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Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de los mercaderes (3 page)

BOOK: La guerra de los mercaderes
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—Buenos días, Mitzi —gruñó el jefe de protocolo que, sentado delante de nosotros, continuó diciendo tras el saludo—: Yo también tenía un Puff Adder, pero eso de tener que impulsarlo con las manos impide obtener una aceleración...

—Si se hace con fuerza y sin descanso, se consigue, Roger —le rebatí—. Y además, como casi todo el rato está uno metido en embotellamientos, una mano basta y sobra para la propulsión. La otra queda libre para lo que se quiera, hacer señales, indicaciones o lo que sea.

—Hacer señales —repitió mirándome con fijeza—. ¿Cuánto tiempo hace que conduces, Tenny?

La jefa de códigos se inclinó por delante de Mitzi para decir:

—Tendrías que probar un Viper, que es ligero y tiene un impulso directo sensacional. No tiene pedales; pones el pie en el suelo, sobre la calzada, y empujas. ¡Eso sí que es un derroche de energía y entusiasmo!

—Sí, y cuando hay que frenar ¿qué pasa? —replicó Roger con desdén—. Si tienes que hacer una parada de emergencia, por menos de nada te rompes una pierna. No, yo continúo diciendo que un pedal y una cadena es el único sistema verdaderamente efectivo... —Cambió de expresión—. Ahí vienen —gruñó, y se dio media vuelta para mirar el estrado en el momento en que entraban los jerarcas.

El embajador, uno de los mandamases del sector de los medios de comunicación allá en la Tierra, es un individuo realmente imponente, con ese cabello rizado veteado de gris y ese rostro cuadrado, de cutis moreno y expresión humorística. En realidad, no pertenecía a nuestra agencia —los grandes se turnaban en la designación de altos cargos, y esta vez no nos había tocado a nosotros— pero era de todos respetado como excelente profesional. Y sabía cómo dirigir una sesión de trabajo a la perfección. La primera intervención de la orden del día le correspondió al jefe de la Sección Política, que aparecía extraordinariamente agitado por otra más de la crisis que solían amargarle la existencia.

—Hemos recibido otra nota de los venusianos —declaró retorciéndose las manos—. Esta vez se trata de Hiperión. Alegan que cometemos una violación de los derechos humanos al negarnos a autorizar que los trabajadores de los yacimientos de gas elijan sus propios medios de comunicación. Ya saben ustedes lo que eso significa.

Lo sabíamos, en efecto, y de inmediato se oyeron murmullos exclamando: «¡Qué descaro!» o «¡Típica arrogancia venusiana!» Los mineros que trabajan en los yacimientos de helio-3 de la luna Hiperión no ascendían a más de cinco mil personas y como mercado potencial tenían una limitada significación. Pero era una cuestión de principio mantenerles sometidos a una vigorosa campaña publicitaria; bastaba y sobraba con un Venus en el sistema solar.

El embajador no parecía dispuesto a aceptar la reivindicación.

—Rechace la nota —declaró con voz gélida—. No es asunto de su competencia, y para empezar hubiera debido usted impedirles que la entregaran, Howard.

—¿Cómo podía yo saber su contenido sin haberla leído? —gimió el jefe de la Sección Política, a quien el embajador lanzó una mirada de «ya hablaremos usted y yo más tarde» antes de suavizar su expresión convirtiéndola en una sonrisa.

—Como todos ustedes saben —anunció—, la nave espacial procedente de la Tierra lleva orbitando diez días en torno a Venus y en cualquier momento nos enviarán el transbordador. Me he puesto en contacto con el capitán quien me ha comunicado una serie de noticias, buenas y malas. Las buenas son que nos envían un espectáculo de categoría, una compañía de bailarines étnicos, mulatos de discoteca, en calidad de intercambio cultural que quedará evidentemente a cargo suyo, Mitzi. Nos traen también diez toneladas de suministros, Boncafé, Ramboburgers, vídeos de los últimos anuncios comerciales, en fin, toda esa serie de productos que colman nuestras necesidades y que tanto añoramos en estos parajes.

Manifestaciones generales de alegría y satisfacción. Aproveché la oportunidad para tomar entre las mías la mano de Mitzi, que ella no retiró.

—Estas son las buenas noticias —prosiguió diciendo el embajador—. Las malas son que, como ninguno de ustedes ignora, cuando el transbordador despegue, se llevará consigo a uno de los miembros más queridos de esta gran familia que formamos el personal de la embajada. Nos despediremos de él de forma más adecuada la víspera de su partida, pero hasta que no llegue ese momento, Tennison Tarb, ¿tendría la amabilidad de levantarse para que podamos manifestarle lo mucho que le echaremos de menos?

La verdad, no me lo esperaba. Fue uno de los mejores momentos de mi vida. No hay aplauso que pueda compararse a la ovación que te dedican tus iguales, y me la otorgaron sin regateos, hasta el mismísimo Hay López, aunque tenía el ceño fruncido mientras aplaudía.

No sé lo que dije, pero cuando hube concluido de manifestar mi agradecimiento y me encontré de nuevo en mi asiento, me sorprendió descubrir que no tenía que volver a tomar a Mitzi de la mano. Ella había tomado la mía.

Disfrutando de la subsiguiente sensación de bienestar, me incliné hacia ella para murmurarle una confidencia al oído, con la intención de decirle que le había endilgado el viaje a la Colonia Penal Polar a Hay, de modo que aquella noche dispondríamos de toda la habitación para nosotros. Pero no llegué a decírselo. Ella me lo impidió sonriendo y agitando la cabeza con dulzura porque el embajador había logrado hacerse con los nuevos vídeos comerciales por medio de valija diplomática y, como era natural, todos queríamos guardar silencio para contemplarlos cuanto antes.

Jamás llegué a decírselo. Estaba allí sentado, aturdido y feliz, con el brazo pasado por el hombro de Mitzi y ni siquiera me preocupó advertir que Hay nos miraba, sombrío y rencoroso; no me inquieté hasta ver que, tan pronto como terminó la proyección de los vídeos, se abría paso hasta el embajador y comenzaba a murmurarle alguna cosa en voz baja. Entonces fue ya demasiado tarde. El muy bandido había comprendido mi jugada. En cuanto se encendieron las luces de la sala, se acercó a nosotros hecho mieles, sonriendo, rebosante de simpatía y compañerismo. No tuve duda alguna de lo que iba a decir.

—¡Tenny, muchacho, cuánto lo siento! ¡Qué desafortunada coincidencia! No voy a poder sustituirte en ese viaje a la CPP. Justamente mañana el embajador me ha pedido... ya sabes... comprendes que no puedo negarme. ¡Qué mala pasada caerte esa misión en tus últimos días de estancia aquí...!

No quise seguir escuchando su verborrea. Tenía razón. Era, en efecto, una mala pasada, y lo comprendí muy bien. Lo comprendí con toda claridad aquella misma noche, mientras trataba inquieto de apoyar la cabeza en el incómodo respaldo del asiento del vuelo supersónico que me conducía a la Colonia Penal Polar. Me hubiera sido mucho más fácil acomodar la cabeza si no hubiera sabido con tanta certeza dónde apoyaba en ese momento Hay la suya.

2

A la mañana siguiente, a las ocho en punto, me hallaba en la sala de reuniones de la prisión, sentado frente al burócrata venusiano encargado de !a Sección de Emigración y Control de Pasaportes.

—Me alegro de verle otra vez por aquí, Tarb —me dijo sin esbozar la más leve sonrisa.

—Es siempre un placer saludarle, Harriman —contesté.

Ninguno de los dos decía la verdad. Nos sentábamos uno frente a otro una vez cada escasos meses, en todas las ocasiones en que llegaba de la Tierra una nave prisión. Así lo habíamos hecho durante cuatro años y ambos sabíamos que la ocasión no brindaba nada agradable ni digno de esperar.

La Colonia Penal Polar no tenía nada de «polar», pero se llamaba así porque estaba situada en los Montes Akna, aproximadamente donde se hubiera encontrado el Círculo Polar Ártico de haber existido en Venus. Naturalmente, no era ártica. No era ni siquiera apreciablemente menos calurosa que el resto del planeta, pero me figuro que las primeras naves de exploración enviadas por la agencia creyeron que lo sería. De lo contrario, ¿por qué declaraban que era una de las zonas urbanísticas más depreciadas de todo Venus? Era propiedad de la Tierra, propiedad precariamente establecida, antes de que los inmigrantes venusianos contasen con el poder suficiente para impedirlo, pero conservada por la fuerza de la costumbre, un poco como ocurrió con los asentamientos extranjeros en Shanghai antes de la rebelión de los Boxer. En aquel momento nos encontrábamos en territorio venusiano, en uno de los escasos edificios construidos sobre la superficie del terreno, en el perímetro de la propia CPP. Los venusianos se albergaban en valles protegidos mediante tejados rígidos. Los prisioneros,
greks
los llamábamos, se alojaban en cuevas. Todo el conjunto de la Colonia Penal Polar se divisaba por la ventana de la estancia en que me hallaba, aunque era imposible distinguirla. Como también aquí la reseca roca de Venus era fácil de excavar, la prisión era subterránea.

—Me veo obligado a comunicarle —dijo el funcionario sonriendo aunque con voz ominosa— que desde nuestra última reunión he sido blanco de ciertas críticas. Me acusan de excesiva flexibilidad. Quiero advertirle que esta vez no podré mostrarme tan complaciente como en anteriores ocasiones.

—Es curioso que diga usted eso, Harriman, porque a mí me ha ocurrido lo mismo —repliqué contestando así a su estratagema—. El embajador se puso furioso al saber que le había permitido a usted retener a aquellos dos delincuentes acusados de violar el sistema de ventas a plazos.

La verdad es que el embajador no había dicho una palabra, pero tampoco habían dicho nada los superiores de Harriman. Este asintió, reconociendo con ello el final del primer encuentro sin victoria para ninguno de los dos contendientes, y comenzó a examinar los expedientes.

Harriman era un negociador duro y taimado, igual que yo. Ambos sabíamos que el adversario salía a la palestra para conseguir victorias directamente, mano a mano, y que la única diferencia residía en que las victorias más satisfactorias eran aquellas en que el contrario no descubría que había perdido. La Tierra había vaciado sus cárceles arrojando a Venus lo peor de la escoria de la sociedad. Los asesinos, los violadores, los falsificadores de tarjetas de crédito, los pirómanos eran los menos malos de todos ellos. O los peores, según el punto de vista de cada cual. Por ejemplo, a nosotros no nos interesaban en absoluto los atracadores esporádicos; no nos compensaba el gasto de alimentarlos ni el trabajo de mantenerlos a raya. A los venusianos tampoco. Lo que los venusianos querían de cada contingente de prisioneros era a los más viles traidores, a los conservaduristas, a los acusados de incumplimiento de contrato, a los fanáticos adversarios de la publicidad, a esos individuos que destrozan las vallas de los anuncios y producen cortocircuitos en los hologramas. Los querían para convertirlos en ciudadanos venusianos de pleno derecho. Nosotros no queríamos entregárselos porque con ellos utilizábamos técnicas de quemado de cerebro, a veces aún lo hacemos, y si tenían la suerte de salir bien parados con una sentencia de cinco o diez años de reclusión en la CPP, dictada por algún juez demasiado benévolo, opinábamos que debían cumplirla hasta el último minuto. ¡Merecida se tenía esa gentuza la sentencia! Dejarles en libertad para que los acogiera la sociedad venusiana no constituía castigo alguno. En la práctica las negociaciones se reducían a un puro y simple regateo. Ambos hacíamos alguna concesión y aceptábamos alguna condición del adversario; el colmo del refinamiento de ese arte era «conceder» de mala gana lo que anhelabas que aceptase tu rival.

Oprimí la tecla de pantalla y escribí los primeros seis nombres.

—Moskowicz, McCastry, Bliven, la familia Farnell... Supongo que los quiere a todos, pero no los conseguirá hasta que no hayan cumplido como mínimo seis meses de trabajos forzados.

—Tres meses —regateó.

Todos aparecían fichados como CC, conservaduristas criminales, es decir el tipo de inadaptados que los habitantes de Venus reciben con los brazos abiertos.

—Seis meses —repetí tajante—, y tendría que tenerlos encerrados durante un año. En la Tierra son los criminales más perversos de todos y es preciso que escarmienten.

Harriman se encogió de hombros sin disimular la antipatía que yo le producía.

—¿Y el próximo prisionero, Hamid? —dijo.

—Es el peor de todos —contesté—. Se va a quedar sin él. Está acusado de latrocinio de tarjetas de crédito y para colmo es un maldito conservadurista.

Harriman tensó los músculos al oír mi epíteto pero procedió a revisar el expediente.

—Hamid no está convicto de... bien, conservadurismo —señaló.

—Convicto no. No pudimos obligarte a confesar —repliqué sonriendo en plan confidencial, de guardián de la ley a guardián de la ley—. Carecíamos de testigos, porque, según tengo entendido, todos los integrantes de la célula con que operaba fueron detenidos y dispersados hace cierto tiempo y él no pudo restablecer sus contactos. Ah, además existen pruebas de que «Hamid» no es su verdadero nombre; los expertos opinan que su tatuaje de la seguridad social ha sido modificado.

—Supongo que no le procesarían por eso —replicó Harriman pensativo.

—No fue necesario, como tampoco hizo falta utilizar la acusación de conservadurista. Nos bastó y nos sobró con lo de las tarjetas de crédito. Bueno —dije para darle prisa—, ¿qué hay de esos otros tres? Son todos enfermos fingidos de Asistmedic, no es que sea un delito muy grave... Si los quiere, puedo entregárselos inmediatamente.

Si hay algo que los venusianos detestan es verse atrapados en situaciones en que sus «ideales» les indican un camino y su sentido común les señala lo contrario. Al escuchar mi ofrecimiento Harriman se sonrojó y comenzó a balbucear. En teoría, los acusados de fraude a Asistmedic eran candidatos perfectos para obtener la ciudadanía venusiana, pero también eran ancianos y, por lo tanto, un engorroso estorbo para lo que todavía es una ruda sociedad fronteriza de reciente formación. Este dilema apartó de su mente el asunto de Hamid, que era lo que yo pretendía.

Cuatro horas después estábamos ya al final de la lista. Le había entregado a catorce
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, seis sin cumplir condena y los otros tras pocos meses de reclusión. Harriman había rechazado a dos y yo me quedaba con aproximadamente otros veinte. Todavía no habíamos resuelto la cuestión de Hamid.

—Tengo órdenes —me dijo mirando de soslayo sus notas— de comunicarle que mi gobierno protesta formalmente por lo que considera incumplimiento del Acuerdo del 53. Conforme a lo en él estipulado, tenemos derecho a realizar una inspección anual de esta prisión.

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