La hija del Adelantado (23 page)

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Authors: José Milla y Vidaurre

BOOK: La hija del Adelantado
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—De eso yo os respondo, contestó Agustina. La puerta de la sala es fuerte, y aun cuando lograra salir de esa pieza, quedaría encerrado dentro de la casa, pues voy a echar la llave en cuanto os retiréis.

—¡Bah!, dijo D. Diego, que recordó probablemente la noche en que él mismo se había escapado por las tapias del corral. No os fiéis en que la puerta de la calle esté con llave. Cuidad de que no salga de la sala y nada más.

Dicho esto, Robledo, que tenía entre manos graves negocios, uno de ellos la posesión del Teniente de Gobernador, se despidió de Agustina, ofreciendo volver a la madrugada. Preocupado con las ideas que le dominaban, el Secretario dejó sobre la mesa del cuarto donde había tenido la conversación con Agustina, el papel que esta había firmado. Lo recogió la viuda y lo guardó cuidadosamente en su seno. Cuando iba ya a salir don Diego, volvió y dijo a Agustina:

—Como tengo que venir hacia el amanecer; y acaso a esa hora vos y Margarita estaréis dormidas, me ocurre que me entreguéis la llave de la puerta de la calle, para abrir cuando vuelva, sin necesidad de llamar.

—Perfectamente, contestó la viuda, voy a darosla. Mas al decir esto, se quedó suspensa, y exclamó:

—¿Qué estoy diciendo, ¡necia de mí! si la llave está en mi alcoba, que comunica únicamente con la sala?

—Pues buena la hemos hecho, replicó Robledo, si ese hombre logra, por cualquier casualidad, evadirse de la sala.

—Eso no es fácil, dijo Agustina. Evacuad pronto vuestros negocios y volved cuanto antes.

El Secretario se marchó no poco inquieto respecto a la seguridad del prisionero, y Agustina, acompañada de la vieja dueña, autora indirecta y oculta de aquella maraña, se propuso pasar la noche en vela, aguardando la llegada de Robledo y atenta a los menores movimientos de Rodríguez.

Es tiempo ya de que nos ocupemos un poco de esto, y sobre todo de que expliquemos la manera en que el papel firmado por Agustina Córdova fue a parar tan pronto a manos de don Diego.

Cuando el anciano criado del Gobernador vio que era demasiado tarde, así para impedir que la viuda lo encerrase, como para llamar a los arcabuceros, se puso a meditar en lo que tenía que hacer. Su principal empeño era salvar el escrito que acababa de hacer firmar por la viuda. Temía, con razón, que Robledo llegase de un momento a otro, recordando que la dueña le había dicho que era a eso de las ocho de la noche que acostumbraba el Secretario visitar a su señora. Calculó que advertido Robledo de lo que ocurría, podría llamar auxilio, hacerlo registrar y apoderarse del papel que tanto importaba conservar. Ocultarlo en alguno de los muebles de la sala o en sus propios vestidos, era exponerlo a que mediante la minuciosa pesquisa que se haría, cayese, más tarde o más temprano, en manos de Robledo o de la viuda. Imaginó entonces que llegando el Secretario, si lograba hacerlo creer que había quemado el papel y le entregaba el mandamiento de prisión contra Agustina, lo dejaría ir en paz, sin molestarlo. Hecho este raciocinio, sacó del bolsillo un papel cualquiera y lo quemó en la llama de la vela que alumbraba la sala, cuidando de que se conservasen las cenizas en el suelo. Enseguida, abrió la ventana y arrojó a la calle el escrito firmado por Agustina, seguro de que podía recogerlo luego que se viese libre. Pero él no contaba con la casualidad, que, dígase lo que se quiera, hace siempre un gran papel en este mundo. Quiso ésta que Robledo pasase delante de la ventana en el momento preciso en que Rodríguez lanzaba el papel, que fue a darle casi en la cara. Tomolo don Diego, sin que lo advirtiese el anciano, porque la noche era obscurísima; pero el Secretario sí pudo conocer a Rodríguez, a favor de la luz que iluminaba la sala y se escapaba por la abierta ventana. Así, cuando Agustina le habló de la necesidad de recobrar el escrito, que suponía aún en poder del criado del Gobernador, Robledo comprendió que era precisamente el que él acababa de recoger, y lo presentó a la atónita viuda.

Rodríguez, entre tanto, viendo que pasaba el tiempo y que no parecía Robledo, ardía en deseos de verse libre y se desesperaba al ver la dificultad de conseguirlo. Registró la sala de arriba abajo y no encontró medio alguno de escapar. La ventana estaba guarnecida por un fuerte balcón de hierro, y la puerta habría resistido al empuje de cualquier hombre más vigoroso todavía que el anciano. De la sala pasó a la alcoba, que no tenía puerta al corredor y la recorrió también muy despacio. Cerca de la cama vio una llave y por su tamaño calculó sería la de la puerta de la calle, lo cual le consoló en parte, advirtiendo que si lograba escapar del encierro, no tendría ya otro obstáculo con qué luchar para salir. Redobló, pues, los esfuerzos de su imaginación, y al fin de tanto cavilar, creyó haber encontrado el medio de recobrar la libertad.

Había en el dormitorio de Agustina un armario grande, que casi tocaba con el techo. Rodríguez acercó una mesa y colocó encima una silla y subió sobre el armario, hizo esfuerzos para levantar alguna de las tablas del desván; pero desgraciadamente todas estaban fuertemente clavadas. Entonces, con su daga, arma de que jamás se desprendía y que había tenido especial cuidado de llevar aquella noche, comenzó a horadar una tabla. Al principio de la operación en el momento en que Robledo salía de la casa, esto es, hacia las nueve de la noche. A las doce, después de tres horas de incesante trabajo, el anciano había abierto un agujero por el cual podía introducir cómodamente la cabeza. Pero eso no bastaba. Era necesario continuar hasta abrir una cavidad suficiente para dar paso a todo el cuerpo. Siguió, pues, la obra con el mayor empeño, y a eso de la una y media, había abierto un hueco por el cual podía introducir los hombros. La dificultad estaba pues, allanada. Radiante de alegría, Rodríguez bajó del armario, tomó la vela que por cierto estaba próxima a concluirse; volvió a subir e introduciéndose por el agujero, se encontró en el desván. Conociendo perfectamente la estructura de las casas de la clase de la de Agustina Córdova, el anciano calculó que siguiendo por el desván, llegaría hasta dar sobre la cocina, que no estaría entablada, y que hallando algún arbitrio para bajar al suelo, sin la menor dificultad se encontraría ya en los corredores, pues no era probable hubiesen cerrado con llave la puerta de la cocina. Animado con aquella esperanza, iba avanzando, alumbrándose con la moribunda luz del cabo de vela que llevaba en la mano. Repentinamente se encontró detenido y sin poder dar un paso más. Había topado con una de esas obras de albañilería que se construyen sobre las paredes maestras y que llamamos mojinetes. El anciano estuvo a punto de desesperarse y casi resolvía ya abandonar la empresa y retroceder; pero tocando la pared, advirtió que no era de una construcción sólida, y que se desmoronaba con facilidad. Cobró ánimo y haciendo uso de la daga, comenzó a abrir un nuevo agujero. El hierro encontraba menos obstáculos que los que lo había opuesto la tabla del desván, y al cabo de una hora estaba abierto un boquerón por el cual pasó Rodríguez. Desgraciadamente, al terminar aquella operación, la luz se extinguió y el anciano quedó completamente a obscuras. Sin desalentarse por eso, continuó su marcha, caminando a tientas y con mucha precaución temiendo dar con las vigas de la cocina, donde la falta del entablado podría precipitarlo de arriba abajo. Pero por fortuna vio de repente una indecisa y débil claridad, por la cual fue guiándose hasta llegar sin riesgo ni estropiezo, a la orilla del envigado de la cocina. La claridad, que había ido deshaciéndose más y más pronunciada, a medida que avanzaba el anciano, era producida precisamente por el fogón, que Margarita no había cuidado de apagar aquella noche, enteramente ocupada como se hallaba con los graves acontecimientos que ocurrían en la casa. Rodríguez fue pasando de una a otra viga, hasta situarse encima del poyo de la cocina, no lejos del fuego. Calculó la distancia y tomando en cuenta la altura del poyo y la de su propio cuerpo, con los brazos levantados, comprendió que asiéndose de la viga, sus pies vendrían a quedar como a una vara del piso del poyo. El cálculo era exacto. El anciano pudo, pues, descender sin la menor dificultad, y en un momento se encontró en la puerta de la cocina, que efectivamente estaba abierta. Cuando Rodríguez pasó al corredor de la casa, serían las tres de la mañana. Agustina, sentada en un sillón delante de la puerta de la sala, velaba al prisionero, y Margarita, no lejos de ella, se había quedado dormida.

¡Júzguese cuál sería la sorpresa de la viuda al ver delante de sí al que ella consideraba tan bien guardado en el encierro! Lanzó un grito que despertó a la vieja al ver aquella figura, creyó sería cosa de la otra vida y se santiguó dos o tres veces. Rodríguez, sin decir palabra, se dirigió a la puerta de la calle, sin que las dos mujeres se atreviesen a oponerse a su paso. Abrió y salió a buscar el papel, que dejaba atrás, bien seguro en el seno de Agustina. ¡Así se aleja el hombre, frecuentemente del objeto de su anhelo y pasa junto a él, sin que una voz interior le advierta de la proximidad de lo que realizaría sus más ardientes esperanzas!

Buscó y rebuscó en vano por todas partes, y cuando se hubo convencido de que no estaba ya el papel, se encaminó sin pérdida de tiempo al cuartel de los arcabuceros. Habló al oficial de guardia, mostrole la orden de prisión contra Agustina Córdova y le pidió cuatro soldados para ejecutarla. No puso dificultad el oficial, en vista de la firma y sello del Adelantado; y Rodríguez, seguido de los arcabuceros, volvió a toda prisa a casa de Agustina. La puerta permanecía abierta, pues la viuda y Margarita no habían cuidado de ir a cerrarla aturdidas con la sorpresa que les causó la evasión del anciano. Así, pudo este entrar hasta donde se hallaba la viuda, cuya inquietud era visible.

—Conducid a esta mujer, dijo Rodríguez.

Agustina suplicó, lloró, quiso hacer resistencia; pero todo fue inútil. Pidió se lo permitiese cambiar de traje, con la mira de ganar tiempo y ver si llegaba Robledo; pero el anciano permaneció inexorable. No consintió más detención que la precisa para que la criada fuese a buscar un abrigo para su señora. Hecho esto, repitió la orden de marcha, y caminando él adelante, seguía Agustina y luego los arcabuceros. La dueña, dando gritos lastimosos y arrancándose los cabellos, iba tras la comitiva. Abrió la puerta Rodríguez, y al poner el pie fuera del umbral, encontrose frente a un grupo de hombres armados. El que capitaneaba aquella partida tendió la espada desnuda, hasta tocar el pecho del anciano, diciendo:

—¡Deteneos!

Rodríguez conoció por la voz al Secretario Diego Robledo y Agustina dio un grito de alegría. El anciano, con la orden del Adelantado en la mano, dijo:

—Paso, en nombre del Rey. Estoy encargado por el Gobernador de la prisión de esta mujer.

Robledo, levantando en alto otro papel, contestó:

En nombre del Rey, y cumpliendo con una orden del Gobernador, hago prisionero a este hombre, y puso la mano sobre el hombro de Rodríguez.

Los arcabuceros que acompañaban a este permanecieron perplejos un momento, pero habiéndose dado a conocer el Secretario y viendo también que toda resistencia sería inútil, ante el número de hombres que mandaba Robledo, se incorporaron, sin decir palabra, a sus compañeros, dejando al anciano a discreción de su enemigo.

Retiraos, dijo el Secretario dirigiéndose a la viuda; y luego, dirigiéndose a Rodríguez, añadió en voz baja:

—Vos ganasteis dos partidas en favor de Portocarrero: la de las Casas consistoriales y la de anoche. Yo gano una ahora; aún me falta otra para que nos igualemos. Marchad.

El anciano inclinó la cabeza sin contestar una sola palabra y fue conducido a la cárcel. Encerráronlo en un estrecho calabozo, como si fuese un criminal, después de haberlo despojado del mandamiento de prisión contra Agustina Córdova; que se llevó Robledo.

Debemos decir ahora cómo se manejó este para ganar la partida a Rodríguez, como él decía. Al salir de casa de don Agustina, don Diego sabía que dentro de pocas horas tomaría posesión don Francisco de la Cueva como Teniente de Gobernador. El Adelantado debía salir en la madrugada del día siguiente. A las diez de la noche se reunieron en Palacio el Ayuntamiento, los Oficiales reales, el Prelado y otras personas, en presencia de las cuales anunció Alvarado su resolución de encomendar la Tenencia al Licenciado don Francisco de la Cueva, y lo entregó la vara de la Gobernación. El Teniente quedó recibido, disolviéndose el congreso, Don Pedro fue a dar sus últimas disposiciones para la partida, y el nuevo Gobernador, entrado ya en ejercicio, se retiró al gabinete con el Secretario.

Diole cuenta este con algunos negocios urgentes, y le habló de la necesidad de poner un correctivo pronto y eficaz a las maquinaciones del criado del Gobernador Pedro Rodríguez, que intrigaba con empeño y descaro, a fin de procurar la reconciliación de don Pedro de Portocarrero con doña Leonor. Aquellas palabras tocaron la cuerda dolorosa en el corazón del Licenciado, que recordó al momento que el anciano criado de su hermano político había estorbado sus planes en el incidente de la satisfacción a Ronquillo, atrevimiento que no le había perdonado don Francisco. Aprovechando aquella buena disposición, Robledo pintó a su manera la nueva intriga que decía había urdido Rodríguez, y le ponderó la urgencia de impedirle la llevase a cabo. Sin gran dificultad se convenció de ello el Licenciado, y firmó una orden de prisión que el Secretario llevaba ya extendida; encargándole únicamente que por prudencia no hiciese uso de ella, hasta la mañana siguiente, cuando ya el Adelantado hubiese salido de la ciudad. Hízolo así el Secretario; pues apenas desfilaron las tropas que seguían al Gobernador y traspusieron los suburbios de la población, tomó un piquete de veinte soldados y con ellos fue a capturar al anciano.

Se esparció intencionadamente la voz de que el Adelantado había dejado dispuesta la prisión de Rodríguez, y el vecindario tuvo muy a mal la que parecía una ingratitud. Sólo doña Beatriz entendió el verdadero motivo de la determinación de su hermano; mas como se oponía fuertemente a todo lo que pudiese favorecer las relaciones de doña Leonor y Portocarrero, nada objetó a la medida. Quedó pues, el pobre anciano sepultado en un calabozo, sin comunicación con persona viviente, víctima de su afecto a Portocarrero y doña Leonor y de las malas pasiones de Agustina Córdova y del Secretario Diego de Robledo.

Capítulo XX

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