Read La guerra de los mercaderes Online

Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de los mercaderes (32 page)

BOOK: La guerra de los mercaderes
10.2Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

De pronto un altavoz situado en el techo sonó con el atronador rugido de Des Haseldyne.

—Más te vale tener una buena razón para esta intromisión, Tarb. —La puerta situada ante mí se abrió automáticamente, la que se hallaba a mis espaldas me empujó emergiendo de ella una barra de acero y sin darme cuenta me hallé en un salón lleno de gente, todos con las caras vueltas hacia mí.

Había habido muchos cambios en aquella vieja estancia, metamorfoseada ahora por el lujo y los últimos adelantos tecnológicos. Una de las paredes aparecía cubierta por una gran pantalla que ofrecía constantemente informes actualizados de la situación, y las otras estaban tapizadas con más suntuosidad que el despacho del Gran Jefe en T.G.&S. El centro del inmenso salón lo ocupaba una gran mesa ovalada, que parecía de auténtico chapado de madera, y en las butacas que la rodeaban, provistas todas de vaso, botella, teléfono, pantalla y teclado, había sentadas como unas doce personas, ¡y qué personajes! No sólo estaban Mitzi, Haseldyne y el Gran Jefe. Había también una serie de gente que sólo conocía por haberles visto aparecer en los telediarios, jefes de agencias de RussCorp, de Indiastrias, de Sudamérica S. A., alemanes, ingleses, africanos. Congregada en esta sala se hallaba la flor y nata del poderío publicitario internacional. Cada uno de mis pasos me había revelado gradualmente el grandioso objetivo y el inmenso poder de la conspiración venusiana. Ahora acababa de dar el último penetrando en su mismísimo corazón. No dejaba de pensar que quizá ese último paso había estado de más.

Mitzi seguramente pensó lo mismo, porque con el rostro contraído se puso de pie de un salto.

—¡Tenny! ¡Maldita sea, Tenny! ¿Cómo se te ha ocurrido venir aquí?

—Te dije —le contesté sereno— que tenía algo importante que comunicarte. Les afecta a todos ustedes, de modo que me alegro de encontrarles reunidos. El proyecto que tienen entre manos está condenado al fracaso. No queda tiempo. Una flotilla de naves espaciales que transporta propagandistas comerciales y piezas de artillería campbelliana está lista para despegar rumbo a Venus en cualquier momento.

En la cabecera de la mesa, no lejos de Mitzi, había una butaca vacía. Me instalé cómodamente en ella y aguardé a que se desatase la tormenta.

Se desató, y con qué furia. La mitad de los asistentes no dieron crédito a mis palabras. La otra mitad es posible que tuviesen una opinión formada al respecto, pero su preocupación principal era mi descubrimiento y violación de su más secreto escondrijo. Había furia a megatones en aquella sala y no toda dirigida contra mí. Mitzi recibió también su merecido, en especial por parte de Des Haseldyne.

—¡Te advertí que te deshicieras de él! —aulló—. ¡Ahora no nos queda alternativa!

—¡Creo que aquí hay un gran problema! —intervino diciendo la representante de Sudamérica S. A.

—¡Problema, exacto, problema! —gritó el delegado de RussCorp golpeando la mesa con el puño—. La cuestión es: ¿cómo resolverlo? ¡Es su problema, Ku!

—Nadie desea quitar la vida a nadie —anunció meloso el delegado de Indiastrias uniendo las palmas de las manos y bajando los ojos— pero en determinadas situaciones, dadas las urgentes circunstancias que concurren en el caso, escasas son las alternativas que...

Ya era suficiente. Me puse de pie y me apoyé en la mesa.

—¿Quieren hacer el favor de escucharme? —rogué—. Sé perfectamente que la manera más fácil de resolver el caso es deshacerse de mí y olvidar lo que he dicho. Con lo cual Venus estará perdida.

—¡Cállese! —ordenó la representante de Alemania sin que nadie apoyara su moción. Miró a los asistentes, doce seres humanos paralizados en posturas de furor y luego añadió resentida—: Está bien. Diga lo que quiera. Le escuchamos. Poco rato, pero le escuchamos.

—Muchas gracias —dije en general con una amplia sonrisa.

No me sentía excesivamente valiente. Sabía que, entre otras cosas, era mi vida lo que estaba en juego. Pero mi vida ya no me parecía tan valiosa. No era capaz, por ejemplo, de soportar las sesiones del centro de desintoxicación; sabiendo lo que eran, si alguna vez en la vida volvía a necesitarlas, antes me aniquilaba a mí mismo. Pero estaba harto y por eso dije:

—Habrán visto ustedes las noticias de los últimos años, las relativas al asalto armado de zonas aborígenes para incorporarlas a la civilización. ¿Han observado ustedes dónde se han producido los últimos? En el Sudán. En Arabia. En el desierto de Gobi. ¿Notan ustedes algo en común entre todos esos lugares? —Lance una mirada a toda la mesa. No habían notado nada pero empezaban a vislumbrarlo—. Todos ellos son desiertos, calurosos y resecos desiertos. No tanto como Venus, pero son las zonas más similares a Venus de toda la superficie terrestre y por lo tanto las más adecuadas para realizar ensayos. Este es el primer punto.

Me senté y procuré dar a mi voz un tono más coloquial.

—Cuando me juzgaron en consejo de guerra —dije— me enviaron a Arizona durante un par de semanas. Otra zona desértica. Había allí un ejército de diez mil hombres en maniobras; por lo que pude observar, se trataba de las mismas tropas que llevaron a cabo la campaña de Urumqi. Había también lista para despegar una flota de naves y transbordadores espaciales junto a la cual se divisaban el material de reserva: piezas de artillería campbelliana. Con estos datos, veamos si deducimos lo ocurrido: han realizado simulacros de ataque en condiciones similares a las de Venus; han entrenado a tropas de combate en ejercicios tácticos de invasión; disponen de artillería pesada campbelliana a punto de ser transportada. Sumen ustedes estos factores. ¿Cuál es el resultado?

Silencio total en la sala. Luego se oyó a la delegada de Sudamérica S. A. decir tímidamente.

—Es verdad. Se nos ha informado de que numerosos transbordadores con base en Venezuela han sido trasladados a un destino desconocido. Creímos que el objetivo debía ser Hiperión.

—Hiperión —repitió despectivo el representante de RussCorp—. Una sola nave, suficiente para Hiperión.

—¡No se asusten de lo que dice este drogadicto! —advirtió Haseldyne—. Estoy convencido de que exagera. Los propagandistas comerciales de la Tierra no son más que un tigre de papel. Si seguimos adelante con nuestro proyecto, no les quedará tiempo para ocuparse de Venus; estarán demasiado atareados devanándose los sesos y preguntándose qué es lo que falló en la Tierra.

—Me alegro de que esté usted tan convencido. Yo tengo mis dudas —replicó pesimista el delegado de RussCorp—. Han circulado muchos rumores, que se han comunicado a este consejo y que sin excepción han sido formalmente rechazados. Equivocadamente, creo ahora.

—Personalmente sugiero... —empezó a decir la representante de Alemania, que fue tajantemente interrumpida por Haseldyne.

—¡Hablaremos de este asunto en privado! —declaró mirándome con encendida amenaza—. ¡Tú! ¡Fuera de aquí! ¡Ya te llamaremos cuando te necesitemos!

Me despedí con un alzamiento de hombros y una sonrisa y salí por la puerta que el delegado de Indiastrias mantenía abierta para mí. Ya no me sorprendió ver que conducía a una corta escalera y a una puerta exterior, cerrada con llave. Me senté, pues, en un escalón y me dispuse a esperar.

Cuando por fin se abrió la puerta que daba a la sala y oí que Haseldyne pronunciaba mi nombre no intenté interpretar su expresión. Me limité a esquivarle con cortesía y a ocupar el asiento vacío alrededor de la mesa. No le gustó demasiado mi actitud; vi que enrojecía y me lanzaba una mirada asesina, pero no dijo nada. No tenía derecho a hacerlo; no era quien presidía la asamblea y detentaba el poder.

El presidente era el Gran Jefe. Levantó los ojos para mirarme y reconocí en aquella cara la misma de siempre: sonrosada, regordeta, enmarcada por un cabello lanudo, pero sin rastro de su antigua jovialidad. La expresión era de absoluta desolación. Y al contrario de lo habitual en el Gran Jefe, no se entretuvo con charlas preliminares. Durante unos largos momentos no dijo nada, limitándose a mirarme, a estudiar la pantalla de su ordenador y a teclear preguntas que recibían pesimistas respuestas. Desde las escaleras había oído un agitado rumor de voces, terminantes declaraciones, estridentes y perentorias exclamaciones. Ahora reinaba en la sala un silencio absoluto. El sofocante aroma del tabaco auténtico llegaba a vaharadas desde la butaca donde el delegado de RussCorp fumaba en silencio su pipa. La representante de Sudamérica S. A. acariciaba distraída algo que tenía en la falda; vi que era un animal, seguramente un gatito.

Fue entonces cuando el Gran Jefe dio un manotazo al teclado para borrar la pantalla y declaró con lentitud:

—Tarb, malas noticias nos ha traído usted. Pero hay que aceptar que son ciertas.

—Sí, señor —repliqué automáticamente, como en los viejos tiempos.

—Hemos de actuar con suma celeridad para afrontar el desafío que ello significa —añadió. La pomposidad de su expresión, al contrario que su buen humor, persistía—. Comprenderá usted, sin duda, que no podemos comunicarle nuestros planes...

—Desde luego que no, señor.

—Y comprenderá también que todavía no ha demostrado su lealtad. Mitzi Ku responde de usted —añadió desviando su fría mirada para centrarla en ella. Mitzi, que se contemplaba las puntas de los dedos, no levantó los ojos—. Provisionalmente hemos decidido aceptar las garantías que ella ofrece.

Al oír estas palabras Mitzi dio un respingo. Comprendí de inmediato cuáles habían sido las alternativas discutidas y postergadas provisionalmente.

—Lo comprendo —contesté logrando evitar el «señor»—. ¿Qué quieren ustedes que haga?

—Se le ordena continuar con su trabajo. Constituye nuestro proyecto principal y no puede detenerse. Mitzi y los demás habremos de dedicarnos a... otras cosas, lo cual le dejará a usted en relativa independencia. Procure que esa circunstancia no atrase su labor.

Hice un gesto de asentimiento con la cabeza, esperando a que hubiese algo más. No lo hubo. Des Haseldyne me condujo a la puerta y me acompañó hasta la salida. Mitzi no había pronunciado palabra. Al pie de las escaleras Haseldyne me empujó hacia otro descansillo de seguridad.

—¿Esperas las gracias? Olvídate. Las gracias te las hemos dado dejándote vivir —me espetó antes de que se cerrase la puerta.

Mientras esperaba que se abriera la puerta que daba al exterior, oí nuevamente el rumor de furiosas declaraciones y estridentes exclamaciones. Las palabras de Des Haseldyne eran ciertas: me habían perdonado la vida. También era cierto que podían revocar esa decisión en cualquier momento. ¿Lograría yo impedir tal cosa? Opiné que sí, pero solamente de una forma: realizando un trabajo tan bueno que me tornase indispensable... o para decirlo con mayor exactitud, asegurándome de que así me consideraran.

En aquel momento se abrió la puerta exterior.

Des Haseldyne debía haber accionado los controles. También de aquella puerta emergió una barra que me arrojó a la calle. Caí a tropezones en la acera bajo los pies de los apresurados peatones.

—¿Se encuentra bien? —me preguntó un anciano consumido! mirándome alarmado.

—Muy bien, gracias —le contesté mientras me incorporaba.

Creo que es la mayor mentira que he dicho en la vida.

2

Mal asunto es verse mezclado con una banda de traidores y saberse cómplice de crímenes castigados con sentencia de quemado de cerebro. Peor es caer en la cuenta de que los correligionarios son unos ineptos. Aquella congregación de los más selectos espías y saboteadores venusianos hubieran reunido entre todos, y como máximo, la habilidad e inteligencia suficientes para robar un bloc de cupones falsos de la caja de un supermercado. Respecto a la tarea de salvar a su planeta de la hegemonía de la Tierra, simplemente no estaban a la altura.

Aquella tarde Dixmeister la pasó tranquilo. Cuando entré cojeando en el despacho, le ordené que siguiera con lo suyo y me dejase trabajar tranquilo a menos que lo llamase. Luego eché la llave a la puerta y me dispuse a pensar.

Privado de Moka-Koka o pastillitas verdes que la enturbiasen, la realidad apareció ante mis ojos nítida y desnuda. No era una visión particularmente atractiva puesto que se mostraba erizada de problemas, de los cuales destacaban tres:

Primero, si no lograba convencer a los venusianos de que mi colaboración era imprescindible y que podían incluso confiar en mí, el buenazo de Haseldyne actuaría inmediatamente en consecuencia. Lo cual pondría punto final a todos mis problemas.

Segundo, si cumplía lo que se me había ordenado, el futuro se presentaba desalentador. No me habían consultado al esbozar el proyecto de la gran campaña estratégica y cuanto más pensaba en ella, menos seguro me sentía de que diera resultado.

Tercero, y era el peor, si la campaña no daba resultado, estábamos todos listos. Pasaríamos el resto de nuestras vidas jugando en parques infantiles, llevando pañales, tragando papillas a cucharadas de manos de un personal auxiliar a quien no caeríamos simpático y basando nuestro principal estímulo intelectual en ver cómo pasaban bonitas lucecitas. Y eso todos nosotros, no sólo yo. También la mujer a quien amaba.

No quería que a Mitzi Ku le quemaran el cerebro.

Tampoco quería que se lo quemasen a Tennison Tarb. Mi recién adquirida claridad de pensamiento me indicaba seriamente que de aquella última alternativa existía una salida. No tenía más que coger el teléfono y denunciar la conjura venusiana al Departamento de Prácticas Comerciales Ilícitas; probablemente me condenarían a reclusión en la Colonia Penal Polar, o tal vez sólo me degradasen a la categoría de consumidor. Pero esa salida no salvaría a Mitzi...

Poco antes de la hora de cierre, Mitzi y Des convocaron en la sala de juntas una reunión de ejecutivos de alto nivel. Mitzi no dijo nada, y ni siquiera me miró. El que habló fue Haseldyne. Comunicó que a causa de unas inesperadas e importantes perspectivas de expansión, Mitzi y él se verían obligados a ausentarse de la agencia a fin de estudiarlas. Habiendo adquirido a T.G.&S. el contrato de Val Dambois, sería éste quien durante el intervalo asumiese las funciones de director general. El departamento de Intangibles (Política) quedaba bajo la dirección independiente de Tennison Tarb, esto es yo, y por lo demás estaba seguro de que la agencia seguiría funcionando a pleno rendimiento.

Fue una actuación poco convincente que se acogió con desagrado, como evidenciaron las miradas de soslayo y caras de preocupación de los asistentes. Al levantarnos para salir conseguí acercarme hasta Mitzi y le susurré al oído:

BOOK: La guerra de los mercaderes
10.2Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Caltraps of Time by David I. Masson
Early Autumn by Robert B. Parker
Fire by Deborah Challinor
Amy Bensen 01 Escaping Reality by Lisa Renee Jones
The End of Education by Neil Postman
Blood Rain - 7 by Michael Dibdin