Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
Amadeu abrió los ojos ante tanta pregunta.
—¡Vaya! Tiene usted, don Rosendo, un hijo bien curioso.
—Perdónelo, señor —intervino Rosendo
Xic—,
mi hermano es un apasionado de la mecánica. Me figuro, sin embargo, que usted nos podría aconsejar mejor sobre la manera de gestionar una fábrica de estas características: procedencia y costes de la materia prima, organización de los turnos, canales de distribución y venta…
Amadeu rompió a reír mientras se palmeaba la pierna.
—¡Caramba, caramba con estos chicos! Señor Roca, ya puede respirar aliviado, que tiene usted quien lo siga. Mirad, muchachos, os propongo algo: tenéis libertad para hablar con cualquiera de esta fábrica sobre lo que gustéis. Ahora llamaré a mi secretaria y ella os acompañará. A ti —señaló a Rosendo
Xic—
te vendrá bien hablar con mi administrador, que está aquí, en las oficinas, un hombre cabal y paciente que te podrá dar todos esos detalles que te interesan. Y a ti quizá te guste conversar con nuestro jefe de mecánicos: nadie mejor que él para indicarte todo lo relacionado con la maquinaria. ¡Creo que las conoce mejor que a sus propios hijos!
Tras soltar otra risotada, sacudió una campanilla para llamar a la secretaria. Amadeu le dio un par de instrucciones y los jóvenes, galantes y entusiastas, salieron con ella.
—¡Ah, el ímpetu de la juventud! —exclamó Amadeu—. Dejemos que se empapen bien de conocimientos mientras nosotros vamos a lo nuestro —dijo mientras se agachaba a su derecha para abrir un pequeño armario de su mesa del que extrajo una botella de coñac.
—Querido Pantenus, tenga a bien dirigirse a esa mesita que está a su lado y pasarnos tres copas para degustar este exquisito néctar que recientemente me han traído desde Francia, un licor que deshace cualquier atisbo de patriotismo para hacer clamar a quien lo prueba
«Vive la France!
Después de departir amistosamente toda la mañana, durante la cual Rosendo apenas probó su copa mientras Pantenus y Amadeu repitieron con gozo, el abogado recordó que debían marcharse puesto que los estaban esperando para comer. Invitó a Amadeu a unirse a ellos, pero éste se excusó porque tenía otro compromiso.
—De todos modos, apúntese en el «Debe» una comida pendiente conmigo, ¿eh, Pantenus? —dijo guiñándole un ojo—. Arreglaremos el mundo como solemos hacer.
Mientras se dirigían hacia la casa de Pantenus, Rosendo se sintió orgulloso. Tanto Roberto como Rosendo
Xic
no paraban de hablar de lo que habían aprendido, a veces interrumpiéndose para captar la atención de Pantenus y su padre. Aunque Rosendo trató de calmarlos haciendo que respetaran un orden, por dentro estaba más que satisfecho: verlos tan interesados le daba confianza. Ahora sabía que podrían encargarse en un futuro de la aventura que el negocio estaba a punto de emprender.
Ya en el domicilio de Pantenus, la conversación continuó durante la comida. A los datos que proporcionaban Roberto y Rosendo
Xic,
Pantenus añadía aspectos legales sobre el sector textil y Arístides aportaba puntualizaciones precisas basadas en noticias que se publicaban al respecto tanto en España como fuera de sus fronteras. Aunque escuchaba detenidamente, Rosendo Roca permaneció callado. Hasta tal punto fue llamativo su silencio que Pantenus le dijo finalmente:
—Todos sabemos que eres hombre de pocas palabras, Rosendo, pero estamos hablando de una idea tuya y sería bueno conocer tu punto de vista. Te conozco lo suficiente como para saber que algo te ronda ahora mismo por la cabeza.
Rosendo Roca estuvo unos segundos en silencio y a continuación elevó la mirada.
—Sí, estaba pensando en algo.
Todos permanecieron en silencio, expectantes.
—Hay que ponerse manos a la obra: emprenderemos sin demora ese viaje a Escocia.
Y mirando a sus hijos añadió:
—Hoy me habéis demostrado que lo merecéis: los dos me acompañaréis a New Lanark.
Eran las seis de la mañana y, pese a estar en pleno agosto, el día amanecía un poco frío. Conducidos por Cristóbal Perigot, Henry, Rosendo y sus dos hijos se dirigían a recoger el carruaje para su viaje a Escocia. Por fin lo tenían todo preparado. Era una gran oportunidad para Roberto y Rosendo
Xic
. A sus dieciocho y diecinueve años su mundo se reducía a la comarca y alguna breve escapada a Barcelona. Durante el camino, Roberto fue el más parlanchín, ansioso como estaba por aprender. Su hermano, en cambio, miraba el paisaje un tanto ensimismado, abrumado y anhelante ante la nueva experiencia. Abandonaban Runera por un largo período de tiempo, atrás quedaban su madre y su hermana.
Casi sin darse cuenta, llegaron al gran establo de las caballerizas de Cal Serra, en las inmediaciones de Manresa. Al entrar, el encargado salió a saludarlos.
—Vaya mañanita más fresca que traen los señores —dijo mientras se frotaba las manos para entrar en calor. Tenía una brillante calva completamente blanca que contrastaba con el moreno de la cara. Quedaba claro que no pisaba la calle sin la gorra de paño que había colgada en la viga a su lado—. Tomás Baldrich, para servirlos.
—Buenos días. Habíamos reservado un vehículo para ir hasta Bilbao, sin conductor —saludó Henry Gordon, adelantándose a los otros.
—¿Sin conductor y a Bilbao…? ¿Y cómo piensan devolverlo?
Los cuatro viajeros se miraron, desconcertados.
—Bueno, eso ya lo hablamos el mes pasado y su socio quedó conmigo en que se ocuparía alguno de sus hombres. Tienen ustedes «transporteros» que van a todos los rincones de España —explicó Henry contrariado.
—Ya, pero van con su carro. No pueden traer otro. ¡Imposible! —exclamó Tomás negando con la cabeza.
—Pues no me pusieron ustedes ningún problema cuando hice la reserva y les pagué por adelantado una buena parte del precio.
El hombre frunció el ceño y contestó:
—¡Ah, vienen ustedes del Cerro Pelado! —Y mirando por encima del hombro de Henry, fijó su vista en Rosendo—. Perdone que no le haya reconocido, señor Roca, como tenemos tantos encargos en estos días de fiesta… Ya sabe: fin de cosecha, dinero fresco.
—Entonces, ¿todo arreglado? —preguntó Henry para asegurarse.
—Perfectamente. Aquí tienen preparado este precioso faetón —dijo Tomás mientras alargaba la mano en dirección a un carro descubierto.
El escocés volvió a sorprenderse:
—No puede ser. Yo le dije expresamente que necesitaba un coche con capota y éste no la tiene.
—Pues no, no la tiene. Pero les puedo alquilar unos capotes muy recios que les resguardarán de la humedad. Les saldrán bien de precio, no se preocupen…
—¡Esto es intolerable! —interrumpió Henry.
Mientras los dos hombres se empantanaban en esta discusión, entró en el recinto un joven al cargo de un ligero landó fantásticamente adornado. Era el carro que necesitaban: cuatro plazas cubiertas, pescante elevado, dos caballos de tiro y espacio suficiente para llevar el numeroso equipaje que les acompañaba.
Rosendo no vio la entrada del transporte, atento como estaba a la conversación entre Henry y el cochero. Roberto se acercó a su padre y con un movimiento de cejas señaló el carruaje que acababa de entrar en las caballerizas.
—Ése es el que necesitamos. Nos lo llevamos —indicó Rosendo al comerciante.
Rosendo empezó a andar en dirección a su carro para ayudar a Perigot.
—Pero, señor Roca, ya ve usted cómo está engalanado —explicó Tomás, que había echado a andar detrás de Rosendo—, es el mejor de mis vehículos, en breve vendrán a buscarlo para la boda y no tendré qué ofrecerles…
Rosendo se paró de golpe y el transportista a punto estuvo de chocar contra él. Entonces le espetó tajante:
—Hoy hace buen día, puede colocar unas flores sobre su faetón. Usted mismo ha dicho que es un carro precioso.
A continuación, dejando con la palabra en la boca a Tomás, Rosendo se dispuso a ayudar con el equipaje. Henry se dirigió a él para hacerle una última indicación:
—Por cierto, Mr. Baldrich… debería utilizar la palabra «imposible» sólo cuando esté muy seguro de que algo no puede ocurrir. Si no, perderá su significado. O le tomarán por un mentiroso.
El camino discurrió sin contratiempos por el accidentado terreno del norte de la península Ibérica. En Manresa habían iniciado la ruta que los llevaría a Bilbao siguiendo un itinerario preparado por Jubal, viajero empedernido que les había concretado las estaciones de paso. Los dos jóvenes se turnaban en las labores de conducción, dejando a los mayores descansar en la comodidad de la cabina.
Al pasar Vitoria, el terreno se hizo más abrupto. Habían emprendido el ascenso con la imponente figura del monte Amboto ante ellos, una mole de roca que aparecía y desaparecía entre la niebla. A sus pies, en el pueblo de Urkiola, vieron cómo dos fornidos mozos reducían a astillas grandiosos troncos dejando a su alrededor un rastro de virutas. Quedaron petrificados ante tamaño despilfarro de fuerzas y continuaron su camino sin poder hablar de otra cosa.
—Curioso pueblo éste. Su idioma no se parece a ningún otro y sus costumbres son recias. Por Dios que parecen escoceses —reflexionó Henry. Sin comprender, los Roca compararon inmediatamente la férrea constitución de los aldeanos y la enclenque figura del escocés, el único que conocían de esa procedencia.
Ya en el descenso, el frío se hizo menos penetrante y la niebla desapareció. La humedad del mar impregnaba el ambiente. Tras un pequeño promontorio, pudieron divisar la villa de Bilbao, famosa por su gastronomía y por haber sufrido con estoicismo los asedios carlistas. Del mar seguía sin haber rastro.
Hicieron noche en una fonda cercana a la catedral, en la calle Somera. Allí les sirvieron un estupendo bacalao a la vizcaína que acompañaron con la leyenda de su popularización. Según les explicó Andoni, el posadero, el apego de esta villa marinera por el bacalao en salazón nació de una curiosa confusión. Esta versión de la leyenda contaba que antes del asedio de la ciudad en el año 1836, un hombre de negocios hizo su pedido habitual de bacalao, «20 o 22 piezas». Quizá en la nota del pedido no separó con suficiente cuidado las cifras o hizo la «o» demasiado grande, similar a los números que la rodeaban. En cualquier caso, el proveedor envió puntualmente al comerciante «20.022 piezas» de bacalao seco. Lo que en un principio fue un costoso malentendido resultó ser providencial para soportar el asedio. «Por eso en esta ciudad es imposible comerse un mal bacalao», concluyó el posadero. «Lo bordamos.»
A la mañana siguiente, abandonaron Vizcaya a bordo de un magnífico clíper que los conduciría a Brighton en apenas cuatro días.
Teniendo Bilbao el muelle resguardado en la ría, llegaron al mar en barco, cosa que extrañó a los viajeros. Rosendo, que solía admirar esa inmensidad en sus idas a Barcelona, se quedó petrificado al ver la bravura de aquel azul mucho más oscuro que el Mediterráneo. Pese a sus dimensiones y diseño concebido para las grandes travesías, el barco cabeceaba acometido por los empellones del Cantábrico. Henry pasó todo el viaje en su camarote, acuciado por el mal de estómago. Al poner pie a tierra en Brighton, los Roca sufrieron un cierto mareo, acostumbrados como estaban ya al movimiento oscilatorio del barco. El escocés en cambio recobró la rojez propia de su cara y reanudó la retahíla de datos con que los bombardeaba desde la salida.
Después de un merecido y breve descanso tomaron una diligencia hacia Londres, la ciudad que en aquellos momentos bien podría considerarse la capital del mundo.
Cuando entraron en la metrópoli, todos los datos que Henry les había proporcionado adquirieron su justa dimensión: aquello era mucho mayor de lo que su imaginación había considerado posible. El escocés en cambio se sentía como en casa. Entablaba conversación con quien pasara por su lado, como si quisiese recuperar de golpe todo el tiempo que llevaba sin hablar su idioma. Rosendo
Xic
y Roberto lo observaban embelesados, pillando al vuelo alguna palabra suelta pero sin entender el grueso de los diálogos. Poco a poco fueron acostumbrando el oído a las peculiaridades de la pronunciación que, como en España, cambiaba según la zona.
—Este río que veis es el Thames. Pese a tener la costa a más de cincuenta millas, Londres posee un inmenso puerto y la ciudad se organiza a lo largo del curso del río. Aquí es donde llegan los productos de todas las partes del mundo: té de la India,
sherry
español, especias asiáticas, seda china…
—Y algunas incluso se pudren —sugirió Rosendo
Xic
a la vez que se tapaba la nariz.
—El olor es culpa de las algas. Mirad, ya hemos llegado. Nos hospedaremos aquí. Aquel edificio de allí es la London Tower. Debéis saber que ésta es seguramente la más importante cárcel de la corona y sus colonias. Aquí encierran únicamente a prisioneros famosos: reyes, nobles, políticos…
—¿Quieres decir que es diferente esta cárcel de otras? —preguntó Roberto extrañado.
—Of course,
en esta cárcel no entra cualquiera. Hay que hacer algo realmente grande para estar aquí. En ella ajusticiaron a Thomas More, a cinco reinas y a otros insignes personajes.
Extrañados todavía por tan peregrina costumbre, se acomodaron en la pensión. Pasaron la tarde descansando y leyendo, recuperándose de un viaje que había sido largo y que todavía no había llegado a su fin. El día siguiente lo dedicarían a visitar la inmensa metrópoli.
Salieron a la calle temprano y enseguida se sintieron abrumados por la multitud de gente con la que se cruzaban a cada paso. Dentro del caos reconocieron cierto orden que guiaba las acciones de los habitantes. Al ver una cuerda instalada entre los distantes reposabrazos de un banco de madera, Roberto preguntó:
—Henry, ¿este banco está también reservado para alguien especial?
—Oh, no, no. El motivo es más… digamos, terrenal. Londres, como gran urbe que es, genera muchos «descontentos». —Henry puso cierta entonación en esta última palabra mostrando su carácter sutil y correcto. Luego prosiguió su explicación—: Esta gente a veces no tiene una casa en la que descansar. Como ves, el banco está bajo un alero del edificio a su espalda, por tanto, resguardado de la lluvia. En esas noches húmedas, tan comunes en el clima británico, los que no tienen otro remedio se hacinan en estos asientos para dormir. La cuerda evita que se caigan hacia adelante y se despierten a cada momento. Cuando ha amanecido, un policía viene, retira la cuerda para despertarlos y los dispersa.