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Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de los mercaderes (6 page)

BOOK: La guerra de los mercaderes
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A pesar de la frialdad del local, pensé que lo peor de la estación era el ruido. Era tal el eco producido por las bóvedas, que cuando entraba un tranvía en el túnel era como si se desplomara todo un depósito de chatarra. A punto estuve de desdecirme de tomar una copa, pero decidí no nacerlo por no desilusionar a Mitzi. Sin embargo, cuando estuvimos ya instalados en una mesa del primer piso de la cafetería, descubrí otra cosa que me desagradó aún más.

—No te pierdas esto —comenté con profunda aversión mientras daba la vuelta al menú para poder leerlo ambos a la vez. Era, por supuesto, una nueva muestra de aquella repugnante «honradez» venusiana:

«Todos los cócteles llegan enlatados, por lo tanto su sabor corresponde al de un producto industrial.

El vino tinto no pertenece a una buena cosecha y tiene regusto a corcho. El blanco es de mejor calidad.

Si desea comer algo, le sugerimos que baje a buscarlo usted mismo; la tarifa del servicio asciende a dos dólares.»

Mitzi se alzó de hombros.

—Es su planeta —comentó, resuelta a pasarlo bien y alargando el cuello para mirar por la ventana.

Ese era otro detalle. Para no estropear el paisaje y la vista del exterior, habían disimulado las ventanas aprovechando ingeniosamente los resquicios y aberturas de la roca. Desde el exterior sería una gran idea, sin duda, pero desde dentro no se veía nada como no se dedicase uno a efectuar verdaderas contorsiones. Ya me dirán de qué sirve una ventana si no se puede mirar por ella.

¿Por qué me indignaría yo tanto si estaba a punto de abandonar este agujero para siempre? Pedirnos, pues, dócilmente, vino blanco y Mitzi comentó de pasada:

—Mira, ahí hay una ambulancia-triciclo, ahí, junto al camino. ¿Habrá habido algún accidente?

—Tendrán una siempre a mano para atender a los clientes que estafan con el oxígeno —bromeé inclinándome para mirar hacia donde ella señalaba.

La ambulancia debía llevar estacionada un buen rato porque las palancas rotatorias estaban paradas. Junto a ella había dos hombres que parecían estar discutiendo. Me sorprendió levemente descubrir que uno de ellos era el de la cabeza de semáforo que iba con nosotros en el trayecto de ida. En realidad, la circunstancia no era tan sorprendente porque como la población venusiana es relativamente reducida, uno acaba por encontrarse con las mismas caras en diferentes lugares. No sé por qué pero ésta ya empezaba a fastidiarme un poco.

—Vamos a beber —anuncié apartándole de mis pensamientos y pagando al mismo tiempo al camarero—. Propongo un brindis. ¡Por los buenos momentos compartidos, Mitzi, pasados, presentes y futuros!

—Sí, Tenn —contestó ella alzando su copa—. Lo de futuros me gustaría mucho pero ya sabes que yo me quedo aquí.

El vino estaba frío y era bueno; es decir, no es que fuese excelente, pero al menos estaba bien de temperatura. No obstante, la idea de que Mitzi fuese a cocerse en este infierno de planeta me estropeó todo el placer de la bebida.

—Dicen que si pasas mucho tiempo con los venusianos acabas por volverte como ellos— declaré medio en broma medio en serio, sin más intención que la de aligerar un poco la emoción del momento.

Ella se puso inmediatamente a la defensiva.

—No creo que la agencia pueda encontrar defectos a mi manera de realizar el trabajo —replicó con frialdad—. Además, los venusianos no son tan perversos. Todo lo más un poco heterodoxos.

—Un poco —repetí abarcando con la mirada la cafetería. Las mesas eran de plástico y las paredes aparecían desnudas, sin acogedores anuncios que las decorasen ni hilo musical que animase el ambiente.

—Es un estilo de vida diferente, nada más —insistió ella—. Comparado con lo que tenemos en la Tierra es lamentable, lo reconozco, pero en realidad todo lo que los venusianos quieren de nosotros es que les dejemos en paz.

La conversación no se desarrollaba en absoluto por los cauces que yo deseaba. A veces, cuando hablaba con Mitzi fuera de las horas de trabajo, en momentos en que ella se sentía relajada, me preguntaba si en su caso no era cierto lo que afirmaba el viejo dicho. Mitzi llevaba en Venus dieciocho meses; conocía todo el planeta, o casi todo, y se ocupaba directamente de sus más viles habitantes, los renegados. Si a algún funcionario de la embajada podía repugnarle este sórdido v primitivo país, era a Mitzi. Y, sin embargo, no le desagradaba; había decidido prolongar su estancia en este horno. ¡A veces actuaba incluso como si le agradase estar aquí! Circulaban rumores de que en ocasiones hacía sus compras en tiendas venusianas en lugar de utilizar los almacenes del ejército. Yo no les daba crédito, por supuesto, pero a veces me extrañaban ciertas cosas... Y, sin embargo, cuanto ella afirmaba era cierto. Su agencia, que era la misma que la mía, no podía encontrar ningún defecto al trabajo por ella realizado en Venus. Su cargo oficial en la embajada era el de «jefe de la sección de Visados», pero su verdadera labor era la de organizar una red de espías y saboteadores que cubría desde Port Kathy a la Colonia Penal Polar. Realizaba esta tarea con extraordinaria eficacia. Los análisis informáticos demostraban que el producto planetario bruto venusiano se había incrementado en un tres por ciento gracias a la labor de Mitzi.

¿Por qué, entonces, tenía que decir cosas tan raras? Cosas como por ejemplo la de ahora:

—Tienes que darles un margen de confianza, Tenn, y reconocer que llegaron a un planeta donde no podría vivir ni una serpiente cascabel del desierto de Arizona, y que en menos de treinta años han logrado convertirlo en un lugar habitable...

—¡Habitable por demás! —me mofé yo mirando significativamente por la ventana.

—¡Claro que es habitable! Al menos las zonas que han cubierto. Nadie dice que sea un paraíso de los Mares del Sur, pero no está mal lo que han sido capaces de hacer, teniendo en cuenta la escasez de medios con que contaban. —Y lanzó una irritada mirada en dirección a una familia venusiana que intentaba hacer callar a un niño entregado a una ensordecedora pataleta. Alzándose de hombros admitió—: Qué pesados son —y añadió—: Pero no son mala gente. Piensa un poco en lo que tenían cuando llegaron aquí; la mitad de ellos emigraron porque en la Tierra se sentían inadaptados y a la otra mitad los expulsaron por delincuentes.

—¡Exacto, inadaptados y delincuentes! ¡Ya me dirás! ¡La escoria de la sociedad! ¡A juzgar por los resultados, no es que hayan mejorado con exceso!

De todos modos, era una tontería dedicar el último día que podíamos pasar juntos a discutir de política, así que me tragué mis reproches y cambié de orientación.

—Algunos no son tan insoportables —concedí—. Sobre todo los niños. —Pensé que era un comentario inocuo porque todo el mundo está a favor de los niños y porque la criatura de marras continuaba berreando sin cesar—. Me encantaría conseguir que se callase —insinué sin excesiva convicción— pero me figuro que se daría un susto del demonio; imagínate, un publicitario grandote, acercándose a él desde la otra punta de la sala...

—Déjale que grite —dijo Mitzi cortante, mirando por la ventana.

Suspiré, pero en silencio. Habían momentos en que me preguntaba si valía la pena aguantar los cambios de humor y las rarezas de Mitzi. Me dije que sí, que valía la pena. Lo más importante con respecto a Mitzi Ku es que era una mujer espléndida. Poseía una piel perfecta, de textura sedosa y tonalidad bronceado pálido que recordaba a la miel, y para ser una persona de ascendencia oriental, tenía un tipo escultural, seductoramente femenino. Sus ojos no eran esos puntitos orientales, negros como el carbón, sino azules, de un azul celeste, debido, sin duda, a alguna juerga de algún antepasado. Y tenía unos dientes preciosos que, llegado el momento oportuno, sabía utilizar con insuperable delicadeza. Tomada en conjunto, era una mujer que merecía la pena.

Así pues intenté restablecer la armonía. La tomé de la mano y con voz sentimental le dije:

—Al ver a este niño me pongo a pensar, cariño, que tú Y yo algún día quizás podríamos tener...

—¡Corta el rollo, Tarb! —estalló furiosa.

—Sólo quería decir...

—¡Sé muy bien lo que querías decir! Mira, deja que te diga un par de cosas. Primero, no me gustan los niños. Segundo, no tienen por qué gustarme los niños porque no tengo por qué tener ninguno; sobran consumidores para mantener boyante la tasa de natalidad. Tercero, a ti te importan un bledo los niños, sólo te interesa la manera de hacerlos, y la respuesta es: ¡No!

Abandoné el tema. De todas formas, lo que me había reprochado no era cierto. Al menos no del todo; sólo a medias.

Sin embargo, a partir de aquel momento, las cosas empezaron a mejorar paulatinamente. Contaba yo con un poderoso aliado en el vino venusiano; fuese cual fuese su sabor, pegaba fuerte. Y el otro aliado de cuyo apoyo disponía era la propia Mitzi, porque la lógica de la situación la convenció de igual forma que me había convencido a mí: era absurdo enzarzarse en una pelea quedándonos tan poco tiempo de estar juntos.

Cuando escanciamos la última copa, me acerqué a ella. Cuando le pasé el brazo por la cintura fue como en los viejos tiempos, e igual que en los viejos tiempos, ella se apoyo en mi hombro. Con la mano que me quedaba libre, alcé mi copa, que no contenía ya más que un centímetro de vino, y brindé diciendo:

—Por nosotros, Mits; por la última vez que estamos juntos.

Qué curioso, pensé al vislumbrar detrás de ella, al fondo de la sala, a una empleada de la estación recogiendo las mesas de la cafetería; se parecía extraordinariamente a la mujer que se había sentado a mi lado en el vuelo de regreso de la CPP. Pero no pensé más en ello porque Mitzi había levantado su copa y sonriéndome por encima del borde, contestaba a mi brindis:

—Por nuestro último día juntos, Tenn, y nuestra última noche.

Después de tan clarísima insinuación nos pusimos de pie y, cogidos del brazo, nos dirigimos a las escaleras que conducían a la estación de tranvías propiamente dicha. El vino nos había aturdido a ambos pero aun así no pude evitar dar un codazo a Mitzi al pasar junto a la mesa contigua a la puerta. Por lo visto, la mitad de los venusianos que conocíamos parecían haberse congregado hoy aquí; ocupaba la mesa el pelirrojo de los ojos verdes. Evidentemente había solventado la disputa mantenida junto a la ambulancia porque estaba solo, fingiendo hallarse absorto en la lectura del menú, como si tal ocupación pudiese durar más de diez segundos. Al pasar nosotros, levantó la mirada. ¡Qué diantres! Como era la última vez que veía esas caras insípidas y descoloridas, le saludé con una sonrisa que él no me devolvió.

Y como que yo tampoco esperaba que lo hiciera, abrí la puerta para que pasara Mitzi, bajé las escaleras en su compañía y olvidé el episodio, de momento.

Cogidos de la mano nos encaminamos paseando al primer andén en que un tranvía aguardaba la hora de salida. Me había parecido ver gente que subía al vehículo pero en el momento de subir nosotros vimos a un guardia venusiano que llegaba corriendo.

—Lo siento, señores —jadeó sin aliento—; este tranvía no va a tomar la salida. Tiene, mm, una avería técnica. El próximo saldrá de allí, del andén tres.

En el andén tres no había ningún tranvía pero vi uno asomando por el empalme de la entrada del túnel, aguardando a que las señales luminosas le dieran vía libre para entrar en el andén.

Ignoraba el motivo pero me sentía confuso y bastante aturdido. Deduje que debía ser el vino y me alegré porque me impedía continuar discutiendo. Dábamos ya media vuelta para regresar por donde habíamos venido cuando desde las vías vimos que el guardia nos hacía gestos diciendo amablemente:

—Ganan tiempo si cruzan directamente por aquí.

Mitzi, que también parecía un poco embotada, comentó:

—¿No es peligroso?

El guardia nos dedicó una risita de «la próxima vez no exageren tanto con el alcohol» y nos condujo hacia las vías. Mejor dicho, no nos condujo, nos empujó... justo en el momento en que se oía un estrépito en el extremo del andén.

Por el rabillo del ojo vi que el tranvía, traqueteando alegremente, se precipitaba sobre nosotros.

—¡Salta! —grité.

—¡Salta, Tenny! —gritó Mitzi simultáneamente.

Saltamos. Yo agarré a Mitzi y ella me agarró a mí, y todo hubiera funcionado a las mil maravillas si hubiésemos saltado en la misma dirección. Pero lo hicimos en direcciones opuestas propinándonos un suntuoso coscorrón. Si Mitzi en lugar de ser más alta que yo hubiese sido más baja, de un tirón o un empujón hubiera podido apartarla del desbocado artefacto... En fin, de nada valen lamentos ni suposiciones; lo cierto es que ella escapó hacia un lado y yo hacia el otro, pero no a tiempo, desgraciadamente. Entre alaridos, maldiciones y un estridente chirriar de frenos el tranvía me proyectó contra el andén. Al barrer el áspero cemento del suelo con las rodillas sentí que me subían por las piernas verdaderas llamaradas de dolor. En algún momento de este espantoso trayecto me di, o el tranvía me propinó, un descomunal golpazo en la cabeza.

Lo siguiente que supe fue que la rodilla y la cabeza competían entre sí por ver cuál de las dos me dolía más, mientras oía voces que gritaban:

—¡Una pareja de publicitarios que han querido cruzar las vías!

—¡Uno está muerto y el otro gravemente herido!

—¡Qué venga ese médico en seguida!

Recuerdo también que alguien desde el tranvía se inclinaba sobre mí, una cara colorada, de poblados bigotes y ojos desorbitados por la sorpresa, en la que con asombro descubrí a Marty MacLeod, subcomisario de policía.

No recuerdo gran cosa de lo que ocurrió a continuación, salvo fugaces visiones: Marty exigiendo que se me condujera inmediatamente a la embajada; el médico empeñándose en que las ambulancias sólo podían conducir a los pacientes al hospital; un hombre que asomó la cabeza por encima del hombro de Marty y se descolgó con un revelador:

—¡Anda, pero si es el tío, y está vivo! —y en quien reconocí al venusiano de la cabeza de semáforo.

Luego recuerdo los insoportables socavones del camino de descenso que hacían bambolearse a bandazos la ambulancia, y recuerdo también que me dormí. Me dormí pensando en Mitzi, pensando en lo que sentía por ella, pensando que no era exacto decir que la quería y que nada de lo que ella me había dicho, ni en la cama ni fuera de ella, podía interpretarse como que me quería... pensando sobre todo que era muy triste que hubiese muerto.

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