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Authors: Elizabeth Kostova

La Historiadora (26 page)

BOOK: La Historiadora
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La señora Clay estaba en casa cuando llegamos. Barley se quedó a mi lado en el umbral mientras yo buscaba las llaves. Estaba admirando las viejas casas mercantiles y los canales relucientes.

—¡Excelente! ¡Y todas esas caras de Rembrandt en las calles!

Cuando la señora Clay abrió de repente la puerta y me hizo entrar, casi no consiguió seguirme. Me alivió ver que hacía gala de buenos modales. Mientras los dos desaparecían en la cocina para llamar a Master James, corrí arriba, mientras gritaba que iba a lavarme la cara. De hecho (la idea logró que mi corazón se acelerara a causa la culpabilidad), mi intención era asaltar la ciudadela de mi padre cuanto antes. Ya pensaría después qué les diría a la señora Clay y a Barley. Ahora debía encontrar lo que, sin duda, debía estar escondido allí.

Nuestra casa-torre, construida en 1620, tenía tres dormitorios en el segundo piso, habitaciones estrechas de vigas oscuras que mi padre adoraba porque, decía, se le antojaban todavía habitadas por la gente sencilla y trabajadora que había vivido en ellas. Su habitación era la más grande, un ejemplo admirable de muebles holandeses antiguos. Había combinado los muebles espartanos con una alfombra turca y colgaduras de cama, un dibujo menor de Van Gogh y doce sartenes de cobre de una granja francesa. Formaban una galería en una pared y captaban destellos de luz del canal. Ahora soy consciente de que era una habitación notable, no sólo por ese despliegue de gustos eclécticos, sino por su sencillez monástica. No contenía ni un solo libro, todos habían sido relegados a la biblioteca de abajo. Ninguna prenda de ropa colgaba nunca del respaldo de la butaca del siglo XVII.

Ningún periódico profanaba nunca el escritorio. No había teléfono, ni siquiera reloj. Mi padre se despertaba siempre al amanecer. Era un espacio dedicado a la vida, una estancia en la que dormir, despertar y, tal vez, rezar (aunque ignoraba si se había rezado alguna vez en ese lugar), como cuando era nueva. Me encantaba la habitación, pero raras veces entraba.

Me colé con el mismo sigilo que un ladrón, cerré la puerta y abrí el escritorio. Era una sensación terrible, como abrir un ataúd, pero saqué todo lo que había en los compartimientos, registré los cajones, aunque devolví todo a su sitio con sumo cuidado: las cartas de sus amigos, sus bonitas plumas, su papel de notas con monograma. Por fin, mi mano se posó sobre un paquete cerrado. Lo abrí sin el menor reparo y vi unas líneas finas, dirigidas a mí, exhortándome a leer las cartas adjuntas sólo en el caso del fallecimiento inesperado o la desaparición prolongada de mi padre. ¿Acaso no le había visto escribir noche tras noche algo que tapaba con un brazo cuando yo me acercaba? Me apoderé del paquete con avaricia, cerré el escritorio y llevé el hallazgo a mi habitación, al tiempo que aguzaba el oído por si escuchaba los pasos de la señora Clay en la escalera.

El paquete estaba lleno de cartas, cada una doblada dentro de un sobre y dirigida a mí en nuestra dirección, como si pensara que, en algún momento, me las tendría que enviar desde otra localidad. Las guardé en orden (oh, había aprendido cosas sin saberlo) y abrí con cautela la primera. Databa de seis meses antes y parecía empezar, no con simples palabras, sino con un grito del corazón. «Mi querida hija —su caligrafía tembló bajo mis ojos— si estás leyendo esto, perdóname. He ido a buscar a tu madre.»

Segunda Parte

¿A qué clase de lugar había ido a parar, y entre qué clase de gente? ¿En qué especie de sombría aventura me había embarcado? Empecé a frotarme los ojos y me pellizqué para comprobar que estaba despierto.Todo se me antojaba una horrible pesadilla, y esperaba que despertaría de repente y me encontraría en casa, mientras la aurora se filtraba lentamente por las ventanas, tal como me había sentido una y otra vez por las mañanas después de uno o dos días de trabajo excesivo.Pero mi carne respondió a la prueba del pellizco, y mis ojos no podían engañarse.Estaba despierto en los Cárpatos. Lo único que podía hacer ahora era tener paciencia y esperar la llegada del amanecer.

Bram Stoker, Drácula, 1897

25

La estación de tren de Amsterdam era un lugar familiar para mí. La había cruzado docenas de veces. Pero nunca había ido sola. Nunca había viajado sola, y cuando me senté en el banco para esperar el expreso de la mañana a París, sentí una aceleración en el pulso que no se debía tan sólo a la angustia que sentía por mi padre, sino a una nueva vitalidad que tenía que ver con el primer momento de libertad total que había conocido. La señora Clay, que estaría lavando los platos del desayuno en casa, pensaba que iba camino del colegio.

Barley, despachado al muelle del transbordador, también creía que iba camino del colegio.

Sentí mucho tener que engañar a la aburrida y bondadosa señora Clay, y todavía más separarme de Barley, quien me había besado la mano con repentina galantería en la puerta y entregado una de sus tabletas de chocolate, aunque yo le recordé que podía comprar delicias holandesas siempre que me diera la gana. Pensé que le escribiría una carta cuando todos mis problemas se hubieran solucionado, pero me resultaba imposible vislumbrar ese futuro.

De momento, la mañana de Amsterdam centelleaba, relucía, mudaba a mi alrededor.

Incluso en esa mañana encontré cierto consuelo en pasear a lo largo de los canales desde nuestra casa hasta la estación, el aroma del pan en el horno y el olor a humedad de los canales, la limpieza ajetreada, no demasiado elegante, de todo. Revisé mi equipaje en el banco de la estación: una muda, las cartas de mi padre, pan, queso y zumos envasados.

También había cogido dinero de la generosa caja que estaba en la cocina (si iba a cometer una fechoría, daba igual que fueran veinte) como complemento de lo que llevaba en el bolso. Eso pondría en guardia a la señora Clay enseguida, pero no había otro remedio. No podía esperar hasta que los bancos abrieran para sacar dinero de mi humilde libreta de ahorros. Tenía un jersey grueso, una gabardina, mi pasaporte, un libro para los trayectos largos en tren y mi diccionario de francés de bolsillo.

Había robado algo más. Había cogido de nuestro salón un cuchillo de plata que descansaba en la vitrina de curiosidades, entre los recuerdos de las primeras misiones diplomáticas de mi padre, los viajes que habían constituido sus primeros intentos de establecer su fundación. En aquel tiempo yo era demasiado pequeña para acompañarle, y me había dejado en Estados Unidos con diversos parientes. El cuchillo estaba siniestramente afilado y tenía un mango repujado. Estaba guardado dentro de una funda, también muy adornada.

Era la única arma que había visto en nuestro hogar. A mi padre no le gustaban las armas de fuego, y sus gustos de coleccionista no abarcaban espadas ni hachas de guerra. No tenía ni idea de cómo iba a protegerme con el pequeño cuchillo, pero me sentía más segura sabiendo que viajaba en mi bolso.

La estación estaba abarrotada cuando el expreso se detuvo. Sentí entonces, igual que ahora, que no existe alegría comparable a la de la llegada de un tren, por más grave que sea tu situación, en especial un tren europeo, y en especial uno que te lleva al sur. Durante aquel período de mi vida, el último cuarto del siglo XX, oí el silbato de una de las últimas locomotoras a vapor que cruzaban los Alpes con regularidad. Subí aferrando mi bolsa del colegio, casi sonriente. Tenía horas por delante, e iba a necesitarlas, no para leer mi libro sino para examinar de nuevo aquellas preciosas cartas de mi padre. Pensaba que había elegido bien mi punto de destino, pero necesitaba reflexionar sobre por qué había elegido bien.

Encontré un compartimiento tranquilo y corrí las cortinas que daban al pasillo, con la esperanza de que nadie entrara. Al cabo de un momento, una mujer de edad madura con abrigo y sombrero azul entró, pero me sonrió y se acomodó con una pila de revistas holandesas. En mi confortable rincón, mientras veía desfilar la ciudad vieja, y después los verdes suburbios, desdoblé de nuevo la primera carta de mi padre. Me sabía de memoria las primeras líneas, la forma sorprendente de las palabras, el lugar y fecha asombrosos, la caligrafía firme y perentoria.

Mi querida hija:

Si estás leyendo esto, perdóname. He ido a buscar a tu madre. Durante muchos años he creído que estaba muerta, y ahora ya no estoy tan seguro. La incertidumbre es casi peor que el dolor, como tal vez comprendas algún día. Tortura mi corazón día y noche. Nunca te he hablado mucho de ella, y eso ha sido una cobardía por mi parte, lo sé, pero nuestra historia fue demasiado dolorosa para contártela con facilidad. Siempre tuve la intención de revelarte más cosas a medida que te fueras haciendo mayor y pudieras entender mejor sin ser presa del pánico, si bien nuestra historia me ha asustado hasta tal punto, siempre y en todo momento, que ésta ha sido la más débil de mis excusas.

Durante los últimos meses he intentado compensar esta cobardía contándote poco a poco lo que podía de mi pasado, y albergaba la intención de introducir a tu madre en la historia de manera gradual, aunque ella entró en mi vida de una forma bastante repentina. Ahora temo que no haya conseguido contarte todo lo que deberías saber de tu herencia antes de que sea silenciado (literalmente incapacitado para informarte), o caiga presa de mi propio silencio.

Te he descrito parte de mi vida como estudiante de postgrado antes de tu nacimiento, y te he referido algunos detalles de las extrañas circunstancias que rodearon la desaparición del director de mi tesis después de las revelaciones que me hizo. También te he dicho que conocí a una joven llamada Helen, tan interesada como yo en encontrar al profesor Rossi, tal vez más que yo. En todas las oportunidades que la tranquilidad nos ha deparado he intentado anticiparte fragmentos de esta historia, pero ahora creo que debería empezar a escribir el resto, encomendarlo a la seguridad del papel. Si has de leerla ahora, en lugar de escucharme en alguna colina rocosa o en una piazza silenciosa, en algún puerto protegido o en un confortable café, la culpa es mía por no habértelo contado antes.

Mientras escribo estas líneas estoy mirando las luces de un antiguo puerto, mientras tú duermes tranquila e inocente en la habitación de al lado. Estoy cansado después de todo un día de trabajo, y cansado sólo de pensar en empezar este largo relato, una triste tarea, una desventurada precaución. Creo que cuento con semanas, tal vez meses, para continuar el relato en persona, de manera que no repetiré lo que ya te he desvelado durante nuestros paseos por tantos países. Pasado ese período de tiempo, semanas o meses, mi certeza disminuye. Estas cartas son mi seguro contra tu soledad. En el peor de los casos, heredarás mi casa, mi dinero, mis muebles y libros, pero no me cuesta creer que atesorarás estos documentos escritos por mi mano más que cualquier otro objeto, porque contendrán tu relato, tu historia.

¿Por qué no te he contado todos los hechos de esta historia de golpe, para acabar de una vez por todas, para informarte del todo? La respuesta reside una vez más en mi cobardía, pero también en el hecho de que una versión abreviada sería exactamente eso: un golpe. No te deseo tal dolor, aunque sólo fuera una simple fracción del mío. Además, tal vez no acabarías de creerla si te fuera revelada de golpe, del mismo modo que yo no podría creer en la historia del director de mi tesis, Rossi, sin recorrer todo el camino de sus recuerdos. Y por fin, ¿qué historia puede reducirse a sus elementos objetivos? Por consiguiente, relato mi historia paso a paso. También he de conjeturar cuánto te habré contado ya si estas cartas llegan a tus manos.

Las conjeturas de mi padre no habían sido muy acertadas, y había reanudado su historia algo después de lo que yo ya sabía. Tal vez jamás sabría cuál había sido su reacción a la asombrosa determinación de Helen Rossi de acompañarle en su investigación, pensé con tristeza, ni los interesantes detalles de su viaje desde Nueva Inglaterra a Estambul. ¿Cómo habían logrado llevar a cabo todos los trámites burocráticos, saltarse los obstáculos de las desavenencias políticas, los visados, las aduanas?, me pregunté. ¿Habría dicho mi padre alguna mentira a sus progenitores, amables y razonables bostonianos, sobre sus repentinos planes de viaje? ¿Helen y él habían ido a Nueva York de inmediato, tal como habían planeado? ¿Habían dormido en la misma habitación de hotel? Mi mente adolescente era incapaz de descifrar este acertijo, del mismo modo que me era imposible no pensar en él.

Tuve que contentarme por fin con la imagen de ambos como dos personajes de una película de cuando eran jóvenes, Helen tendida con recato bajo las sábanas de la cama doble, mi padre dormido de cualquier manera en un butacón tras quitarse los zapatos (pero nada más), y las luces de Times Square enviando con sus destellos una sórdida invitación justo al otro lado de la ventana.

Seis días después de la desaparición de Rossi volamos a Estambul desde el aeropuerto de Idlewild en una noche de niebla, y cambiamos de avión en Frankfurt. Nuestro segundo avión aterrizó a la mañana siguiente, y desembarcamos con el resto del rebaño de turistas.

Yo ya había estado en la Europa del Este dos veces, pero aquellas escapadas se me antojaron ahora excursiones a un planeta muy diferente de éste, Turquía, que en 1954 era todavía un mundo más distinto que hoy. En un momento dado estaba hundido en mi incómodo asiento del avión, secándome la cara con una toalla caliente, y al siguiente nos hallábamos en una pista de aterrizaje igualmente caliente, invadida por olores desconocidos, y polvo, y el tremolante pañuelo de un árabe que iba delante de mí en la fila y que no paraba de metérseme en la boca. Helen se reía a mi lado al ver mi asombro. Se había cepillado el pelo y pintado los labios en el avión, de modo que parecía muy descansada después de nuestra incómoda noche. Llevaba al cuello su pañuelo. Aún no había visto qué había debajo, y no me habría importado pedirle que se lo quitara.

—Bienvenido al gran mundo, yanqui —dijo sonriente. Esta vez fue una sonrisa verdadera, no la mueca de costumbre.

Mi interés aumentó durante el traslado a la ciudad en taxi. No sé con exactitud qué me esperaba de Estambul (nada, quizá, pues había tenido muy poco tiempo para pensar en el viaje), pero la belleza de esta ciudad me dejó sin aliento. Poseía una cualidad de las Mil y una noches que ni los bocinazos de los coches ni los ejecutivos vestidos al estilo occidental podían disolver. La primera ciudad, Constantinopla, capital de Bizancio y primera capital de la Roma cristiana, debió de ser espléndida hasta extremos inconcebibles, pensé, el matrimonio de la riqueza romana con el primitivo misticismo cristiano. Cuando encontramos habitaciones en el antiguo barrio de Sultanahmet, había captado un vislumbre vertiginoso de docenas de mezquitas y minaretes, bazares abarrotados de excelentes productos textiles, incluso un destello de Santa Sofía, con sus numerosas cúpulas y los cuatro alminares, que se elevaba sobre la península.

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