La herencia de la tierra (49 page)

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Authors: Andrés Vidal

BOOK: La herencia de la tierra
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—Venga, dejadlo ya. Vamos al comedor central —los invitó John Savage, el encargado del que dependían los dos hermanos Roca.

Éstos aceptaron complacidos la invitación; agradecían el descanso y la charla con los compañeros les ayudaba a conocer mejor aquel lugar.

Salieron al exterior en una procesión que conducía a todos los obreros al mismo lugar. En las naves se seguía oyendo el ruido de la actividad, cada vez más lejano. Cuando llegaron a la gran sala, vieron que unas cuantas personas estaban sentadas al fondo. Un hombre les hablaba en tono de arenga, de pie encima de una mesa. John les explicó:

—Es James Bogart, un seguidor un tanto fanático de Owen.

Los hermanos se acercaron al grupo a ver si podían sacar algo en claro.

—Recordad lo que hizo por nosotros y cómo por ello los patronos lo echaron de aquí con buenas palabras y un puntapié en el trasero. —El foro asintió tímidamente—. Esos buitres han intentado frenar los avances y ahora necesitamos estar juntos para conseguir nuestros derechos. Muchos se unirán a nosotros, incluso aquellos que comen despreocupados —dijo señalando a los que no lo escuchaban, que eran mayoría.

Rosendo
Xic
y Roberto, sentados a cierta distancia, pensaban en las condiciones de trabajo que habían visto en su tierra y notaban las diferencias en que vivían unos y otros. Ninguna de las factorías de Cataluña pensó jamás en hacer turnos para el descanso ni en construir casas a los obreros. Entonces uno de los oyentes formuló una objeción parecida:

—Pero Owen promovió todos los cambios que consideró oportunos. Según se dice por aquí, estamos mejor que en cualquiera de las fábricas de Glasgow o incluso de toda Inglaterra. No veo por qué debemos empezar una huelga si los que están peor que nosotros se contentan con lo que tienen.

—Precisamente porque somos los pioneros —respondió Bogart—. Conozco tu escepticismo, compañero Mark, pero debemos abanderar con fuerza unos cambios de los que hemos sido los primeros beneficiarios. No nos conformamos porque no somos insolidarios y egoístas, porque no nos vendemos como siervos sumisos. Si nos mantenemos fuertes y unidos, poco a poco toda Gran Bretaña nos seguirá en una oleada de justicia social imparable. Cual fruta madura, los patronos caerán de sus pedestales dorados y tendrán que escucharnos.

La sirena volvió a sonar con la misma estridencia con que había iniciado el descanso. Los trabajadores se levantaron resignados. Sólo Bogart se mantenía inmóvil sobre su improvisada peana. Tenía los labios finos, apretados bajo la nariz chata.

—La lucha nos llama, compañeros. Debemos ser honestos y seguir en nuestro empeño. Owen se enorgullecería de nosotros si nos viera caminar juntos por las calles de New Lanark exigiendo reivindicaciones con nuestras herramientas alzadas —concluyó. Después bajó de la mesa y con la cabeza bien alta se encaminó con parsimonia hacia la salida.

Los hermanos Roca observaron al hombre cuando pasó junto a ellos. Rosendo
Xic
pensó que para algunos las mejoras sólo significaban que debía haber más. Roberto, en cambio, consideraba lógicas las quejas por la ausencia de quien había iniciado los avances. En cualquier caso, ambos hermanos coincidían en reconocer las superiores condiciones en que trabajaban los obreros en New Lanark respecto de cualquier otro sitio.

Al volverse para reanudar la faena, se sorprendieron ante la presencia de su padre, Henry y Walker. Los tres miraban a Bogart con cara de preocupación, intrigados por su actitud beligerante. Mientras escuchaban, Walker les explicó que aquél era uno de los trabajadores procedentes de la Scottish Wools. Se cambió porque en New Lanark la situación era más favorable.

—Parece que no es suficiente para él —concluyó Walker, y lanzó una última mirada a Bogart, que desaparecía camino de su puesto.

Los dos jóvenes miraron a Rosendo y agacharon la cabeza. Se despidieron con austeridad y abandonaron por fin el comedor. Henry, apremiado por la curiosidad, rompió el silencio que quedó tras la marcha del último de los trabajadores.

—Perdone la pregunta, pero ¿por qué lo mantiene activo si no es la primera vez que actúa así? —dijo.

—Tiene una situación complicada. Su hermana está tullida y él la ayuda en la casa, casi cada día la visita. Además, viene de la otra fábrica de la zona y por aquí, no hay más. Los núcleos están en Glasgow y Edimburgo y tendría que dejarlo todo para conseguir un nuevo trabajo —respondió Walker, serio.

—Entonces, lo hace por él. Pues no se lo paga muy bien que digamos… —dijo Henry, antes de traducir a Rosendo lo que había respondido Walker.

Cuando éste conoció la situación no pudo evitar intervenir.

—¿Tiene capacidad para organizar una huelga? —preguntó, recordando que ya había sido espectador de una en Barcelona.

—Ya ha visto cuántos vienen a escucharlo. Son pocos y algunos no están de acuerdo. La mayoría le consideran un resentido y lo rechazan. No me gusta, pero tampoco creo que haya peligro —concluyó Walker negando con la cabeza.

Con esta sensación agridulce los tres hombres abandonaron el comedor para continuar con sus quehaceres. A Rosendo le pareció interesante la manera de organizar los descansos para mejorar el rendimiento de los trabajadores. Intentaría resolver las dudas que se le planteaban: cómo reaccionaron los trabajadores, si eran muchos los que provenían de otras fábricas, cuánto había cambiado el sistema de trabajo o en qué había afectado esto a la producción. Decidió, sin embargo, que dosificaría sus preguntas. Todavía les quedaban unas semanas por delante para conocer exhaustivamente los procedimientos que habían llevado a New Lanark a ser el gigante que era y prefería no abusar de la amabilidad de su anfitrión con su interminable lista de preguntas.

Dos trabajadores se afanaban en la reparación de la máquina de cardado, cuya función era peinar las fibras y dejarlas paralelas. El tejido resultante seguía un proceso hasta que el hilo quedaba enrollado en enormes bobinas. Si no se completaba esta primera fase, se interrumpiría la actividad de las máquinas tejedoras. Era importante reparar sin demora la avería.

—Mira a ver si puedes ver algo por ese lado —dijo Stephen.

—¿No deberías desembragar primero para quitarle fuerza? —preguntó Jules, previsor—. Vas a quemar la correa.

—Espera un momento, si no se tensa el algodón no veo nada —respondió Stephen.

—Está bien pero ten cuidado, no vaya a girar el rodillo de repente y te atrape —respondió con cautela Jules—. Ya sabes que a esta máquina la carga el diablo…

—Desembraga un momento. Ya veo qué la impide avanzar. Pero… qué demonios… ¿Cómo ha ido a parar ahí una palanca de hierro?

—Stephen introdujo medio cuerpo entre el rodillo y el bastidor—. ¡Mierda, cómo pincha esto! ¡La tengo!

Sacó el cuerpo de donde lo tenía y estiró de una de las cintas de algodón que estaba enrollada en la barra metálica.

—Dale, Jules —gritó con energía—. Ya puedes embragar.

Cuando el rodillo empezó a girar, una de las fibras que todavía quedaba enredada en la barra se tensó con fuerza. Stephen miró hacia sí y vio cómo ésta lo abrazaba por la cintura. Pasó con habilidad la mano por debajo y, de un ágil salto, evitó que la cinta atrapara su torso contra la máquina. Pero no había esquivado el peligro: al coger con su mano la cinta, ésta se le había enrollado en la muñeca y tiraba de ella hacia el interior de la cardadora. La tapa de protección estaba todavía abierta, por lo que los dientes de la máquina, que se movían frenéticos y voraces, como el masticar de una bestia, quedaban desprotegidos y a la vista, ante él, esperándole. Entre violentas sacudidas empezó a gritar con horror al ver que se acercaba peligrosamente a las púas del rodillo sin conseguir zafarse. Su compañero ni le veía ni podía oírle.

Desde el otro lado de la máquina, Jules observó instantes después cómo la cinta se trababa y el algodón comenzaba a salir teñido de un rojo intenso. Asustado, desembragó la máquina, que aún siguió girando unas vueltas a causa de la inercia. Una mano parcialmente despellejada y aplastada apareció enganchada a la cinta. Al ver la mezcla informe de carne, huesos y sangre en que se acababa de convertir Stephen, Jules comprendió horrorizado lo que acababa de suceder.

Los aullidos del desconsolado operario resonaban agudos en la sala, era lo único que se oía, y para los primeros en llegar, aquellos gritos escalofriantes resultaban tan aterradores como el silencio del resto de la sala, un silencio que nadie antes había oído nunca allí, pues ésta siempre habría estado llena de los ecos acompasados y monótonos de la cardadora. Cuando llegó el primer compañero hasta él, nadie sabía cuánto tiempo llevaba gritando. El ruido de las máquinas de la fábrica impedía oírlo. Estaba sentado en el suelo, de espaldas a la pared, con las rodillas plegadas y los brazos abrazados á ellas. Con la cabeza agachada, temblando por los sollozos, musitaba algo ininteligible. Poco a poco, la sala se fue llenando de obreros que rodearon a Jules respetando un espacio de respeto. Finalmente uno de los trabajadores se acercó a él y le pasó la mano por el cabello para hacerle notar su presencia. Jules se asustó, extrañado de que lo tocaran. Su compañero lo cogió por debajo de las axilas y lo levantó. Jules se dejó arrastrar al exterior. Con los ojos enrojecidos y mirando el suelo abatido, repetía el mismo lamento sin cesar:

—Yo lo maté. Yo estaba con él. Embragué la máquina y lo maté.

Una voz rotunda y conocida surgió de entre los presentes:

—Pobre Jules. ¡Y pobre Stephen! Todos sabemos de quién es la culpa y desde luego, no es suya. Siempre estamos trabajando bajo presión y así nos lo pagan. Las máquinas no pueden detenerse y con esas prisas ocurren estos accidentes. Y ahora qué, ¿no están paradas las máquinas? ¡Mejor hubiese sido hacer las cosas bien y no estar lamentando la pérdida del bueno de Stephen!

El silencio había dejado de ser signo de duelo para convertirse en desafío. Tras una breve pausa en que paladeó la atención del auditorio, Bogart siguió con su discurso cargado de odio.

—Yo os propongo, compañeros, que este parón nos sirva para reflexionar y nos demos cuenta de lo precario de nuestra situación. Para que esto no vuelva a ocurrir, deberíamos dejar de trabajar hasta que todas nuestras peticiones sean aceptadas. ¡Es el momento! ¡Que la muerte de Stephen Mills no sea en vano!

Un murmullo creciente avanzó entre la multitud de trabajadores que se agolpaban en la nave. El runrún se detuvo de golpe cuando de entre los trabajadores surgió Walker y se situó frente a Bogart.

Un círculo se formó alrededor de los dos hombres. Parecían dos duelistas a punto de desenvainar sus sables. Walker construyó entonces un discurso breve aunque voluntarioso y responsable:

—Veo que todos comprendéis la gravedad del suceso. Ya ha habido demasiados acontecimientos por hoy, así que podéis retiraros cada uno a vuestra casa. Mañana nos veremos en el entierro de Stephen. Quedan decretados dos días de duelo. ¿Hay aquí alguien que me pueda acompañar a su casa para comunicar el suceso a su familia? —solicitó Walker con resignación.

Los cuatro invitados del Cerro Pelado se encontraban entre la multitud. Roberto explicó a Rosendo lo que sabía del accidente y siguió con atención los pasos de Walker y de Bogart que, ante el director, se mantuvo discreto. En apenas unas horas parecía que la situación había cambiado y los pocos oyentes de la mañana se habían convertido por la tarde en una multitud. Ahora sí era peligroso el discurso incendiario de James Bogart.

El agitador fue el primero en abandonar el local. Tras él, todos los trabajadores empezaron a desfilar. Cuando llegaban a la puerta, se volvían a colocar la gorra en cabeza e iniciaban su pesado caminar hacia las viviendas. Todos se llevaban grabada en la memoria la visión del cuerpo desmembrado de Stephen.

Después de cenar, Rosendo
Xic
salió a dar un paseo por los alrededores de New Lanark. Le gustaba sorprender los últimos rayos de sol desde la parte alta de la quebrada del Clyde. En los días despejados como aquél dejaban un rastro anaranjado en el cielo. Esa noche había luna llena, así que siguió caminando pese a la ausencia de sol. No sabía decir por qué, pero sentía algo especial al pasear bajo la luz blanca de la luna. Parecía que el paisaje se aplanaba en un lienzo colgado del cielo y todo se reducía a la familiaridad de las dos dimensiones. Se sentía seguro como ante un papel lleno de cifras, y tras lo sucedido necesitaba envolverse de esa seguridad para imaginar cómo reaccionaría en caso de encontrarse en una situación similar a la vivida. No podía, en efecto, seguir considerando a los trabajadores como meros peones o cifras. Era importante considerar sus peticiones y promover su bienestar.

Sin embargo, las mejoras tenían un límite. No comprendía cómo su hermano estaba siempre defendiendo la necesidad de reformas. Aquel día habían comentado las peticiones de Bogart y, como era habitual, habían acabado discutiendo. Con su hermana las cosas eran más fáciles, no existía esa competitividad mal entendida que estaba abriendo entre Roberto y él una brecha cada vez mayor.

Siempre que en New Lanark se entregaba a esa costumbre del paseo, su mente viajaba hasta el poblado y su casa. Llegaba incluso a olvidarse del tiempo y de los problemas al recorrer las suaves colinas salpicadas por cercas. Los prados y los arroyos serpenteando por las vaguadas mostraban la fertilidad de aquella tierra, pero no dejaba de sorprenderle que pese a esa riqueza, casi todas las tierras se destinasen a pasto para apacentar al ganado. ¿Dónde cultivarían el grano y las verduras?

Él joven Roca caminaba despreocupado por entre la hierba cuando dio un paso en falso que lo hizo trastabillar. Perdió el equilibrio y fue a caer al encajonado lecho de un riachuelo. Intentó salir por el otro lado gateando, maldiciendo en silencio. Para alcanzar de nuevo el prado tuvo que agarrarse a las briznas de hierba que se desordenaban frente a él y al asomarse divisó en la cresta de la loma una empalizada que separaba los campos. Una figura vertical se escindió de uno de los postes. Alguien debía de estar allí discretamente apoyado. Rosendo
Xic
agachó la cabeza instintivamente y se mantuvo en silencio, escamoteando su presencia. De repente, el sonido de un galope se fue haciendo más nítido. Volvió a levantar la cabeza y viendo la figura de nuevo apoyada en la empalizada, reptó sigiloso para acercarse un poco más. El jinete se paró a la altura del hombre, que indudablemente le estaba esperando. A cierta distancia pudo identificar el perfil romo del hombre de a pie: James Bogart.

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