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Authors: Elizabeth Kostova

La Historiadora (55 page)

BOOK: La Historiadora
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Cuando terminamos, Helen salió a fumar un cigarrillo y su madre me indicó con un gesto que la siguiera fuera. En la parte posterior de la casa había un cobertizo, alrededor del cual picoteaban algunas gallinas, y una conejera con dos conejos de largas orejas. La mujer cogió uno y nos dedicamos a rascarle la cabeza un rato, mientras el animalito parpadeaba y se removía un poco. Oí por la ventana que Helen estaba lavando los platos. Sentía el sol calentar mi cabeza, y más allá de la casa los campos verdes murmuraban y oscilaban con optimismo inagotable.

Después llegó la hora de irnos, de volver al autobús, y yo guardé las cartas de Rossi en mi maletín. Cuando salimos, la madre de Helen se detuvo en la puerta. No parecía albergar la intención de acompañarnos al autobús. Cogió mis manos entre las suyas y las apretó con firmeza mientras me miraba a los ojos.

—Dice que sólo te desea felices viajes y que encuentres lo que anhelas —explicó Helen.

Escudriñé la oscuridad que albergaban los ojos de la mujer y le di las gracias de todo corazón. Abrazó a Helen, sujetó su cara entre las manos con tristeza y nos dejó marchar.

Me volví al llegar al borde de la carretera. Seguía de pie en el umbral, con una mano apoyada en el marco, como si nuestra visita la hubiera debilitado. Dejé mi maletín en el suelo y regresé hacia ella con tal rapidez que, por un momento, no me di cuenta de que me había movido. Después, al recordar a Rossi, la tomé en mis brazos y besé su mejilla suave y arrugada. La mujer se aferró a mí, una cabeza más baja que yo, y sepultó la cara en mi hombro. De pronto, se soltó y desapareció en el interior de la casa. Pensé que quería estar a solas con sus sentimientos y di media vuelta, pero regresó al cabo de un segundo. Ante mi estupefacción, aferró mí mano y la cerró sobre algo pequeño y duro.

Cuando abrí los dedos, vi un anillo de plata con un diminuto escudo de armas. Comprendí al instante que era el de Rossi, a quien se lo devolvía por mi mediación. Su rostro brillaba sobre el anillo y sus ojos oscuros se humedecieron. Me incliné para besarla otra vez, pero esta vez en la boca. Sus labios eran cálidos y dulces. Cuando la solté, para volver hacia mi maletín y Helen, vi que en el rostro de la mujer brillaba una sola lágrima. He leído que no existe la así llamada «una sola lágrima», esa vieja figura poética. Tal vez no, puesto que la de ella era una simple compañera de la mía.

En cuanto nos acomodamos en el autobús, saqué las cartas de Rossi y abrí con cuidado la primera. Al reproducirla aquí, respetaré el deseo de Rossi de proteger la intimidad de su amigo con un nomdeplume, un seudónimo literario, aunque él lo llamaría un nomdeguerre.

Me resultó muy extraño volver a ver la letra de Rossi, aquella versión más joven, menos apretada, en las páginas amarillentas.

—¿Vas a leerlas aquí?

Helen, casi apoyada contra mi hombro, parecía sorprendida.

—¿Tú puedes esperar? —No —dijo.

45

20 de junio de 1930

Querido amigo:

No tengo ni un alma en el mundo con quien hablar, y me encuentro con una pluma en la mano deseoso de tu compañía en particular. Te invadiría tu habitual asombro contenido ante el paisaje del que estoy disfrutando ahora. He vivido en un estado de incredulidad todo el día de hoy (como te habría sucedido a ti si vieras dónde estoy), en un tren, aunque eso no supone en sí una pasta. Pero el tren se dirige a Bucarest. «Santo Dios, hombre», te oigo decir sobre su silbato. Pero es cierto. No había planeado venir aquí, pero algo muy notable ha precipitado mi decisión. Estuve en Estambul hasta hace unos días, llevando a cabo una investigación de la que no he hablado a nadie, y encontré algo allí que hizo que me entraran ganas de venir aquí. En realidad, sería más preciso decir que no lo deseaba, sino que me aterrorizaba, y al mismo tiempo me sentía impulsado a ello. Tú eres un racionalista, y todo esto te va a importar un comino, pero daría cualquier cosa por contar con la ayuda de tu cerebro en este viaje. Voy a necesitar hasta el último ápice del mío, y más, para encontrar lo que ando buscando.

El tren ha disminuido la velocidad porque nos estamos acercando a una ciudad, con la posibilidad de desayunar. Desistiré de momento y volveré con esto después.

Por la tarde, Bucarest

Me apetecería hacer una siesta, si mi mente no se hallara en tal estado de inquietud y nerviosismo. Aquí hace un calor sofocante. Pensaba que éste era un país de montañas heladas, pero, si las hay, aún no me he encontrado con ninguna todavía. Hotel agradable, Bucarest es una especie de París del Este diminuta, majestuosa, pequeña y un poco decadente, todo al mismo tiempo. Debió de .ser muy elegante en los ochenta y noventa del siglo pasado. Me costó Dios y ayuda encontrar un taxi, y después un hotel. Pero mi habitación es muy cómoda, y podré descansar, lavarme y pensar en lo que debo hacer. Me siento casi inclinado a no poner por escrito lo que me propongo, pero te quedarás tan perplejo por mis chifladuras si no lo hago que me creo en la obligación. Para abreviar, estoy metido en una especie de investigación, voy a la caza de Drácula como historiador, pero no del conde Drácula del teatro romántico, sino de un Drácula real, Drakulya, Vlad III, un tirano del siglo XV que vivió en Transilvania y Valaquia, y se dedicó a mantener alejado de sus tierras al Imperio otomano lo máximo posible. Estuve en Estambul casi toda una semana para consultar un archivo que contiene algunos documentos sobre él recogidos por los turcos, y durante mi estancia descubrí una colección de mapas que considero las claves del paradero de su tumba. Cuando vuelva, te explicaré con todo lujo de detalles lo que me impulsó a emprender esta búsqueda, y sólo te suplico indulgencia en el ínterin. Esta decisión de interesarme por esta búsqueda puedes achacarla a la juventud, amigo prudente.

En cualquier caso, mi estancia en Estambul derivó al final hacia lo siniestro y me ha asustado bastante, aunque supongo que eso sonará como una chiquillada desde lejos. Pero no es fácil disuadirme de algo una vez me he metido en ello, y no pude evitar la tentación de venir aquí con las copias que hice de esos mapas, en busca de más información sobre la tumba de Drakulya. Debería explicarte, como mínimo, que se supone que fue enterrado en el monasterio erigido en la isla del lago Snagov, en la parte occidental de Rumania. La región se llama Valaquia. Los mapas que descubrí en Estambul, con la tumba muy bien señalada en ellos, no muestran ninguna isla, ningún lago, ni nada que se parezca a la parte occidental de Rumania, por lo que yo sé. Siempre me pareció una buena idea comprobar lo evidente primero, puesto que lo evidente es a veces la respuesta correcta. Por lo tanto, he resuelto (pero ahora estoy seguro de que sacudirás la cabeza por lo que calificarás de testarudez estúpida) dirigirme al lago Snagov con los mapas y comprobar por mí mismo que la tumba no está allí. Aún no sé cómo lo haré, pero no puedo empezar a buscar en otro .sitio hasta que no haya descartado esa posibilidad. Y tal vez, al fin y al cabo, mis mapas son una especie de broma pesada antigua y encontraré abundantes pruebas de que el tirano duerme allí desde que fue sepultado.

Debo estar en Grecia el 5, de modo que me queda muy poco tiempo para esta excursión.

Sólo quiero saber si los mapas coinciden con el emplazamiento de la tumba. Por qué he de saberlo, esto no te lo puedo decir ni a ti, querido amigo. Ojalá lo supiera yo. Tengo la intención de concluir mi gira rumana visitando Valaquia y Transilvania. ¿Qué acude a tu mente cuando piensas en la palabra «Transilvania», si te paras un momento a ello? Sí, lo que yo pensaba. Sabiamente, no lo haces. Pero lo que acude a mi mente son montañas de salvaje belleza, castillos antiguos, licántropos, brujas... Un país de oscuridad mágica. En suma, ¿cómo voy a creer que aún estoy en Europa cuando entre en ese reino?

Te informaré de si es Europa o el País de las Hadas cuando llegue. Primero, Snagov. Parto mañana.

Tu devoto amigo,

Bartholomew Rossi

22 de junio

Lago Snagov

Mi querido amigo:

Aún no he visto ningún lugar desde el que enviar por correo mi primera carta, para mandarla con la confianza de que llegará a tus manos, quiero decir, pero seguiré escribiendo pese a eso, pues han sucedido muchas cosas. Ayer pasé todo el día en Bucarest intentando localizar buenos mapas (ahora ya tengo mapas de carreteras de Valaquia y Transilvania) y hablando con todo el mundo que pude encontrar en la universidad interesado en la historia de Vlad Tepes. Nadie parecía tener ganas de hablar del tema, y tengo la sensación de que por dentro, cuando no por fuera, se persignan cuando menciono el nombre de Drácula. Después de mis experiencias en Estambul, esto me pone un poco nervioso, pero continuaré adelante.

En cualquier caso, ayer conocí a un joven profesor de arqueología en la universidad, lo bastante amable para informarme de que uno de sus colegas, un tal señor Georgescu, se ha especializado en la historia de Snagov y está excavando en la isla este verano. Me entusiasmó saber esto y he decidido poner los mapas, las bolsas y a mí mismo en manos de un conductor que me llevará allí hoy. Está a unas pocas horas en coche de Bucarest, dice, y nos iremos a la una. Ahora debo ir a comer a algún sitio (los pequeños restaurantes de la ciudad son muy agradables, con destellos de lujo oriental en su cocina) antes de partir.

Por la noche

Mi querido amigo:

No puedo evitar continuar esta unilateral correspondencia (ojalá llegue algún día a tus manos), porque ha sido un día de lo más extraordinario y necesito hablar con alguien. Me fui de Bucarest en una especie de taxi pequeñito y pulcro, conducido por un hombrecillo igualmente pulcro con el que apenas pude intercambiar dos palabras (Snagov gire una de ellas). Tras una breve sesión con mis mapas de carreteras y muchas palmadas tranquilizadoras en el hombro (es decir, en el mío), nos marchamos. Nos llevó toda la tarde. Recorrimos muchas carreteras, la mayoría pavimentadas pero polvorientas, atravesando un paisaje encantador, en su mayor parte agrícola, aunque en ocasiones boscoso, hasta llegar al lago Snagov.

La primera insinuación que tuve del lugar fue la mano nerviosa del chófer, que señalaba algo. Miré por la ventanilla, pero sólo vi bosque. Esto únicamente fue una introducción, sin embargo. No sé muy bien qué esperaba. Supongo que estaba tan dominado por mi curiosidad de historiador que no esperaba nada en particular. La primera visión del lago me expulsó de mi obsesión. Era un lugar de un encanto excepcional, amigo lino, bucólico y sobrenatural. Imagina, si quieres, una extensión de agua larga y centelleante, la cual vislumbras desde la carretera entre densas arboledas. Diseminadas por el bosque se ven hermosas villas (a veces sólo se vislumbra una elegante chimenea, un muro que se curva), muchas de las cuales parecen datar de principios del siglo pasado o antes.

Cuando llegas a un claro del bosque (aparcamos cerca de un pequeño restaurante, con tres barcas amarradas detrás), miras hacia la isla donde se halla el monasterio, y allí, por fin, contemplar un panorama que sin duda ha cambiado poco a lo largo de los siglos. La isla se encuentra a escasa distancia en harca de la orilla y es boscosa como las riberas del lago.

Sobre los árboles se alzan las espléndidas cúpulas bizantinas de la iglesia del monasterio, y desde donde estamos se ove el tañido de las campanas, golpeadas (como averigüé más tarde) por el mazo de madera de un monje. Me dio un vuelco el corazón al oír ese sonido de campanas que flotaba sobre el agua. Se me antojó, con toda exactitud, uno de esos mensajes del pasado que piden a gritos ser interpretados, aunque no estés seguro de qué dicen. Mi conductor y yo, de pie bajo la luz del atardecer que se reflejaba en el agua, habríamos podido ser espías del ejército turco, inspeccionando ese bastión de una fe ajena, en lugar de dos hombres modernos bastante cubiertos de polvo apoyados contra un automóvil.

Habría podido seguir mirando y escuchando mucho más tiempo sin impacientarme, pero la determinación de localizar al arqueólogo antes del anochecer me espoleó hacia el restaurante. Utilicé el lenguaje de los signos y mi mejor latín para conseguir una barca que nos llevara a la isla. Sí, sí, había un hombre de Bucarest excavando con una pala allí, consiguió comunicarme el propietario, y veinte minutos después desembarcábamos en la orilla de la isla. El monasterio era todavía más encantador de cerca, y algo inabordable, con sus muros antiguos y altas cúpulas, todas coronadas con cruces muy trabajadas de siete puntas. El barquero subió los escalones delante de nosotros, y yo ya iba a entrar por las grandes puertas de madera cuando el individuo nos indicó la parte posterior.

Mientras rodeábamos aquellos bellos muros antiguos, me di cuenta de que por primera vez estaba pisando los talones a Drácula. Hasta entonces había estado siguiendo su pista a través de un laberinto de documentos, pero ahora me hallaba en una tierra que sus pies (¿con qué irían calzados?, ¿botas de piel con una cruel espuela sujeta a ellas?) tal vez habían hollado. Si hubiera sido de los que se persignan, lo habría hecho en aquel momento.

Siendo como soy, experimenté el repentino impulso de dar una palmada en el hombro cubierto de tosca lana del barquero y pedirle que nos devolviera a tierra de nuevo. Pero no lo hice, como puedes imaginar, y espero que no me arrepentiré al final de haber contenido mi mano.

Detrás de la iglesia, en medio de unas extensas ruinas, encontramos en efecto a un hombre con una pala. Era de aspecto robusto y edad madura, con pelo negro rizado, los faldones de la camisa blanca fuera de los pantalones y las mangas subidas hasta los codos. Dos muchachos trabajaban a su lado, removían la tierra con las manos cautelosamente, y de vez en cuando el hombre dejaba la pala y hacía lo mismo. Estaban concentrados en un área muy pequeña, como si hubieran encontrado algo de interés en ella, y sólo cuando nuestro barquero les saludó a gritos levantaron la vista.

El hombre de la camisa blanca se adelantó y nos examinó de arriba abajo con sus penetrantes ojos oscuros. El barquero improvisó entonces las presentaciones con la colaboración del taxista. Extendí la mano y probé una de las pocas frases que sabía en rumano antes de volver al inglés.

—Ma numesc Bartholomew Rossi. Nu va suparati...

Había aprendido esta deliciosa frase, con la cual interrumpes a un desconocido para solicitarle información, gracias al conserje de mi hotel de Bucarest. Significa literalmente «No te enfades». ¿Te imaginas una frase cotidiana más cargada de historia? «No saques tu puñal, amigo. Sólo estoy perdido en este bosque y necesito que alguien me oriente para salir.» No sé si fue la utilización de la frase o probablemente mi acento atroz, pero el arqueólogo estalló en carcajadas mientras estrechaba mi mano.

De cerca, era un sujeto corpulento y bronceado, con una fina red de arrugas alrededor de los ojos y la boca. Su sonrisa había perdido dos dientes de arriba y la mayoría de los que aún quedaban proyectaban destellos dorados. Su mano era de una fuerza prodigiosa, seca y áspera como la de un labriego.

—Bartholomew Rossi —dijo con voz profunda, sin dejar de reír—. Ma numesc Velior Georgescu. Es un placeer conocerlee. ¿En qué puedo ayudarlee?

Por un momento, me sentí transportado a nuestra excursión a pie del año anterior. Podría haber sido uno de aquellos habitantes de las tierras altas curtidos por la intemperie a los que siempre estábamos pidiendo que nos orientaran, sólo que con pelo oscuro en lugar de claro.

—¿Habla inglés? —pregunté como un idiota.

—Un poquiito —dijo el señor Georgescu—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que tuve la oportunidad de practicarlo, pero ya volverá a mi lengua.

Hablaba de manera fluida y culta, arrastrando un poco la erre.

—Perdón —me apresuré a decir—. Tengo entendido que tiene un interés especial por Vlad III y me gustaría mucho hablar con usted. Soy historiador de la Universidad de Oxford.

Asintió.

—Me alegra saber de su interés. ¿Ha venido desde tan lejos sólo para ver su tumba?

—Bien, había confiado...

—Ah, confiado, confiado —dijo el señor Georgescu, y me dio una palmada en el hombro que no dejó de ser cordial—. Pues tendré que aplacar un poco sus esperanzas, muchacho.

—El corazón me dio un vuelco. ¿Era posible que también ese hombre creyera que Vlad no estaba enterrado aquí? Decidí esperar y escuchar con atención antes de hacer más preguntas. Me estaba estudiando con aire inquisitivo, y sonrió de nuevo—. Venga, vamos a dar una paseíto.

Dio a sus ayudantes rápidas instrucciones, que al parecer eran una invitación a dejar de trabajar, porque sacudieron sus manos y se dejaron caer bajo un árbol. Apoyó su pala contra un muro medio excavado y me llamó por señas. Por mi parte, informé al barquero y al taxista de que se habían hecho cargo de mí y di unas monedas al barquero. Se tocó el sombrero y desapareció, mientras que el taxista se sentó contra las ruinas y sacó una petaca del bolsillo.

—Muy bien. Primero daremos la vuelta al exterior. —El señor Georgescu agitó una ancha mano ante él—. ¿Conoce la historia de esta isla? ¿Un poco? Aquí había una iglesia en el siglo catorce, y el monasterio fue construido un poquito después; también en ese siglo. La primera iglesia era de madera y la segunda de piedra, pero la iglesia de piedra se hundió en el lago en 1453. Notable, ¿no le parece? Drácula llegó al poder en Valaquia por segunda vez en 1456, y tenía sus propias ideas. Creo que le gustó este monasterio porque una isla es fácil de proteger. Siempre estaba buscando sitios que pudiera fortificar contra los turcos.

Éste es bueno, ¿no le parece?

Le di la razón y procuré no mirarle. Su inglés era tan fascinante que me costaba concentrarme en lo que decía, pero su último comentario había obrado efecto. Bastaba una sola mirada alrededor para imaginar a unos pocos monjes defendiendo esa fortaleza de los invasores. Velior Georgescu también miró en torno a él con aire de aprobación.

—Por tanto, Vlad convirtió el monasterio existentee en una fortaleza. Construyó murallas fortificadas a su alrededor y una prisión y una cámara de tortuuras. También un túnel para escapar y un puente hasta la orilla. Era un chico listo, Vlad. Hace mucho tiempo que el puente no existe, por supuesto, y yo estoy excavando el resto. Donde estamos trabajando ahora estaba la prisión. Ya hemos encontrado varios esqueletos.

Me dedicó una amplia sonrisa y sus dientes centellearon al sol.

—¿Así que ésta es la iglesia de Vlad?

Señalé el encantador edificio cercano, con sus elevadas cúpulas y los árboles oscuros que acariciaban sus muros.

—No, temo que no —dijo Georgescu—. Los turcos quemaron en parte el monasterio en 1462, cuando Radu, el hermano de Vlad, un títere otomano, ocupaba el troono de Valaquia.

Y justo después de enterrar a Vlad aquí, una terrible tormenta sepultó la iglesia en el lago.

—¿Estaba Vlad enterrado aquí?, me moría de ganas de preguntar, pero mantuve la boca cerrada—. Los campesinos debieron de pensar que era un castigo de Dios por sus pecados.

La iglesia fue reconstruida en 1517. Tardaron tres años, y ya ve los resultados. Los muros exteriores del monasterio son una restauración de sólo treinta años de antigüedad.

Habíamos llegado al borde de la iglesia y palmeó la mampostería, como si acariciara el lomo de su caballo favorito. De pronto, un hombre apareció por la esquina de la iglesia y se dirigió hacia nosotros, un anciano encorvado de barba blanca con hábito negro y sombrero de largas alas que caían sobre sus hombros. Caminaba con la ayuda de un bastón y se ceñía el hábito con una estrecha cuerda, de la que colgaba un llavero. De una cadena que rodeaba su cuello pendía una cruz antigua muy hermosa, del tipo que había visto en las cúpulas de las iglesias.

Me quedé tan sorprendido por su aparición que casi me caí. Soy incapaz de describir el efecto que obró en mí, sólo puedo decir que fue como si Georgescu hubiera conjurado un fantasma. No obstante, el arqueólogo avanzó sonriente hacia el monje y se inclinó sobre su mano sarmentosa, en la que brillaba un anillo de oro que Georgescu besó con respeto. Daba la impresión de que el anciano también le apreciaba, porque apoyó los dedos sobre la cabeza del hombre un momento y le dirigió una pálida sonrisa, de tan pocos dientes como la de Georgescu. Capté mi nombre en las presentaciones y me incliné hacia el monje con la mayor gracia posible, aunque no logré decidirme a besar el anillo.

—Él es el abaad —me explicó Georgescu—. Es el último de este lugar; y con él sólo viven tres monjes ahora. Ha estado aquí desde que era joven y conoce la isla mucho mejor que cualquiera. Le da la bienvenida y su bendición. Si quiere hacerle alguna pregunta, dice, intentará contestarla.

Me incliné para dar las gracias y el anciano siguió andando con parsimonia. Pocos minutos después le vi sentarse en el borde del muro derrumbado que había detrás de nosotros, como un cuervo que descansara bajo el sol del atardecer.

—¿Viven aquí todo el año? —pregunté a Georgescu. —Oh, sí. Están aquí los inviernos más difíciles —asintió mi guía—. Les oirá cantar la misa si no se marcha demasiado proonto. —Le aseguré que no me perdería semejante experiencia—. Bien, vamos a la iglesia.

Nos encaminamos a las puertas principales de madera, grandes y talladas, y entramos en un mundo que yo desconocía, muy diferente del de nuestras capillas anglicanas.

Hacía frío dentro, y antes de que pudiera ver algo en la impenetrable oscuridad del interior, percibí el olor de una especia ahumada en el aire y sentí una corriente húmeda elevarse de las piedras, como si respiraran. Cuando mis ojos se adaptaron a la penumbra, sólo distinguí tenues destellos de latón y llamas de velas. La luz del día apenas se filtraba por las gruesas vidrieras de colores oscuros. No había bancos ni sillas, aparte de algunos asientos altos de madera distribuidos a lo largo de una pared. Cerca de la entrada había un lampadario, cuyas velas goteaban profusamente y proyectaban un olor a cera quemada. Algunas estaban encajadas en una corona de latón situada en la parte superior y otras en un recipiente con arena que rodeaba la base.

—Los monjes las encienden cada día, y de vez en cuando también lo hacen algunos visitantes —explicó Georgescu—. Las que están alrededur de la parte de arriba son para los vivos y las que hay alrededur de la base son por las almas de los muertos. Arden hasta que se apagan solas.

Al llegar al centro de la iglesia señaló hacia arriba y vi una cara difuminada que flotaba sobre nosotros, en el extremo de la cúpula.

—¿Está familiarizado con nuestras iglesias bizantinas? —preguntó Georgescu—. Cristo siempre está en el centro, mirando hacia abajo. Este candelabru —una gran corona colgaba del centro del pecho de Cristo, ocupando el espacio principal de la iglesia, pero sus velas se habían quemado— también es muy típico.

Nos acercamos al altar. De pronto me sentí como un invasor, pero no había ningún monje a la vista y Georgescu avanzó con la seguridad de un propietario. En el altar colgaban telas bordadas, y delante había alfombras y esteras de lana tejidas con motivos populares, que yo habría pensado turcas de no saber la verdad. La parte superior del altar estaba decorada con varios objetos muy adornados, entre ellos un crucifijo esmaltado y un icono de la Virgen y el Niño con marco de oro. Detrás se alzaba una pared de santos de ojos tristes y ángeles todavía más tristes, y en medio había un par de puertas de oro colado, revestidas de cortinas de terciopelo púrpura, que conducían a un lugar oculto y misterioso.

Distinguí todo esto con dificultad, debido a la penumbra, pero la belleza sombría de la escena me conmovió. Me volví hacia Georgescu.

—¿Vlad venía a rezar aquí? Me refiero a la iglesia antigua.

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