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Authors: Elizabeth Kostova

La Historiadora (38 page)

BOOK: La Historiadora
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La historia de Estambul le consume. Trabajamos hasta bien entrada la noche, porque su biblioteca personal es tan amplia que nunca la ha explorado a fondo y no sabía qué podíamos descubrir. Por fin encontramos algo extraño, una carta, reimpresa en un volumen de correspondencia entre los ministros de la corte del sultán y muchos puestos fronterizos del imperio en los siglos quince y dieciséis. Selim Aksoy me dijo que compró este libro a un librero de Ankara. Fue impreso en el siglo diecinueve, compilado por un historiador de Estambul que estaba interesado en todos los documentos de ese período. Selim me dijo que nunca había visto otro ejemplar de ese libro.

Esperé con paciencia, presintiendo la importancia de toda esta introducción, consciente de la minuciosidad de Turgut. Para ser un experto en literatura, era un historiador estupendo.

—No, Selim no conoce otra edición de este libro, pero cree que los documentos reproducidos en él no son..., ¿cómo se dice...?, falsificaciones, porque ha visto una de estas cartas en el original, en la misma colección que visitarnos ayer. También siente mucha pasión por ese archivo y me encuentro con él allí a menudo. —Sonrió—. Bien, en este libro, cuando nuestros ojos casi se cerraban de cansancio y la aurora estaba a punto de llegar, descubrimos una carta que quizá sea de importancia para tu investigación. El coleccionista que la imprimió creía que databa de finales del siglo quince. La he traducido para ti.

Turgut sacó una hoja de papel de su carpeta. —La carta anterior a la que se refiere ésta no viene en el libro, lástima. Bien sabe Dios que tal vez no exista ya, de lo contrario mi amigo Selim la habría encontrado hace mucho tiempo.

Carraspeó y leyó en voz alta.

—«Al muy honorable Rumeli Kadiasker...» —Hizo una pausa—. Era el juez militar supremo de los Balcanes, ya sabes. —Yo no lo sabía, pero Turgut asintió y continuó—. «Honorable, he llevado a cabo las investigaciones que ordenasteis. Algunos monjes han colaborado con entusiasmo por la suma convenida, y yo en persona he examinado la tumba.

Lo que me informaron al principio es cierto. No pueden ofrecerme más explicaciones, sólo reiteraciones de su terror. Recomiendo una nueva investigación de este asunto en Estambul.

He dejado dos guardias en Snagov para vigilar cualquier actividad sospechosa. Por curioso que parezca, aquí no se han producido casos de esta epidemia. Vuestro en nombre de Alá.»

—¿Y la firma? —pregunté. Mi corazón estaba martilleando en el pecho. Incluso después de mi noche de insomnio, estaba muy despierto.

—No hay firma. Selim piensa que tal vez la rasgaron del original, ya fuera por accidente o para proteger la identidad del hombre que escribió la carta.

—O tal vez ya iba sin firmar, para guardar el secreto —sugerí—. ¿No hay más cartas en el libro que se refieran a ese asunto?

—Ninguna. Ni cartas anteriores, ni posteriores. Es un fragmento, pero ese tal Rumeli Kadiasker era muy importante, de modo que el asunto debía ser grave. Hemos mirado a fondo en los demás libros y papeles de mi amigo y no hemos encontrado nada relacionado con ello. Me dijo que nunca había visto la palabra Snagov en ninguna crónica de la historia de Estambul que pueda recordar. Leyó esas cartas hace años. Fue al hablarle del supuesto lugar donde los seguidores de Drácula le enterraron cuando cayó en la cuenta, mientras examinábamos los papeles. Tal vez sí la ha visto en otro sitio y no se acuerda.

—Dios mío —dije, pero no por pensar en las tenues probabilidades de que el señor Aksoy hubiera visto la palabra en otro sitio, sino en la naturaleza tentadora de esa relación entre Estambul y la lejana Rumania.

—Sí —Turgut sonreía con tanta jovialidad como si estuviéramos hablando del menú del desayuno—. Los inspectores públicos de los Balcanes estaban muy preocupados por algo que estaba sucediendo en Estambul, tan preocupados que enviaron a alguien a la tumba de Drácula en Snagov.

—Pero, maldita sea, ¿qué descubrieron? —Di un puñetazo sobre el brazo de la butaca—. ¿Sobre qué les habían informado los sacerdotes? ¿Por qué estaban aterrorizados?

—Eso es exactamente lo que me tiene perplejo —me tranquilizó Turgut—. Si Vlad Drácula estaba descansando en paz allí, ¿por qué estaban preocupados por él a cientos de kilómetros de distancia, en Estambul? Y si la tumba de Vlad se halla en Snagov desde el primer momento, ¿por qué los mapas no coinciden con esa región?

Me impresionó la precisión de esas preguntas.

—Hay otra cosa —dije—. ¿Crees que existe la posibilidad de que Drácula fuera enterrado en Estambul? ¿Explicaría eso la preocupación de Mehmet por él después de su muerte y la presencia del vampirismo en esta ciudad a partir de esa época?

Turgut enlazó las manos y apoyó la barbilla sobre un grueso dedo.

—Una pregunta importante. Necesitaremos ayuda para desentrañarla, y tal vez mí amigo Selim sea la persona adecuada.

Nos miramos en silencio un instante en el oscuro vestíbulo de la pensión, mientras el aroma del café nos impregnaba, nuevos amigos unidos por una vieja causa. Después, Turgut se animó.

—Es evidente que hemos de seguir investigando. Selim dice que nos acompañará al archivo en cuanto estemos preparados. Conoce informes del Estambul del siglo quince que yo no he examinado en profundidad, porque se alejan de mi interés por el tema de Drácula. Los miraremos juntos. Sin duda el señor Erozan, si le llamo, se alegrará de prestarnos esos materiales antes de que la biblioteca abra al público. Vive cerca del archivo y lo abrirá para nosotros antes de que Selim tenga que ir a trabajar. Pero ¿dónde está la señorita Rossi? ¿Ha salido ya de su habitación?

Esta frase aceleró mis pensamientos, de modo que no supe a qué problema dirigir mi atención en primer lugar. La mención del amigo bibliotecario de Turgut me recordó de pronto a mi bibliotecario enemigo, a quien casi había olvidado a causa de mi entusiasmo por la carta. Ahora me enfrentaba a la peculiar tarea de poner a prueba la credulidad de Turgut cuando le informara de la visita del muerto, aunque era probable que su creencia en vampiros históricos se extendiera a los contemporáneos. No obstante, su pregunta acerca de Helen me recordó que la había dejado sola durante un lapso de tiempo imperdonable.

Había querido proporcionarle privacidad cuando despertara, y esperaba que me siguiera hasta la planta baja en cuanto le fuera posible. ¿Por qué no había aparecido todavía? Turgut continuaba hablando. —Selim, que, como ya te he dicho, nunca duerme, ha ido a tomar su café matutino, porque no quería presentarse en el hotel demasiado pronto... ¡Ah, ahí está!

Sonó el timbre de la pensión y entró un hombre delgado, que cerró la puerta a su espalda. Supongo que yo esperaba una presencia augusta, un hombre de edad avanzada y trajeado, pero Selim Aksoy era joven y delgado, vestido con unos pantalones oscuros holgados y bastante raídos y una camisa blanca. Avanzó hacia nosotros con una expresión intensa y ansiosa en su cara, que no llegaba a ser una sonrisa. No reconocí los ojos verdes y la nariz larga y delgada hasta que estreché su mano huesuda. Había visto su cara, y de cerca. Tardé otro segundo en identificarle, hasta recordar la mano delgada que me había pasado un volumen de Shakespeare. Era el librero de la tienda del bazar.

—¡Pero si ya nos conocemos! —exclamé, y él dijo algo similar en el mismo momento, en lo que se me antojó una amalgama de turco e inglés. Turgut nos miró, muy perplejo, y cuando le expliqué mi reacción se puso a reír, y luego meneó la cabeza como asombrado.

—Coincidencias —se limitó a decir.

—¿Estáis preparados para irnos?

El señor Aksoy rechazó con un ademán la oferta de Turgut de sentarnos en el salón.

—Aún no —contesté—. Si no les importa, iré a ver cómo está la señorita Rossi y le preguntaré cuándo podrá reunirse con nosotros.

Turgut asintió con excesiva candidez, y estuve a punto de arrollar a Helen en la escalera. Se agarró a la barandilla para conservar el equilibrio.

—¡Caramba! —exclamó—. ¿Qué demonios estás haciendo?

Se estaba masajeando el codo, mientras yo intentaba olvidar el contacto de su vestido negro y su firme hombro contra mi brazo.

—Ir a buscarte —contesté—. Lo siento. ¿Te he hecho daño? Estaba un poco preocupado por haberte dejado sola durante tanto rato.

—Estoy bien —dijo más calmada—. Se me han ocurrido algunas ideas. ¿Has visto al profesor Bora?

—Ya ha llegado —le informé—. Ha venido con un amigo.

Helen también reconoció al joven librero, y hablaron de forma bastante vacilante, mientras Turgut llamaba por teléfono al señor Erozan y gritaba en el auricular.

—Ha habido una tormenta —explicó cuando regresó—. Las comunicaciones van mal cuando llueve en esta parte de la ciudad. Mi amigo puede reunirse con nosotros en el archivo enseguida. Parecía enfermo, tal vez resfriado, pero ha dicho que iría enseguida. ¿Le apetece café, madame? Le compraré unos bollos de sésamo por el camino.

Besó la mano de Helen, para mi disgusto, y todos salimos deprisa.

Confiaba en retener a Turgut mientras andábamos para poder contarle en privado la aparición del siniestro bibliotecario de mi universidad. Pensaba que no podía explicarle lo ocurrido delante de un desconocido, sobre todo uno al que Turgut había descrito como poco simpatizante con las cacerías de vampiros. No obstante, Turgut se enfrascó en una profunda conversación con Helen antes de haber recorrido una sola manzana, y yo padecí la doble desdicha de ver que ella le dedicaba su avara sonrisa y de saber que no podía transmitir a nuestro amigo una información fundamental. El señor Aksoy caminaba a mi lado y me miraba de vez en cuando, pero casi siempre parecía tan absorto en sus pensamientos que no tuve ganas de interrumpirle con observaciones sobre la belleza de las calles a aquella hora de la mañana.

Encontramos abierta la puerta exterior de la biblioteca (Turgut dijo sonriente que, como siempre, su amigo había sido puntual) y entramos en silencio. Turgut tuvo la galantería de dejar que Helen nos precediera. El pequeño vestíbulo de entrada, con sus hermosos mosaicos y el libro de registro abierto a la atención de los visitantes, estaba desierto. Turgut abrió la puerta interior a Helen, y ella se había internado lo bastante en el pasillo oscuro y silencioso de la biblioteca, cuando oí su exclamación ahogada y la vi detenerse con tal brusquedad que nuestro amigo casi tropezó con ella. Algo provocó que se me erizara el vello de la nuca antes de saber qué estaba pasando, y después algo muy diferente me impulsó a correr al lado de Helen.

El bibliotecario que nos esperaba se hallaba inmóvil en mitad de la sala, con la cabeza vuelta como ansioso por nuestra llegada. Sin embargo, no era la figura amistosa que esperábamos, ni sostenía la caja que esperábamos volver a examinar, ní una pila de antiguos manuscritos sobre la historia de Estambul. Tenía la cara pálida, como desprovista de vida. Exactamente como desprovista de vida. No era el bibliotecario amigo de Turgut, sino el nuestro, con los ojos brillantes y vivaces, los labios de un rojo anormal, la mirada codiciosa desviada en nuestra dirección. Cuando sus ojos se posaron en mí, sentí una punzada en la mano que él me había retorcido en la biblioteca de la universidad. Estaba ansioso por algo. Aunque hubiera tenido la tranquilidad de espíritu de poder preguntarme por esa ansia (si era de conocimiento o de otra cosa), no habría tenido tiempo de formar el pensamiento. Antes de poder interponerme entre Helen y la figura fantasmal, ella sacó una pistola del bolsillo de la chaqueta y disparó contra él.

35

Más adelante vi actuar a Helen en toda clase de situaciones, incluidas las que conforman la vida cotidiana, y nunca dejó de sorprenderme. Lo que me asombraba de ella a menudo eran las rápidas asociaciones que efectuaba entre un hecho y otro, asociaciones que solían dar lugar a deducciones que yo habría tardado en alcanzar. También me desconcertaban sus extensos conocimientos. Era una caja de sorpresas, y llegué a considerarlas mi manjar diario, una agradable adicción que desarrollé a su capacidad de pillarme desprevenido. Pero nunca me sorprendió más que en aquel momento, en Estambul, cuando disparó sin previo aviso al bibliotecario.

Sin embargo, no tuve tiempo para continuar estupefacto, porque el hombre se tambaleó a un lado y nos lanzó un libro, que pasó rozando mi cabeza. Helen volvió a disparar, mientras avanzaba y apuntaba con una resolución que me dejó sin respiración. Nunca había visto disparar a nadie, salvo en las películas, en las que había visto morir a miles de indios a punta de pistola cuando tenía once años, y después a toda clase de bandidos, ladrones de bancos y villanos, incluidos montones de nazis creados expresamente para ser liquidados por un Hollywood entusiasta en tiempos de guerra. Lo raro de ese tiroteo, ese tiroteo real, fue que, si bien apareció una mancha oscura en la ropa del bibliotecario, un poco más abajo de su esternón, no se llevó una mano agonizante a dicho punto. El segundo disparo rozó su hombro, pues el hombre ya había echado a correr. Luego desapareció entre las estanterías que había al final de la sala.

—¡Una puerta! —gritó Turgut a mi espalda—. ¡Hay una puerta ahí!

Todos corrimos tras él, tropezando con sillas y esquivando mesas. Selim Aksoy, veloz y ligero como un antílope, fue el primero en llegar a las estanterías y desapareció entre ellas.

Oímos el fragor de una escaramuza y un estrépito, y después una puerta al cerrarse con violencia, y encontrarnos al señor Aksoy poniéndose de pie entre un montón de frágiles manuscritos otomanos, con un bulto púrpura en un costado de la cara. Turgut corrió hacia la puerta y yo le seguí, pero estaba cerrada a cal y canto. Cuando conseguimos abrirla, sólo descubrimos un callejón, desierto salvo por una pila de cajas de madera. Registramos a toda prisa el laberíntico barrio, pero no vimos ni rastro del ser. Turgut interrogó a varios transeúntes, pero nadie había visto a nuestro hombre.

Volvimos a regañadientes al archivo por la puerta trasera y encontramos a Helen apretando un pañuelo contra la mejilla del señor Aksoy. La pistola había desaparecido y los manuscritos estaban apilados de nuevo sobre el estante. Levantó la vista cuando entramos.

—Se desmayó un momento —dijo en voz baja—, pero ahora ya se encuentra bien.

Turgut se arrodilló al lado de su amigo.

—Mi querido Selim, menudo golpe te han dado.

Selim Aksoy forzó una sonrisa.

—Estoy en buenas manos —dijo.

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