La Hermandad de la Sábana Santa (15 page)

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Authors: Julia Navarro

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: La Hermandad de la Sábana Santa
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No les daría tiempo ni siquiera a intentarlo. En ese mismo instante la guardia real estaba destruyendo las casas de los cristianos más significados, mientras que otros eran detenidos y ejecutados allí mismo, ante el mausoleo real.

El horror se dibujó en el rostro de la reina, arrastrada por Marvuz de regreso al palacio. La mujer pudo ver cómo Tadeo y Josar eran apresados sin que ninguno de los dos opusiera resistencia y sin emitir un sonido.

El olor del fuego llegaba hasta la colina sobre la que se alzaba el palacio real. Los gritos de la gente sonaban como aullidos desesperados. Edesa temblaba de terror, mientras Maanu en la sala del trono bebía vino y observaba satisfecho el miedo reflejado en el rostro de los cortesanos.

La reina permanecía de pie, así se lo había ordenado Maanu. Muy cerca, Josar y Tadeo, con las manos atadas a la espalda y las túnicas desgarradas por los latigazos que les había proferido la guardia real, continuaban sin proferir ni una palabra.

—Azotadles más, quiero que me supliquen que pare su tormento.

Los guardias se empleaban con saña contra los ancianos pero éstos continuaban sin emitir sonido alguno ante el asombro de la corte y la ira del rey.

La reina gritó cuando Tadeo cayó desmayado, mientras que las lágrimas casi ocultaban el rostro de Josar cuya espalda sangraba despellejada.

—¡Basta! ¡Parad!

—¡Cómo te atreves a dar órdenes! —gritó Maanu.

—¡Eres un cobarde, atormentar a dos ancianos no es digno de un rey!

Con el dorso de la mano Maanu abofeteó a su madre. Ésta se tambaleó y cayó al suelo. Un murmullo de horror brotó al unísono en la sala.

—Morirán aquí, delante de todos, si no me dicen dónde han ocultado el lino, y morirán sus cómplices, ¡todos!, sean quienes sean.

Dos guardias entraron con Marcio, el arquitecto real, seguidos por sus dos jóvenes sirvientes asustados.

Maanu se dirigió a ellos.

—¿Os ha dicho dónde está el lino?

—No, mi rey.

—¡Azotadle hasta que hable!

—Le podemos azotar, pero no hablará. Sus sirvientes han confesado que el arquitecto ha hecho algo terrible: hace unos días se cortó la lengua.

La reina miró a Marcio, después su mirada fue hasta el cuerpo inerte de Tadeo y al de Josar. Comprendió que los hombres habían decidido mutilarse para que la tortura no les venciera y de esa manera guardar el secreto de la Sábana.

Comenzó a llorar doliéndose por el sacrificio de sus amigos, sabiendo que su hijo les haría pagar cara esa afrenta.

Maanu temblaba. La ira le había enrojecido la piel. Marvuz se acercó a él temiendo su reacción.

—Mi rey, encontraremos a alguien que sepa dónde han ocultado el lino, buscaremos por todo Edesa, lo encontraremos…

El rey no le escuchaba, dirigiéndose a su madre la levantó del suelo y zarandeándola le gritaba:

—¡Dime tú dónde está, dímelo o te arrancaré la lengua!

La reina lloraba presa de convulsiones. Algunos de los nobles de la corte decidieron intervenir avergonzados de su cobardía por permanecer impasibles ante los golpes que Maanu propinaba a su madre. ¡Si Abgaro viviera le habría mandado matar!

—¡Señor, dejadla! —rogaba uno.

—Mi rey, calmaos, ¡no golpeéis a vuestra madre! —pedía otro.

—¡Sois el rey, debéis mostrar clemencia! —apuntaba un tercero.

Marvuz sujetó el brazo del rey cuando éste iba a volver a golpear a la reina.

—¡Señor!

Maanu dejó caer el brazo, y se apoyó en Marvuz. Se sentía burlado por su madre y los dos ancianos, y agotado. La ira le había agotado.

Marcio contemplaba toda la escena maniatado. Pedía a Dios que fuera misericordioso, que se apiadara de ellos.

Pensó en el sufrimiento de Jesús en la cruz, en la tortura que le infligieron los romanos y en cómo les había perdonado. Buscó en su interior el perdón para Maanu, pero sólo sentía odio hacia el rey.

El jefe de la guardia real se hizo cargo de la situación y ordenó que llevaran a la reina a sus aposentos.

Marvuz hizo sentarse al rey y le puso una copa de vino en las manos que éste bebió con avidez.

—Deben morir —dijo casi en un susurro.

—Sí —respondió Marvuz—; morirán.

Hizo una seña a los soldados, y éstos se llevaron a rastras a Tadeo y a Josar, ya inconscientes por el dolor. Marcio lloraba en silencio. Ahora se vengarían en él.

El rey alzó la mirada y clavó los ojos en los de Marcio.

—Todos los cristianos moriréis. Vuestras casas, vuestras haciendas, todo cuanto podáis poseer lo repartiré entre los que me son leales. Tú, Marcio, me has traicionado doblemente. Eres uno de los más grandes nobles de Edesa y has vendido tu corazón a esos cristianos que tanto te han embrujado hasta arrancarte la lengua. Encontraré el lino y lo destruiré. Lo juro.

A un gesto de Marvuz un soldado se llevó a Marcio.

—El rey quiere descansar. Ha sido un día largo —despidió Marvuz a los cortesanos.

Cuando quedaron solos Maanu se abrazó a su cómplice y rompió a llorar. Su madre le había arrebatado el sabor de la venganza.

—Quiero que la reina muera.

—Morirá señor, pero debéis esperar. Primero busquemos la Sábana, y acabemos con todos los cristianos, después le llegará el turno a la reina.

Esa noche los gritos de espanto y el crujir del fuego llegaron hasta el último rincón del palacio. Maanu había traicionado la última voluntad de su padre.

18

Sofía había llamado al padre Yves. El sacerdote la intrigaba. No sabía por qué, pero tenía la impresión de que detrás de su afabilidad y buena disposición, había algún recoveco infranqueable.

Había pensado que sorprendería al padre Yves invitándolo a comer, pero éste no lo pareció, y le respondió que si el cardenal no ponía ningún inconveniente almorzaría con ella.

Y allí estaban los dos, en una pequeña trattoria cerca de la catedral.

—Me alegro de que el cardenal le haya permitido aceptar mi invitación. Verá, me gustaría charlar con usted sobre la catedral, sobre lo que ha pasado.

El sacerdote la escuchaba con atención pero sin un interés especial.

—Padre Yves, quisiera que me dijera la verdad, ¿usted cree que el incendio ha sido un accidente?

—Mal estaría que yo no dijera la verdad… —dijo sonriendo el sacerdote—. Desde luego que creo que fue un accidente, salvo que usted sepa algo que yo no sé.

El padre Yves la miró fijamente. La suya era una mirada limpia, amable, pero Sofía seguía pensando que el sacerdote era algo más de lo que parecía.

—Supongo que es deformación profesional, pero desconfío de las casualidades y en la catedral de Turín ha habido demasiados accidentes fortuitos.

—¿Sospecha que este accidente ha sido provocado? ¿Por quién? ¿Por qué?

—Eso es lo que estamos investigando, por qué y por quién. No se olvide que tenemos un cadáver, el cadáver de un hombre joven. ¿Quién era? ¿Qué hacía allí? Por cierto, que la autopsia ha revelado que el hombre calcinado no tenía lengua. Tenemos otro mudo en la cárcel. ¿Se acuerda del intento de robo de hace unos años? No hay que ser un genio para sospechar que hay algo raro.

—Me desconcierta… Yo no había pensado que… En fin, a mí me parece que los accidentes son posibles, sobre todo en edificios tan antiguos como lo es la catedral de Turín. En cuanto a lo del cadáver sin lengua y al mudo de la cárcel, pues no sé qué decirle, no sé qué relación pueden tener.

—Padre, a mí me parece que usted no es un sacerdote del montón.

—¿Cómo?

—Sí, que usted no es un sacerdote simple, su currículo es el de un hombre inteligente y preparado. Por eso he querido verle y hablar con usted, e insisto en que me gustaría que fuera franco conmigo.

Sofía no había disimulado la irritación que le producía que el padre Yves intentara jugar con ella al ratón y al gato.

—Siento contrariarla, pero yo soy un sacerdote, y mi mundo no es el suyo. Efectivamente he tenido la suerte de tener una buena preparación, pero mis conocimientos no tienen nada que ver con los suyos, yo no soy policía, y entre mis preocupaciones y mis deberes no están los de sospechar de nada ni de nadie.

El tono de voz del padre Yves se había endurecido. Tampoco él quería disimular su enojo.

—Lo siento, quizá he sido muy brusca, y no he sabido pedirle ayuda.

—¿Pedirme ayuda?, ¿para qué?

—Para desentrañar el misterio de los accidentes, para buscar algún cabo suelto que dé lugar a una pista. Seré franca con usted: no creemos que el incendio haya sido casual. Ha sido provocado, lo que no sabemos es por qué.

—¿Y en qué cree que puedo ayudarla? Dígame concretamente en qué.

El sacerdote seguía molesto. Sofía se dio cuenta de que había metido la pata con él al expresarle tan a las claras su desconfianza.

—Quisiera conocer su opinión sobre los obreros que trabajan en la catedral. Usted les ha tratado durante estos meses, ¿ha habido alguno que le haya parecido sospechoso, que haya dicho o hecho algo que le haya llamado la atención? También me gustaría que me dijera qué le parece el personal que trabaja en la sede episcopal, no sé, las secretarias, el portero, incluso el cardenal…

—Doctora, tanto yo como todos los miembros del obispado hemos colaborado con los
carabinieri
y con ustedes los del Departamento del Arte. Sería una felonía por mi parte que me dedicara a difundir sospechas sobre los obreros o sobre las personas que trabajan en el obispado. No tengo nada que decir que no haya dicho ya, y si usted cree que no ha sido un accidente, debe investigarlo; naturalmente sabe que cuenta con la colaboración del arzobispado. Sinceramente, no entiendo su juego. Entenderá que informe al cardenal sobre esta conversación.

La tensión entre ambos era evidente. Sofía pensó que el padre Yves parecía sincero en su enojo. Ella también se sentía incómoda, tenía la sensación de que no estaba abordando con inteligencia la investigación.

—No le estoy pidiendo que hable mal de los obreros o de sus compañeros…

—¿Ah, no? Una de dos, o usted cree que yo sé algo que no he dicho, en cuyo caso es evidente que sospecha de mí, porque si sé algo y no lo he dicho es que tengo algo que ocultar, o de lo contrario me está pidiendo que le dé no sé qué tipo de detalles sobre los obreros y mis compañeros del obispado, y que se los dé aquí, extraoficialmente, no sé con qué fin.

—¡Yo no busco cotilleos! Dígame por qué ha aceptado almorzar conmigo.

—¡Buena pregunta!

—¡Pues respóndala!

El sacerdote clavó los ojos en Sofía. La intensidad de la mirada la perturbó tanto que sintió que se estaba poniendo roja.

—Me pareció usted una persona seria y competente.

—Ésa no es una respuesta.

—Lo es.

Ninguno de los dos había tomado bocado. El padre Yves pidió la cuenta.

—Le había invitado yo.

—Si no le importa la invitará el arzobispado.

—Creo que ha habido un malentendido; si soy la responsable, discúlpeme.

El padre Yves la volvió a mirar. Pero esta vez la mirada era tranquila, de nuevo indiferente.

—Dejémoslo.

—No me gustan los malentendidos, quisiera…

La cortó con un gesto de la mano.

—No importa, dejémoslo.

Salieron a la calle. Un sol tibio iluminaba todo el exterior. Empezaron a caminar juntos, en silencio, en dirección a la catedral. De repente el sacerdote se paró en seco y volvió a mirarla intensamente. Sofía le sostuvo la mirada, y se sorprendió cuando él sonrió.

—La invito a un café.

—¿Me invita a un café?

—Bueno, o a lo que quiera. A lo mejor he estado un poco brusco con usted.

—¿Y por eso me invita a un café?

—¡Uf! Hay personas que se pelean por todo, y me parece que usted y yo entramos en esa categoría.

Sofía rió. No sabía por qué el padre Yves había cambiado de opinión, pero estaba contenta.

—De acuerdo, tomemos un café.

Él la cogió suavemente del brazo para cruzar la calle. Sortearon la catedral, y caminaron tranquilos y en silencio hasta llegar a un viejo café, con mesas de caoba pulida y camareros con canas.

—Tengo hambre —dijo el padre Yves.

—No me extraña, por su enfado no hemos comido nada.

—Bueno, pidamos un dulce ¿le parece?

—Yo no tomo dulces.

—Entonces, ¿qué le apetece?

—Sólo café.

Pidieron al camarero y se quedaron el uno frente al otro, observándose.

—¿De quién sospecha, doctora?

La pregunta la descolocó. En realidad era él quien la descolocaba continuamente con su actitud.

—¿Está seguro de que quiere hablar del accidente de la catedral?

—¡Vamos!

—De acuerdo. No sospechamos de nadie en concreto, no tenemos pistas, sólo sabemos que las piezas no encajan. Marco, mi jefe, cree que los accidentes tienen que ver con la Sábana Santa.

—¿Con la Síndone? ¿Por qué?

—Porque la de Turín es la catedral con más accidentes de todas las de Europa. Porque la Síndone está en la catedral de Turín, porque tiene esa corazonada.

—Pero a la Síndone, a Dios gracias, jamás le ha pasado nada. No entiendo qué relación hay entre los accidentes y la Síndone, sinceramente.

—Las corazonadas son difíciles de explicar, pero Marco la tiene, y nos la ha contagiado a los miembros de su equipo.

—¿Cree que alguien puede querer destruir la Síndone como sucedió con la
Piedad
de Miguel Ángel? ¿Algún pobre loco que quiere pasar a la posteridad?

—Ésa sería la respuesta más sencilla. Pero ¿y los mudos?

—Bueno, sólo hay dos mudos y las casualidades, doctora, por mucho que no crea usted en ellas, existir, existen.

—Nosotros creemos que el mudo de la cárcel… —Sofía se calló; había estado a punto de contarle el plan a aquel sacerdote guapo y encantador.

—Siga.

—Bueno, nosotros creemos que el mudo que está en la cárcel sabe algo.

—Supongo que le habrán interrogado de alguna manera.

—Es mudo y no parece entender nada de lo que se le dice.

—Le habrán interrogado por escrito.

—Con resultado nulo.

—Doctora, ¿y si fuera todo más sencillo? ¿Y si las casualidades existiesen?

Charlaron durante una hora, pero a Sofía la conversación no le sirvió de mucho. El padre Yves no le dijo nada relevante. Habían pasado un rato agradable, pero nada más.

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