La Hermandad de las Espadas (15 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: La Hermandad de las Espadas
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—Tu amigo ha sido muy insistente —replicó el otro—. Acepto la apuesta, señor.

El Ratonero tomó asiento y empezó a agitar los dados con tal maestría que se sucedieron los dobles treses y cuatros, cíe modo que las fichas del flaco, ahora suyas, avanzaron más rápidamente hacia la victoria de lo que Fafhrd había predicho. El Ratonero sonrió perversamente y, mientras colocaban las fichas para otra jugada, mostró a su no tan sonriente adversario en las muescas y manchas de la mesa la figura de un leopardo que acechaba al oso perezoso gigante.

Ahora todas las miradas, salvo la de Afreyt, volvían a estar fijas en la mesa. No, no era la de Afreyt la única desviada, sino también la de Skor, el lugarteniente de Fafhrd. Estas cuatro órbitas seguían fijas en la puerta abierta a la niebla a través de la cual Fafhrd había desaparecido con aquel extraño individuo que era como su doble aunque no se parecían. Desde su infancia Afreyt había oído hablar de esos fúnebres caminantes nocturnos cuya aparición, como la de los espectros, generalmente anunciaba la muerte o heridas casi mortales a aquel cuya forma imitaban burlonamente.

Intentaba decidir angustiada lo que debía hacer, invocando a la reina bruja Skeldir y deidades menores propias y, en el momento de máximo apuro, las deidades privadas de otros, cuando notó un extraño gruñido en los oídos..., quizás el rumor de su sangre apresurada. Lo último que Fafhrd había dicho a Groniger había despertado en su memoria el recuerdo de un extraño intercambio de frases entre los dos amigos aquel mismo día, lo cual, a su vez, le proporcionó un indicio seguro del destino actual de Fafhrd entre la espesa niebla. Y esto, a su vez, la inspiró para romper la
tenaza
del temor y la parálisis de la indecisión. Sus dos o tres primeros pasos fueron cortos y esforzados, pero una vez cruzó el umbral, echó a andar con rápidas y enormes zancadas.

Su ejemplo hizo salir a Skor de la inacción a que le había sometido el temor, y el delgado gigante de ralo cabello rojizo la siguió a toda prisa.

Pero pocos en la taberna del Naufragio, excepto Ourph y tal vez Groniger, observaron su partida, pues todas las miradas estaban fijas de nuevo en la mesa donde ahora el capitán Ratonero en persona competía con aquel tipo temible que se le parecía como un hermano, combatiendo en cierto modo los temores de los isleños y sus hombres por ellos. Y ya fuese mediante un ataque devastador, un tortuoso juego defensivo o uno rápido como el primero, el Ratonero ganaba una y otra vez.

Y las jugadas se sucedían sin interrupción, como si la serie pudiera prolongarse durante toda la noche. La sonrisa del desconocido seguía siendo tenue. Eso era todo, o casi todo.

La única mosca en aquel ungüento de éxito interminable era una duda insistente, derivada quizá de una languidez gradual por parte del Ratonero, una disminución de su burlona
alegría a cada
nueva victoria, la duda de si sus destinos en el amplio mundo estarían relacionados con los resultados en el pequeño mundo de la caja de chaquete.

19

—En este pequeño viaje nocturno al que te llevo, hemos llegado al punto en que debemos abandonar la horizontal y abrazar la vertical —informó Fafhrd a su camarada astrónomo, apretándole familiarmente los hombros con el brazo izquierdo y moviendo el índice derecho ante aquel rostro cadavérico, ambos envueltos por la niebla blanca.

La Muerte de Fafhrd resistió el impulso de zafarse con un gruñido de repugnancia cercano al vómito. Detestaba que le tocaran, excepto cuando lo hacían hembras de notable belleza en circunstancias que estaban totalmente bajo su control. Y ahora llevaba media hora siguiendo a aquella víctima borracha y loca (a veces demasiado cerca de él para sentirse cómodo, pero no

era él quien lo elegía así, no lo quisiera Arth) a través de una espesa niebla y confiando en que el mismo loco impidiera que se rompieran los cuellos en hoyos, zanjas y tremedales, soportando que le tocara, le cogiera del brazo y le palmeara la espalda (a menudo con aquel doblemente repugnante gancho que era tan parecido a un arma), y escuchando sus palabras farragosas y absurdas acerca de asterismos de largo cabello, estrellas barbudas, campos de cebada, pastos de ovejas, colinas, mástiles, árboles y el misterioso continente meridional, todo lo cual habría agotado la paciencia del mismo Arth, por lo que sólo la mención ocasional del tesoro o los tesoros a los que le llevaba hacía que la Muerte siguiera a su acompañante sin hundirle exasperado el cuchillo en los órganos vitales.

Y por lo menos aquellos odiosos abrazos que expresaban fraternal afecto a los que se había obligado a someterse le permitieron asegurarse, a su vez, de que su víctima no llevaba bajo la ropa cota de malla o protección de cualquier tipo que obstaculizara el apropiado curso de las cosas cuando llegara el momento de acuchillarle. Así pues, la Muerte de Fafhrd se consoló mientras se
apañaba
del hombre más alto y pesado con la legítima y amistosa excusa de que quería inspeccionar de más cerca la pared rocosa que ahora se
alzaba a
una distancia de tan sólo cuatro o cinco varas. De haber estado más lejos, la niebla la habría ocultado.

—¿Dices que hemos de escalar esta roca para ver tu tesoro? —inquirió, sin poder evitar un tono de incredulidad.

—Así es —respondió Fafhrd.

—¿A qué altura? —le preguntó su Muerte.

Fafhrd se encogió de hombros.

—La suficiente para llegar allí. Una distancia corta, de veras. —Movió el brazo ligeramente a un lado, como para recalcar que era una nimiedad.

—No hay mucha luz para escalar —observó la Muerte con cierto titubeo.

—¿Qué crees que proporciona a la niebla una luminosidad blanquecina una hora después de la puesta del sol? —replicó Fafhrd—. Hay suficiente luz para escalar, no temas, y habrá más a medida que subamos. Eres un escalador, ¿no es cierto?

—Sí, claro —admitió el otro tímidamente, callándose que su experiencia se debía principalmente a la escalada de torres inexpugnables y ciclópeos muros envenenados detrás de los cuales los blancos de los asesinos más ricos y poderosos tendían a ocultarse..., algunas de ellas, ciertamente, escaladas difíciles, pero bastante artificiales, y todas ellas efectuadas en la esfera de los negocios.

Al tocar la áspera roca y verla a pocas pulgadas de su nariz un tanto roma, la Muerte de Fafhrd experimentó una fuerte repugnancia a poner en serio los pies o las manos en ella. Por un instante sintió la poderosa tentación de desenvainar su daga y poner fin de inmediato al asunto con un rápido golpe hacia arriba por debajo del esternón, o el astuto golpe desde atrás, en la base del cráneo, o el bien conocido tajo bajo la oreja en el ángulo de la mandíbula. Nunca había tenido a su víctima más desprevenida, de eso estaba seguro.

Dos cosas le impidieron ceder a la tentación. En primer lugar, jamás había tenido la sensación de disponer de un público tan completamente bajo su control como le había ocurrido aquella tarde y noche en la taberna del Naufragio, ni tampoco había tenido una víctima que comiera sin temor de su mano, que caminara tan confiada hacia su propia destrucción, como decían en el oficio. Y eso le producía la sensación de estar intoxicado aunque estaba sobrio del todo, le hacía sentirse como un dios que puede hacer cualquier cosa, y quería prolongar al máximo posible aquella maravillosa excitación.

En segundo lugar, las constantes referencias de Fafhrd a un tesoro, y la manera en que la invitación a escalar un pequeño montículo para verlo encajaba en sus sueños del Yermo Frío, en los que Fafhrd aparecía como un dragón que custodiaba oro en una caverna montañosa, todo esto se combinó para persuadirle de que los Hados intervenían en los acontecimientos de aquella noche, y el más joven de ellos, un Hado femenino, se quitaba el velo que le cubría el rostro para mostrarle sus labios de rubí y pronto las joyas más privadas de su persona.

—No tienes que preocuparte por la roca, es bastante segura y sólo has de usar mis asideros de manos y pies —le dijo Fafhrd con impaciencia mientras avanzaba hasta la superficie de la roca y empezaba la escalada acompañado por los ásperos chasquidos metálicos que producía el gancho.

Su Muerte se quitó el manto corto y la capucha que llevaba, aspiró hondo y, en un pequeño rincón de su mente, pensó: «Bueno, por lo menos este loco no podrá manosearme más mientras trepamos... ¡Eso espero!». Entonces trepó detrás de Fafhrd como una araña gigante.

Tanto Fafhrd como el Ratonero tuvieron suerte de que sus

Muertes no se hubieran molestado en examinar con atención el paisaje y la geografía de la Isla de la Escarcha cuando llegaban al puerto. (Habían pasado la mayor parte del tiempo en sus camarotes, asumiendo sus respectivos papeles.) De otro modo quizás habría sabido que ahora estaba escalando la Torre de los Duendes.

20

En la taberna del Naufragio el Ratonero sacó un seis doble, el único resultado que le permitiría ganar sus últimas cuatro fichas y dejar la sola ficha que le quedaba a su contrario encallada a un punto de casa. Alzó el dorso de la mano para ocultar un gran bostezo y miró al otro enarcando inquisitivamente una ceja.

La Muerte del Ratonero asintió de un modo bastante amigable, aunque su sonrisa era apenas una mueca, y dijo:

—Sí, podemos considerar finalizados mis esfuerzos. ¿Eran ocho las jugadas o siete? No importa. Buscaré mi desquite en alguna otra ocasión. El Hado es tu chica esta noche, y te ofrece tanto el cono como el agujero del culo, eso es evidente.

Un suspiro colectivo de alivio por parte de los espectadores puso fin al silencio generalizado. Sentían la relajación de la tensión acumulada tanto como los dos jugadores, y a la mayoría de ellos les parecía que el Ratonero, al vencer a aquel desconocido, también había dispersado los extraños temores que antes dominaban el ambiente de la taberna y corrían a lo largo de sus nervios.

—¿Un trago para brindar por tu victoria y atemperar mi derrota? —preguntó amablemente la Muerte del Ratonero—. ¿Un gahveh caliente, quizás? ¿Con aguardiente?

—No, señor —dijo el Ratonero con una ancha sonrisa mientras recogía varios cortos rimeros de piezas de oro y plata y, haciendo embudo con una mano, las echaba en su bolsa—. Debo llevar a estos relucientes muchachos a casa y presentarles a sus compañeros de celda. Las monedas prosperan mejor en prisión, como dice mi amigo Groniger. Pero, señor, ¿no querréis acompañarme en ese viaje, ayudarme a escoltarlos? Allí podremos beber. —El brillo de sus ojos no tenía nada que ver con el júbilo de un avaro—. Un amigo que ha discernido al perezoso arbóreo y ha visto la pantera negra... Ambos sabemos que existen tesoros misteriosos y asuntos de interés comparados con los cuales este tintineante metal no es más que eso. Ansío mostrarte alguno. Te intrigará.

Al oír la palabra «tesoro», su Muerte
aguzó
los oídos tal como había hecho su compañero asesino cuando Fafhrd la pronunció. La némesis en ciernes del Ratonero también había soñado en el Yermo Frío, las penalidades de la larga y peligrosa travesía habían aguijoneado sus apetitos, así como las irritantes pérdidas que había tenido que soportar aquella noche. Y también él estaba convencido de que el destino se pondría de su parte, aunque por la
razón
contraria. Un hombre que había tenido una suerte tan increíble en el juego de chaquete, por fuerza tenía que ser fulminado por un rayo de desgracia en la siguiente cosa que intentara.

—Te acompañaré con gusto —le dijo en voz baja, al tiempo que se levantaba con el Ratonero e iba con él hacia la puerta.

—¿No recoges los dados y las fichas? —le preguntó el de gris—. Es una caja muy bonita.

—Que se la quede la taberna como recuerdo de tu magistral victoria —replicó la Muerte con una especie de contenida grandilocuencia, y movió el brazo a un lado como si apartara una flor imaginaria.

De ordinario, semejante conducta habría puesto al Ratonero sobre aviso, despertando todas sus peores sospechas, pues sólo los bribones pretendían tener una generosidad tan desprendida. Pero la locura con que Mog le había maldecido le poseía de nuevo, y olvidó el asunto con una sonrisa y un encogimiento de hombros.

—Sí, al fin y al cabo son triquiñuelas —convino.

De hecho, la actitud de ambos hombres era ahora tan informal, por no decir frívola, que muy bien podrían haber salido de la taberna y perderse en la niebla sin que nadie reparase en ellos, excepto, naturalmente, el viejo Ourph, el cual se volvió lentamente para observar cómo salía el Ratonero, meneó la cabeza con una expresión entristecida y reanudó sus meditaciones, reflexiones o lo que fueran.

Afortunadamente, en la taberna también había algunos profunda e inteligentemente preocupados por el Ratonero y libres del fatalismo mingol. Cif no se sintió impulsada a correr hacia el Ratonero cuando éste venció. Tenía la profunda sensación de que aquella noche estaba en juego algo más que unas partidas de chaquete, la convicción demasiado persistente de que había algo claramente vil en el desconocido, y sin duda otros parroquianos habían compartido esas mismas sensaciones. Pero al contrario que la mayoría de ellos, el alivio que pudiera haber experimentado no desvió su atención del Ratonero por un solo instante. Cuando el hombrecillo y su doble de mala catadura cruzaron el umbral, Cif se apresuró a seguirles.

Pshawri y Mikkidu le pisaron los talones.

Vieron a los dos delante de ellos como tenues glóbulos, sombras en la niebla blanca, por así decirlo, y los siguieron a la distancia mínima necesaria para no perderlos totalmente de vista. Las sombras se movieron de un lado a otro y callejón abajo, hicieron una breve pausa y luego reanudaron su camino por detrás del edificio, construido con grandes maderos grises de barcos naufragados, que contenía la sala del consejo.

Sus perseguidores no encontraron a nadie más que se aventurase en la niebla. El silencio era profundo, tan sólo quebrado de vez en cuando por el sonido goteante de la bruma que se condensaba y algunos retazos de conversación procedentes del Ratonero y su acompañante, demasiado tenues y huidizos para entenderlos. El conjunto daba una impresión fantasmal.

En la esquina siguiente las sombras volvieron a detenerse y luego la doblaron.

—Está siguiendo su ruta matutina habitual —susurró Mikkidu.

Cif asintió, pero Pshawri cogió a Mikkidu del brazo y se llevó un dedo a los labios para advertirle que callara.

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