Las fábulas ideadas por H.G. Wells (1866-1946), uno de los padres, acaso el más notable, de la ciencia ficción, han demostrado a lo largo del tiempo mantener un vigor y tocar unos resortes del inconsciente humano que a menudo las han elevado a iconos del mundo moderno.
La guerra de los mundos
(1898), relato trepidante que narra la invasión de la Tierra por los marcianos y que supuso por primera vez la irrupción de seres de otros planetas en el nuestro, marcó en buena medida la fantasía del siglo XX y abrió un filón —el del contacto de los hombres con seres extraterrestres— que no tardó en convertirse en uno de los más importantes de la ciencia ficción, sirviendo de inspiración a numerosos artistas posteriores en los ámbitos de la radio, el cine, la literatura, el cómic y la televisión.
H.G. Wells
La guerra de los mundos
ePUB v2.1
Perseo15.09.12
Título original:
The War of the Worlds
H.G. Wells, 1898.
Diseño/retoque portada: Demes.
Editor original: Demes (v1.0)
Segundo editor: Perseo (v2.0 a v2.1)
Corrección de erratas: Perseo.
ePub base v2.0
Pero ¿quién mora en estos mundos si están habitados?… ¿Somos nosotros o ellos los Señores del Universo?… Y ¿por qué todas las cosas han de estar hechas para el hombre?
K
EPLER
, citado en
La anatomía de la melancolía
E
n los últimos años del siglo diecinueve nadie habría creído que los asuntos humanos eran observados aguda y atentamente por inteligencias más desarrolladas que la del hombre y, sin embargo, tan mortales como él; que mientras los hombres se ocupaban de sus cosas eran estudiados quizá tan a fondo como el sabio estudia a través del microscopio las pasajeras criaturas que se agitan y multiplican en una gota de agua. Con infinita complacencia, la raza humana continuaba sus ocupaciones sobre este globo, abrigando la ilusión de su superioridad sobre la materia. Es muy posible que los infusorios que se hallan bajo el microscopio hagan lo mismo. Nadie supuso que los mundos más viejos del espacio fueran fuente de peligro para nosotros, o si pensó en ellos, fue sólo para desechar como imposible o improbable la idea de que pudieran estar habitados. Resulta curioso recordar algunos de los hábitos mentales de aquellos días pasados. En caso de tener en cuenta algo así, lo más que suponíamos era que tal vez hubiera en Marte seres quizá inferiores a nosotros y que estarían dispuestos a recibir de buen grado una expedición enviada desde aquí. Empero, desde otro punto del espacio, intelectos fríos y calculadores y mentes que son en relación con las nuestras lo que éstas son para las de las bestias, observaban la Tierra con ojos envidiosos mientras formaban con lentitud sus planes contra nuestra raza. Y a comienzos del siglo veinte tuvimos la gran desilusión.
Casi no necesito recordar al lector que el planeta Marte gira alrededor del Sol a una distancia de ciento cuarenta millones de millas y que recibe del astro rey apenas la mitad de la luz y el calor que llegan a la Tierra. Si es que hay algo de verdad en la hipótesis corriente sobre la formación del sistema planetario, debe ser mucho más antiguo que nuestro mundo, y la vida nació en él mucho antes que nuestro planeta se solidificara. El hecho de que tiene apenas una séptima parte del volumen de la Tierra debe haber acelerado su enfriamiento, dándole una temperatura que permitiera la aparición de la vida sobre su superficie. Tiene aire y agua, así como también todo lo necesario para sostener la existencia de seres animados.
Pero tan vano es el hombre y tanto lo ciega su vanidad, que hasta fines del siglo diecinueve ningún escritor expresó la idea de que allí se pudiera haber desarrollado una raza de seres dotados de inteligencia que pudiese compararse con la nuestra. Tampoco se concibió la verdad de que siendo Marte más antiguo que nuestra Tierra y dotado sólo de una cuarta parte de la superficie de nuestro planeta, además de hallarse situado más lejos del Sol, era lógico admitir que no sólo está más distante de los comienzos de la vida, sino también mucho más cerca de su fin.
El enfriamiento que algún día ha de sufrir nuestro mundo ha llegado ya a un punto muy avanzado en nuestro vecino. Su estado material es todavía en su mayor parte un misterio; pero ahora sabemos que aun en su región ecuatorial la temperatura del mediodía no llega a ser la que tenemos nosotros en nuestros inviernos más crudos. Su atmósfera es mucho más tenue que la nuestra, sus océanos se han reducido hasta cubrir sólo una tercera parte de su superficie, y al sucederse sus lentas estaciones se funde la nieve de los polos para inundar periódicamente las zonas templadas. Esa última etapa de agotamiento, que todavía es para nosotros increíblemente remota, se ha convertido ya en un problema actual para los marcianos. La presión constante de la necesidad les agudizó el intelecto, aumentando sus poderes perceptivos y endureciendo sus corazones. Y al mirar a través del espacio con instrumentos e inteligencias con los que apenas si hemos soñado, ven a sólo treinta y cinco millones de millas de ellos una estrella matutina de la esperanza: nuestro propio planeta, mucho más templado, lleno del verdor de la vegetación y del azul del agua, con una atmósfera nebulosa que indica fertilidad y con amplias extensiones de tierra capaz de sostener la vida en gran número.
Y nosotros, los hombres que habitamos esta Tierra, debemos ser para ellos tan extraños y poco importantes como lo son los monos y los lémures para el hombre. El intelecto del hombre admite ya que la vida es una lucha incesante, y parece que ésta es también la creencia que impera en Marte. Su mundo se halla en el período del enfriamiento, y el nuestro está todavía lleno de vida, pero de una vida que ellos consideran como perteneciente a animales inferiores. Así, pues, su única esperanza de sobrevivir al destino fatal que les amenaza desde varias generaciones atrás reside en llevar la guerra hacia su vecino más próximo.
Y antes de juzgarlos con demasiada dureza debemos recordar la destrucción cruel y total que nuestra especie ha causado no sólo entre los animales, como el bisonte y el dido, sino también entre las razas inferiores. A pesar de su apariencia humana, los tasmanios fueron exterminados por completo en una guerra de extinción llevada a cabo por los inmigrantes europeos durante un lapso que duró escasamente cincuenta años. ¿Es que somos acaso tan misericordiosos como para quejarnos si los marcianos guerrearan con las mismas intenciones con respecto a nosotros?
Los marcianos deben haber calculado su llegada con extraordinaria exactitud —sus conocimientos matemáticos exceden en mucho a los nuestros— y llevado a cabo sus preparativos de una manera perfecta. De haberlo permitido nuestros instrumentos podríamos haber visto los síntomas del mal ya en el siglo dieciocho. Hombres como Schiaparelli observaron el planeta rojo —que durante siglos ha sido la estrella de la guerra—, pero no llegaron a interpretar las fluctuaciones en las marcas que tan bien asentaron sobre sus mapas. Durante ese tiempo los marcianos deben haber estado preparándose.
Durante la oposición de mil ochocientos noventa y cuatro se vio una gran luz en la parte iluminada del disco, primero desde el Observatorio Lick. Luego la notó Perrotin, en Niza, y después otros astrónomos. Los lectores ingleses se enteraron de la noticia en el ejemplar de
Nature
que apareció el dos de agosto. Me inclino a creer que la luz debe haber sido el disparo del cañón gigantesco, un vasto túnel excavado en su planeta, y desde el cual hicieron fuego sobre nosotros. Durante las dos oposiciones siguientes se avistaron marcas muy raras cerca del lugar en que hubo el primer estallido luminoso.
Hace ya seis años que se descargó la tempestad en nuestro planeta. Al aproximarse Marte a la oposición, Lavelle, de Java, hizo cundir entre sus colegas del mundo la noticia de que había una enorme nube de gas incandescente sobre el planeta vecino. Esta nube se hizo visible a medianoche del día doce, y el espectroscopio, al que apeló de inmediato, indicaba una masa de gas ardiente, casi todo hidrógeno, que se movía a enorme velocidad en dirección a la Tierra. Este chorro de fuego se tornó invisible alrededor de las doce y cuarto. Lavelle lo comparó a una llamarada colosal lanzada desde el planeta con la violencia súbita con que escapa el gas de pólvora de la boca de un cañón.
Esta frase resultó singularmente apropiada. Sin embargo, al día siguiente no apareció nada de esto en los diarios, excepción hecha de una breve nota publicada en el
Daily Telegraph
, y el mundo continuó ignorando uno de los peligros más graves que amenazó a la raza humana. Es posible que yo no me hubiera enterado de lo que antecede si no me hubiese encontrado en Ottershaw con el famoso astrónomo Ogilvy. Éste se hallaba muy entusiasmado ante la noticia, y debido a la exuberancia de su reacción, me invitó a que le acompañara aquella noche a observar el planeta rojo.
A pesar de todo lo que sucedió desde entonces, todavía recuerdo con toda claridad la vigilia de aquella noche: el observatorio oscuro y silencioso, la lámpara cubierta que arrojaba sus débiles rayos de luz sobre un rincón del piso, la delgada abertura del techo por la que se divisaba un rectángulo negro tachonado de estrellas.
Ogilvy andaba de un lado a otro; le oía sin verle. Por el telescopio se veía un círculo azul oscuro y el pequeño planeta que entraba en el campo visual. Parecía algo muy pequeño, brillante e inmóvil, marcado con rayas transversales y algo achatado en los polos. ¡Pero qué pequeño era! Apenas si parecía un puntito de luz. Daba la impresión de que temblara un poco. Mas esto se debía a que el telescopio vibraba a causa de la maquinaria de relojería que seguía el movimiento del astro.
Mientras lo observaba, Marte pareció agrandarse y empequeñecerse, avanzar y retroceder, pero comprendí que la impresión la motivaba el cansancio de mi vista. Se hallaba a cuarenta millones de millas, al otro lado del espacio. Pocas personas comprenden la inmensidad del vacío en el cual se mueve el polvo del universo material.
En el mismo campo visual recuerdo que vi tres puntitos de luz, estrellitas infinitamente remotas, alrededor de las cuales predominaba la negrura insondable del espacio. Ya sabe el lector qué aspecto tiene esa negrura durante las noches estrelladas. Vista por el telescopio parece aún más profunda. E invisible para mí, porque era tan pequeño y se hallaba tan lejos, volando con velocidad constante a través de aquella distancia increíble, acercándose minuto a minuto, llegaba el objeto que nos mandaban, ese objeto que habría de causar tantas luchas, calamidades y muertes en nuestro mundo. No soñé siquiera en él mientras miraba; nadie en la Tierra podía imaginar la presencia del certero proyectil.
También aquella noche hubo otro estallido de gas en el distante planeta. Yo lo vi. Fue un resplandor rojizo en los bordes según se agrandó levemente al dar el cronómetro las doce. Al verlo se lo dije a Ogilvy y él ocupó mi lugar. Hacía calor y sintiéndome sediento avancé a tientas por la oscuridad en dirección a la mesita sobre la que se hallaba el sifón, mientras que Ogilvy lanzaba exclamaciones de entusiasmo al estudiar el chorro de gas que venía hacia nosotros.