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Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de los mercaderes (7 page)

BOOK: La guerra de los mercaderes
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Pero no había muerto.

Me tuvieron una hora en la sala de urgencias, poniéndome un par de vendajes y efectuando una serie de radiografías, y al confiarme al cuidado de Marty me comunicaron que Mitzi sufría nueve fracturas contadas y como mínimo seis lesiones internas que aparecían en la tomografía que le habían realizado. Estaba ingresada en la unidad de vigilancia intensiva y aseguraron que nos tendrían al corriente de su evolución.

Excelentes noticias que no hicieron saltar de alegría mi corazón porque para entonces empezaba yo a recobrar la lucidez y cuanto más la recobraba, más claro comprendía que el accidente no había sido tal accidente.

He de decir en favor de Marty que tan pronto como nos encontramos en el interior del recinto de la embajada, a salvo de micrófonos y escuchas electrónicas, me escuchó con absoluta seriedad mientras le informaba de mis temores.

—Iniciaremos una investigación a fondo —prometió resueltamente—, pero no puedo hacer nada hasta no oír la declaración de Mitzi. De momento, tú vas a dormir.

No fue una sugerencia, ni siquiera una orden; era un hecho, porque, sin que me diera cuenta, me habían puesto una inyección que comenzaba a hacer su efecto.

Cuando me desperté apenas si me quedaba tiempo para vestirme y bajar a la fiesta de despedida que se celebraba en mi honor.

En realidad, esto que acabo de decir es una especie de chiste. Me explicaré. Los venusianos no tienen excesivas festividades nacionales pero las pocas que poseen las celebran con fervor e indecible entusiasmo. Esto a los diplomáticos nos crea situaciones violentas porque, por una parte, hemos de tomar parte en los festejos, pues en eso consiste básicamente la diplomacia, pero por la otra, mal podemos acceder a participar en unas fiestas que celebran el «Día de la Libertad del Yugo de la Publicidad» o la «Antinavidad». De todas formas hemos de hacer algo y para ello hemos ideado el truco de que en cada una de sus conmemoraciones, organizamos nosotros una fiesta, por cualquier otro motivo completamente distinto, claro. Siempre encontramos alguna excusa. A veces las excusas ya están establecidas antes de que al diplomático en cuestión se le destine a Venus. Está el caso del viejo Jim Holder, por ejemplo, del departamento de Códigos y Mensajes Cifrados, de quien se dice que se le destinó aquí porque su cumpleaños coincidía con la fecha de nacimiento del renegado Mitch Courtenay.

Por eso, la celebración de esa noche era, nominalmente, una fiesta de despedida en mi honor. Todos los invitados me felicitaban por poder finalmente marcharme de este horno y al cabo de unos momentos, pero en el segundo lugar de la lista de prioridades, añadían que también por haber escapado con vida al desgraciado accidente del tranvía. Es decir, esto lo hacían los terrestres; los venusianos, como de costumbre, se comportaban de forma totalmente distinta; eran harina de otro costal.

Hay que ser justos con los venusianos. Esos festejos oficiales les disgustan tanto como a nosotros, me figuro. Si son personas de posición social, se les invita, y cuando se les invita, asisten. Nadie dice que tengan que divertirse. Se muestran corteses, razonablemente corteses. Si son mujeres, bailan un par de bailes con dos diplomáticos terrestres diferentes. Tengo la impresión que eso, al menos, sí debe gustarles porque casi siempre son más altas que sus parejas. La conversación es invariablemente idéntica:

—Hoy ha hecho mucho calor.

—¿De veras? No lo he notado.

—Tengo entendido que las nuevas instalaciones de tubos Hilsch funcionan a la perfección.

—Sí, en efecto. Le agradezco mucho el comentario.

Luego viene el segundo baile obligatorio con una pareja distinta y después, si se las busca por el salón, aunque ignoro a quién se le ocurriría hacer tal cosa, resulta que han desaparecido. Los varones hacen más o menos lo mismo, salvo que en vez de bailar son dos copas lo que toman en el bar, y la conversación no gira en torno al tiempo sino sobre las posibilidades del equipo de Port Kathy contra el Estrella Polar en el campeonato de liga de jockey sobre patines. Igual de aburrido resulta cuando somos nosotros los que asistimos a sus recepciones oficiales. Generalmente no nos quedamos mucho rato. Mitzi dice que sus espías cuentan que, después de irnos nosotros, las fiestas suelen convertirse en bailes animadísimos, pero la verdad es que nunca insisten en que nos quedemos un rato más. Las fiestas de la embajada se pretende que sean diplomáticas: conversaciones sobre temas poco conflictivos y aburrimiento por doquier.

Sin embargo, no siempre sucede así. La pareja de mi primer baile obligatorio era una joven delgada perteneciente al Ministerio Venusiano de Asuntos Extraplanetarios, de cutis pálido como vientre de pescado, claro, que a pesar de todo no quedaba mal enmarcado por la melena rubia, casi platino que tenía. Si no me hubiese dolido tanto lo de Mitzi, hasta lo hubiera pasado bien bailando con ella, placer que ella hubiese estropeado de inmediato.

—Señor Tarb —me dijo de entrada—, ¿le parece correcto obligar a los mineros de Hiperión a escuchar su intolerable basura publicitaria?

Hay que decir que era muy joven. Sus superiores no hubieran dicho jamás una cosa así. El problema era que eran mis superiores quienes estaban cerca de nosotros y la conversación cada vez se hacía peor: ¿Por qué aparecían con frecuencia astronaves terrestres armadas orbitando en torno a Venus sin explicar la razón de su presencia? ¿Por qué habíamos negado autorización a los venusianos para enviar una misión «científica» a Marte? En fin, el resto era por el estilo. Contesté a todas sus preguntas con evasivas pero ella hablaba en voz bastante alta y los asistentes nos miraban. Hay López era uno de ellos; estaba junto al comisario de policía e intercambiaron miradas de una forma que no me gustó nada. Al concluir por fin el baile, me alegré de poder dirigirme hacia el bar. El único espacio libre quedaba al lado de Pavel Borkmann, director general de no recuerdo qué sección del Ministerio Venusiano de Industria Pesada. Le conocía de otras ocasiones y me prometía diez minutos de inocua conversación sobre los progresos del pantano Hilsch que estaban construyendo en el Antioasis o si estaban contentos con la nueva planta de cohetes espaciales. Mis ilusiones pronto se truncaron porque también él había oído retazos de mi conversación con el Asunto Extraplanetario.

—No debería usted enzarzarse en peleas hallándose en inferioridad de condiciones —dijo aludiendo a la estatura de mi última pareja de baile y a las evidentes magulladuras ocasionadas por el tranvía.

De haber hecho gala de mayor sentido común, hubiese elegido la alternativa menos arriesgada y le hubiese relatado el accidente del tranvía. Pero me sentía ofendido y elegí el peligro.

—La señorita se ha pasado de la raya —protesté encargando al mismo tiempo una bebida que ciertamente no necesitaba.

También Borkmann debía llevar encima una copa de más porque eligió sin vacilar el camino erizado de espinas.

—No estoy tan seguro —contestó—. Tiene usted que comprender que nosotros, los venusianos, consideramos una falta de ética obligar a la gente a comprar cosas, sobre todo abusando de la fuerza de las armas.

—¡No hay ningún arma apuntando a Hiperión, Borkmann! Y usted lo sabe.

—Todavía no —admitió él—. Pero no me negará que ha habido casos similares en su planeta.

—Debe usted referirse a los aborígenes, supongo —repliqué riéndome con conmiseración.

—Me refiero, efectivamente, a los escasísimos y misérrimos rincones de la Tierra que todavía no han sido corrompidos por la publicidad.

Yo empezaba a indignarme de verdad.

—Borkmann —le dije—, basta ya de falsedades. Es cierto, y nadie lo niega, que poseemos fuerzas especiales de seguridad, pero si van armadas, es exclusivamente con fines defensivos. Hice el servicio militar estando en la universidad, de modo que sé muy bien de lo que estoy hablando. Esas fuerzas no se utilizan jamás para el ataque sino exclusivamente para garantizar el orden. Debe usted saber que aún entre las comunidades aborígenes más primitivas, hay mucha gente que ansia disfrutar de las ventajas de la sociedad de consumo. Como es natural, hay elementos ultraconservadores que se oponen a esta actitud, pero si ciertos sectores avanzados de la sociedad solicitan ayuda, nosotros, por supuesto, se la damos.

—Y entonces envían tropas —concluyó Borkmann remedando mi tono.

—Entonces mandarnos equipos publicitarios —le corregí yo—. No imponemos ninguna obligación. No empleamos la fuerza.

—Pero no hay escapatoria —replicó—, como bien averiguaron los habitantes de Nueva Guinea.

—Es cierto que en Nueva Guinea las cosas se nos fueron un poco de las manos —reconocí—. Pero en realidad...

—En realidad —contestó depositando con brusquedad el vaso encima de la barra—, tengo que marcharme, Tarb. Ha sido un placer hablar con usted. —Y se marchó hecho una furia, dejándome a mí en idéntico estado.

¡Qué manera de exagerar las cosas con el episodio de Nueva Guinea! ¡Por un incidente sin importancia que en total había costado escasamente unas mil vidas! Y a cambio, aquella isla se había convertido en un firme pilar del mundo civilizado... ¡Hasta habíamos inaugurado una sucursal de la agencia en Papuasia! Terminé la bebida de un trago y me di media vuelta para marcharme, tropezándome casi con Hay López que me miraba sonriendo de forma un tanto peculiar. Alejándose del bar, pero lanzándome miradas furtivas, descubrí a la Encargada de Negocios de la legación que se acercaba al embajador y, sin dejar de mirarme, le murmuraba alguna cosa al oído. Comprendí que las cosas tomaban mal cariz y que acabaría por ser un día desastroso. Poco era lo que los funcionarios de la embajada pudiesen hacer contra mí, ya que prácticamente me encontraba de regreso a la Tierra, pero de todos modos decidí hacer gala de una irreprochable conducta diplomática durante el resto de la noche.

Sin embargo, mis buenos propósitos resultaron fallidos, porque quiso la mala fortuna que mi segunda pareja de baile fuese la malévola Berthie, la más famosa de todas las renegadas terrestres. Tan sólo divisarla, hubiese debido alejarme a toda prisa, pero el accidente debió haberme privado de mi habitual rapidez de reflejos. Sin apenas darme cuenta, me la encontré de frente, con el aliento oliéndole a alcohol, con aquella cara rechoncha que tenía y con aquellos complicados moños que se hacía para parecer más alta.

—¿Bailamos, Tenny? —me dijo con una forzada risita.

—Será un auténtico placer —mentí con galantería.

Lo bueno de Berthie es que a pesar de recogerse el cabello en la coronilla y de los altísimos zapatos de tacón que acostumbra a utilizar, no consigue sobrepasarnos en estatura como los otros nativos. Pero eso es casi lo único bueno que puede decirse de ella. Los renegados son siempre los peores y Berthie, que actualmente es subdirectora del Servicio Nacional de Bibliotecas Públicas de todo el planeta Venus, fue en otro tiempo nada menos que vicepresidenta del departamento de investigación de mercado de la agencia Taunton, Gatchweiler y Schocken. Abandonó su brillantísima carrera para emigrar a Venus y ahora, con cada palabra que dice, se empeña en demostrar que es venusiana hasta la medula, más que cualquier nativo del planeta.

—Vaya, vaya, señor Tennison Tarb —comentó apoyándose en mi brazo y observando jocosa mis magulladuras—, por lo que se ve tenías una cita y se presentó el marido en casa antes de hora.

Quien piense que se trataba de un chiste inofensivo, se equivoca de medio a medio. Las bromas de Berthie siempre van cargadas de venenos. Sus saludos suelen consistir en un «¿Cómo va hoy la mentira organizada?», y para despedirse acostumbra a pregonar: «Bueno, no quiero entreteneros. Me voy para que podáis vender unos cuantos tarros más de papillas infantiles contaminadas.» A nosotros no se nos permite hacer este tipo de comentarios, y para ser justos hay que reconocer que la mayoría de los venusianos no los hacen, pero Berthie reúne lo más abyecto de ambas culturas. Con Berthie nuestra táctica es sonreír y no contestar a sus maliciosas insinuaciones. Eso es lo que había hecho yo durante aquellos interminables años, pero ese día, no sé por qué, sentí que todo tenía un límite. Y repliqué...

Reconozco que no existe justificación alguna para mi réplica. Para comprenderla es preciso saber que el marido de Berthie, por quien ella abandonó el fabuloso empleo que tenía en la Tierra, era un piloto de las líneas aéreas venusianas que perdió parte del muslo derecho y una indeterminada selección de adminículos adyacentes en un accidente acaecido el año posterior a su matrimonio. Es el único tema sobre el cual Berthie se muestra susceptible. De modo que con una meliflua sonrisa repliqué:

—Sí, decidí hacer el trabajo de Carlos, para hacerle un favor, claro, pero me equivoqué de casa.

Era una broma de tan mal gusto que Berthie no pudo ni siquiera tratar de contestar. Permaneció sin habla, boquiabierta. De un empujón se liberó de mis brazos, se quedó plantada en medio del salón y a voz en grito, para que todos la oyeran, vociferó:

—¡Eres un cabrón!— Tenía lágrimas en los ojos, de rabia, me figuro.

No tuve tiempo de estudiar su reacción. Una garra que parecía de oso me sujetó por el hombro, al tiempo que la mismísima encargada de negocios decía con exquisita cortesía:

—Si me permites, Berthie, me llevo a Tenny un minuto. Quedan algunos detalles por ultimar...

Una vez en el pasillo, se me encaró mirándome de hito en hito.

—Estúpido —silbó, mientras una rociadura de saliva de serpiente me salpicaba las mejillas.

—¡Ha empezado ella! ¡Me dijo...! —exclamé tratando de defenderme.

—He oído perfectamente lo que ha dicho y todo el maldito salón ha oído perfectamente lo que tú has contestado. ¡Hasta ahí podíamos llegar, Tarb!— Me había soltado el hombro pero parecía que quisiera lanzárseme al cuello.

—Pam —le dije retrocediendo— reconozco que me he excedido, pero espero que comprendas que estoy un poco soliviantado. Hoy mismo alguien ha estado a punto de asesinarme.

—Ha sido un
accidente
. La embajada ha anunciado oficialmente que se trataba de un accidente. Procura no olvidarlo. Cualquier otra explicación no tiene ningún sentido. ¿A quién iba a interesarle asesinarte estando a punto de regresar a la Tierra?

—A mí no. A Mitzi. Quizá haya un agente doble entre los espías que ha reclutado y sepan qué es en realidad lo que se trae entre manos.

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