Read La historia de Zoe Online
Authors: John Scalzi
No fue así. Estaba asustada. Y no sólo un poco.
El sonido de un roce que habíamos oído se acercaba directamente hacia nosotros por el suelo, moviéndose rápido. Los cuatro nos detuvimos y nos ocultamos y nos preparamos para enfrentarnos a lo que fuera.
Dos formas humanas salieron de la maleza y corrieron en línea recta dejando atrás el sitio donde Gretchen y yo nos escondíamos. Hickory y Dickory los agarraron al pasar; los muchachos gritaron aterrorizados mientras Hickory y Dickory los derribaban. Sus rifles cayeron al suelo.
Gretchen y yo corrimos a intentar calmarlos. Ser humanas ayudó.
No eran Enzo y Magdy.
—Eh —dije, de la forma más tranquilizadora que pude, al que tenía más cerca—. Eh. Relájate.
Los reconocí: eran Albert Yoo y Michael Gruber. Ambos eran tipos que hacía tiempo que había clasificado bajo la categoría de «imbécil integral», así que no solía perder con ellos más tiempo del necesario, y ellos me devolvían el favor.
—Albert —le dije al más cercano—. ¿Dónde están Enzo y Magdy?
—¡Quítame a tu bicho de encima! —dijo Albert. Dickory seguía sujetándolo.
—Dickory —dije. El obin soltó a Albert—. ¿Dónde están Enzo y Magdy? —repetí.
—No lo sé —contestó Albert—. Nos separamos. Esas cosas de los árboles empezaron a cantarnos y me asusté y eché a correr.
—¿A cantaros? —pregunté.
—O a tararear o a chasquear o lo que fuera. Íbamos caminando, buscando a esos seres, cuando todos esos ruidos empezaron a surgir de los árboles. Como si intentaran mostrarnos que nos habían sorprendido sin que nos diéramos cuenta.
Esto me preocupó.
—¿Hickory? —pregunté.
—No hay nada significativo en los árboles —dijo. Me relajé un poco.
—Nos rodearon —dijo Albert—. Diez minutos, quince. Algo así.
—Muéstranos de dónde venís.
Albert señaló. Asentí.
—Levántate —dije—. Dickory os llevará a Michael y a ti a la linde del bosque. Podréis regresar a partir de ahí.
—No voy a ir a ninguna parte con esa
cosa —
dijo Michael, su primera contribución de la noche.
—Vale, entonces tenéis dos opciones —contesté—: Quedaros aquí y esperar a que regresemos a por vosotros antes que esas cosas, o intentar llegar a la linde del bosque antes de que os alcancen. O podéis dejar que Dickory os ayude y tal vez
sobrevivir.
Vosotros decidís.
Lo dije con un poco más de intensidad de la que pretendía, pero me molestaba que aquel idiota no quisiera colaborar para permanecer vivo.
—De acuerdo —dijo.
—Muy bien.
Recogí sus rifles, se los entregué a Dickory y tomé el suyo.
—Llévalos hasta la linde, cerca de la casa de Magdy. No les devuelvas los rifles hasta que lleguéis allí. Vuelve a buscarnos en cuanto puedas.
Dickory asintió, intimidó a Albert y Michael para que se pusieran en marcha, y echó a andar.
—Nunca me han caído bien —dijo Gretchen mientras se marchaban.
—Comprendo por qué —respondí, y le di a Hickory el rifle de Dickory—. Vamos. Sigamos adelante.
* * *
Los oímos antes de verlos. Estaban arrodillados en el suelo, la cabeza gacha, esperando lo que fuera a sucederles. No había suficiente luz como para que pudiera ver la expresión en sus rostros, pero no era necesario para saber que estaban asustados. Las cosas les habían salido mal, y ahora estaban esperando que todo terminara. Como fuese.
Contemplé la figura arrodillada de Enzo y recordé en un arrebato por qué lo amaba. Estaba allí porque intentaba ser un buen amigo para Magdy. Intentaba impedir que se metiera en problemas, o como mínimo compartir sus problemas si era posible. Era un ser humano decente, cosa de por sí bastante rara y que en un chico adolescente es milagroso. Yo había ido a buscarlo porque lo seguía queriendo. Durante semanas no nos habíamos dicho más que «hola» en clase (cuando cortas en una comunidad pequeña tienes que dejar cierto espacio), pero no importaba. Seguía vinculada a él. Una parte de él permanecía en mi corazón, e imaginaba que seguiría siendo así mientras viviera.
Sí, eran un lugar y un momento realmente inconvenientes para darse cuenta de todo eso, pero estas cosas pasan cuando pasan. Y no hacían ningún ruido, así que no importaba.
Miré a Magdy, y esto es lo que pensé: «Cuando todo esto se acabe, voy a partirle la cara de verdad.»
Las otras cuatro figuras eran...
Hombres lobo.
Era la única forma de describirlos. Parecían feroces, y fuertes, y carnívoros, y de pesadilla; y todo aquel movimiento y aquellos ruidos dejaban claro que tenían cerebro además de todo lo demás. Como todos los animales de Roanoke que habíamos visto hasta el momento, tenían cuatro ojos, pero aparte de eso podrían haber salido directamente de las leyendas. Eran hombres lobo.
Tres de los hombres lobo estaban ocupados burlándose y pinchando a Magdy y Enzo, jugando claramente con ellos y amenazándolos. Uno de ellos empuñaba un rifle que le había quitado a Magdy, y lo pinchaba con él. Me pregunté si estaría todavía cargado, y qué le sucedería a Magdy o al hombre lobo si se disparaba. Otro empuñaba una lanza y de vez en cuando pinchaba a Enzo con ella. Los tres trinaban y parloteaban entre sí. No dudo que discutían qué hacer con Magdy y Enzo, y cómo hacerlo.
El cuarto hombre lobo permanecía apartado de los otros tres y actuaba de forma diferente. Cuando uno de los otros hombres lobo iba a pinchar a Enzo o Magdy, se interponía e intentaba impedir que lo hicieran, colocándose entre los humanos y el resto de los hombres lobo. De vez en cuando avanzaba y trataba de hablar con uno de los otros hombres lobo, señalando a Enzo y Magdy para dar énfasis a sus palabras. Estaba intentando convencer a los otros hombres lobo de algo. ¿De dejar ir a los humanos? Tal vez. Fuera lo que fuese, los otros hombres lobo no se dejaban convencer. El cuarto hombre lobo insistía de todas formas.
De repente me recordó a Enzo, la primera vez que lo vi, intentando impedir que Magdy se metiera en una pelea idiota sin motivo. No funcionó aquella vez: Gretchen y yo tuvimos que intervenir y hacer algo. Ahora tampoco funcionaba.
Me volví a mirar y vi que Hickory y Dickory habían tomado posiciones para poder disparar a los hombres lobo. Gretchen se había apartado de mí y estaba apuntando también.
Entre los cuatro podríamos eliminar a los hombres lobo antes de que supieran qué les había pasado. Sería rápido, limpio y fácil, y sacaríamos a Enzo y Magdy de allí y volveríamos a casa antes de que nadie supiera qué había pasado.
Era lo inteligente. Me moví en silencio y preparé mi arma, y tardé un minuto o dos en dejar de temblar y apuntar.
Sabía que los eliminaríamos en secuencia, Hickory a la izquierda se encargaría del primero de los tres hombres lobo del grupo. Dickory del segundo, Gretchen del tercero y yo del último, del que estaba apartado del resto. Sabía que los demás me estaban esperando para disparar.
Uno de los hombres lobo se dispuso a pinchar de nuevo a Enzo. Mi hombre lobo corrió, demasiado tarde, para impedir el ataque.
Y lo supe. No quería hacerlo. No quería matarlo. Porque estaba intentando salvar a mis amigos, no matarlos. No se merecía morir porque fuera la manera más sencilla de recuperar a Enzo y Magdy.
Pero no sabía qué otra cosa hacer.
Los tres hombres lobo empezaron a parlotear de nuevo, primero de una forma que parecía desordenada, pero luego todos juntos y al compás. El de la lanza empezó a golpear el suelo marcando el ritmo, y los otros tres lo siguieron, entonando sus voces con las de los demás en lo que era claramente un cántico de victoria de algún tipo. El cuarto hombre lobo empezó a gesticular más frenéticamente. Sentí un miedo terrible por lo que pudiera suceder al final del cántico.
Ellos continuaron cantando, acercándose al final.
Así que hice lo que tenía que hacer.
Canté también.
Abrí la boca y de ella surgió el primer verso de «Delhi Morning». No muy bien, y desafinado. En realidad, salió muy mal: todos esos meses ensayando y tocando en los recitales no habían servido de nada. No importaba. Estaba consiguiendo lo que necesitaba. Los hombres lobo inmediatamente guardaron silencio. Yo seguí cantando.
Miré a Gretchen, que no estaba tan lejos para que no pudiera leer la expresión de «¿Estás completamente loca?» que tenía en la cara. Le dirigí una mirada que decía «Ayúdame, por favor». Su rostro se tensó hasta convertirse en algo ilegible, apuntó con su rifle para no perder a su hombre lobo... y empezó a cantar el contrapunto de la canción, subiendo y bajando por mi parte, como habíamos practicado tantas veces. Con su ayuda encontré el tono adecuado y lo rematé.
Y ahora los hombres lobo supieron que éramos más de uno.
A la izquierda de Gretchen Dickory trinó, imitando el sitar de la canción como había aprendido a hacer. Era divertido verlo, pero cuando cerrabas los ojos resultaba difícil notar la diferencia entre Dickory y el sitar de verdad. Me apoyé en el tañido de su voz y seguí cantando. Y a la izquierda de Dickory, Hickory Se unió por fin, usando aquel largo cuello suyo para que sonara como un tambor, hasta que encontró el ritmo y siguió adelante.
Y ahora los hombres lobo supieron que éramos tantos como ellos. Y que podíamos matarlos en cualquier momento. Pero no lo hicimos.
Mi estúpido plan estaba funcionando. Ahora todo lo que tenía que hacer era descubrir qué había planeado hacer a continuación. Porque en realidad no sabía lo que estaba haciendo. Todo lo que sabía era que no quería dispararle a mi hombre lobo. De hecho, éste se había separado ahora por completo del resto de la carnada y se dirigía hacia el sonido de mi voz.
Decidí encontrarme con él a medio camino. Bajé el rifle y salí al claro, todavía cantando.
El hombre lobo de la lanza empezó a alzarla, y de repente sentí la boca muy seca. Creo que mi hombre lobo advirtió algo en mi cara, porque se dio la vuelta y parloteó enfadadla al de la lanza. El otro bajó la lanza: mi hombre lobo no lo sabía, pero acababa de salvar a su amigo de un balazo en la cabeza disparado por Gretchen.
Mi hombre lobo se volvió hacia mí y echó a andar de nuevo. Seguí cantando hasta terminar la canción. Para entonces, mi hombre lobo estaba de pie junto a mí.
Nuestra canción terminó. Me quedé allí de pie, esperando a ver qué hacía mi hombre lobo a continuación.
Lo que hizo fue señalarme el cuello, al colgante del elefante de jade que me había regalado Jane.
Lo toqué.
—Elefante —dije—. Como vuestros fantis.
Él lo miró de nuevo y luego me volvió a mirar a mí. Finalmente, trinó algo.
—Hola —respondí.
¿Qué otra cosa iba a decir?
Nos seguimos mirando un par de minutos más. Entonces uno de los otros tres hombres lobo trinó algo. El mío le respondió, y luego me miró ladeando la cabeza, como si dijera «Me vendría bien si hicieras algo».
Así que señalé a Enzo y Magdy.
—Esos dos me pertenecen —dije, haciendo lo que esperaba que fueran signos adecuados con las manos, para que mi hombre lobo se hiciera a la idea—. Quiero llevármelos conmigo —señalé en dirección a la colonia—. Luego os dejaremos en paz.
El hombre lobo observó todos mis gestos: no estoy segura de cuántos entendió. Pero cuando acabé, señaló a Enzo y Magdy, y luego a mí, y luego en dirección a la colonia, como diciendo «Vamos a asegurarnos de que lo he entendido bien».
Asentí, dije «Sí», y luego repetí de nuevo todas las señales con las manos. Estábamos manteniendo una conversación.
O tal vez no, porque lo que siguió fue una sucesión de trinos por parte de mi hombre lobo, junto con algunas gesticulaciones salvajes. Traté de entenderlo, pero no tenía ni idea de lo que estaba pasando. Lo miré indefensa, tratando de comprender lo que decía.
Finalmente se dio cuenta de que yo no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Señaló a Magdy y luego al rifle que empuñaba uno de los otros hombres lobo. Y entonces se señaló el costado, y me hizo un gesto como para indicarme que mirara con más atención. Contra el sentido común, lo hice, y advertí algo que no había visto antes: mi hombre lobo estaba herido. Un feo surco estaba marcado en su costado, rodeado de verdugones a cada lado.
Ese idiota de Magdy le había disparado a mi hombre lobo.
Con poco tino, cierto. Magdy tenía suerte de seguir teniendo tan mala puntería, o de lo contrario ya estaría muerto. Pero incluso una rozadura ya era algo bastante malo.
Retrocedí y le hice saber al hombre lobo que ya había visto suficiente. Él señaló a Enzo, me señaló a mí, y luego a la colonia. Después señaló a Magdy y a sus amigos hombres lobo. Esto quedó muy claro: estaba diciendo que Enzo podía irse conmigo, pero que sus amigos querían quedarse con Magdy. No dudé que la cosa acabaría mal para él.
Negué con la cabeza y le dejé claro que los necesitaba a ambos. Mi hombre lobo dejó igualmente claro que querían a Magdy. Nuestras negociaciones acababan de atascarse.
Miré a mi hombre lobo de arriba a abajo. Era fornido, poco más alto que yo, y se cubría sólo con una especie de faldita corta sujeta con un cinturón. Un sencillo cuchillo de piedra colgaba del cinturón. Yo había visto imágenes de cuchillos así en los libros de historia que hablan de los días de los Cro-Magnon allá en la Tierra. Lo curioso de los Cro-Magnon era que apenas eran capaces de hacer entrechocar piedras, pero sus cerebros eran más grandes de lo que son los nuestros ahora. Eran cavernícolas, pero no estúpidos. Tenían capacidad para pensar en cosas serias.
—Espero que tengas un cerebro de Cro-Magnon —le dije a mi hombre lobo—. De lo contrario, voy a meterme en un lío.
Él volvió a ladear la cabeza, intentando comprender qué trataba de decirle.
Hice de nuevo gestos, intentando dejarle claro que quería hablar con Magdy. A mi hombre lobo no pareció hacerle gracia, y parloteó algo con sus amigos. Ellos le respondieron, y se pusieron muy nerviosos y agitados. Pero al final, mi hombre lobo se volvió hacia mí. Le dejé que me cogiera por la muñeca y me acercara hasta Magdy. Sus tres amigos se desplegaron detrás de mí, preparados por si intentaba alguna estupidez. Sabía que fuera del claro Hickory y Dickory, al menos, estarían moviéndose para poder apuntar mejor. Aquello todavía podía estropearse de un montón de formas.
Magdy seguía arrodillado, sin mirarme a mí ni a nadie, sólo a un punto en el suelo.
—Magdy —dije.