Pero más tarde le dijo a Cif:
—Ha sido una suerte que le mataras, y con su daga en la mano. Así nadie puede decir que ha sido un ajuste de cuentas entre los recién llegados a la isla con extranjeros cuya presencia les atrajo aquí. También resulta muy conveniente que tú, Afreyt, hayas sido testigo de la muerte del otro.
—¡Vaya si lo he sido! —exclamó la dama—. En su caída pasó a menos de una vara de nosotros, ¿no es cierto, Skor? Por poco nos aplasta. Y con la mano aferrada a su daga rota. En el futuro, Fafhrd, debes tener más cuidado cuando te deshagas de tus cadáveres.
Cuando interrogaron a Ourph sobre la críptica advertencia que hizo al Ratonero y Fafhrd, el viejo mingol explicó:
—En cuanto oí el nombre
La Buena Nueva
supe que era un barco de mal augurio y era preciso vigilarlo. Y cuando desembarcaron los dos desconocidos y entraron en la taberna del Naufragio, los vi como unos esqueletos vestidos y ligeramente luminosos, de manos huesudas y órbitas sin ojos.
—¿Viste así sus cadáveres cuando se llevó a cabo la investigación? —le preguntó Groniger.
—No, entonces no eran más que carne muerta, la misma en la que nos convertimos todos los vivos.
En la Tierra de los Dioses, las tres deidades interesadas, un tanto conmocionadas por el giro final de los acontecimientos y horrorizadas al ver lo cerca que habían estado de perder a sus fieles principales, levantaron las maldiciones que pesaban sobre ellos tan rápido como les fue posible. Otras personas interesadas tardaron más tiempo en recibir la noticia y les costó darle crédito. La Orden de los Asesinos anotó a las dos Muertes como «retrasados» en lugar de «desaparecidos», pero se dispuso a efectuar las inevitables compensaciones a Arth—Pulgh y Hamomel. Entretanto, Sheelba y Ningauble, considerablemente irritados, empezaron a idear nuevas estratagemas para procurar el regreso de sus chicos de recados y piedras de toque favoritos.
En el instante en que los dioses levantaron sus maldiciones, las extrañas obsesiones del Ratonero y Fafhrd se desvanecieron. Sucedió cuando estaban reunidos con Afreyt y Cif, los cuatro comiendo al aire libre en el patio de Cif. El único signo exterior fue que los ojos de los dos héroes se agrandaron con una expresión de incredulidad, mientras miraban fijamente y luego sonreían a nada en particular.
—¿Qué idea deliciosamente escandalosa se os acaba de ocurrir? —les preguntó Afreyt, y Cif añadió:
—¡Tienes razón! Ha de ser algo así. ¡Os conocemos desde hace tiempo!
—¿Es tan evidente? —replicó el Ratonero.
Fafhrd farfulló:
—No, no es nada de eso, es... No, todos tenéis que oír esto. ¿Sabéis esa manía por las estrellas que me dio recientemente? ¡Bueno, pues ha desaparecido! —Alzó la vista—. ¡Por Issek, ahora puedo mirar el cielo azul sin verlo cubierto por las motas negras de las estrellas que estarían ahí si fuese de noche!
—¡Por Mog! No tenía idea, Fafhrd, de que tu pequeña locura te tuviera apretado en su puño con tanta fuerza como a mí la mía, pues ya no siento el impulso de examinar atentamente cualquier minúsculo objeto que esté a menos de cincuenta varas de distancia. Es como ser un esclavo que se ha liberado.
—Se acabó el hacer de trapero, ¿eh? —dijo Cif—. ¿Ya no irás más por ahí en tus giras de inspección con el espinazo doblado?
—No, por Mog —respondió el Ratonero, pero añadió—: Aunque, desde luego, las cosas pequeñas pueden ser tan interesantes como las grandes. De hecho, existe todo un mundo diminuto de...
—Ay, ay, será mejor que vayas con cuidado —le interrumpió Cif, alzando un dedo.
—Y las estrellas también tienen un interés considerable, dejando de lado mi antinatural encaprichamiento de ellas —dijo Fafhrd testarudamente.
—Pero ¿a qué creéis que ha sido debido? —inquirió Afreyt—.
¿Creéis que algún mago os hechizó? ¿Tal vez ese Ningauble del que me hablaste, Fafhrd?
—Sí, o esa Sheelba de la que hablas en sueños, Ratonero —dijo Cif—. Y dime, ¿no es una vieja amante?
Los dos hombres tuvieron que admitir que esas explicaciones eran posibilidades remotas.
—O puede que hayan intervenido otros seres misteriosos e incluso ultramundanos —propuso Afreyt—. Sabemos que la reina Skeldir, bendita sea, ha participado, a juzgar por la cálida risa que oíste. Y también Gusorio, por muy a la ligera que te lo tomes. Cif y yo oímos esos gruñidos.
Con una expresión en sus ojos medio maliciosa y medio seria, Cif inquirió:
—¿Y no se os ha ocurrido a ninguno la posibilidad de que, puesto que las advertencias de Skeldir fueron para vosotros, los hombres, seáis transmigraciones de ella? ¿Y nosotras —¡Skeldir nos ampare!— del Gran Gusorio? ¿O eso os desconcierta?
—De ningún modo ^respondió Fafhrd—. Dado que la trasmigración sería tal prodigio, capaz de enviar el espíritu de una mujer o un hombre al interior de un animal, o viceversa, un mero cambio de sexo no nos sorprendería en absoluto.
La caja de chaquete de las dos Muertes fue conservada en la taberna del Naufragio como una especie de curiosidad, pero se observó que pocos la usaban para jugar y que, cuando lo hacían, no les salían buenas jugadas.
Dice un antiguo proverbio en el mundo de Nehwon que los destinos de los héroes que quieren retirarse, o de los aventureros que deciden sentar la cabeza, engañando así a su público de sinceros admiradores, dice, pues, que los destinos de tales hombres pueden ser mucho más lastimosos que el de una princesa de Lankhmar embarcada a la fuerza como camarera de a bordo en un mercante ilthmarés que realiza la travesía penosamente larga a la tropical Klesh o la helada No—Ombrulsk. Y basta que tales héroes aludan vagamente a una «última aventura» para que sus partidarios más ruidosos y sus seguidores más ardientes exijan que como mínimo termine en espectacular muerte y condenación, sufridas mientras luchaban contra invencibles fuerzas superiores y disfrutando de la enemistad de los archidioses más viles.
Así pues, cuando aquellos dos héroes ocurrentes y sagaces, el Ratonero Gris y Fafhrd, no sólo abandonaron la ciudad de Lankhmar (donde se dice que tiene lugar más de la mitad de la actividad de Nehwon) para servir a las oscuras mujeres libres Cif y Afreyt, de la solitaria Isla de la Escarcha, en el extremo norte, sino que también prolongaron su estancia allí durante dos años y luego tres, tanto los sabihondos como los chismosos dignos de confianza empezaron a decir que los dos héroes estaban coqueteando con un destino semejante.
Ciertamente, su expedición polar parecía haber comenzado bastante bien, incluso espectacularmente, pues llegaban hasta Lankhmar informes de su aprehensión y adiestramiento (o doma) de pequeñas bandas de aventureros locos como ellos mismos para que les sirvieran, y luego se supo de una gran victoria: arrojaron a la gélida isla de filosóficos pescadores a una numerosa partida bifurcada de suicidas mingoles marinos invasores, y durante el combate tuvieron a favor a dos dioses forasteros de extraños nombres, Loki y Odín, y también trataron de una manera irresponsable a los cinco iconos de oro de la Razón, que eran el principal tesoro de la isla atea y, en general, se burlaron de los habitantes de la isla, gentes gruñonas de lentos movimientos y pocas palabras.
Pero entonces, sobre todo cuando su estancia se prolongó en el frío norte, empezaron a llegar otros informes que socavaban y disminuían todos estos logros espectaculares. Se decía que su victoria había sido trivial, psicológica, obtenida mediante la dilación de las maniobras —lo que en un mundo más familiar habría sido denominado tácticas fabianas— y que al final no habrían vencido a no ser por un inesperado cambio de los vientos, la simultánea pero fortuita erupción de los volcanes Luz del Infierno y Fuego Oscuro y la coincidencia de que surgiera precisamente entonces el terrible Gran Maelstrom de la isla, que engulló unas cuantas galeras avanzadas de la escuadra mingola y, así, descorazonó a las restantes.
Aquellos segundos informes seguían diciendo que, lejos de jugar malas pasadas a los isleños, el Ratonero y Fafhrd entablaban amistad con ellos, imitaban sus sobrias maneras y obligaban a sus sicarios a hacer lo mismo, transformando a aquellos rateros y bárbaros guerreros en gentes observantes de la ley, marineros, pescadores, mecánicos e incluso carpinteros que se pasaron un año entero construyendo un cuartel para ellos mismos y sus jefes.
Decían que en vez de tomarse a broma los iconos de oro, Fafhrd los había rescatado de una diablesa marina aficionada al latrocinio, procedente del imperio hundido de Simorgya, a la que el Ratonero había frustrado posteriormente en el curso de una travesía comercial a No—Ombrulsk en busca de madera y grano para la república aislada por el mar, necesitada de madera y hambrienta de grano.
Decían, además, que él, el Ratonero, había utilizado el quinto icono, el esquelético Cubo del Trato Limpio, encajada en él la antorcha sagrada del extraño dios del fuego, Loki, y que contenía la esencia de ese dios, lanzándolo con su honda al centro de aquel gran torbellino después de que hubiera engullido las naves mingolas, aquietando mágicamente para siempre sus mortíferas espirales antes de que se tragara también a la desvencijada flota de la isla. Y el cubo yació cómodamente en la arena y recubierto de limo en el centro de las fauces del torbellino, a diecisiete brazas de profundidad, convertido en un preciso, pesado y útil núcleo de leyendas y cebo para buscadores de tesoros, que mantenía al Maelstrom inactivo y aprisionaba a un dios.
Finalmente, los informes decían que en vez de engañar y abandonar a Cif y Afreyt, como habían hecho otras veces con patrones y amantes por igual, los dos truhanes y libertinos repugnantemente reformados estaban muy ocupados cortejando a las dos mujeres libres, sin duda con vistas a unas largas relaciones mutuamente beneficiosas.
Estos rumores secundarios inquietantes, o mejor todavía, escandalosos, hicieron que muchos dieran por fin crédito a una temprana noticia que había sido recibida con incredulidad generalizada: que en la batalla final y casi incruenta con los mingoles, Fafhrd había perdido de alguna manera la mano izquierda, a la que acabó sustituyendo por una pieza de cuero diseñada de tal manera que le servía para usar el arco, el tenedor, el cuchillo..., todo un juego de herramientas. En esto vieron que se cumplía parte del proverbio nehwoniano acerca de las penalidades que afligen a los héroes que intentan apearse de sus destinos gloriosos y emocionantes. Por fin la suerte de Fafhrd y el Ratonero Gris les había dado la espalda, se decía, y ahora se hallaban en el camino hacia el olvido.
Quienes creían esto —y eran muchos— también estaban dispuestos a aceptar la noticia de que los mentores magos de los dos héroes, Sheelba del Rostro sin Ojos y Ningauble de los Siete Ojos, se habían vuelto contra ellos decepcionados y disgustados, y habían pedido a sus dioses irresponsables —el aracnoide Mog, Issek, el de las muñecas fláccidas, y el piojoso Kos— a infligirles la maldición de la ancianidad, convirtiéndoles prematuramente en viejos excéntricos. De manera similar, la noticia secreta de que unos personajes no menos ilustres y poderosos que el señor supremo de Lankhmar y el Gran Maestre de su Gremio de Ladrones habían enviado asesinos a la Isla de la Escarcha para eliminar a los dos héroes se difundió entre quienes creían su caída en desgracia. Incluso cuando se supo en aquellas tierras sureñas que los dos héroes deslucidos se las habían arreglado en el último momento para sacudirse de encima la maldición de la ancianidad, sus detractores se apresuraron a señalar que eso no era un tanto a su favor, puesto que no habrían podido salir del apuro sin la ayuda de Cif, Afreyt y la Diosa Luna de aquellas dos damas.
Aquellos detractores sostenían que Fafhrd y el Ratonero se precipitaban hacia su ruina por haber desdeñado sus apropiados papeles de héroes y, al mismo tiempo, villanos y buscar un cómodo refugio para sus años de declive, y en cuanto algún dios como es debido (¡Kos, Mog e Issek no tenían la menor importancia!) se acercaran al oído de la Muerte en su castillo del Reino de las Sombras y vertieran en él unas palabras, los dos amigos estarían sentenciados.
Ahora bien, si estas críticas y sombrías predicciones hubieran llegado a oídos de los dos héroes a los que iban dirigidas, Fafhrd podría haber replicado que él había ido al norte aceptando un atrevido reto y que desde entonces no le habían faltado problemas y amenazas. En cuanto a la mano, la había perdido al salvar las vidas de su querida Afreyt y las tres niñas acolitas de la Diosa Luna, y procuraba compensar del mejor modo posible aquella deficiencia, de modo que las críticas eran inmotivadas. En cuanto al Ratonero Gris podría haber respondido: «¿Qué esperaban los necios?». Durante sus años de activo heroísmo nunca había trabajado tan duro como lo hacía allí, en el severísimo clima ártico, responsable no sólo de su docena de estúpidos aprendices de ladrón y héroe bajo las órdenes de sus apenas menos imbéciles lugartenientes Mikkidu y Pshawri, y de su dama Cif así como las servidoras de ésta, sino también, en ocasiones, de los bárbaros guerreros de Fafhrd y, además, la mitad de los habitantes de la isla.
Sin embargo, a pesar de estas protestas, cada uno de los héroes notaba a veces que un deprimente escalofrío erizaba sus cortos cabellos, pues ambos sabían cuan cruel e irrazonablemente exigentes pueden ser los públicos y cuan interminablemente severa la enemistad de los dioses que se iban desenmarañando lentamente en un mundo que de vez en cuando imita con gran astucia al de la fantasía y la aventura romántica, a fin de mantener a sus criaturas interesadas y en movimiento para evitar que se hundan en la negra desesperación o la aburrida inactividad.
Pshawri, el joven y delgado lugarteniente del Ratonero Gris, estaba sentado con la cabeza gacha, aspirando el aire honda y lentamente en la bancada de bote en la popa del esquife velero
Kringle,
anclado en plena calma chicha a dos leguas lankhmarianas al este de la Isla de la Escarcha, por encima del centro oscuro del Gran Maelstrom, que llevaba aquietado un período sin precedentes de diecisiete lunas, aunque cuando emprendía su vertiginoso movimiento espiral era un rugiente monstruo acuático devorador de naves.
El sol de mediodía, en aquella Luna de los Sátiros correspondiente al verano tardío, caldeaba su desnudez magra y membruda mientras contemplaba las cinco lisas piedras plomizas, cada una del tamaño cíe su cabeza, que reposaban en el fondo del esquife. De una correa alrededor de su cintura pendía una daga envainada y bien engrasada y un saco de fuerte red de pesca, su boca señalada y mantenida abierta por un círculo de junco. Cada vez que inhalaba, la correa le apretaba el esbelto costado justamente por encima de donde tres lunares grisáceos formaban un discreto triángulo equilátero en su cadera izquierda.