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Authors: Elizabeth Kostova

La Historiadora (27 page)

BOOK: La Historiadora
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Helen tampoco había estado nunca en la ciudad, y lo estudiaba todo con serena concentración, y sólo se volvió una vez hacia mí durante el viaje en taxi para comentar lo extraño que era ver el manantial (creo que ésa fue la palabra) del imperio otomano, que tantas huellas había dejado en su país natal. Esto iba a convertirse en un tema recurrente durante nuestra estancia, sus breves y cáusticos comentarios sobre todo cuanto ya le resultaba familiar: nombres de lugares en turco, una ensalada de pepino consumida en un restaurante al aire libre, el arco puntiagudo del marco de una ventana. Esto también obró un efecto peculiar en mí, una especie de experiencia doble, de modo que me parecía ver Estambul y Rumanía al mismo tiempo, y a medida que la pregunta se iba suscitando entre nosotros —la pregunta de si tendríamos que ir a Rumanía—, experimenté la sensación de que determinados hechos del pasado me conducían hacia aquel país, tal como los veía a través de los ojos de Helen. Pero estoy divagando. Hablo de un episodio posterior de mi historia.

El vestíbulo de nuestra casera estaba fresco después del resplandor y el polvo de la calle.

Me hundí agradecido en una butaca de la entrada, y dejé que Helen reservara dos habitaciones en su excelente francés de acento peculiar. La casera, una mujer armenia a quien caían bien los viajeros y que al parecer había aprendido sus idiomas, tampoco conocía el nombre del hotel de Rossi. Quizás había desaparecido años antes.

A Helen le gustaba llevar la voz cantante, medité, de manera que ¿por qué no concederle esa satisfacción? Se llegó al acuerdo no verbalizado pero firme de que yo pagaría la cuenta más adelante. Había retirado todos mis escasos ahorros del banco en casa. Rossi merecía todos los esfuerzos posibles, aunque fracasara. Lo máximo que podía pasar era que volviera a casa arruinado. Sabía que Helen, una estudiante extranjera, debía tener menos que nada, que estaba sin blanca. Ya había reparado en que, al parecer, sólo tenía dos trajes, que combinaba con una selección de blusas serias. —Sí, tomaremos dos habitaciones separadas pero contiguas —le dijo a la armenia, una anciana de hermosas facciones—. Mi hermano, mon frére, ronfle terriblement.

—Ronfle? —pregunté desde el salón.

—Roncar —replicó con acritud ella—. Roncas, por si no lo sabías. En Nueva York no pegué sueño.

—No pegué ojo —corregí.

—Bien —dijo ella—. Ten la puerta cerrada, s'il te plait.

Con o sin ronquidos, tuvimos que echar un sueñecito para descansar del viaje antes de hacer otra cosa. Helen quería ir al archivo cuanto antes, pero yo insistí en descansar y comer, de modo que fue al atardecer cuando iniciamos nuestra primera exploración de aquellas calles laberínticas, con sus vislumbres de jardines y patios coloridos.

Rossi no había dejado constancia del nombre del archivo en sus cartas, y durante nuestras conversaciones sólo había dicho que era un pequeño depósito de materiales fundado por Mehmet II. En sus cartas añadió que estaba contiguo a una mezquita del siglo XVII.

Además, sabíamos que había podido ver Santa Sofía desde una ventana, que el archivo tenía más de una planta, y que en el primer piso había una puerta que comunicaba con la calle. Yo había intentado con cautela encontrar información sobre dicho archivo en la biblioteca de la universidad, justo antes de nuestra partida, pero sin éxito. Me pregunté por qué Rossi no había revelado el nombre del archivo en sus cartas. No era propio de él callar ese detalle, pero quizá no había querido recordarlo. Yo llevaba en el maletín todos sus papeles, incluida la lista de documentos que había encontrado en el archivo, con aquella extraña línea incompleta al final: «Bibliografía, Orden del Dragón». Buscar por toda una ciudad, un laberinto de cúpulas y minaretes, el origen de aquella críptica línea de Rossi era una perspectiva como mínimo aterradora.

Lo único que podíamos hacer era desviar nuestros pies hacia un punto de referencia, la plaza Sophia, en un principio la gran iglesia bizantina de Santa Sofía. En cuanto nos acercamos, nos resultó imposible no entrar. Las puertas estaban abiertas, y el enorme santuario nos atrajo entre los demás turistas como si penetráramos en una caverna cabalgando a lomos de una ola. Durante cuatrocientos años, reflexioné, había atraído a los peregrinos, igual que ahora. Ya en el interior, caminé con parsimonia hacia el centro y eché la cabeza hacia atrás para ver aquel inmenso espacio divino, con sus famosos arcos y cúpulas que parecían girar sin descanso, la luz celestial que entraba, los escudos redondos cubiertos de caligrafía árabe en las esquinas superiores, la mezquita imponiéndose a la iglesia, la iglesia imponiéndose a las ruinas del viejo mundo. Se arqueaba muy por encima de nosotros, y reproducía el cosmos bizantino. Apenas daba crédito a mis ojos. Estaba estupefacto.

Cuando pienso en aquel momento, me doy cuenta de que había vivido tanto tiempo entre libros, en mi cerrado ambiente universitario, que me habían comprimido por dentro. De pronto, en esta resonante casa de Bizancio, una de las maravillas de todos los tiempos, mi espíritu escapó de sus confines. Supe en aquel instante que, pasara lo que pasara, nunca podría volver a mis antiguos límites. Quería seguir la vida hacia el firmamento, expandirme con ella, del mismo modo que ese enorme interior se henchía hacia arriba y hacia fuera. Mi corazón se hinchó con él, como nunca había ocurrido durante mis vagabundeos entre los comerciantes holandeses.

Miré a Helen y vi que ella también estaba conmovida, con la cabeza inclinada hacia atrás como la mía, de modo que sus rizos oscuros caían sobre el cuello de su blusa; su cara, por lo general cautelosa y escéptica, invadida de una trascendencia pálida. Tomé su mano guiado por un impulso. Ella la asió con fuerza, con aquella presa firme y casi huesuda que ya conocía de su apretón de manos. En otra mujer, habría sido un gesto de sumisión o coquetería, un asentimiento romántico. En Helen era un gesto tan sencillo y decidido como su mirada o la altivez de su postura. Al cabo de un momento pareció echarse atrás. Soltó mi mano, pero sin turbación, y paseamos juntos por la iglesia admirando el hermoso púlpito, el centelleante mármol bizantino. Me costó un tremendo esfuerzo olvidar que, durante nuestra estancia en Estambul, podríamos volver a Santa Sofía en cualquier momento, y que nuestro principal objetivo en esa ciudad era localizar el archivo. Por lo visto, Helen pensó lo mismo, pues se desvió hacia la entrada cuando yo lo hice, nos abrimos paso entre las multitudes y salimos a la calle.

—Es posible que el archivo esté muy lejos —observó—. Santa Sofía es tan grande que puede verse casi desde cualquier edificio de esta parte de la ciudad, creo, o incluso desde la otra ribera del Bósforo.

—Lo sé. Hemos de encontrar otra pista. Las cartas decían que el archivo estaba contiguo a una pequeña mezquita del siglo diecisiete.

—La ciudad está llena de mezquitas.

—Cierto. —Pasé las páginas de mi guía, comprada a toda prisa—. Empecemos con ésta, la Gran Mezquita de los Sultanes. Cabe la posibilidad de que Mehmet II y su corre fueran a rezar a ella en ocasiones, pues fue construida a finales del siglo quince, y sería lógico que su biblioteca acabara en ese barrio, ¿no te parece?

Helen pensó que valía la pena intentarlo, y nos pusimos en marcha. Durante el camino, consulté la guía de nuevo.

—Escucha esto. Dice que Estambul es una palabra bizantina que significa «la ciudad». Ni siquiera los otomanos pudieron destruir Constantinopla, sólo le cambiaron el nombre... por un nombre bizantino, a propósito. Dice aquí que el imperio bizantino duró desde 333 hasta 1453. Imagínate. Qué larguísimo atardecer de poder.

Helen asintió.

—No es posible pensar en esta parte del mundo sin Bizancio —dijo con seriedad—. En Rumania se ven destellos de ella por todas partes. En todas las iglesias, en los frescos, en los monasterios, incluso en las caras de la gente. En algunos aspectos, está más cerca de tus ojos que aquí, con todo este sedimento otomano encima. —Su rostro se nubló—. La conquista de Constantinopla en 1453 por Mehmet II fue una de las mayores tragedias de la historia. Derribó estos muros a cañonazos, y después envió a sus ejércitos al pillaje y la masacre durante tres días. Los soldados violaron a jóvenes de uno y otro sexo sobre los altares de las iglesias, incluso en Santa Sofía. Robaron los iconos y todos los demás tesoros sagrados para fundir el oro, y tiraron las reliquias de los santos a las calles para que los perros las devoraran. Antes de eso, ésta fue la ciudad más hermosa de la historia.

Cerró el puño a la altura de la cintura.

Yo guardé silencio. La ciudad aún era hermosa, con sus colores intensos y delicados, sus exquisitas cúpulas y minaretes, pese a las atrocidades cometidas tanto tiempo atrás. Empecé a comprender por qué un momento de maldad sucedido quinientos años antes era tan real para Helen, pero ¿qué tenía que ver con nuestras vidas en el presente? De pronto pensé que tal vez había venido para nada, a ese mágico lugar con esa complicada mujer, en busca de un inglés que podía estar viajando a Nueva York en autocar. Deseché la idea y traté de tomarle el pelo un poco.

—¿Cómo es que sabes tanto de historia? Pensaba que eras antropóloga.

—Y lo soy —respondió con seriedad—, pero no puedes estudiar una cultura sin conocer su historia.

—Entonces, ¿por qué no te hiciste historiadora? También hubieras podido estudiar la cultura de las diversas civilizaciones.

—Tal vez. —Ahora parecía recelosa, y no me miró a los ojos—. Pero quería un campo que mi padre aún no hubiera invadido.

La Gran Mezquita todavía estaba abierta bajo la luz dorada del anochecer, tanto para los turistas como para los fieles. Probé mi mediocre alemán con el guardia de la entrada, un chico de cabello rizado y piel olivácea (¿cuál habría sido el aspecto de aquellos bizantinos?), pero dijo que no había ninguna biblioteca en el interior, ni archivos, nada por el estilo, y que no sabía de ninguna que estuviera cerca. Preguntamos si podía sugerirnos algo.

—Podrían probar en la universidad —murmuró.

En cuanto a mezquitas pequeñas, las había a cientos.

—Es demasiado tarde para ir a la universidad hoy —dijo Helen. Estaba estudiando la guía—. Mañana iremos a verla y pediremos información a alguien sobre los archivos que datan de la época de Mehmet. Creo que eso será lo mejor. Vamos a ver las murallas antiguas de Constantinopla. Hay restos no lejos de aquí.

La seguí por las calles mientras me precedía con la guía en su mano enguantada, el bolsito negro colgado del brazo. Las bicicletas nos adelantaban, las vestiduras otomanas se mezclaban con vestidos occidentales, coches extranjeros y carritos tirados por caballos coexistían sin problemas. Adonde miraba veía hombres con chalecos oscuros y pequeños gorros de punto, mujeres con blusas de alegres colores y pantalones abombados debajo, la cabeza cubierta con pañuelos. Cargaban con bolsas de tiendas y cestos, bultos de ropa, pollos dentro de cajas, pan, flores. Las calles rebosaban de vida, tal como habría sido, pensé, durante los últimos mil seiscientos años. A lo largo de esas calles, los emperadores romanos habían sido transportados a hombros por sus séquitos, flanqueados por sacerdotes, trasladados desde palacio a la iglesia para recibir el Santísimo Sacramento. Habían sido firmes gobernantes, grandes protectores de las artes, ingenieros, teólogos. Y muy desagradables, algunos de ellos, proclives a descuartizar a sus cortesanos y a cegar a miembros de su familia, siguiendo la tradición romana. Aquí era donde los antiguos políticos bizantinos habían conspirado. Al fin y al cabo, tal vez no era un lugar demasiado inapropiado para uno o dos vampiros.

Helen se había detenido ante un alto recinto de piedra semiderruído. Había tiendas acurrucadas en su base, y algunas higueras hundían las raíces en su flanco. Un cielo sin nubes se estaba tiñendo de cobre sobre las almenas.

—Mira lo que queda de las murallas de Constantinopla —dijo en voz baja—. Se ve muy bien lo enormes que eran cuando estaban intactas. El libro dice que las bañaba el mar en aquellos tiempos, de modo que el emperador podía subir a bordo de un barco desde el palacio. Y allí, aquella muralla formaba parte del Hipódromo.

Nos quedamos mirando hasta que caí en la cuenta de que me había olvidado de Rossi durante diez minutos seguidos.

—Vamos a buscar un sitio para cenar —dije con brusquedad—. Pasan ya de las siete y esta noche hemos de acostarnos temprano. Estoy decidido a localizar el archivo mañana.

Helen asintió y atravesamos como buenos camaradas el corazón de la ciudad antigua.

Cerca de nuestra pensión descubrimos un restaurante decorado con jarrones de latón y bonitas baldosas, con una mesa en una ventana delantera arqueada, una abertura carente de cristal ante la cual podíamos sentarnos y ver a la gente pasar por la calle. Mientras esperábamos la cena, observé con sorpresa por primera vez un fenómeno de este mundo oriental que había escapado a mi atención hasta entonces: nadie iba apresurado, sino que se limitaba a pasear. Lo que aquí se habría tomado por prisa, en las aceras de Nueva York o Washington habría parecido un paseo relajado. Se lo comenté a Helen y rió con aire burlón.

—Cuando no hay mucho dinero que ganar, nadie corre a buscarlo —dijo.

El camarero nos trajo rebanadas de pan, un plato de yogur con rodajas de pepino y un té fuerte y aromático en jarras de cristal. Comimos con apetito después del cansancio del día, y acabábamos de atacar unas brochetas de pollo asado, cuando un hombre de bigote plateado y una mata de pelo color argenta, vestido con un traje gris, entró en el restaurante y miró a su alrededor. Ocupó una mesa cercana a la nuestra y dejó un libro junto al plato.

Pidió la cena en turco, sin alzar la voz, después pareció reparar en el placer con el que cenábamos, y se inclinó hacia nosotros con una sonrisa cordial.

—Veo que les gustan nuestros platos típicos —dijo en un inglés con acento, pero excelente.

—Desde luego —contesté sorprendido—. Son deliciosos. —Déjeme adivinar —continuó, y volvió hacia mí su rostro apuesto y apacible—. Usted no es de Inglaterra.

¿Norteamericano?

—Sí —dije. Helen guardaba silencio, cortaba su pollo y miraba con cautela a nuestro interlocutor.

—Ah, sí. Estupendo. ¿Están visitando nuestra hermosa ciudad? —Sí, exacto —admití, y deseé que Helen pusiera una expresión más cordial. La hostilidad podía despertar sospechas.

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