en cuando me aplicaba a reducir el consumo de Moka-Kokas, aunque sin violentarme, porque había resuelto que lo importante era sacar el máximo partido de todos los aspectos de mi vida, y uno de ellos estaba adquiriendo más importancia de lo que me había imaginado.

Es curioso. Parece como si una persona dispusiera solamente de una determinada cantidad de amor y ternura para darla a otra persona. Me decía a mí mismo que la dependencia de la Moka-Koka no era en realidad una circunstancia catastrófica, que no obstaculizaba mi trabajo, que no suponía ninguna indignidad... pero lo cierto es que no creía ninguna de las razones que a mí mismo me daba. Y cuanto más bajo caía ante mis propios ojos, más aumentaban mis reservas de cariño, sin tener ya a nadie a quien dárselo.

La vida de un diplomático está repleta de normas y de carencias. Los que estábamos en Venus, nos hallábamos rodeados de ochocientos mil enemigos irreconciliables. Nosotros, los diplomáticos, éramos solamente ciento ocho. En tales circunstancias ¿cómo pueden trabarse amistades? ¿Qué puede hacerse para resolver un problema aún más peliagudo, al que por llamar de algún modo denominaremos amor? Se encuentra uno en un universo compuesto por, digamos, unas cincuenta candidatas del sexo opuesto entre quienes elegir. De ellas, probablemente una docena están casadas, otras tantas son demasiado jóvenes y otras tantas no resultan elegibles en razón de su avanzada edad. Con un poco de suerte quedan, pues, como máximo diez posibles amantes y ¿qué posibilidades hay de que una de ellas se encapriche de ti y tú te encapriches de ella? Poquísimas. Los diplomáticos se hallan tan condenados a procrear entre sí como los supervivientes de la Bounty en la isla de Pitcairn. Para mí la llegada de Mitzi Ku fue como si me tocara la lotería. Nos gustamos de inmediato y descubrimos que teníamos ideas afines sobre el sexo. Ella significó para mí una oportunidad de incalculable valor, y no sólo por el mero hecho del sexo como acto físico sino por todos esos vínculos de pareja que lo acompañan, como son las confidencias a medianoche o el recordar la fecha de los cumpleaños respectivos. Era sumamente agradable contar con Mitzi para esas cosas. Era tal vez el accesorio más valioso de todos los que me proporcionó la embajada, y yo no cesaba de sentirme agradecido por la comodidad que representaba. Hablábamos entre nosotros con mucha franqueza pero había una palabra que ninguno de los dos mencionaba jamás. Era la palabra «amor».

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