La Hermandad de la Sábana Santa (13 page)

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Authors: Julia Navarro

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: La Hermandad de la Sábana Santa
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—Bueno, no te pongas melodramático, no escribiré ni una línea, te lo prometo.

—¿No me harás la faena? ¿Respetarás el
off the record
?

—No, no te haré ninguna faena, estate tranquilo, que soy tu hermana. Además, yo respeto todos los
off the record
, es parte de las reglas de juego de mi oficio.

—¡Por qué te daría por ser periodista!

—Peor es lo tuyo siendo poli.

—Vamos, te llevo a tomar una copa a un sitio que te encantará; está de moda, así podrás presumir cuando regreses a Barcelona.

—De acuerdo, pero de todas formas me gustaría que confiaras en mí. Creo que os podría ayudar, y te prometo que lo haría sin decir nada a nadie ni escribir una línea. Es que estas historias me encantan.

—Ana, no puedo dejar que te metas en una investigación que no es mía, que es del Departamento del Arte. Me traería problemas, ya te lo he dicho.

—Pero nadie se enteraría. Te lo juro, por favor confía en mí. Estoy harta de escribir de política, de olfatear escándalos en los gobiernos. He tenido mucha suerte en mi profesión, me ha ido bien desde el principio, pero aún no me he topado con una gran historia, y ésta lo puede ser.

—Pero ¿no me acabas de decir que confíe en ti, que no dirás ni escribirás nada?

—¡Y no lo haré!

—Entonces ¿qué es eso de que aún no te has topado con una gran historia?

—Mira, te propongo un trato. Me dejas investigar por mi cuenta, sin decir nada a nadie. Sólo te contaré a ti lo que sepa, si es que llego a poder averiguar algo. Si al final encuentro una pista o lo que sea, que os pueda ayudar a desentrañar el misterio de los accidentes en la catedral, y Marco resuelve el caso, entonces os pediría que me dejarais contarlo todo, o al menos una parte. Pero nunca antes de que el caso esté resuelto.

—No puede ser.

—¿Por qué?

—Porque no es un asunto mío, y no puedo ni debo hacer tratos, ni contigo ni con nadie. ¡Quién me mandaría llevarte a cenar a casa de Marco!

—Santiago, no te enfades. Yo te quiero y nunca haría nada que pudiera perjudicarte. Soy periodista, me encanta lo que hago, pero antes estás tú, nunca antepondría el periodismo a las personas, nunca. Y menos en tu caso.

—Quiero confiar en ti, Ana, quiero confiar en ti, además no tengo otro remedio que hacerlo. Pero mañana te marchas, vuelves a España, no te quedas aquí.

15

El mudo dejaba vagar la mirada por la carretera, sobrecargada de coches y camiones. El camionero que le conducía a Urfa parecía tan mudo como él, apenas le había dirigido la palabra desde que salieron de Estambul.

El camionero se había presentado en casa del hombre que le escondía.

—Soy de Urfa, vengo a recoger a Zafarín.

Su guardián había asentido, y le había hecho salir del cuarto donde dormía. Zafarín reconoció al hombre que le había ido a buscar. Era de su pueblo y, como él, persona de confianza de Addaio.

Su anfitrión les entregó una bolsa con dátiles, naranjas y un par de botellas de agua, y les acompañó hasta donde el camionero había aparcado el camión.

—Zafarín —le dijo—, con este hombre estarás seguro, él te llevará hasta Addaio.

—¿Qué instrucciones te han dado? —preguntó al camionero.

—Sólo que lo lleve lo más rápido que pueda y que procure no parar en sitios donde podamos llamar la atención.

—Tiene que llegar sano y salvo.

—Llegará. Yo cumplo con lo que ordena Addaio.

Zafarín se acomodó en el asiento al lado del conductor. Le hubiera gustado que éste le diera noticias de Addaio, de su familia, del pueblo, pero permanecía encerrado en un obstinado silencio. Sólo se había dirigido a él en un par de ocasiones para preguntarle si tenía hambre o si quería ir al baño.

Se le notaba cansado después de tantas horas conduciendo, así que Zafarín le hizo un gesto indicándole que él podía conducir, pero el camionero se negó.

—No falta mucho, y no quiero problemas. Addaio no me perdonaría que metiera la pata, y tú por lo que parece ya la has metido bastante.

Zafarín apretó la mandíbula. Se había jugado la vida y este estúpido le reprochaba que había metido la pata. ¡Qué sabía él del peligro que había afrontado con sus compañeros!

El volumen de coches aumentaba en la carretera. La E-24 es una de las carreteras más transitadas de Turquía porque es la que la une con Irak, con los campos petrolíferos iraquíes, sobrecargada además por los camiones y coches militares que patrullan la frontera turco-Siria, alerta sobre todo por los guerrilleros kurdos que operan en la zona.

En menos de una hora estaría en casa y eso era lo único que en ese momento le importaba.

—¡Zafarín, Zafarín!

La voz quebrada de su madre le sonó a música celestial. Allí estaba, pequeña y enjuta, con los cabellos cubiertos por el velo. A pesar de su pequeña estatura dominaba a toda la familia. A su padre, a sus hermanos, a él, desde luego a su mujer y a su hija. Ninguno se atrevía a contradecirla.

Su mujer, Ayat, tenía los ojos llenos de lágrimas. Ella le había suplicado que no fuese y que no aceptara esa misión. Pero ¿cómo negarse a una orden de Addaio? Su madre y su padre habrían sufrido la vergüenza de verse señalados por la Comunidad.

Bajó del camión y en un segundo sintió los brazos de Ayat sobre su cuello, mientras su madre pujaba también por abrazarlo, y su hija, asustada, se puso a llorar.

Su padre le observaba emocionado, esperando que las mujeres dejaran de zarandearlo con sus muestras de afecto. Se abrazaron, y entonces Zafarín, al sentir la fuerza de los brazos campesinos de su padre, se dejó llevar por la emoción y rompió a llorar. Se sentía como cuando era pequeño, y su padre le abrazaba fuerte consolándolo cuando llegaba a casa con las huellas en la cara de alguna pelea mantenida en la calle o en el colegio. Su padre siempre le transmitió seguridad, la seguridad de que podía contar con él, de que pasara lo que pasase él estaría ahí para protegerlo. Y ahora, sintió, iba a necesitar de su protección cuando se enfrentara con Addaio. Sí, tenía miedo a Addaio.

16

El jardín de la casa, de arquitectura neoclásica, estaba más iluminado que de costumbre. Policía del condado y agentes secretos competían por garantizar la seguridad de los invitados a la exclusiva fiesta, el presidente de Estados Unidos y su esposa se encontraban entre los invitados, así como el secretario del Tesoro y el de Defensa, varios senadores y congresistas influyentes tanto del bando republicano como del demócrata, además de los presidentes de los principales consorcios y multinacionales norteamericanos y europeos, y de una docena de banqueros, junto a abogados de grandes firmas, médicos, científicos, y alguna que otra celebridad del mundo académico.

No hacía calor esa noche en Boston; al menos no lo hacía en la zona residencial donde se encontraba la mansión de los Stuart.

Mary Stuart cumplía cincuenta años y su marido, James, había querido agasajarla con una fiesta de cumpleaños que reuniera a todos sus amigos.

En realidad, pensaba Mary, en la fiesta había buenos conocidos más que amigos. No se lo diría nunca a James para no decepcionarle, pero ella hubiera preferido que la hubiera sorprendido con un viaje a Italia, los dos solos, sin prisas ni compromisos sociales. Perderse en la Toscana, donde pasaron su luna de miel treinta años atrás. Pero a James eso jamás se le habría ocurrido.

—¡Umberto!

—Mary, querida, felicidades.

—Qué alegría me da verte.

—La alegría me la dio James a mí al hacerme el honor de invitarme a esta fiesta. Ten, espero que te guste.

El hombre depositó en su mano una caja pequeña envuelta en papel charol de color blanco.

—No tenías que molestarte… ¿Qué es?

Mary abrió la caja con rapidez y se quedó extasiada ante la figura que asomaba entre el papel burbuja que la había protegido.

—Es una figura del siglo II antes de Cristo. Una dama, tan encantadora y bella como tú.

—Es preciosa. Gracias, muchas gracias. Me siento abrumada. James… James…

James Stuart se acercó hasta donde estaba su esposa con Umberto D’Alaqua. Los dos hombres se estrecharon la mano con afecto.

—¿Con qué has sorprendido en esta ocasión a Mary? ¡Qué maravilla! Bueno, al lado de tu regalo el mío es insignificante.

—¡James, no digas eso, sabes que me ha encantado! Me ha regalado estos pendientes y esta sortija. Son las perlas más perfectas que he visto nunca.

—Son las perlas más perfectas que existen, te lo aseguro. Bueno, ve a guardar esta dama maravillosa mientras yo ofrezco a Umberto una copa.

Diez minutos después, James Stuart había dejado a Umberto D’Alaqua junto al presidente y otros invitados, mientras él continuaba yendo de un grupo a otro atendiendo a sus invitados.

A sus sesenta y dos años Stuart se sentía en su plenitud. Tenía todo cuanto podía desear en la vida: una buena familia, salud, y éxito en los negocios. Fábricas de laminados de acero, laboratorios farmacéuticos, fábricas de reconversión tecnológica y otro sinfín de negocios hacían de él uno de los hombres más ricos e influyentes del mundo.

Había heredado un pequeño imperio industrial de su padre, pero él lo había sabido multiplicar. Lástima que sus hijos no tuvieran mucho talento para los negocios. Gina, la pequeña, había estudiado arqueología y se gastaba el dinero financiando y participando en excavaciones en los lugares más absurdos del planeta. Gina era igual que su cuñada Lisa, aunque esperaba que su hija fuera más sensata. Tom había estudiado medicina y nada le importaban los laminados de acero. Menos mal que Tom se había casado y ya tenía dos hijos, sus pequeños nietos, a los que adoraba y de los que esperaba que tuvieran el talento y las ganas suficientes para heredar su imperio.

A nadie le llamó la atención que aquellos siete hombres llevaran un rato hablando entre ellos, pendientes, eso sí, de cuanto sucedía a su alrededor. Cambiando de conversación cuando alguien se acercaba a ellos, fingiendo hablar de la crisis de Irak, de la última cumbre de Davos o de cualesquiera de aquellos asuntos que se suponía podía preocuparles dado quiénes eran y a que se dedicaban.

El más anciano, alto y delgado, parecía llevar el peso de la conversación.

—Ha sido una buena idea el vernos aquí.

—Sí —respondió uno de sus interlocutores con acento francés—, aquí no llamamos la atención, nadie se fijará en nosotros.

—Marco Valoni ha pedido al ministro de Cultura que dejen en libertad al mudo de la cárcel de Turín —dijo otro de los hombres en un impecable inglés a pesar de que su lengua materna era el italiano—, y el ministro del Interior ha aceptado la demanda de su colega. La idea ha sido de una de sus colaboradoras, la doctora Galloni. Una mujer inteligente que ha llegado a la conclusión evidente de que sólo el mudo les puede conducir a alguna pista. La doctora Galloni también ha convencido a Valoni de que deben investigar COCSA, de arriba abajo.

—¿Hay alguna manera de apartar a la doctora Galloni del Departamento del Arte?

—Sí, siempre podríamos presionar para decir que esa mujer es una entrometida. COCSA podría protestar, mover hilos en el Vaticano, y que desde allí se presione al gobierno italiano para que dejen a la empresa en paz. También se puede activar a través del ministro de Economía, al que seguro no le gustará que se moleste a una de las principales empresas del país por un incendio afortunadamente sin consecuencias. Pero en mi opinión deberíamos aguardar antes de hacer nada respecto a Sofía Galloni.

El anciano clavó la mirada en el hombre que acababa de hablar. No sabía por qué, pero había algo en el tono de voz de su amigo que le había sobresaltado. Sin embargo ni el gesto ni la mirada del hombre delataba ninguna emoción. No obstante… decidió sorprenderle para ver su reacción.

—También podríamos hacerla desaparecer. No podemos permitirnos el lujo de que ninguna investigadora curiosa se entrometa más de la cuenta. ¿Estáis de acuerdo?

El hombre con acento francés fue el primero en hablar.

—No, yo no; me parece innecesario. Un error fatal, que tire del hilo, por ahora no debemos hacer nada; siempre hay tiempo para cortarlo y apartarla.

—Creo que no debemos precipitarnos —apostilló el italiano—, sería un error apartar a la doctora Galloni o hacerla desaparecer. Eso sólo irritaría a Marco Valoni, le confirmaría que detrás de los accidentes hay algo más y le llevaría a él y al resto del equipo a no cejar en la investigación aunque se lo ordenaran. La doctora Galloni es un riesgo porque es inteligente, pero debemos correr ese riesgo. Contamos con una ventaja y es saber todo lo que hacen y piensan hacer Valoni y su gente.

—¿No sospechan de nuestro informador?

—Es una de las personas de más confianza de Valoni.

—Bien, ¿qué más tenemos? —preguntó el anciano.

Un hombre con aspecto de aristócrata inglés pasó a informar.

—Zafarín llegó hace dos días a Urfa. Aún no me han informado de la reacción de Addaio. Otro de sus compañeros, Rasit, ha llegado a Estambul, y el tercero, Dermisat, llegará hoy.

—Bien, ya están a salvo. Ahora el problema es de Addaio, no nuestro. Debemos ocuparnos del mudo de la cárcel de Turín.

—Podría sufrir algún contratiempo antes de salir de prisión. Sería lo más seguro; si sale le seguirán la pista hasta Addaio —sugirió el inglés.

—Sería lo más prudente —dijo otro de los hombres con acento francés.

—¿Podemos hacerlo? —preguntó el anciano.

—Sí, tenemos gente dentro de la prisión. Pero habrá que organizarlo con cuidado porque si le sucede algo al mudo, Marco Valoni no se conformará con el informe oficial.

—Aunque le dé un ataque de ira tendrá que aceptarlo. Sin el mudo, se le acaba el caso, al menos por ahora —sentenció el anciano.

—¿Y la Sábana? —preguntó otro de los hombres.

—Continúa en el banco. En cuanto terminen las obras de reparación de la catedral volverá a la capilla donde estaba expuesta. El cardenal quiere hacer una misa solemne para dar gracias a Dios por haber salvado una vez más la Sábana Santa.

—Señores… ¿ultimando algún negocio?

El presidente de Estados Unidos acompañado por James Stuart se había acercado al grupo de hombres. Éstos abrieron el corrillo para departir con ellos. Hasta dos horas más tarde no pudieron volver a hablar sin despertar sospechas entre el resto de los invitados.

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