La guerra del fin del mundo (8 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

BOOK: La guerra del fin del mundo
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Los misioneros prevenían también, en sus sermones, a los fieles contra los lobos que se metían al corral disfrazados de corderos para comerse al rebaño. Es decir, esos falsos profetas a los que Monte Santo atraía como la miel a las moscas. Aparecían en sus callejuelas vestidos con pieles de cordero como el Bautista o túnicas que imitaban los hábitos, y subían al Calvario y desde allí lanzaban sermones llameantes e incomprensibles. Eran una gran fuente de distracción para el vecindario, ni más ni menos que los contadores de romances o el Gigantón Pedrín, la Mujer Barbuda o el Hombre sin Huesos del Circo del Gitano. Pero María Quadrado ni se acercaba a los racimos que se formaban en torno a los predicadores estrafalarios.

Por eso sorprendió a los vecinos ver a María Quadrado aproximarse al cementerio, que un grupo de voluntarios había comenzado a cercar, animados por las exhortaciones de un moreno de largos cabellos y vestimenta morada, que, llegado al pueblo ese día con un grupo entre los que había un ser medio hombre-medio animal, que galopaba, los había recriminado por no tomarse siquiera el trabajo de levantar un muro alrededor de la tierra donde descansaban sus muertos. ¿No debía la muerte, que permitía al hombre verle la cara a Dios, ser venerada? María Quadrado se llegó silenciosamente hasta las personas que recogían piedras y las apilaban en una línea sinuosa, alrededor de las crucecitas requemadas por el sol, y se puso a ayudar. Trabajó hombro a hombro con ellos hasta la caída del sol. Luego, permaneció en la Plaza Matriz, bajo los tamarindos, en el corro que se formó para escuchar al moreno. Aunque mentaba a Dios y decía que era importante, para salvar el alma, destruir la propia voluntad —veneno que inculcaba a cada quien la ilusión de ser un pequeño dios superior a los dioses que lo rodeaban — y sustituirla por la de la Tercera Persona, la que construía, la que obraba, la Hormiga Diligente, y cosas por el estilo, las decía en un lenguaje claro, del que entendían todas las palabras. Su plática, aunque religiosa y profunda, parecía una de esas amenas charlas de sobremesa que celebraban las familias en la calle, tomando la brisa del anochecer. María Quadrado estuvo escuchando al Consejero, hecha un ovillo, sin preguntarle nada, sin apartar los ojos de él. Cuando ya era tarde y los vecinos que quedaban ofrecieron al forastero techo para descansar, ella también —todos se volvieron a mirarla — le propuso con timidez su gruta. Sin dudar, el hombre flaco la siguió montaña arriba.

El tiempo que el Consejero permaneció en Monte Santo, dando consejos y trabajando —limpió y restauró todas las capillas de la montaña, construyó un doble muro de piedras para la Vía Sacra — durmió en la gruta de María Quadrado. Después se dijo que no durmió, ni ella tampoco, que pasaban las noches hablando de cosas del espíritu al pie del altarcillo multicolor, y se llegó a decir que él dormía en el jergón y que ella velaba su sueño. El hecho es que María Quadrado no se apartó de él un instante, cargando piedras a su lado en el día y escuchándolo con los ojos muy abiertos en las noches. Pese a ello, todo Monte Santo quedó asombrado cuando se supo, esa mañana, que el Consejero se había marchado del pueblo y que María Quadrado se había ido también entre sus seguidores.

En una plaza de la ciudad alta de Bahía hay un antiguo edificio de piedra, adornado con conchas blancas y negras y protegido, como las cárceles, por gruesos muros amarillos. Es, ya lo habrá sospechado algún lector, una fortaleza del oscurantismo: el Monasterio de Nuestra Señora de la Piedad. Un convento de capuchinos, una de esas órdenes célebre por el aherrojamiento del espíritu que practica y por su celo misionero. ¿Por qué os hablo de un lugar que, a ojos de cualquier libertario, simboliza lo odioso? Para contaros que hace dos días pasé allí toda una tarde.

No fui a explorar el terreno con miras a uno de esos mensajes de violencia pedagógica en cuarteles, conventos, prefecturas y, en general, todos los baluartes de la explotación y la superstición que, a juicio de muchos compañeros, son indispensables para combatir los tabúes con que se ha acostumbrado a los trabajadores a ver esas instituciones y demostrarles que ellas son vulnerables. (¿Os acordáis de los cenáculos barceloneses que propugnaban asaltar los conventos para devolver a las monjas, mediante la preñez, su condición de mujeres que les había arrebatado la reclusión?) Fui a ese Monasterio para conversar con un tal Fray João Evangelista de Monte Marciano, de quien el destino me había deparado leer un curioso Relatorio.

Un paciente del doctor José Bautista de Sá Oliveira, de cuyo libro sobre Craneometría ya os he hablado y con quien a veces colaboro, es allegado del hombre más poderoso de estas latitudes: el Barón de Cañabrava. El hombre al que me refiero, Lelis Piedades, abogado, mientras el Doctor Oliveira le administraba una purga para la solitaria, contó que una hacienda del Barón se halla desde hace cerca de dos años ocupada por unos locos que han constituido allí una tierra de nadie. Él se ocupa de las demandas ante los tribunales para que su patrón recupere la hacienda, en nombre del derecho de propiedad que el mentado Barón, qué duda cabe, debe defender con fervor. Que un grupo de explotados se ha apropiado de los bienes de un aristócrata siempre suena grato a los oídos de un revolucionario, aun cuando esos pobres sean —como decía el abogado mientras pujaba en la solera tratando de expulsar la alimaña ya triturada por la química —fanáticos religiosos. Pero lo que me llamó la atención fue escuchar de pronto que ellos rechazan el matrimonio civil y practican algo que Lelis Piedades llama promiscuidad pero que, para cualquier hombre con cultura social, es la institución del amor libre. «Con semejante prueba de corrupción, la autoridad no tendrá más remedio que expulsar de allí a los fanáticos.» La prueba del rábula era ese Relatorio, que se había procurado por sus contubernios con la Iglesia, a la que también presta servicios. Fray João Evangelista de Monte Marciano estuvo en la hacienda enviado por el Arzobispo de Bahía, a quien habían llegado denuncias de herejía. El monje fue a ver lo que ocurría en Canudos y volvió muy de prisa, asustado y enojado de lo que vio.

Así lo indica el Relatorio y no hay duda que para el capuchino la experiencia debió ser amarga. Para un ser libre lo que el Relatorio deja adivinar por entre sus légañas eclesiásticas es exaltante. El instinto de libertad que la sociedad clasista sofoca mediante esas máquinas trituradoras que son la familia, la escuela, la religión y el Estado, guía los pasos de estos hombres que, en efecto, parecen haberse rebelado, entre otras cosas, contra la institución que pretende embridar los sentimientos y los deseos. Con el pretexto de rechazar la ley del matrimonio civil, dada en Brasil luego de la caída del Imperio, la gente de Canudos ha aprendido a unirse y desunirse libremente, siempre que hombre y mujer estén de acuerdo en hacerlo, y a despreocuparse de la paternidad de los vientres preñados, pues su conductor o guía —a quien llaman el Consejero — les ha enseñado que todos los seres son legítimos por el simple hecho de nacer. ¿No hay algo en esto que os suene familiar? ¿No es como si se materializaran allí ciertas ideas centrales de la revolución? El amor libre, la libre paternidad, la desaparición de la infame frontera entre hijos legítimos e ilegítimos, la convicción de que el hombre no hereda la dignidad ni la indignidad. ¿Tenía o no razones para, venciendo una repugnancia natural, ir a visitar al capuchino?

El propio leguleyo del Barón de Cañabrava me consiguió la entrevista, creyendo que me intereso desde hace años en el tema de la superstición religiosa (lo que, por lo demás, es verdad). Ella tuvo lugar en el refectorio del Monasterio, un aposento cuajado de pinturas con santos y mártires, a orillas de un claustro pequeño, embaldosado, con una cisterna a la que se llegaban de tanto en tanto los encapuchados de hábitos marrones y cordones blancos a sacar baldes de agua. El monje absolvió todas mis preguntas y se mostró locuaz, al descubrir que podíamos conversar en su lengua materna, el italiano. Meridional todavía joven, bajito, rollizo, de barbas abundantes, su frente muy ancha delata en él a un fantaseador y la depresión de sus sienes y chatura de su nuca a un espíritu rencoroso, mezquino y susceptible. Y, en efecto, en el curso de la charla noté que está lleno de odio contra Canudos, por el fracaso de la misión que lo llevó allá y por el miedo que debió pasar entre los «heréticos». Pero aun descontando lo que haya de exageración y rencor en su testimonio, el resto de verdad que queda en él es, ya lo veréis, impresionante.

Lo que le oí daría materia para muchos números de
l'Étinceüe de la révolte.
Lo esencial es que la entrevista confirmó mis sospechas de que, en Canudos, hombres humildes e inexperimentados están, a fuerza de instinto e imaginación, llevando a la práctica muchas de las cosas que los revolucionarios europeos sabemos necesarias para implantar la justicia en la tierra. Juzgad vosotros mismos. Fray João Evangelista estuvo en Canudos una semana, acompañado de dos religiosos: otro capuchino de Bahía y el párroco de un pueblo vecino de Canudos, un tal Don Joaquim, al que, dicho sea de paso, detesta (lo acusa de borrachín, de impuro y de alentar simpatías por los bandidos). Antes de la llegada —después de un penoso viaje de dieciocho días — advirtieron «indicios de insubordinación y anarquía», pues ningún guía se prestaba a llevarlos y a tres leguas de la hacienda se dieron con una avanzada de hombres con espingardas y machetes que los recibieron con hostilidad y sólo los dejaron pasar por intercesión de Don Joaquim, al que conocían. En Canudos encontraron una multitud de seres escuálidos, cadavéricos ,hacinados en cabañas de barro y paja, y armados hasta los dientes «para proteger al Consejero, a quien ya las autoridades habían tratado antes de matar». Todavía retintinean en mis oídos las palabras alarmadas del capuchino al rememorar la impresión que le produjo ver tantas armas. «No las abandonan ni para comer ni para rezar, pues se lucen ufanos con sus trabucos, carabinas, pistolas, cuchillos, cartucheras al cinto, como si estuvieran a punto de librar una guerra.» (Yo no podía abrirle los ojos, explicándole que esa guerra la estaban librando desde que tomaron por la fuerza las tierras del Barón.) Me aseguró que entre esos hombres había facinerosos célebres por sus tropelías y mencionó a uno de ellos, «famosísimo por su crueldad», João Satán, quien se ha instalado en Canudos con su partida y es uno de los lugartenientes del Consejero. Fray João Evangelista cuenta haberlo increpado así: «¿Por qué se admiten delincuentes en Canudos si es verdad que ustedes pretenden ser cristianos?». La respuesta: «Para hacer de ellos hombres buenos. Si han robado o matado fue por la pobreza en que vivían. Aquí, sienten que pertenecen a la familia humana, están agradecidos y harán cualquier cosa por redimirse. Si los rechazáramos, cometerían nuevos crímenes. Nosotros entendemos la caridad como la practicaba el Cristo». Estas frases, compañeros, coinciden con la filosofía de la libertad. Vosotros sabéis que el bandido es un rebelde en estado natural, un revolucionario que se ignora, y recordáis que en los días dramáticos de la
Commune,
muchos hermanos considerados delincuentes y salidos de las cárceles de la burguesía, estuvieron en la vanguardia de la lucha, hombro a hombro con los trabajadores, dando pruebas de heroísmo y generosidad.

Algo significativo: las gentes de Canudos se llaman a sí mismas
yagunzos,
palabra que quiere decir alzados. El monje, pese a sus correrías misioneras por el interior, no reconocía a esas mujeres descalzas ni a esos hombres tan discretos y respetuosos para con los enviados de la Iglesia y de Dios. «Están irreconocibles. Hay en ellos desasosiego, exaltación. Hablan a voces, se arrebatan la palabra para afirmar las peores sandeces que puede oír un cristiano, doctrinas subversivas del orden, de la moral y de la fe. Como que quien quiere salvarse debe ir a Canudos, pues el resto del mundo ha caído en manos del Anticristo.» ¿Sabéis a quién llaman el Anticristo los yagunzos? ¡A la República! Sí, compañeros, a la República. La consideran responsable de todos los males, algunos abstractos sin duda, pero también de los concretos y reales como el hambre y los impuestos. Fray João Evangelista de Monte Marciano no podía dar crédito a lo que oía. Dudo que él, su orden o la Iglesia en general sean demasiado entusiastas con el nuevo régimen en el Brasil, pues, como os dije en una carta anterior, la República, en la que abundan los masones, ha significado un debilitamiento de la Iglesia. ¡Pero de ahí a considerarla el Anticristo! Creyendo asustarme o indignarme, el capuchino decía cosas que eran música para mis oídos: «Son una secta político-religiosa insubordinada contra el gobierno constitucional del país, constituyen un Estado dentro del Estado pues allí no se aceptan las leyes, ni son reconocidas las autoridades ni es admitido el dinero de la República». Su ceguera intelectual no le permitía comprender que estos hermanos, con instinto certero, han orientado su rebeldía hacia el enemigo nato de la libertad: el poder. ¿Y cuál es el poder que los oprime, que les niega el derecho a la tierra, a la cultura, a la igualdad? ¿No es acaso la República? Y que estén armados para combatirla muestra que han acertado también con el método, el único que tienen los explotados para romper sus cadenas: la fuerza.

Pero esto no es todo, preparaos para algo todavía más sorprendente. Fray João Evangelista asegura que, al igual que la promiscuidad de sexos, se ha establecido en Canudos la promiscuidad de bienes: todo es de todos. El Consejero habría convencido a los yagunzos que es pecado —escuchadlo bien — considerar como propio cualquier bien moviente o semoviente. Las casas, los sembríos, los animales pertenecen a la comunidad, son de todos y de nadie. El Consejero los ha convencido que mientras más cosas posea una persona menos posibilidades tiene de estar entre los favorecidos el día del Juicio Final. Es como si estuviera poniendo en práctica nuestras ideas, recubriéndolas de pretextos religiosos por una razón táctica, debido al nivel cultural de los humildes que lo siguen. ¿No es notable que en el fondo del Brasil un grupo de insurrectos forme una sociedad en la que se ha abolido el matrimonio, el dinero, y donde la propiedad colectiva ha reemplazado a la privada?

Esta idea me revoloteaba en la cabeza mientras Fray João Evangelista de Monte Marciano me decía que, después de predicar siete días en Canudos, en medio de una hostilidad sorda, se vio tratado de masón y protestante por urgir a los yagunzos a retornar a sus pueblos, y que al pedirles que se sometieran a la República se enardecieron tanto que tuvo que salir prácticamente huyendo de Canudos. «La Iglesia ha perdido su autoridad allí por culpa de un demente que se pasa el día haciendo trabajar a todo el gentío en la erección de un templo de piedra.» Yo no podía sentir la consternación de él, sino alegría y simpatía por esos hombres gracias a los cuales, se diría, en el fondo del Brasil, renace de sus cenizas la Idea que la reacción cree haber enterrado allá en Europa en la sangre de las revoluciones derrotadas. Hasta la próxima o hasta siempre.

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