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Authors: Elizabeth Kostova

La Historiadora (12 page)

BOOK: La Historiadora
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10

De adulta, he reconocido con frecuencia ese legado tan peculiar que el tiempo otorga al viajero: el anhelo de ver un lugar por segunda vez, de encontrar de manera deliberada aquello con lo que nos topamos en alguna ocasión anterior, para volver a capturar la sensación del descubrimiento. A veces, buscamos de nuevo un lugar que ni siquiera esnotable en sí mismo. Lo buscamos porque lo recordamos, así de sencillo. Si lo encontramos, todo es diferente, por supuesto. La puerta tallada a mano sigue en su sitio,pero es mucho más pequeña. Hace un día nublado en lugar de glorioso. Es primavera en vez de otoño. Estamos solos y no con tres amigos. O todavía peor, estamos con tres amigos en lugar de solos.

El viajero muy joven conoce poco este fenómeno, pero antes de experimentarlo yo lo vi en mi padre, en Saint-Matthieu-des-Pyrénées-Orientales. Presentí, antes que saberlo a ciencia cierta, el misterio de la repetición, pues ya sabía que había estado en aquel lugar años antes.

Cosa rara, le impelía a abstraerse más que ningún otro lugar de los que habíamos visitado.

Había estado en la región de Emona una vez antes de nuestra visita, y en Ragusa varias veces. Había visitado la villa de piedra de Massimo y Giulia para compartir otras cenas dichosas, en otros años. Pero en Saint-Matthieu presentí que anhelaba volver a dicha oblación, que pensaba en ella una y otra vez por algún motivo que yo no lograba dilucidar, la revivía sin decirlo a nadie. Tampoco me dijo nada, aparte de reconocer en voz alta la curva de la carretera antes de que ascendiera por fin hasta la muralla de la abadía, y recordar después la puerta que daba acceso al santuario, al claustro y, por fin, a la cripta.

Esta memoria para el detalle no entrañaba ninguna novedad para mí. Ya le había visto antes encaminarse a la puerta correcta en famosas iglesias antiguas, o encontrar el desvío correcto al antiguo refectorio, o pararse a comprar entradas en la taquilla correcta del sendero de grava correcto, o recordar dónde había tomado el mejor café.

La diferencia en Saint-Matthieu era una diferencia de atención, un examen casi superficial de los muros y los pasillos de los claustros. En lugar de aparentar decirse: «Ah, ahí está ese espléndido tímpano sobre las puertas. Creía recordar que estaba al otro lado», daba la impresión de que mi padre estaba inspeccionando cosas que habría podido describir con los ojos cerrados. Fui comprendiendo poco a poco que incluso antes de terminar la ascensión del empinado terreno, al que prestaban sombra los cipreses, y llegar a la entrada principal, lo que recordaba no eran detalles arquitectónicos, sino acontecimientos.

Un monje con un largo hábito marrón se hallaba de pie junto a las puertas de madera, y entregaba en silencio folletos a los turistas.

—Como ya te dije, es un monasterio donde todavía se trabaja —estaba diciendo mi padre con voz normal. Se había puesto las gafas de sol, aunque el muro del monasterio arrojaba una profunda sombra sobre nosotros—. Sólo dejan entrar a unos cuantos turistas cada hora, y así el ruido no es excesivo. —Sonrió al hombre cuando nos acercamos y extendió la mano para coger el folleto—. Merci beaucoup. Sólo llevaremos uno —dijo en su educado francés. Pero esta vez, con la precisión intuitiva que impulsa al joven a confiar en sus padres, supe con todavía mayor seguridad que no sólo había visto este lugar antes, cámara en ristre. No sólo lo había «hecho» como se debía, aunque conociera todas sus características artísticas e históricas gracias a la guía. Estaba segura de que algo le había pasado aquí.

Mi segunda impresión fue tan fugaz como la primera, pero mas nítida: cuando abrió el folleto y puso un pie en el umbral de piedra, e inclinó la cabeza con excesiva indiferencia sobre las palabras, en lugar de mirar las bestias en relieve talladas sobre nuestras cabezas (que, en circunstancias normales, habrían reclamado su atención), que no había perdido cierto antiguo sentimiento por el santuario en el que estábamos a punto de entrar. Ese sentimiento, comprendí sin respirar entre mi intuición y el pensamiento que la siguió, ese sentimiento era dolor o miedo, o alguna terrible mezcla de ambos.

Saint-Matthieu-des-Pyrénées-Orientales se halla situado a una altitud de mil doscientos metros sobre el nivel del mar, y éste no está lejos de este paisaje amurallado, con sus águilas vigilantes, como se podría creer. De tejados rojos y enclavado de manera precaria sobre la cumbre, da la impresión de haber brotado de un solo pináculo de roca montañosa, lo cual es cierto, en un sentido, pues la primitiva encarnación de la iglesia fue tallada directamente en la roca en el año 1000. La entrada principal de la abadía es una tardía expresión del románico influido por el arte de los musulmanes que combatieron para conquistar el pico a lo largo de los siglos: un pórtico de piedra cuadrado, coronado por orlas islámicas geométricas, y dos feroces monstruos cristianos en bajorrelieve, seres que podían ser leones, osos, murciélagos o grifos, animales imposibles de raza indefinible.

Dentro se encuentra la diminuta iglesia de Saint-Matthieu y su maravilloso claustro, encerrado entre rosales incluso a esa tremenda altitud, rodeado de retorcidas columnas de mármol rojo, tan frágiles en apariencia que podrían haber sido modeladas por un Sansón de veleidades artísticas. La luz del sol salpica las baldosas del patio abierto al aire libre, y el cielo azul se arquea de repente en lo alto.

Pero lo que llamó mi atención en cuanto entramos fue el sonido del agua, inesperado y arrebatador en un lugar tan elevado y seco, y no obstante tan natural como el murmullo de un arroyo de montaña. Procedía de la fuente del claustro, alrededor de la cual, en tiempos pretéritos, los monjes habían paseado mientras meditaban: era una pila de mármol rojo hexagonal, adornada en su parte exterior lisa con un relieve tallado que plasmaba un claustro en miniatura, un reflejo del auténtico que nos rodeaba. La gran pila de la fuente se alzaba sobre seis columnas de mármol rojo (y un soporte central a través del cual subía el agua del manantial, me parece). En torno a su parte exterior, seis espitas lanzaban agua burbujeante al estanque situado más abajo. Producía una música hechizante.

Cuando me acerqué al borde exterior del claustro y me senté en un muro bajo, vi un precipicio de varios cientos de metros y delgadas cascadas de montaña, blanco contra el azul del bosque vertical. Ya en la cumbre, estábamos rodeados por las murallas inescalables de los Pirineos Orientales más altos. A lo lejos, las cascadas caían en silencio o adoptaban la forma de simple niebla, mientras la fuente viva que había a mi espalda cantaba sin cesar.

—La vida monacal —murmuró mi padre, sentado a mi lado sobre el muro. Su expresión era extraña, y pasó un brazo alrededor de mi espalda, algo que muy pocas veces hacía—. Parece plácida, pero es muy dura. Y también desagradable, en ocasiones.

Mirábamos hacia el otro lado del abismo, tan profundo que la luz de la mañana aún no había llegado al fondo. Algo colgaba y centelleaba en el aire debajo de nosotros, y me di cuenta, incluso antes de que mi padre lo señalara, de que se trataba de un ave de presa, de caza mientras volaba lentamente a lo largo de las empinadas murallas suspendida como una escama de cobre a la deriva.

—Construido más alto que las águilas —musitó mi padre—. Como sabes, el águila es un símbolo cristiano muy antiguo, el símbolo de san Juan. Mateo, san Mateo, es el ángel, y Lucas es el buey, y san Marcos, por supuesto, es el león alado. Ese león se ve en todo el Adriático, porque es el patrón de Venecia. Sujeta un libro en sus garras. Si el libro está abierto, la estatua o el relieve fue tallado en un momento en que Venecia vivía en paz.

Cerrado, significa que Venecia estaba en guerra. Lo vimos en Ragusa, ¿te acuerdas?, con el libro cerrado, sobre una de las puertas. Y ahora hemos visto el águila, que custodia este lugar. Bien, necesita guardianes. —Frunció el ceño, se levantó y dio media vuelta. Me sorprendió que lamentara, casi hasta el punto de llorar, nuestra visita—. ¿Damos una vuelta?

No fue hasta bajar la escalera de la cripta que observé de nuevo en mi padre aquella indescifrable actitud de miedo. Habíamos terminado nuestro atento paseo por el claustro, las capillas, la nave y los edificios de la cocina, erosionados por el viento. La cripta era la última parte de nuestra visita autoguiada, postre para los morbosos, como decía mi padre en algunas iglesias. Al descender la escalera, daba la impresión de avanzar con excesiva determinación, y me precedía sin ni siquiera levantar un brazo a medida que íbamos bajando hacia el corazón de la roca. Una corriente sorprendentemente fría subió hacia nosotros desde la oscuridad de la tierra. Los demás turistas ya habían terminado la visita a esta atracción, de manera que estábamos solos.

—Ésta era la nave de la primera iglesia —explicó otra vez mi padre con una voz de lo más normal—. Cuando la abadía aumentó su poder y pudieron continuar construyendo, salieron al aire libre y erigieron una iglesia nueva sobre la vieja.

Velas colocadas en candelabros que remataban los pesados pilares interrumpían la oscuridad. Habían tallado una cruz en la pared del ábside. Se cernía como una sombra sobre el altar de piedra, o sarcófago (costaba dilucidarlo) que se alzaba en la curva del ábside. A lo largo de los lados de la nave había otros dos sarcófagos, pequeños y unitivos, anónimos.

Mi padre respiró hondo y miró a su alrededor.

—El lugar de descanso del abad fundador, y de varios abades más. Aquí termina nuestra visita. Vamos a comer algo.

Me detuve antes de salir. La necesidad perentoria de preguntar a mi padre qué sabía sobre Saint-Matthieu, incluso qué recordaba, me invadió casi como una oleada de pánico. Pero su espalda, ancha dentro de la chaqueta de hilo negro, decía con tanta claridad como si articulara las palabras: «Espera. Todo a su tiempo». Dirigí una veloz mirada hacia el sarcófago que había al final de la antigua basílica. Su forma era tosca, impasible a la luz parpadeante. Lo que ocultaba pertenecía al pasado, y especular no serviría para desenterrarlo.

Y yo sabía algo más ahora, sin necesidad de entrar en conjeturas. La historia que escucharía mientras comía en la terraza monástica, situada muy convenientemente bajo los aposentos de los monjes, tal vez giraría alrededor de algún lugar muy alejado de éste, pero, al igual que nuestra visita, sería sin duda otro paso hacia el miedo que había visto nacer en mi padre. ¿Por qué no me había querido hablar de la desaparición de Rossi hasta que Massimo la sacó a colación? ¿Por qué se había puesto pálido cuando el jefe de comedor del restaurante nos había hablado de una leyenda sobre muertos vivientes? Lo que atormentaba la memoria de mi padre era fruto de este lugar, que debería haber sido más sagrado que horrible, aunque para él era horrible, tanto que cuadraba los hombros para protegerse.

Debería trabaja como había hecho Rossi, para reunir mis propias pistas. Me estaba volviendo sabia a la manera de la historia.

11

En mi siguiente visita a la biblioteca de Amsterdam, descubrí que el señor Binnerts me había buscado algunas cosas durante mi ausencia. Cuando entré en la sala de lectura, directamente desde el colegio, con la bolsa de libros todavía a la espalda, me miró con una sonrisa.

—Aquí estás —dijo en su hermoso inglés—. Mi joven historiadora. Tengo algo para ti, para tu proyecto. —Le seguí hasta su escritorio y sacó un libro—. No es un libro tan antiguo —dijo—, pero contiene algunas historias muy viejas. No constituyen una lectura alegre, querida mía, pero tal vez te ayudarán a redactar tu trabajo.

El señor Binnerts me acomodó en una mesa, y miré agradecida como se alejaba con pasos pausados. Resultaba conmovedor que me confiaran algo terrible.

El libro se titulaba Cuentos de los Cárpatos, un deslustrado tomo del siglo XIX publicado de manera privada por un coleccionista inglés llamado Robert Digby. El prefacio de Digby resumía sus andanzas entre montañas feroces e idiomas todavía más feroces, aunque también había acudido a fuentes rusas y alemanas para ayudarse en su trabajo. Sus cuentos también poseían un sonido feroz, y la prosa era bastante romántica, pero cuando los examiné mucho después descubrí que sus versiones eran mejores al compararlas con las de posteriores coleccionistas y traductores. Había dos cuentos sobre el «príncipe Drácula», y los leí con ansia. El primero narraba cómo se refocilaba Drácula extramuros entre los cadáveres de sus subditos empalados. Un día, leí, un criado se quejó delante de Drácula del terrible hedor, tras lo cual el príncipe ordenó a sus hombres que empalaran al criado sobre los demás, para que el hedor no ofendiera el delicado olfato del sirviente agonizante. Digby presentaba otra versión, en la cual Drácula pedía a gritos una estaca tres veces más larga que las otras utilizadas.

La segunda historia era igual de horripilante. Explicaba que el sultán Mehmet II envió dos embajadores a Drácula. Cuando los embajadores llegaron ante su presencia, no se quitaron los turbantes, Drácula quiso saber por qué le faltaban al respeto de aquella manera, ellos contestaron que sólo estaban actuando de acuerdo con sus costumbres. «En tal caso, os ayudaré a fortalecer vuestras costumbres», replicó el príncipe, y ordenó que les clavaran los turbantes a la cabeza.

Copié las versiones de Digby de estas dos historias en mi libreta. Cuando el señor Binnerts vino para saber cómo me iba, le pregunté si podíamos buscar información sobre Drácula escrita por sus contemporáneos, en caso de existir.

—Desde luego —dijo, y asintió con gravedad. Tenía que volver a su escritorio, me explicó, pero buscaría algo en cuanto tuviera un poco de tiempo. Tal vez después de eso (meneó la cabeza, sonriente), tal vez después de eso yo me buscaría un tema más agradable, arquitectura medieval, por ejemplo. Le prometí (también sonriente) que me lo pensaría.

No hay lugar de la tierra más exuberante que Venecia en un día ventoso, cálido y sin nubes. Las góndolas se mecen y oscilan en la laguna como si se lanzaran sin tripulación a la aventura. Las fachadas adornadas brillan a la luz del sol. El agua huele bien, por una vez. Toda la ciudad se hincha como una vela, un barco baila sin amarras, preparado para zarpar. Las olas que lamen el borde de la plaza de San Marco se embravecen en la estela de las lanchas motoras, y producen una niusica festiva pero vulgar, como el entrechocar de unos címbalos. En Amsterdam, la Venecia del Norte, este clima gozoso conseguiría que la ciudad reluciera con renovados bríos. Aquí terminaba exhibiendo grietas en la perfección, una fuente cubierta de malas hierbas en una plaza escondida, por ejemplo, cuyo chorro debería brotar con generosidad, en lugar de ser un oxidado goteo sobre el borde de la pila. Los caballos de San Marcos cabriolaban zarrapastrosos bajo la luz rutilante. Las columnas del palacio de los dux parecían desagradablemente sucias.

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