—De acuerdo, pero si alguien tiene algo que ocultar sospechará de nuestra insistencia y no se moverá, te lo digo yo que he perseguido a muchos malos —dijo Giuseppe.
—Si alguien se pone nervioso, eso lo delatará. También creo que debemos pedir una entrevista con D’Alaqua.
—Un pez gordo, demasiado gordo. Si metemos la pata y le molestamos, en Roma nos pueden cortar las alas.
—Ya lo sé, Antonino, pero hay que intentarlo; siento curiosidad por conocer a ese hombre.
—¡Cuidado, doctora, no sea que tu curiosidad nos dé algún disgusto!
—No seas bobo, Giuseppe, me parece que debemos hablar con ese hombre porque su empresa siempre ha estado relacionada con los accidentes y eso por lo menos a mí me resulta extraño, y a ti que eres policía te debería resultar aún más.
Decidieron repartirse el trabajo. Antonino volvería a hablar con los empleados de la catedral, Giuseppe se encargaría de los obreros, y Sofía pediría una entrevista con D’Alaqua. Intentarían terminar en una semana y luego decidir qué hacer si es que encontraban alguna pista.
Sofía había convencido a Marco para que moviera las teclas necesarias y lograr que Umberto D’Alaqua la recibiera.
Marco había refunfuñado, pero coincidía con ella en que era imprescindible hablar con ese hombre. Así que el director del Departamento del Arte se lo pidió directamente al ministro de Cultura, quien le dijo que se había vuelto loco si pensaba que iba a dejarle entrometerse en una empresa como COCSA e investigar a un hombre como D’Alaqua. Pero al final Marco le había convencido de que era necesario, y que la doctora Galloni era una mujer exquisita incapaz de la más mínima incorrección que pudiera molestar a ese hombre poderoso.
El ministro logró la cita para el día siguiente a las diez de la mañana. Cuando Marco se lo dijo a Sofía ésta rió satisfecha.
—Jefe, eres una joya, sé lo que te habrá costado.
—Sí, y más vale que no metas la pata o el ministro nos enviará a los dos a quitar el polvo a los archivos. Por favor Sofía, ve con cuidado, D’Alaqua no sólo es un empresario importante en Italia, por lo que ha dicho el ministro lo es en todo el mundo, sus intereses van de aquí a Norteamérica, Oriente Próximo, Asia… En fin, que a un hombre así no se le puede ir con tonterías.
—Tengo una corazonada.
—Espero que tus corazonadas no nos den ningún disgusto.
—Confía en mí.
—Si no lo hiciera no estarías ahí.
Ahora, mientras terminaba de maquillarse, se sentía nerviosa. Se había esmerado en arreglarse, eligiendo un traje de chaqueta beige de Armani. Había desayunado en la habitación, pero antes de irse se despediría de Antonino y Giuseppe.
—Suerte doctora, estás guapísima, parece que vas a una cita galante.
—¡Giuseppe, no me hagas bromas! Estoy nerviosa. Mira que si meto la pata le creo un problema a Marco.
—Giuseppe tiene razón, estás guapísima, no sé si demasiado guapa para un hombre tan extraño como ese al que no se le conocen debilidades femeninas. Pero tu mejor baza siempre es tu cabeza, y yo confío en ella.
—Gracias Antonino, gracias a los dos, deseadme suerte.
— o O o —
Le sorprendió el secretario de Umberto D’Alaqua. En primer lugar porque esperaba que fuera una mujer y no un hombre, y en segundo lugar porque aquel caballero de mediana edad, discretamente elegante, parecía un ejecutivo y no un secretario por muy importante que fuera su jefe. Se había presentado como Bruno Moretti y le había ofrecido un café mientras, le dijo, esperaban a que el señor D’Alaqua terminara con otra visita.
Sofía rechazó el café, no quería estropearse el maquillaje. Pensó que Bruno Moretti tenía la misión de sondearla, pero se dio cuenta de su error cuando Moretti la dejó sola en aquella sala sorprendente, en que las paredes albergaban un Canaletto, un Modigliani, un Braque y un pequeño Picasso.
Estaba ensimismada con el Modigliani y no se dio cuenta de que la puerta se había abierto y un hombre alto, guapo, elegante, pasados los cincuenta, la observaba con ojos severos al tiempo que con curiosidad.
—Buenos días, doctora Galloni.
Sofía se dio la vuelta y se encontró con Umberto D’Alaqua. Sintió que se ruborizaba, como si estuviera haciendo algo indebido.
D’Alaqua imponía, no sólo por su estatura y por su elegancia, también por la seguridad que desprendía. Seguridad y fortaleza, se dijo a sí misma.
—Buenos días, perdone, estaba examinando su Modigliani, es auténtico.
—Sí, claro que lo es.
—Hay tantas falsificaciones… pero éste es evidente que es auténtico.
Se sintió estúpida. ¡Cómo no iba a ser auténtico un Modigliani que colgaba de la sala de visitas de aquel hombre poderoso! D’Alaqua pensaría que era una estúpida, y lo era; su comentario había sido una estupidez, pero aquel hombre no sabía por qué la había puesto nerviosa con su sola presencia, sin decir nada.
—En mi despacho estaremos más cómodos, doctora.
Sofía asintió. El despacho de D’Alaqua le resultó sorprendente. Muebles modernos, de diseño, cómodos, y las paredes con cuadros de grandes maestros. Varios dibujos de Leonardo, una
Madonna
del Quattrocento, un Cristo de El Greco, un arlequín de Picasso, un Miró… En una mesa pequeña, en un rincón apartado de la mesa de despacho, un crucifijo tallado en madera de olivo llamaba la atención por su sencillez.
Umberto D’Alaqua le hizo un gesto para que se acomodara en el sofá y él se sentó en un sillón a su lado.
—Bien doctora, ¿en qué puedo ayudarla?
—Señor D’Alaqua, sospechamos que el incendio de la catedral ha sido provocado. Creemos que ninguno de los accidentes que ha sufrido la catedral de Turín ha sido fortuito.
D’Alaqua no movió ni un músculo. Nada en su gesto denotaba preocupación, ni siquiera sorpresa. La miraba tranquilo esperando que continuara hablando, como si lo que estuviera escuchando no tuviera nada que ver con él.
—¿Los obreros que trabajan en las obras de la catedral son de su confianza?
—Doctora, COCSA es una de las muchas sociedades que presido. Entenderá usted que no conozca personalmente a todos los empleados. En ésta como en cualquier empresa hay un departamento de personal, que estoy seguro les habrá facilitado todos los datos que ustedes necesiten sobre los obreros que trabajaban en la catedral. Pero si usted necesita más información con mucho gusto le pediré al jefe de personal de COCSA que se ponga a su disposición y le brinde toda la ayuda que pueda necesitar.
D’Alaqua cogió el teléfono y pidió que le pusieran con el jefe de personal.
—Señor Lazotti, le agradeceré que reciba ahora a la doctora Galloni, del Departamento del Arte. Necesita más información sobre los trabajadores de la catedral. En unos minutos mi secretario la acompañará a su despacho. Gracias.
Sofía se sintió decepcionada. Había pensado que sorprendería a D’Alaqua diciéndole claramente que sospechaban que los accidentes eran provocados, y la única reacción de éste era mandarla con el jefe de personal.
—¿Le parece descabellado lo que le he dicho, señor D’Alaqua?
—Doctora, ustedes son profesionales, y hacen bien su trabajo. Yo no tengo ninguna opinión respecto a sus sospechas o a su línea de investigación.
El hombre la miró tranquilamente; se notaba que había dado la conversación por terminada, y Sofía se sintió fastidiada; no quería marcharse, sentía que había desaprovechado la entrevista con D’Alaqua.
—¿Puedo ayudarle en algo más, doctora?
—No, en realidad no; simplemente queríamos que usted supiera que sospechamos que el incendio no ha sido un accidente y que por tanto vamos a investigar a fondo a su personal.
—El señor Lazotti le prestará toda la ayuda que usted necesite y le dará toda la información que requiera sobre el personal de COCSA.
Se dio por vencida. D’Alaqua no le diría ni una palabra más. Sofía se levantó y le tendió la mano.
—Le agradezco su colaboración.
—Encantado de conocerla, doctora Galloni.
Sofía se sentía furiosa consigo misma, y turbada, sí. Umberto D’Alaqua era el hombre más atractivo que había visto en su vida. En ese mismo instante decidió que rompería su relación con Pietro; se le hacía insoportable la idea de tener una relación con su compañero de trabajo.
Bruno Moretti, el secretario de D’Alaqua, la acompañó hasta el despacho de Marlo Lazotti. Éste la recibió amablemente.
—Dígame, doctora, ¿qué necesita?
—Quiero que me facilite toda la información sobre los obreros que trabajaban en la catedral, incluso datos personales si los tiene.
—Toda esa información se la facilité a uno de sus compañeros del Departamento del Arte, y a la policía, pero con mucho gusto le entregaré a usted un nuevo dossier. En cuanto a datos personales, siento no poder ayudarla mucho; ésta es una empresa grande, donde es difícil conocer personalmente a todos los empleados; quizá el capataz de la obra pueda darle alguna información más personal.
Una secretaria entró en el despacho y entregó a Lazotti una carpeta. Éste dio las gracias y se la dio a Sofía.
—Señor Lazotti ¿han tenido más accidentes como el de la catedral de Turín?
—¿A qué se refiere?
—COCSA es una empresa que trabaja para la Iglesia. Ustedes han hecho obras de reparación y mantenimiento en casi todas las catedrales de Italia.
—De Italia y de buena parte de Europa. Y los accidentes en las obras, desgraciadamente, pasan aun cumpliendo con rigor todas las normas de seguridad.
—¿Podría facilitarme un listado con todos los accidentes que han tenido en obras de catedrales?
—Haré todo lo posible por complacerla, pero no será fácil, porque en todas las obras siempre hay desajustes, incidentes, y no sé sí los tendremos reflejados. Normalmente el jefe de obras suele hacer un informe sobre la obra, en fin, ¿desde qué fecha quiere usted que trate de facilitarle esa información?
—Pongamos que los últimos cincuenta años.
Lazotti la miró incrédulo, pero no discutió la petición.
—Haré lo que pueda. ¿Dónde le envío la información en caso de encontrarla?
—Le dejo mi tarjeta y el número de mi móvil. Llámeme y si estoy en Turín me pasaré a por ella. Si no, me la envía a la oficina de Roma.
—Perdone, doctora Galloni, pero ¿qué busca?
Sofía, con una rápida mirada, midió a Lazotti y decidió decir la verdad.
—Busco a quienes provocan accidentes en la catedral de Turín.
—¿Cómo dice? —exclamó un sorprendido Lazotti.
—Sí, buscamos a quienes provocan accidentes en la catedral de Turín, porque sospechamos que éstos no son fortuitos.
—¿Sospechan de nuestros obreros? Pero ¡Dios mío! ¡Quién va a querer dañar la catedral!
—Eso es lo que queremos saber, quién y por qué.
—Pero ¿están seguros? Es una acusación muy directa la suya contra los obreros de COCSA…
—No es una acusación, es una sospecha, y eso es lo que nos lleva a investigar.
—Desde luego, doctora, y no dude que prestaremos toda la colaboración que necesite.
—No lo dudo, señor Lazotti.
Sofía salió del edificio de acero y cristal sopesando si se había equivocado de estrategia al exponer sus sospechas tanto a D’Alaqua como al jefe de personal.
D’Alaqua podía estar en ese momento llamando por teléfono al ministro para quejarse, o no hacer nada, bien porque no le daba importancia a las sospechas que le había expuesto o bien porque se las daba.
Decidió llamar inmediatamente a Marco para contarle los pormenores de su estancia en COCSA. Si D’Alaqua hablaba con el ministro, Marco tenía que estar preparado.
—Yo, Maanu, príncipe de Edesa, hijo de Abgaro, te imploro a ti, Sin, dios de dioses, para que me ayudes a destruir a los hombres impíos que confunden a nuestro pueblo y les incitan a abandonar tu culto y a traicionar a los dioses de nuestros antepasados.
En un promontorio rocoso situado a pocas leguas de Edesa, el santuario de Sin aparecía débilmente iluminado a la luz de las antorchas que Sultanept, con la ayuda de Maanu y Marvuz, había distribuido por la cueva del mismo.
El relieve de Sin esculpido en la piedra parecía casi humano, de tan real como lo había tallado el artista.
Maanu quemaba incienso y hierbas aromáticas que le emborrachaban los sentidos y le ayudaban a comunicarse con el dios. El dios luna, Sin, poderoso, al que nunca había dejado de adorar, ni él, ni otros muchos edesianos fieles a las tradiciones, como su leal Marvuz, el jefe de la guardia del rey, al que convertiría en su principal consejero cuando Abgaro muriera.
Sin pareció escuchar la oración de Maanu porque irrumpió con fuerza saliendo de entre las nubes, iluminando su santuario.
Sultanept, el gran sacerdote de Sin, indicó a Maanu que aquello era una señal de Sin, la manera en que el dios les confiaba que estaba con ellos.
Sultanept vivía con otros cinco sacerdotes escondido en Sumurtar. Amparado en el laberinto de túneles y cámaras subterráneas desde donde servían a los dioses, al Sol, la Luna y los planetas, principio y fin de todas las cosas.
Maanu había prometido a Sultanept devolverle el poder y la riqueza que les había arrebatado Abgaro al proscribir la religión de los antepasados.
—Mi príncipe, deberíamos irnos. El rey puede llamarte, y hace muchas horas que dejamos el palacio.
—No me llamará, Marvuz, creerá que estoy con mis amigos en alguna taberna, o fornicando con alguna bailarina. Mi padre apenas quiere saber de mí, tal es la decepción que le causo por no adorar a su Jesús. La reina es la culpable. Ella le ha convencido para que traicionara a nuestros dioses y haya hecho de ese Nazareno su único dios.
»Pero yo te aseguro, Marvuz, que el pueblo volverá sus ojos a Sin y destruirá los templos que la reina ha mandado levantar en honor del Nazareno. En cuanto Abgaro se entregue al sueño eterno, mataremos a la reina y acabaremos con la vida de Josar y de ese Tadeo.
Marvuz tembló. No sentía ningún afecto por la reina, la consideraba una mujer dura, la verdadera gobernante de Edesa desde que Abgaro enfermó contagiado por Ama y luego recuperó la salud gracias a la tela que le trajo Josar.
Ella desconfiaba de él, de Marvuz, jefe de la guardia real. Sentía su mirada gélida escudriñándolo, porque le sabía amigo de Maanu. Pero ¿se atrevería a matarla? Porque estaba seguro de que Maanu le pediría que lo hiciera.