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Authors: Elizabeth Kostova

La Historiadora (20 page)

BOOK: La Historiadora
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El lago Bled, cuando llegamos, no me decepcionó. Había inundado un valle alpino al final de una era glaciar y proporcionó a los primitivos nómadas un lugar de descanso, en casas con techo de paja alzadas sobre el agua. Ahora se extendía como un zafiro en las manos de los Alpes, y la brisa del atardecer levantaba cabrillas en su superficie bruñida. Desde un borde empinado se alzaba un acantilado más alto que los demás, sobre el cual descansaba uno de los grandes castillos de Eslovenia, restaurado por la Dirección de Turismo con un buen gusto increíble. Sus almenas dominaban una isla,

donde un ejemplo de aquellas modestas iglesias de tejado rojo, al estilo austríaco flotaba como un pato, y había barcos que iban a la isla cada pocas horas. El hotel, como de costumbre, era de acero y vidrio, modelo de turismo socialista número cinco, y nos escapamos el segundo día para dar un paseo por la parte más baja del lago. Dije a mi padre que no creía poder aguantar veinticuatro horas más sin ver el castillo que dominaba el panorama lejano en cada comida, y él lanzó una risita.

—Si es así, iremos —dijo. El nuevo período de distensión era todavía más prometedor de lo que su equipo había supuesto, y algunas arrugas de su frente se habían relajado desde nuestra llegada.

La mañana del tercer día, tras acabar una nueva redacción diplomática de lo que ya había redactado el día anterior, tomamos un pequeño autobús que rodeaba el lago y llegaba casi a la altura del castillo, y luego bajamos para subir andando hasta la cumbre. El castillo estaba construido con piedras color pardo, como hueso descolorido, ensambladas pulcramente tras un largo período de degradación. Cuando atravesamos el primer pasadizo y desembocamos en una cámara real (supuse), lancé una exclamación ahogada: a través de una vidriera emplomada, la superficie del lago brillaba trescientos metros más abajo, una extensión blanca bajo la luz del sol. Daba la impresión de que el castillo se aferraba al borde del precipicio tan sólo con las uñas de los pies. La iglesia amarilla y roja de la isla, el alegre barco que estaba atracando en aquel momento entre diminutos macizos de flores rojas y amarillas, el enorme cielo azul, todo había servido de acicate a siglos de turistas.

Pero el castillo, con sus rocas desgastadas desde el siglo XII, sus hachas de combate, lanzas y hachuelas dispuestas en forma de tienda india en cada esquina, que amenazaban con derrumbarse si las tocabas, era la esencia del lago. Aquellos primitivos moradores, que ascendieron hacia el cielo desde sus cabañas de techo de paja inflamables, habían elegido al fin encaramarse aquí con las águilas, gobernados por un señor feudal. Pese a la excelente restauración, una vida antigua respiraba en el palacio. Me volví hacia la siguiente estancia y vi, en un ataúd de cristal y madera, el esqueleto de una mujer menuda, muerta mucho antes de la aparición del cristianismo, con una capa de bronce que descansaba sobre su esternón desmoronado, anillos de bronce verde que resbalaban de los huesos de sus dedos. Cuando me incliné sobre el ataúd para mirarla, me sonrió de repente con cuencas oculares como pozos gemelos.

En la terraza del castillo llegó el té en teteras de porcelana, una elegante concesión al turismo. Era fuerte y bueno, y por una vez, los terrones de azúcar envueltos en papel no estaban rancios. Mi padre había enlazado con fuerza las manos sobre la mesa de hierro.

Tenía los nudillos blancos. Contemplé el lago, y luego le serví otra taza.

—Gracias —dijo. Había un dolor distante en sus ojos. Reparé de nuevo en lo cansado y delgado que parecía últimamente. ¿Debería ir al médico?—. Escucha, cariño —dijo, y se volvió un poco para que pudiera ver su perfil recortado contra aquel terrorífico precipicio y el agua centelleante. Hizo una pausa—. ¿Has pensado en escribirlas?

—¿Las historias? —pregunté. Mi corazón se encogió y aceleró.

—Sí.

—¿Por qué? —repliqué al final. Era una pregunta adulta, sin rastro de trucos infantiles. Me miró y pensé que, detrás de toda la fatiga, sus ojos estaban henchidos de bondad y dolor.

—Porque si no lo haces tú, tendré que ocuparme yo —contestó. Después dedicó su atención al té y comprendí que no volvería a hablar de ello.

Aquella noche, en la habitación pequeña y lúgubre del hotel contigua a la suya, empecé a escribir todo cuanto me había contado mi padre. Él siempre había dicho que yo tenía una memoria excelente, demasiado buena, subrayaba a veces.

A la mañana siguiente, mi padre me dijo durante el desayuno que quería descansar dos o tres días. Me costó imaginarle descansando, pero vi círculos oscuros bajo sus ojos y me gustó la idea de que se tomara un tiempo libre. Me dio la impresión de que le había pasado algo, que una nueva y silenciosa angustia le estaba minando. Pero sólo me dijo que echaba de menos las playas adriáticas. Tomamos un tren expreso que nos llevó hacia el sur, atravesando estaciones con los nombres escritos tanto en alfabeto latino como en cirílico, y luego otras cuyos nombres sólo estaban en cirílico. Mi padre me enseñó el nuevo alfabeto, y yo me divertía intentando leer en voz alta los letreros de las estaciones, cada uno de los cuales se me antojaron palabras codificadas capaces de abrir una puerta secreta.

Se lo expliqué a mi padre y sonrió un poco, reclinado en nuestro compartimiento con un libro apoyado sobre el maletín. Su mirada vagaba con frecuencia desde su trabajo a la ventanilla, por donde veíamos jóvenes a bordo de pequeños tractores provistos de arados, a veces un caballo que tiraba de un carro, ancianas encorvadas en sus huertos, escardando y raspando. Seguimos avanzando hacia el sur, y la tierra se tiñó de oro y verde, y luego trepamos a montañas grises rocosas, que descendían a nuestra izquierda hasta un mar rutilante. Mi padre exhaló un profundo suspiro, pero de satisfacción, no la leve exclamación fatigada que cada vez se le escapaba con más frecuencia Bajamos del tren en una bulliciosa ciudad, y mi padre alquiló un coche con el que recorrimos las sinuosas curvas de la carretera de la costa. Los dos estiramos el cuello para ver el agua a un lado (se extendía hasta un horizonte invadido por la bruma del atardecer), y al otro lado las ruinas esqueléticas de fortalezas otomanas, que se alzaban hacia el cielo.

—Los turcos retuvieron esta tierra durante muchísimo tiempo —musitó mi padre—. Su invasión implicó todo tipo de crueldades, pero gobernaron con bastante tolerancia, como suele ocurrir con los imperios una vez que la conquista se ha consolidado, y también con eficacia, durante cientos de años. Es una tierra yerma, pero les facilitó el control del mar.

Necesitaban estos puertos y bahías.

La ciudad donde nos detuvimos estaba al lado del mar. El pequeño puerto estaba abarrotado de barcas de pesca que entrechocaban mutuamente en un oleaje transparente. Mi padre quería alojarse en una isla cercana, y alquiló una barca con un ademán dirigido a su propietario, un anciano con una boina negra encasquetada en la parte posterior de la cabeza.

El aire era caliente, incluso a esa hora avanzada de la tarde, y la espuma que rozaba mis dedos era fresca, pero no fría. Me incliné sobre la proa, sintiéndome un mascarón.

—Cuidado —dijo mi padre, al tiempo que me sujetaba por el jersey.

El barquero nos acercó al puerto de la isla, un pueblo antiguo con una elegante iglesia de piedra. Pasó un cabo alrededor de un bita en el muelle y me ofreció una mano marchita para bajar de la barca. Mi padre le pagó con unos cuantos billetes socialistas de colores, y el hombre se llevó la mano a la boina. Antes de volver a su asiento se volvió.

—¿Su chica? —gritó en inglés—. ¿Hija?

—Sí —dijo mi padre, sorprendido.

—Le doy mi bendición —dijo el hombre, y dibujó una cruz en el aire cerca de mí.

Mi padre encontró unas habitaciones que daban al interior, y después salimos a cenar a un restaurante al aire libre cercano a los muelles. El crepúsculo descendía con parsimonia, y observé las primeras estrellas que se hacían visibles sobre el mar. Una brisa, más fría ahora que la de la tarde transportaba los aromas que ya había aprendido a amar: cipreses y lavanda, tomillo, romero.

—¿Por qué los buenos olores aumentan de intensidad cuando oscurece? —pregunté a mi padre. Era algo que me intrigaba, pero servía también para aplazar cualquier otra conversación. Necesitaba tiempo para recuperarme en un lugar donde hubiera luces y gente hablando, necesitaba, al menos, apartar la vista de las manos envejecidas y temblorosas de mi padre.

—¿Es eso cierto? —preguntó con aire ausente, pero me aportó cierto alivio. Aferré su mano para impedir que temblara, y él la cerró, todavía ausente, sobre la mía. Era demasiado joven para hacerse viejo. En el interior, las siluetas de las montañas bailaban casi hasta hundirse en el agua, se cernían sobre las playas, casi sobre nuestra isla. Cuando estalló la guerra civil en aquellas montañas costeras casi veinte años después, cerré los ojos y las recordé, estupefacta. Era incapaz de imaginar que sus pendientes albergaran suficiente gente para combatir en una guerra. Parecían absolutamente vírgenes cuando las vi, desprovistas de viviendas humanas, hogar de ruinas desiertas, guardianas sólo del monasterio sobre el mar.

19

Después de que Helen Rossi tirara sobre la mesa el libro de Drácula que sin duda debía considerar nuestra manzana de la discordia, casi esperé que todo el mundo se levantara y huyera, o que alguien gritara «¡Ajá!» y se abalanzara sobre nosotros con intención de matarnos. Nada de esto sucedió, por supuesto, y ella se quedó mirándome con aquella misma expresión de amargo placer. ¿Podía esta mujer, me pregunté poco a poco, con su legado de resentimiento y la venganza erudita que maquinaba contra Rossi, haberle hecho daño, causado su desaparición?

—Señorita Rossi —dije con la mayor calma posible, mientras levantaba el libro de la mesa y lo dejaba boca abajo al lado de mi maletín—, su historia es extraordinaria y debo decir que tardaré un poco en asimilar todo esto. Pero debo decirle también algo importante. — Respiré hondo una, dos veces—. Conozco muy bien al profesor Rossi. Ha sido el director de mi tesis durante dos años y hemos pasado muchas horas juntos, hablando y trabajando.

Estoy seguro de que cuando le conozca, si llega la ocasión, descubrirá a una persona mucho mejor y más bondadosa de lo que imagina en este momento. —Hizo un movimiento como si fuera a hablar, pero yo continué—. La cuestión es..., la cuestión es que, por la forma en que ha hablado de él, usted ignora que el profesor Rossi, su padre, ha desaparecido.

Me miró fijamente y no detecté la menor astucia en su cara, solo confusión. Esta noticia era una sorpresa. El dolor de mi corazón se apaciguó un poco.

—¿Qué quiere decir? —preguntó.

—Quiero decir que hace tres noches estaba hablando con él, como de costumbre, y al día siguiente había desaparecido. La policía le está buscando. Por lo visto, desapareció de su despacho, y tal vez resultó herido en él, porque encontraron sangre en su escritorio. Hice un breve resumen de los acontecimientos de aquella noche, empezando por el momento en que le llevé mi extraño libro, pero no dije nada sobre la historia que Rossi me había contado.

La joven me miró, perpleja. —¿Es que quiere gastarme alguna broma?

—No, ni mucho menos. De veras. Casi no he podido comer ni dormir desde entonces.

—¿La policía tiene alguna idea de su paradero?

—No, que yo sepa.

De repente puso una expresión de astucia.

—¿Y usted?

Vacilé.

—Es posible. Es una larga historia, y da la impresión de que se alarga a cada hora que pasa.

—Espere. —Me dirigió una dura mirada—. Cuando ayer estaba leyendo aquellas cartas en la biblioteca, dijo que estaban relacionadas con un problema de cierto profesor. ¿Se refería a Rossi?

—Sí.

—¿Cuál era, o es, ese problema?

—No quiero mezclarla en algo desagradable o peligroso contándole lo poco que sé. —Prometió contestar a mis preguntas después de que yo contestara a las suyas.

De haber tenido ojos azules en lugar de oscuros, su cara habría sido la reproducción de la de Rossi en ese momento. Imaginé que ahora advertía cierta semejanza, una extraña transformación de las facciones británicas de Rossi en la estructura morena y definida de Rumanía, aunque bien habría podido ser el efecto de la afirmación de que era su hija. Pero ¿cómo podía ser su hija si él había negado con contumacia haber estado en Rumanía? Al menos, había dicho que nunca había estado en Snagov. Por otra parte, había dejado el folleto de Rumanía entre sus papeles. Ella me estaba fulminando con la mirada, algo que

Rossi nunca había hecho.

—Es demasiado tarde para decirme que no debería hacer preguntas —continuó—. ¿Qué relación tienen esas cartas con su desaparición?

—Aún no estoy seguro, pero es posible que necesite la ayuda de un experto. No sé qué descubrimientos ha hecho usted en el curso de su investigación. —Una vez más, recibí su mirada cautelosa—. Estoy convencido de que, antes de desaparecer, Rossi estaba seguro de correr peligro.

Tuve la impresión de que estaba tratando de asimilar todo lo que le decía, las noticias sobre un padre al que tan sólo había conocido como un símbolo de desafío.

—¿Peligro? ¿De qué?

Me lancé al vacío. Rossi me había pedido que no comentara a mis colegas su historia demencial. Yo no lo había hecho, pero ahora, de manera inesperada, se abría ante mí la posibilidad de recibir ayuda de un experto. Esa mujer tal vez sabía ya lo que yo tardaría meses en averiguar. Tal vez incluso tenía razón al pensar que ella sabía más que el propio Rossi. Éste siempre subrayaba la importancia de buscar la ayuda de expertos. Bien, pues ahora lo haría. Perdonadme, recé a las fuerzas del bien, si esto la pone en peligro. Además, existía una especie de lógica peculiar. Si de veras era su hija, quizá tenía más derecho que nadie a conocer la historia de Rossi.

—¿Qué significa Drácula para usted?

Ella frunció el ceño.

—¿Qué significa para mí? ¿Como concepto? Mi venganza, supongo. Amargura eterna.

—Sí, eso lo comprendo, pero ¿significa Drácula algo más para usted?

—¿A qué se refiere?

No sabía si me estaba dando largas o si era sincera.

—Rossi —dije, todavía vacilante—, su padre, estaba..., está, convencido de que Drácula todavía camina sobre la tierra. —Me miró fijamente—. ¿Qué opina de esto? ¿Le parece una locura?

Esperaba que reiría, o que se levantaría y me dejaría con la palabra en la boca como en la biblioteca.

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