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Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de los mercaderes (34 page)

BOOK: La guerra de los mercaderes
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Cosa que no se produciría jamás.

Pero al menos en San Antonio no tendrían ocasión de hablar con nadie. Luego envié a los actores al departamento recién acondicionado del sótano, y por mi parte me dispuse a enfrentarme al episodio más difícil de todos. Efectué una profunda inspiración, deseé ardientemente atreverme a tragar una pastilla para calmar los nervios, realicé durante cinco minutos una serie de arduos ejercicios físicos para perder el resuello y eché a correr hacia la oficina que antaño fuera de Mitzi. Val Dambois dio un brinco de sobresalto al verme entrar como una exhalación y comunicarle jadeante:

—¡Val! ¡Llamada urgente de Mitzi! ¡Tienes que irte a la Luna! ¡El agente destinado allí ha tenido un infarto y hay que sustituirle para que no se interrumpa el enlace!

—¿Pero qué estás diciendo? —murmuró temblándole aquella rechoncha cara fofa.

En circunstancias normales Dambois se hubiera dado cuenta de mi estratagema, pero también él llevaba semanas sometido a una insoportable tensión.

—¡Una llamada de Mitzi! —repetí atropelladamente—. ¡Ha dicho que era cuestión de vida o muerte! ¡Tienes un taxi esperando! ¡Tienes el tiempo justo de ir al aeropuerto y...!

—Pero Mitzi está en... —Se interrumpió mirándome suspicaz.

—En Roma, sí. Desde allí me ha llamado. Dice que ha de llegar un cargamento urgente a la Luna y que ha de haber alguien que se ocupe de él. ¡Date prisa, Val, por Dios! —exclamé agarrando la cartera, el sombrero, el pasaporte, empujándole hacia la puerta, el ascensor, el taxi.

Una hora más tarde telefoneé al aeropuerto para saber si había embarcado en el vuelo de la Luna. Me contestaron afirmativamente.

—¡Dixmeister! —llamé.

Al instante apareció Dixmeister, acalorado, con un bocadillo de soja a medio terminar en una mano y sujetando todavía con la otra su teléfono.

—Dixmeister, los anuncios que acabo de filmar. Quiero que se emitan esta noche.

Tragó un bocado de soja.

—Desde luego, señor Tarb. Supongo que no habrá problema, aunque ya sabe que hay programado un grupo entero de...

—Modifique la programación —le ordené—. Instrucciones urgentes procedentes del último piso. Quiero esos anuncios en antena dentro de una hora. Esos y ninguno más. Elimine los restantes. Hágalo, Dixmeister.

Y se alejó al trote a cumplir mi mandato.

Había llegado el momento de poner en acción el sistema defensivo.

Tan pronto como Dixmeister hubo desaparecido de mi vista, me puse de pie y salí de la oficina dejando la puerta cerrada. No volvería a abrir esa puerta, al menos no en el mundo que ahora me rodeaba. Lo más probable es que no volviera a abrirla nunca más.

Mi nueva oficina era mucho menos lujosa que la antigua, entre otras cosas por hallarse en el lugar en que se hallaba: el subsótano seis. De todos modos, teniendo en cuenta el escaso margen de tiempo con que contó, el departamento de Acondicionamiento había realizado una encomiable tarea. Colocaron todo cuanto yo había ordenado, incluido un gran panel con doce pantallas para visualizar directamente cualquier canal que eligiese. Había también doce mesas, ocupadas todas por miembros de mi nuevo comando de acción. Y el departamento de Remodelación había cegado dos de las antiguas puertas abriendo otras nuevas, conforme a mis instrucciones. Ya no había acceso directo desde el pasillo a la sala de comunicaciones. El único acceso al centro neurálgico de la agencia pasaba ahora por mi oficina, instalada en los antiguos archivos. La pequeña garita en la que acostumbraban a dormitar los técnicos de mantenimiento durante los turnos de servicio estaba vacía y la puerta disponía de una nueva cerradura de seguridad. Hacía ya un buen rato que los técnicos se habían marchado; les había concedido una semana de vacaciones aduciendo que, ya que el sistema operativo era totalmente automático e infalible, deseaba hacer el experimento de que funcionase unos pocos días privado de todo control humano. Se mostraron suspicaces hasta que logré convencerles de que la medida no amenazaba el puesto de trabajo de ninguno, oído lo cual aceptaron gustosos mi medida.

Para abreviar, el lugar respondía exactamente a lo que yo había ordenado y contenía cuanto se me ocurrió pudiera ser necesario para el éxito de mi proyecto. El que fuera además suficiente era ya otra cuestión, y era ya demasiado tarde para preocuparse por ello. Adopté, pues mi más amplia y optimista sonrisa al acercarme a Jimmy Paleólogo, instalado tras la mesa de «recepción» instalada en el pasillo.

—¿Tienes todo lo que hace falta? —le pregunté cordial.

Antes de devolverme la sonrisa abrió el cajón de la mesa lo justo para mostrarme la pistola inmovilizante que allí guardaba. No podía culpársele si la sonrisa mostraba inequívocos rastros de fatiga; después de salir del Centro de Desintoxicación, le habían prometido devolverle su empleo de técnico de operaciones campbellianas; fue entonces cuando fui a buscarle para proponerle esta ocupación de tan escaso porvenir.

—Gert y yo hemos colocado una red en la puerta y otra en tu oficina —me informó—. Todo el mundo está armado menos Nels Rockwell. No puede levantar el brazo lo suficiente para disparar. Dice que quisiera atarse una granada límbica al cuerpo, en caso de que las cosas vayan mal y como último recurso. ¿Tú qué opinas?

—Creo que supondría mayor peligro para nosotros que para el enemigo —contesté sonriendo, aunque la verdad es que me pareció una idea admirable. De todos modos, una granada límbica no, explosiva en todo caso; incluso capaz de provocar una miniexplosión nuclear. Si las cosas salían mal, más nos valdría una limpia y rápida vaporización que la otra alternativa...

Abandoné, sin embargo, ese pensamiento y entré en la oficina. Gert Martels se levantó de un salto y vino a darme un abrazo. Había sido la más difícil de reclutar de todos mis colaboradores. No la autorizaban a salir del calabozo a pesar de utilizar yo a fondo todo el prestigio e influencia de la agencia; al final había tenido que prometerle un empleo al comandante del penal, y Gert rebosaba agradecimiento por la oportunidad que se le ofrecía.

—¡Oh, Tenny —exclamó riéndose y sollozando, pues efectivamente hizo ambas cosas a la vez—, lo estamos logrando!

—A medias, de momento —repliqué—. Los primeros anuncios estarán en antena en cualquier momento.

—¡Ya están ahí! —exclamó la voluminosa Marie desde el diván apoyado contra la pared—. ¡Acaba de salir Gwenny! ¡Ha estado estupenda!

Gwendolyn Baltic era la más joven de mis agentes y la había conocido a través de Nelson Rockwell. Tenía quince años y una historia espeluznante; era huérfana; su madre había sido condenada a quemado de cerebro por múltiples fraudes con tarjetas de crédito y su padre prefirió suicidarse antes que afrontar una cura de desintoxicación que lo liberase de su dependencia a la nicotina inyectable. La seleccioné para que encabezara la campaña de la Marcha de los Dólares, destinada a recaudar fondos para la creación de nuevos y más perfeccionados centros de desintoxicación. Había decidido comenzar la campaña con aquel anuncio puesto que constituía la cuña inicial que menos probabilidades tenía de sobresaltar a los responsables de las cadenas de emisión.

—Ha estado fantástica —repitió Marie resplandeciente, y la pequeña Gwenny se ruborizó.

Si la retransmisión había comenzado, la reacción no tardaría en producirse. Tardó exactamente diez minutos.

—Se aproxima un miembro de la agencia —anunció Jimmy Paleólogo desde el pasillo.

Al ver quién era, ordené que le dejaran pasar.

Se trataba de Dixmeister, que llegaba corriendo con urgentes mensajes.

—¡Señor Tarb! —comenzó a decir interrumpiéndose al punto al ver a los ocupantes de las mesas—. ¿Cómo, señor Tarb? —preguntó quejumbroso—. ¿Tiene usted aquí al Departamento de Talento? ¿Actores?

—Por si los necesitamos para una nueva toma de último momento —contesté con suavidad indicándole con un gesto a Gert que apartase la mano de la pistola que guardaba en el cajón—. ¿Quería usted algo de mí, Dixmeister?

—Sí, diablos... quiero decir, sí, señor Tarb. Se están recibiendo llamadas de todas las cadenas y emisoras. Dicen que habrán de suprimir los nuevos anuncios, los de los candidatos, ¿sabe?...

—Lo sé perfectamente —repliqué con mi mirada más dura y mi tono más glacial—. ¿Qué significa esto, Dixmeister? ¿Va usted a permitirles que intenten imponer censura a la publicidad?

—No, por Dios, señor Tarb —contestó azarado—. Nada de eso. Es que un par de directivos de la Sección de Continuidad y Aprobación han creído discernir rastros de... una especie de... variante de con... con...

—¿Conservadurismo quiere usted decir, Dixmeister? —le pregunté con amabilidad—. Míreme bien, Dixmeister. ¿Tengo yo aspecto de conservadurista?

—¡Ni hablar, señor Tarb!

—¿Cree usted por un momento que esta agencia promocionaría campañas políticas de tendencia conservadurista?

—¡Jamás, señor Tarb! Pero no son sólo los anuncios de los candidatos. Es esa campaña de beneficencia, ¿sabe? La Marcha de los Dólares, se llama.

Lo sabía de sobras. Era invención mía. Una campaña para recaudar fondos para crear centros de desintoxicación como el que yo había utilizado.

—¿Eso tampoco les parece correcto? —exclamé incrédulo, con una despectiva sonrisa que sugería el «ya están otra vez con los truquitos de siempre».

—Pues, por lo visto, no demasiado. Pero no es eso de lo que venía a hablarle. En realidad quería decirle que he revisado los expedientes y no encuentro por ningún sitio una orden del último piso autorizando la campaña.

—¡Claro que no! —exclamé forzando mi sorpresa—. Supongo que Val no tuvo tiempo de firmarla antes de marcharse a la Luna con tanta urgencia. Tome buena nota, Dixmeister —le ordené—. En cuanto regrese le echaré un rapapolvo. Ah, Dixmeister —añadí—, le felicito por haberlo observado.

—Gracias, señor Tarb —exclamó sin poder contener una sonrisa y casi pataleando de júbilo—. De todos modos, volveré a mirar bien para ver si la encuentro.

—Desde luego. —Claro que la buscaría, pero no la encontraría porque dicha orden no existía—. Ah, y no tolere amenazas de los responsables de las cadenas. Recuérdeles que aquí no jugamos a canicas. Dígales que no queremos interponer una denuncia por incumplimiento de contrato.

Estremecido se dispuso a marcharse no sin antes lanzar una extrañada mirada a Marie y Gert Martels, inclinadas sobre la pantalla de la mesa de Marie.

—Se está caldeando el ambiente, ¿eh? —comentó Gert.

—Así es. —Asentí—. ¿Estáis mirando uno de vuestros anuncios? Pasádmelo a pantalla, por favor.

Marie accionó un dispositivo de su tablero de mandos y una de las pantallas de la pared se iluminó con las imágenes de un canal. Era el anuncio protagonizado por Nelson Rockwell, que con ojos centellantes bajo el vendaje que le cubría la cabeza, decía:

—...fractura de rótula, de dos costillas, hemorragia interna y conmoción cerebral. Eso es lo que me hicieron cuando en determinado momento no pude seguir pagando los plazos de unos objetos que en el fondo me vi obligado a comprar.

—Está guapo, ¿verdad? —dijo Gert sofocando una risita.

—Un auténtico castigador —corroboré con jovialidad—. ¿Tenéis todos a mano las pistolas inmovilizantes, por si hay que utilizarlas?

A Gert se le heló la sonrisa en los labios mientras asentía con un gesto de cabeza. Su expresión jubilosa se había convertido en una mueca que inspiraba temor. Y pensé que los problemas que había causado sacarla del calabozo habían valido la pena.

Rockwell apartó los ojos de la imagen de sí mismo que ocupaba la pantalla y los clavó en mí.

—¿Crees que va a haber jaleo, Tenny? —me preguntó.

No le tembló la voz pero observé que tenía la mano izquierda, el único miembro libre del yeso que le cubría el cuerpo entero, suspendido sobre el cajón de la mesa. ¿Qué guardaría allí dentro? Una pistola no era. Confié que no fuese una granada; aún no había tomado aquella decisión.

—Pues, no estoy seguro, nunca se sabe —contesté acercándome con disimulo a su mesa—. Pero más vale estar preparados, por si acaso.

Todos asintieron y yo alargué el cuello para atisbar qué había en el cajón. Tardé un momento en comprender que no se trataba de una granada; era una de sus malditas miniaturas, la Reproducción en Aleación Auténtica de Cobre de Mascarillas Funerarias de Varones Ilustres en Ropa Interior. Una oleada de compasión por poco me corta la voz. Pobre muchacho.

—Nels —le dije en voz baja—, te prometo que si salimos de ésta, la semana que viene estarás en un centro de desintoxicación.

La expresión de su rostro al oírme, por lo que me permitió observar el vendaje, fue amedrentada pero resuelta, y creo que hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Va a ser una noche muy larga —dije en alta voz dirigiéndome a todos—. Mejor será dormir un poco; lo haremos por turnos.

Manifestaron todos su acuerdo y mientras yo regresaba a mi oficina, ellos contemplaron el final del anuncio de Nelson Rockwell.

—...ésta es mi historia. Si desean ustedes que salga elegido, tengan la bondad de enviar sus aportaciones a...

Cerré la puerta y me senté a mi mesa. Oprimí el botón del omnivídeo y en la pantalla apareció la última edición de
La Era de la Publicidad
. No habían esperado al boletín de noticias horario. Habían interrumpido la programación para difundir una información de última hora cuyos titulares eran los siguientes:

Alarmantes Anuncios Transmitidos por H &K

La Comisión Federal de Comunicaciones

ordena una investigación.

El ambiente empezaba a caldearse, sin duda alguna.

No había sido enteramente honrado con mis colaboradores. A veces sí se sabe que va a haber jaleo. Yo lo sabía. Y sabía además que no estaba muy lejano.

Obedecí mis propias instrucciones, aunque he de reconocer que con escaso éxito. Dormir no era fácil. Si el sueño llegaba, terminaba bruscamente, interrumpido por un ruido inquietante en la puerta exterior, por una pesadilla o por una llamada cada vez más nerviosa de Dixmeister desde el mundo exterior, de todas la causa más frecuente. Había abandonado toda esperanza de regresar a casa aquella noche y más o menos cada hora llamaba para comunicar una nueva y más perentoria protesta de la Comisión Federal de Comunicaciones o un furibundo estallido de los responsables de las cadenas de emisión, dificultades que para mí no lo eran puesto que invariablemente le ordenaba:

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