La guerra del fin del mundo (19 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

BOOK: La guerra del fin del mundo
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Hubieran podido morir todos, no quedar un oficial o soldado de línea para contar al mundo la historia de esta batalla ya ganada y de pronto perdida; hubieran podido ser perseguidos, rastreados, acosados y ultimados, cada uno de ese medio millar de hombres vencidos que corrían sin rumbo, aventados por el miedo y la confusión, si los vencedores hubieran sabido que la lógica de la guerra es la destrucción total del adversario. Pero la lógica de los elegidos del Buen Jesús no era la de esta tierra. La guerra que ellos libraban era sólo en apariencia, la del mundo exterior, la de uniformados contra andrajosos, la del litoral contra el interior, la del nuevo Brasil contra el Brasil tradicional. Todos los yagunzos eran conscientes de ser sólo fantoches de una guerra profunda, intemporal y eterna, la del bien y del mal, que se venía librando desde el principio del tiempo. Por eso los dejaron escapar, mientras ellos, a la luz de los mecheros, rescataban a los hermanos muertos y heridos que yacían en el tablazo o en el Cambaio con muecas de dolor o de amor a Dios fijadas en las caras (cuando la metralla les había preservado las caras). Toda la noche estuvieron transportando heridos a las Casas de Salud de Belo Monte, y cadáveres que, vestidos con los mejores trajes y embutidos en cajones fabricados a toda prisa, eran llevados al velatorio en el Templo del Buen Jesús y la Iglesia de San Antonio. El Consejero decidió que no serían enterrados hasta que el párroco de Cumbe viniera a decir una misa por sus almas, y una de las beatas del Coro Sagrado, Alejandrinha Correa, fue a buscarlo.

Mientras lo esperaban, Antonio el Fogueteiro preparó fuegos artificiales y hubo una procesión. Al día siguiente, muchos yagunzos retornaron al lugar del combate. Desnudaron a los soldados y abandonaron los cadáveres desnudos a la pudrición. En Canudos, quemaron esas guerreras y pantalones con todo lo que contenían, billetes de la República, tabacos, estampas, mechones de amantes o hijas, recuerdos que les parecían objetos de condenación. Pero preservaron los fusiles, las bayonetas, las balas, porque así se los habían pedido João Abade, Pajeú, los Vilanova y porque entendían que serían imprescindibles si eran atacados de nuevo. Como algunos se resistían, el propio Consejero tuvo que pedirles que pusieran esos Mánnlichers, Winchesters, revólveres, cajas de pólvora, sartas de municiones, latas de grasa, al cuidado de Antonio Vilanova. Los dos cañones Krupp habían quedado al pie del Cambaio, en el sitio desde el cual bombardearon el monte. Fue quemado de ellos todo lo que podía quemarse —las ruedas y las cureñas — y los tubos de acero fueron arrastrados, con ayuda de mulas, a la ciudad, para que los herreros los fundieran.

En Ranchos das Pedras, donde había estado el último campamento del Mayor Febronio de Brito, los hombres de Pedrão encontraron, hambrientas y desgreñadas, a seis mujeres que habían seguido a los soldados, cocinándoles, lavándoles la ropa y dándoles amor. Las llevaron a Canudos y el Beatito las expulsó, diciéndoles que no podían permanecer en Belo Monte quienes habían servido deliberadamente al Anticristo. Pero a una de ellas, que estaba embarazada, dos cafusos que habían pertenecido a la banda de José Venancio y que estaban desconsolados con su muerte, la atraparon en las afueras, le abrieron el vientre a tajos de machete, le arrancaron el feto y pusieron en su lugar un gallo vivo, convencidos de que así prestaban un servicio a su jefe en el otro mundo.

Oye dos o tres veces el nombre de Caifás, entre palabras que no entiende, y haciendo un esfuerzo abre los ojos y ahí está la mujer de Rufino, al lado de la hamaca, agitada, moviendo la boca, haciendo ruidos, y es día lleno ya y por la puerta y los resquicios de las estacas el sol entra a raudales en la vivienda. La luz lo hiere tan fuerte que debe pestañear y restregarse los párpados mientras se incorpora. Imágenes confusas, llegan a través de una agua lechosa, y a medida que su cerebro se despercude y el mundo se aclara, la mirada y la mente de Galileo Gall descubren una metamorfosis en la habitación: ha sido cuidadosamente ordenada; suelo, paredes, objetos, ofrecen un aspecto reluciente, como si todo hubiera sido fregado y lustrado. Ahora entiende lo que dice Jurema: viene Caifás, viene Caifás. Advierte que la mujer del rastreador ha cambiado la túnica que él le desgarró por una blusa y una falda oscuras, que está descalza y asustada, y mientras trata de recordar dónde cayó su revólver esa madrugada, se dice que no hay por qué alarmarse, que quien viene es el encuerado que lo llevó hasta Epaminondas Goncalves y lo trajo de vuelta con las armas, justamente la persona que en este momento necesita más. Ahí está el revólver, junto a su maletín, al pie de la imagen de la Virgen de Lapa que cuelga de un clavo. Lo coge y cuando piensa que está sin balas ve, en la puerta de la vivienda, a Caifás.


They tried to kill me

dice, precipitadamente, y, como advierte su error, habla en portugués —: Quisieron matarme, se llevaron las armas. Debo ver a Epaminondas Goncalves, ahora mismo.

—Buenos días —dice Caifás, llevándose dos dedos hacia el sombrero con tirillas de cuero, sin quitárselo, dirigiéndose a Jurema de una manera que parece a Gall absurdamente solemne. Luego se vuelve hacia él y hace el mismo movimiento y repite —: Buenos días.

—Buenos días —responde Gall, sintiéndose, de pronto, ridículo con el revólver en la mano. Lo guarda en su cintura, entre su pantalón y su cuerpo, y da dos pasos hacia Caifás, advirtiendo la turbación, la vergüenza, el embarazo que se ha adueñado de Jurema con su llegada: no se mueve, mira el suelo, no sabe qué hacer con sus manos. Galileo señala el exterior:

—¿Viste a esos dos hombres muertos, ahí fuera? Había otro más, el que se llevó las armas. Debo hablar con Epaminondas, debo advertirle. Llévame con él.

—Los vi —dijo escuetamente Caifás. Y se dirige a Jurema, que sigue cabizbaja, petrificada, moviendo los dedos como si tuviera un calambre—. Han llegado soldados a Queimadas. Más de quinientos. Buscan pisteros para ir a Canudos. Al que no quiere contratarse, lo llevan a la fuerza. Vine a avisarle a Rufino.

—No está —balbucea Jurema, sin levantar la cabeza—. Se ha ido a Jacobina.

—¿Soldados? —Gall da otro paso, hasta casi rozar al recién venido—. ¿La Expedición del Mayor Brito ya está aquí?

—Va a haber un desfile —asiente Caifás—. Están formados en la Plaza. Llegaron en el tren de esta mañana.

Gall se pregunta por qué el hombre no se sorprende de los muertos que ha visto allá afuera, al llegar a la cabaña, por qué no le hace preguntas sobre lo que ha ocurrido, sobre cómo ha ocurrido, por qué permanece así, tranquilo, inmutable, inexpresivo, esperando, ¿qué cosa?, y se dice una vez más que la gente de aquí es extraña, impenetrable, inescrutable, como le parecía la china o la del Indostán. Es un hombre muy flaco Caifás, huesudo, bruñido, con los pómulos saltados y unos ojos vinosos que causan malestar pues nunca parpadean, al que apenas le conoce la voz, ya que apenas abrió la boca durante el doble viaje que hizo a su lado, y cuyo chaleco de cuero y pantalón reforzado en los fundillos y en las piernas también con tiras de cuero y hasta las alpargatas de cordón parecen parte de su cuerpo, una áspera piel complementaria, una costra. ¿Por qué su llegada ha sumido a Jurema en semejante confusión? ¿Es por lo sucedido hace unas horas entre ellos dos? El perrito lanudo aparece de algún lado y salta, brinca y juguetea entre los pies de Jurema y en ese momento Galileo Gall se da cuenta que han desaparecido las gallinas de la habitación.

—Sólo vi a tres, el que se escapó se llevó las armas —dice, alisándose la alborotada cabellera rojiza—. Hay que avisar cuanto antes a Epaminondas, esto puede ser peligroso para él. ¿Puedes llevarme a la hacienda?

—Ya no está allá —dice Caifás—. Usted lo oyó, ayer. Dijo que se iba a Bahía.

—Sí —dice Gall. No hay más remedio, tendrá que regresar a Bahía él también. Piensa: «Ya están aquí los soldados». Piensa: «Van a venir en busca de Rufino, van a encontrar los muertos, me van a encontrar». Tiene que irse, sacudir esa languidez, esa modorra que lo atenazan. Pero no se mueve.

—A lo mejor eran enemigos de Epaminondas, gente del Gobernador Luis Viana, del Barón —murmura, como si se dirigiera a Caifás, pero en realidad se habla a sí mismo—. ¿Por qué, entonces, no vino la Guardia Nacional? Esos tres no eran gendarmes. Tal vez bandoleros, tal vez querían las armas para sus fechorías o para venderlas.

Jurema sigue inmóvil, cabizbaja, y, a un metro suyo, siempre quieto, tranquilo, inexpresivo, Caifás. El perrito brinca, jadea.

—Además, hay algo raro —reflexiona Gall en voz alta, pensando «debo esconderme hasta que los soldados partan y regresar a Salvador», pensando, al mismo tiempo, que la Expedición del Mayor Brito ya está aquí, a menos de dos kilómetros, que irá a Canudos y que sin duda arrasará con ese brote de rebeldía ciega en el que él ha creído, o querido, ver la simiente de una revolución—. No sólo buscaban las armas. Querían matarme, eso es seguro. Y no se comprende. ¿Quién puede estar interesado en matarme a mí, aquí en Queimadas?

—Yo, señor —oye decir a Caifás, con la misma voz sin matices, a la vez que siente el filo de la faca en el cuello, pero sus reflejos son, han sido siempre rápidos y ha conseguido apartar la cabeza, retroceder unos milímetros en el instante que el encuerado saltaba sobre él y su faca, en vez de clavarse en su garganta, se desvía y hiere más abajo, a la derecha, en el borde mismo del cuello y el hombro, dejándole en el cuerpo una sensación más de frío y sorpresa que de dolor. Ha caído al suelo, está tocándose la herida, consciente de que entre sus dedos corre sangre, con los ojos muy abiertos, mirando hechizado al encuerado de nombre bíblico, cuya expresión ni siquiera ahora se ha alterado, salvo, quizá, por sus pupilas que eran opacas y ahora brillan. Tiene la faca ensangrentada en la mano izquierda y un revólver pequeño, con empuñadura de concha, en la derecha. Lo apunta a la cabeza, inclinado sobre él, a la vez que le da una especie de explicación —: Es una orden del coronel Epaminondas Goncalves, señor. Yo me llevé las armas esta mañana, yo soy el jefe de esos que usted mató.

—¿Epaminondas Goncalves? —ronca Galileo Gall y, ahora sí, el dolor de su garganta es vivísimo.

—Necesita un cadáver inglés —parece excusarse Caifás, a la vez que aprieta el gatillo y Gall, que ha ladeado automáticamente la cara, siente una quemazón en la mandíbula, en los pelos y como si le arrancaran la oreja.

—Soy escocés y odio a los ingleses —alcanza a murmurar, pensando que el segundo disparo hará blanco en su frente, su boca o su corazón y perderá el sentido y morirá, pues el encuerado está alargando de nuevo la mano, pero lo que ve más bien es un bólido, un revuelo, Jurema que cae sobre Caifás y se aferra a él y lo hace trastabillear, y entonces deja de pensar y descubriendo en sí fuerzas que ya no creía tener se levanta y salta también sobre Caifás, contusamente alerta de estar sangrando y ardiendo y antes de que vuelva a pensar, a tratar de comprender lo que ha sucedido, lo que lo ha salvado, está golpeando con la cacha de su revólver, con toda la energía
que
le queda, al encuerado del que Jurema sigue prendida. Antes de verlo perder el sentido, alcanza a darse cuenta de que no es a él a quién Caitas mira mientras se defiende y recibe sus golpes, sino a Jurema, y que no hay odio, cólera, sino una inconmensurable estupefacción en sus pupilas vinosas, como si no pudiera entender lo que ella ha hecho, como si el que ella se arrojara contra él, desviara su brazo, permitiera a su víctima levantarse y atacarlo fueran cosas que no podía siquiera imaginar, soñar. Pero cuando Caifás, semiinerte, la cara hinchada por los golpes, sangrante también por su propia sangre o la de Gall, suelta la faca y su diminuto revólver y Gall se lo arrebata y va a dispararle, es la misma Jurema quien se lo impide, prendiéndose de su mano, como antes de la de Caifás, y chillando histéricamente.


Dont be afraid

dice Gall, sin fuerzas ya para forcejear—. Tengo que irme de aquí, los soldados van a venir. Ayúdame a subir a la mula, mujer.

Abre y cierra la boca, varias veces, seguro de que en este mismo instante se va a desplomar junto a Caifás, que parece moverse. Con la cara torcida por el esfuerzo, notando que ha aumentado el ardor del cuello y que ahora le duelen también los huesos, las uñas, los pelos, va dando barquinazos contra los baúles y los trastos de la cabaña, hacia esa llamarada de luz blanca que es la puerta, pensando «Epaminondas Goncalves», pensando: «Soy un cadáver inglés».

El nuevo párroco de Cumbe, Don Joaquim, llegó al pueblo sin cohetes ni campanas una tarde nublada que presagiaba tormenta. Apareció en un carro de bueyes, con una maleta ruinosa y una sombrilla para la lluvia y el sol. Había hecho un viaje largo, desde Bengalas, en Pernambuco, donde había sido párroco dos años. En los meses siguientes se diría que su obispo lo había alejado de allí por haberse propasado con una menor.

Los vecinos que encontró a la entrada de Cumbe lo llevaron hasta la Plaza de la Iglesia y le mostraron la desfondada vivienda donde había vivido el párroco del lugar, en ese tiempo en que Cumbe tenía párroco. La vivienda era ahora un hueco con paredes y sin techo, que servía de basural y de refugio a los animales sin dueño. Don Joaquim se metió a la pequeña Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción y acomodando las bancas usables se preparó un camastro y se echó a dormir, tal como estaba.

Era joven, algo encorvado, bajo, levemente barrigón y con un aire festivo que de entrada cayó simpático a las gentes. A no ser por el hábito y la tonsura no se lo hubiera tomado por un hombre en activo comercio con el mundo del espíritu, pues bastaba alternar con él una vez para comprender que tanto, o acaso más, le importaban las cosas de este mundo (sobre todo las mujeres). El mismo día de su llegada demostró a Cumbe que era capaz de codearse con los vecinos como uno de ellos y que su presencia no estorbaría sustancialmente las costumbres de la población. Casi todas las familias estaban congregadas en la Plaza de la Iglesia para darle la bienvenida, cuando abrió los ojos, después de varias horas de sueño. Era noche cerrada, había llovido y cesado de llover y en la humedad cálida canturreaban los grillos y el cielo hervía de estrellas. Comenzaron las presentaciones, largo desfile de mujeres que le besaban la mano y hombres que se quitaban el sombrero al pasar junto a él, musitando su nombre. Al poco rato, el Padre Joaquim interrumpió el besamanos explicando que se moría de hambre y de sed. Comenzó entonces algo semejante al recorrido de las estaciones de Semana Santa, en que el párroco iba visitando casa por casa, para ser agasajado con las mejores viandas que los lugareños tenían. La luz de la mañana lo encontró despierto, en una de las dos tabernas de Cumbe, bebiendo guinda con aguardiente y haciendo un contrapunto de décimas con el caboclo Matías de Tavares.

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