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Authors: Elizabeth Kostova

La Historiadora (24 page)

BOOK: La Historiadora
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Volaban palomas sobre nuestras cabezas. La luz polvorienta bañaba las caras de los estudiantes que leían y volvían páginas en las mesas y acariciaba sus gruesos jerseys y rostros serios. Era un paraíso de la cultura, y recé para que algún día me admitieran en él.

La siguiente estancia era una enorme sala con balcones, escaleras de caracol, un triforio alto de cristal antiguo. Todas las paredes disponibles estaban tapizadas de libros desde el suelo de piedra al techo abovedado. Vi centenares de metros de volúmenes encuadernados en piel, hileras de carpetas, masas de pequeños volúmenes del siglo XIX de color rojo oscuro.

¿Qué podía haber en todos esos libros?, me pregunté. ¿Comprendería algo de ellos? Mis dedos ardían en deseos de bajar unos cuantos de los estantes, pero no me atrevía ni a tocarlos. No estaba segura de si esto era una biblioteca o un museo. Debía de estar mirando a mi alrededor con la emoción pintada en la cara, porque de repente vi que mi guía estaba sonriendo, divertido.

—No está mal, ¿eh? Debes de ser un ratón de biblioteca. Ven, ahora que ya has visto lo mejor, iremos a la Cámara.

El día transparente y los ruidosos coches eran todavía más molestos después del silencio de la biblioteca. No obstante, tuve que darles las gracias por un repentino regalo: cuando cruzamos la calle a toda prisa, Stephen me cogió de la mano hasta llegar al otro lado. Podría haber sido el perentorio hermano mayor de cualquiera, pensé, pero el contacto de aquella palma seca y cálida envió señales hormigueantes a la mía, que siguió ardiendo después de que él la soltara. Estaba segura, después de mirar con disimulo su perfil risueño e impertérrito, de que el mensaje había sido unidireccional. Pero para mí fue suficiente haberlo recibido. La Cámara Radcliffe, como sabe todo anglófilo, es uno de los atractivos más grandes de la arquitectura inglesa, hermosa y extraña, un gigantesco barril lleno de libros. Una orilla se alza casi en la calle, pero un amplio jardín rodea el resto del edificio. Entramos en silencio, aunque un grupo de turistas parlanchines ocupaban el centro del glorioso interior redondo.

Stephen indicó varios aspectos del diseño del edificio, estudiado en todos los cursos de arquitectura inglesa, descrito en todas las guías. Era un lugar encantador y conmovedor, y yo no dejaba de mirar a mi alrededor, mientras pensaba en que era un depósito extraño para guardar material siniestro. Por fin, Stephen me guió hasta una escalera y subimos al balcón.

—Hacia allí. —Indicó una puerta en la pared, practicada tras una verdadera muralla de libros—. Ahí dentro hay una pequeña sala de lectura. Sólo he entrado una vez, pero creo que es donde guardan la colección sobre vampirismo.

La habitación, poco iluminada, era muy pequeña, y también silenciosa, muy alejada de las voces de los turistas de abajo. Volúmenes de aspecto antiguo abarrotaban los estantes, con encuadernaciones de color caramelo y quebradizas como hueso viejo. Entre ellos, una calavera humana alojada en el interior de una pequeña vitrina dorada daba testimonio de la naturaleza morbosa de la colección. La cámara era tan pequeña, de hecho, que sólo había espacio en el centro para una mesa de lectura, contra la cual casi tropezamos al entrar. Eso tuvo como resultado que nos encontramos cara a cara con el estudioso sentado a ella, que pasaba las páginas de un quebradizo volumen y tomaba rápidas notas en un bloc de papel.

Era un hombre pálido, bastante demacrado. Sus ojos eran pozos oscuros, sobresaltados y perentorios, pero también absortos cuando levantó la vista. Era mi padre.

23

En la confusión de ambulancias, coches de policía y espectadores que acompañó al traslado del cadáver del bibliotecario, me quedé petrificado un momento. Era horrible, impensable, que hasta la vida del hombre más desagradable hubiera terminado de una forma tan repentina, pero mi siguiente preocupación fue Helen. Se estaba congregando una multitud con gran celeridad, y me abrí paso para ir en su busca. Sentí un alivio infinito cuando ella me encontró antes, y anunció su presencia dándome un golpecito sobre el hombro desde atrás con su mano enguantada. Estaba pálida, pero serena. Se había envuelto la garganta con el pañuelo, y la visión de su suave cuello me hizo temblar.

—Esperé unos minutos, y después te seguí escaleras abajo —me dijo—. Quiero darte las gracias por venir en mi ayuda. Ese hombre era un bruto. Fuiste muy valiente.

Me sorprendió la expresión cariñosa de su cara.

—De hecho, tú fuiste la valiente. Y te hizo daño —dije en voz baja. Intenté no señalar en público su cuello—. ¿Te...?

—Sí —dijo en voz baja. Instintivamente, nos acercamos más, para que nadie pudiera oír nuestra conversación—. Cuando se precipitó sobre mí, me mordió en la garganta. —Dio la impresión de que sus labios temblaban un momento, como si fuera a llorar—. No chupó mucha sangre, no hubo tiempo. Y duele muy poco.

—Pero tú... tú...

Yo estaba tartamudeando, sin dar crédito a mis oídos.

—No creo que se haya infectado —dijo Helen—. Sangró muy poco y he cerrado la herida lo mejor posible.

—¿Deberíamos ir al hospital? —Me arrepentí en cuanto lo dije, en parte por su aspecto agotado—. ¿O podríamos curarla sin ayuda? —Creo que casi estaba imaginando que podríamos eliminar el veneno, como si fuera una mordedura de serpiente. El dolor que expresaba su rostro consiguió oprimirme el corazón. Entonces recordé que ella había traicionado el secreto del mapa—. Pero ¿por qué? ¿Por qué?

—Sé lo que te estás preguntando —me interrumpió al punto, y su acento se hizo más pronunciado—. No se me ocurrió ofrecerle otro cebo, y quería ver su reacción. No le habría dado el mapa, ni más información. Te lo prometo.

La estudié con suspicacia. Su expresión era seria, su boca cerrada en una curva sombría.

—¿No?

—Te doy mi palabra —se limitó a decir—. Además —su sonrisa sarcástica sustituyó a la mueca—, no tengo por qué compartir lo que puedo utilizar sólo en mi beneficio, ¿verdad?

Pasé esta frase por alto, pero algo en su expresión calmó mis temores.

—Su reacción fue sumamente interesante, ¿no?

Ella asintió.

—Dijo que habrían debido permitirle ir a la tumba, y que a Rossi se lo llevó alguien. Es muy extraño, pero daba la impresión de saber algo sobre el paradero de mi..., del director de tu tesis. Me cuesta creer toda esta historia de Drakulya, pero puede que algún grupo ocultista haya secuestrado al profesor Rossi o algo por el estilo.

Esta vez fui yo quien asintió, aunque mi credulidad era ciertamente superior a la de ella.

—¿Qué harás ahora? —preguntó con curiosa indiferencia.

No había pensado mi respuesta antes de verbalizarla.

—Ir a Estambul. Estoy convencido de que allí hay un documento, como mínimo, que Rossi nunca tuvo la oportunidad de examinar, y que tal vez contenga información sobre una tumba, quizá la tumba de Drácula en el lago Snagov.

Ella rió.

--¿Por qué no te tomas unas pequeñas vacaciones en mi Rumanía natal? Podrías ir al castillo de Drácula con una estaca de plata en la mano, o visitar Snagov. Me han dicho que es un lugar muy agradable para ir de excursión.

—Escucha —dije irritado—, sé que todo esto es muy peculiar, pero debo seguir cualquier pista sobre la desaparición de Rossi. Y tú sabes muy bien que un ciudadano norteamericano no puede atravesar el Telón de Acero para buscar a alguien. —Mi lealtad debió avergonzarla un poco, porque no contestó—. Quiero preguntarte algo. Cuando salíamos de la iglesia, dijiste que tal vez tu madre poseyera información sobre la investigación de Rossi acerca de Drácula. ¿Qué querías decir?

—Sólo que cuando se conocieron, él le dijo que había ido a Rumanía para estudiar la leyenda de Drácula, y que ella cree en esa leyenda. Tal vez sabe más sobre la investigación de Rossi de lo que me ha dicho, no estoy segura. No habla con facilidad de estas cosas, y yo he estado siguiendo esta pequeña afición del querido pater familias por mediación de canales académicos, no en el seno de la familia. Tendría que haberla interrogado más a fondo sobre su experiencia.

—Un fallo curioso en una antropóloga —repliqué malhumorado. Convencido una vez más de que estaba de mi parte, sentí toda la irritación del alivio. Su cara se iluminó, risueña.

—Touchée, Sherlock. Se lo preguntaré la próxima vez que la vea.

—¿Cuándo será eso?

—Dentro de un par de años, supongo. Mi valioso visado no me permite saltar a voluntad del Este a Occidente.

—¿Nunca le escribes o la llamas?

Helen me miró fijamente.

—Ay, Occidente es un lugar tan inocente —dijo por fin—. ¿Crees que tiene teléfono?

¿Crees que no abren y leen mis cartas cada vez que llega una?

Me quedé en silencio, mortificado.

—¿Cuál es ese documento que tanto ansias encontrar, Sherlock? —preguntó—. ¿Es bibliografía, algo sobre la Orden del Dragón? Lo vi en la última lista de sus papeles. Es lo único que no describe con minuciosidad. ¿Es eso lo que quieres encontrar?

Lo había adivinado, por supuesto. Me estaba haciendo una buena idea de sus poderes intelectuales, y pensé con cierta nostalgia en conversaciones que podríamos compartir si las circunstancias fueran diferentes. Por otra parte, no me gustaba que fuera tan perspicaz.

—¿Por qué lo quieres saber? —repliqué—. ¿Para tu investigación?

—Por supuesto —contestó con seriedad—. ¿Te pondrás en contacto conmigo cuando vuelvas?

De repente, me sentí muy cansado.

—¿Cuando vuelva? No tengo ni idea de en qué me estoy metiendo, y mucho menos de cuándo volveré. Quizá me ataque el vampiro cuando llegue adonde sea.

Había intentado expresarme con ironía, pero fui consciente de la irrealidad de toda la situación en cuanto hablé. Ahí estaba yo, delante de la biblioteca, como tantos cientos de veces antes, sólo que esa vez estaba hablando de vampiros (como si creyera en ellos) con una antropóloga rumana, y estábamos viendo un enjambre de conductores de ambulancia y agentes de policía en el lugar de una muerte en la que yo estaba implicado, al menos de manera indirecta. Intenté no contemplar su siniestra ocupación. Pensé que debía marcharme del patio cuanto antes, pero sin aparentar prisa. No podía permitir que la policía me detuviera en ese momento, ni siquiera para interrogarme unas pocas horas. Tenía mucho que hacer, y cuanto antes. Necesitaría un visado para Turquía, y un billete de avión, y dejar en casa una copia de la información que ya poseía. Ese trimestre no daba clases, gracias a Dios, pero debería presentar una excusa aceptable para el departamento, y dar una explicación a mis padres que les ahorrara preocupaciones.

Me volví hacia Helen.

—Señorita Rossi —dije—, Si no dices nada de esto a nadie te prometo que te llamaré en cuanto regrese. ¿Puedes contarme algo más? ¿Se te ocurre alguna manera de ponerme en contacto con tu madre antes de marchar?

—Ni yo misma puedo ponerme en contacto con ella, excepto por carta —dijo la joven—. Además, no habla inglés. Cuando vuelva a casa dentro de dos años, la interrogaré acerca de estos asuntos.

Suspiré. Dos años era demasiado tarde. Ya estaba experimentando una especie de angustia por tener que separarme de esa extraña compañera de pocos días (horas, en realidad), la única persona, además de mí, que sabía todo sobre la naturaleza de la desaparición de Rossi. Después de esto, estaría solo en un país en el que apenas había pensado nunca. No obstante, tenía que hacerlo. Extendí la mano.

—Gracias por aguantar a un lunático inofensivo durante un par de días. Si vuelvo sano y salvo, no dudes de que te informaré... Quiero decir que si regreso con tu padre sano y salvo...

Hizo un vago ademán con la mano enguantada, como si no le interesara en absoluto el regreso de Rossi, pero después estrechó mi mano con cordialidad. Tuve la impresión de que su firme apretón era mi último contacto con el mundo que conocía.

—Adiós —dijo—. Te deseo la mejor suerte posible en tu investigación.

Dio media vuelta y se abrió paso entre la multitud. Los conductores de la ambulancia estaban cerrando las puertas. Yo también di media vuelta. Empecé a bajar la escalera para atravesar el patio. A unos treinta metros de la biblioteca, me detuve y miré hacia atrás, con la esperanza de ver la figura vestida de negro entre los curiosos. Sorprendido, vi que corría hacia mí. Me alcanzó enseguida y vi que un rubor acentuado cubría sus pómulos. Su expresión era perentoria.

—He estado pensando —dijo, y entonces enmudeció. Dio la impresión de que respiraba hondo—. Esto concierne a mi vida más que cualquier otra cosa en el mundo. —Su mirada era directa, desafiante—. No sé muy bien cómo hacerlo, pero creo que iré contigo.

24

Mi padre ofreció diversas excusas afables por haber estado estudiando la colección sobre vampiros de Oxford en lugar de acudir a su reunión. La habían cancelado, dijo, al tiempo que estrechaba la mano de Stephen Barley con su acostumbrada cordialidad. Mi padre dijo que había ido a la Cámara espoleado por una antigua obsesión. Entonces calló, se mordió el labio y probó de nuevo. Había estado buscando un poco de paz y tranquilidad (cosa muy creíble). Su gratitud por la presencia de Stephen, por la buena salud de Stephen, por su solidez, era palpable. Al fin y al cabo, ¿qué habría dicho mi padre si me hubiera presentado allí sola? ¿Cómo habría podido explicar, o cerrar como si tal cosa, el infolio que había bajo su mano? Lo hizo, pero demasiado tarde. Yo ya había visto el título de un capítulo que se destacaba sobre el grueso papel marfileño: «Vampires de Provence et des Pyrénées».

Dormí muy mal aquella noche en la cama con dosel de calicó, y cada pocas horas despertaba de algún sueño extraño. En una ocasión vi luz bajo la puerta del cuarto de baño que separaba mi habitación de la de mi padre, lo cual me tranquilizó. A veces, no obstante, esta sensación de que no estaba dormido, de silenciosa actividad en la habitación de al lado, me arrancaba de pronto de mi descanso. Cerca del amanecer, cuando una neblina color pizarra empezaba a insinuarse entre las cortinas, desperté por última vez.

Esta vez fue el silencio lo que me despertó. Todo estaba demasiado quieto: la tenue silueta de los árboles en el patio (aparté un poco las cortinas para mirar), el enorme armario contiguo a mi cama y, sobre todo, la habitación de mi padre. No esperaba que estuviera levantado a esa hora. En todo caso, estaría dormido todavía, tal vez roncando un poco si estaba tumbado de espaldas, intentando borrar las preocupaciones del día anterior, aplazando el agotador calendario de conferencias y seminarios y debates que le aguardaban.

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