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Authors: Elizabeth Kostova

La Historiadora (68 page)

BOOK: La Historiadora
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Cuando los congregados se acomodaron de nuevo para comer y charlar, Helen y yo nos encontramos sentados en lugares de honor al lado de Stoichev. Sonrió y nos señaló con la cabeza.

—Me complace sobremanera que hayan podido reunirse con nosotros. Ésta es mi festividad favorita. Tenemos muchos santos en el calendario eclesiástico, pero éste es el más querido por profesores y alumnos, porque en este día honramos la herencia eslava del alfabeto y la literatura, y a los profesores y alumnos que durante muchos siglos han aprovechado el legado de Kiril y Metodio, y de su gran invención. Además, en este día todos mis alumnos y colegas favoritos vuelven para interrumpir el trabajo de su viejo profesor. Y yo les agradezco de todo corazón esta interrupción.

Paseó su mirada a su alrededor con una sonrisa afectuosa y dio una palmada en el hombro a su colega más cercano. Vi con una punzada de pesar lo frágil que era su mano, delgada y casi transparente.

Al cabo de un rato, los estudiantes de Stoichev empezaron a dispersarse, o bien en dirección a la mesa, donde acababan de cortar el cordero, o a pasear por el jardín en grupos de dos y tres. En cuanto se marcharon, Stoichev se volvió hacia nosotros con expresión perentoria.

—Vengan —dijo—. Vamos a hablar mientras podamos. Mi sobrina ha prometido mantener ocupado al señor Ranov lo máximo posible. He de decirles algunas cosas, y tengo entendido que ustedes tienen mucho que contarme.

—Desde luego.

Acerqué mi silla a la de él y Helen hizo lo mismo.

—Antes que nada, amigos míos —dijo Stoichev—, he leído con la máxima atención la carta que me dejaron ayer. Aquí tienen su copia. —La sacó del bolsillo del pecho—. Se la doy para que la guarden a buen recaudo. La he leído muchas veces, y creo que fue escrita por la misma mano que redactó la carta que obra en mi poder. El hermano Kiril, fuera quien fuera, escribió ambas. No puedo examinar el original, por supuesto, pero si esta copia es fidedigna, el estilo de escritura es el mismo, y los nombres y las fechas coinciden. Creo que existen pocas dudas de que estas cartas formaban parte de la misma correspondencia, y de que o bien fueron enviadas por separado, o fueron separadas en circunstancias que nunca sabremos. Debo comunicarles otras reflexiones, pero primero han de contarme algo más acerca de su investigación. Tengo la impresión de que no han venido a Bulgaria para estudiar la historia de nuestros monasterios. ¿Cómo encontraron esta carta?

Le dije que habíamos iniciado la investigación por motivos que me costaba explicar, porque no parecían muy racionales.

—Usted dijo que había leído obras del profesor Bartholomew Rossi, el padre de Helen.

Desapareció hace poco en extrañas circunstancias.

Resumí con la mayor rapidez y claridad posibles mi descubrimiento del libro del dragón, la desaparición de Rossi, el contenido de las cartas y las copias de los extraños mapas que habíamos traído, así como nuestras indagaciones en Estambul y Budapest, incluyendo la canción tradicional y la xilografía con la palabra Ivireanu que habíamos visto en la biblioteca universitaria de Budapest. Sólo callé el secreto de la Guardia de la Media Luna.

No me atreví a sacar ningún documento de mi maletín con tanta gente a mi alrededor, pero le describí los tres mapas y el parecido del tercero con el dragón de los libros. Escuchó con suma paciencia e interés, con el ceño fruncido bajo su fino cabello blanco y los ojos muy abiertos. Sólo me interrumpió una vez, para pedirme con urgencia una descripción más exacta de los libros del dragón, el mío, el de Rossi, el de Hugh James, el de Turgut.

Comprendí que, debido a sus conocimientos sobre manuscritos y publicaciones antiguas, los libros debían poseer un interés muy peculiar para él.

—Tengo el mío aquí —añadí, y toqué el maletín posado sobre mi regazo.

Se sobresaltó y me miró fijamente.

—Me gustaría ver ese libro lo antes posible —dijo.

Pero lo que parecía interesarle más era el descubrimiento de Turgut y Selim: las cartas del hermano Kiril iban dirigidas al abad del monasterio de Snagov, en Valaquia.

—Snagov —susurró. Su cara anciana se había teñido de púrpura, y me pregunté por un momento si iba a perder el conocimiento—. Tendría que haberlo adivinado. ¡Pensar que he guardado esa carta en mi biblioteca durante treinta años!

Yo también aguardaba la oportunidad de preguntarle dónde había encontrado su carta.

—Existen bastantes pruebas de que los monjes que integraban el grupo del hermano Kiril viajaron desde Valaquia hasta Constantinopla antes de venir a Bulgaria —dije.

—Sí. —Meneó la cabeza—. Siempre pensé que describía el viaje de un grupo de monjes que peregrinaban desde Constantinopla a Bulgaria. Nunca caí en la cuenta... Maxim Eupraxius, el abad de Snagov... —Casi parecía absorto en sus cavilaciones, que desfilaban por su rostro expresivo como vendavales y le hacían parpadear sin cesar—. Y esta palabra que encontró, Ivireanu, y también el señor Hugh James, en Budapest...

—¿Sabe lo que significa? —pregunté ansioso.

—Sí, sí, hijo mío. —Daba la impresión de que Stoichev estaba mirando a través de mí sin verme—. Es el nombre de Antim Ivireanu, un erudito e impresor de Snagov, de finales del siglo diecisiete, muy posterior a Vlad Tepes. He leído cosas sobre la obra de Ivireanu. Se hizo muy famoso entre los eruditos de su tiempo, y atrajo a muchos visitantes ilustres a Snagov. Imprimió los Evangelios en rumano y árabe, y su imprenta fue, muy probablemente, la primera de Rumanía. Pero, Dios mío, tal vez no fue la primera, si los libros del dragón son mucho más antiguos. ¡Debo enseñarles muchas cosas! —Sacudió la cabeza con ojos desorbitados—. Vamos a mis aposentos. Deprisa.

Helen y yo miramos a nuestro alrededor.

—Ranov está ocupado con Irina —dije en voz baja.

—Sí. —Stoichev se puso en pie—. Entraremos en la casa por esta puerta lateral. Dense prisa, por favor.

No hacía falta animarnos. La expresión de su cara habría bastado para acompañarle a escalar un pico. Subió la escalera con gran esfuerzo y le seguimos poco a poco. Se sentó a descansar frente a la gran mesa. Observé que estaba sembrada de libros y manuscritos que no había visto el día anterior.

—Nunca he poseído excesiva información sobre esa carta, ni las demás —dijo Stoichev cuando recuperó el aliento.

—¿Las demás? —preguntó Helen, sentada a su lado.

—Sí. Hay dos cartas más del hermano Kiril. Con la mía y la de Estambul, en total son cuatro. Hemos de ir al monasterio de Rila cuanto antes para ver las demás. Reunirlas constituirá un descubrimiento increíble. Pero no es eso lo que quiero enseñarles. Nunca establecí ninguna relación...

Una vez más, dio la impresión de que estaba demasiado estupefacto para seguir hablando.

Al cabo de un momento, entró en una habitación y volvió con un volumen forrado con papel, que resultó ser una antigua revista cultural impresa en Alemania.

—Yo tenía un amigo... —Enmudeció—. ¡Ojalá hubiera vivido para ver este día! Ya les hablé de él. Se llamaba Atanas Angelov. Sí, era historiador, especializado en la historia de Bulgaria, y uno de mis primeros profesores. En 1923 estaba efectuando algunas investigaciones en la biblioteca de Rila, uno de nuestros mayores depósitos de documentos medievales. Descubrió un manuscrito del siglo quince. Estaba escondido dentro de la cubierta de madera de un infolio del siglo dieciocho. Quería publicar ese manuscrito. Es la crónica de un viaje desde Valaquia a Bulgaria. Murió mientras estaba tomando notas, y yo terminé la obra y la publiqué. El manuscrito continúa en Rila... Pero yo nunca supe.... —Se mesó la cabeza con una mano frágil—. Vengan, deprisa. Está publicado en búlgaro, pero yo les traduciré los fragmentos más importantes.

Abrió la descolorida revista con una mano temblorosa, y su voz también tembló mientras nos resumía el descubrimiento de Angelov. El artículo había sido escrito a partir de las notas de Angelov, y desde entonces el documento había sido publicado en inglés, con muchas actualizaciones e interminables notas a pie de página. Pero ni siquiera ahora puedo mirar la versión publicada sin ver el rostro envejecido de Stoichev, los mechones de pelo cayendo sobre las orejas protuberantes, los grandes ojos clavados en la página con ardiente concentración y, por encima de todo, su voz vacilante.

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LA «CRÓNICA» DE ZACARÍAS DE ZOGRAPHOU

Por Atanas Angelov y Anton Stoichev

INTRODUCCIÓN

La «Crónica» de Zacarías como documento histórico

Pese a tratarse de una obra inacabada, la «Crónica» de Zacarías, en la que está intercalado el «Relato de Stefan el Errabundo», es una fuente documental importante que confirma las rutas que utilizaban los peregrinos cristianos en los Balcanes durante el siglo XV, y aporta información sobre el destino del cadáver de Vlad III Tepes de Valaquia, a quien durante mucho tiempo se creyó enterrado en el monasterio del lago Snagov (en la Rumania actual). También nos proporciona información excepcional sobre los neomártires valacos (si bien no conocemos con seguridad la nacionalidad de los monjes de Snagov, a excepción de Stefan, el protagonista de la «Crónica»). Sólo existe constancia documental de siete neomártires de origen valaco, y no se sabe de ninguno que fuera martirizado en Bulgaria.

La obra carece de título, y se la conoce con el nombre de «Crónica»; fue escrita en eslavo en 1479 o 1480 por un monje llamado Zacarías, en el monasterio búlgaro del monte Azos, Zographou. Zographou, «el monasterio del pintor», fue fundado en el siglo X y adquirido por la Iglesia búlgara en la década de 1220. Se halla emplazado cerca del centro de la península de Azonite. Al igual que el monasterio serbio de Hilandar y el Panteleimon ruso, la población de Zographou no se limitaba a la nacionalidad que lo respaldaba. Esto, y la falta de información acerca de Zacarías, imposibilita determinar los orígenes de este monje.

Podría haber sido búlgaro, serbio, ruso o tal vez griego, aunque el hecho de que escribiera en eslavo aboga por un origen eslavo. La «Crónica» sólo nos dice que nació en el siglo XV y que el abad de Zographou tenía en gran estima su talento, puesto que le eligió para escuchar la confesión de Stefan el Errabundo en persona y para dejar constancia de ella en vistas a un importante propósito burocrático y tal vez teológico.

Las rutas de viaje mencionadas por Stefan en su relato corresponden a varias rutas de peregrinación bien conocidas. Constantinopla era el destino final de los peregrinos valacos, así como de todo el mundo cristiano oriental. Valaquia, y en particular el monasterio de Snagov, constituía también un centro de peregrinación, y no era raro que un peregrino eligiera una ruta que discurriera entre Snagov y Azos. El hecho de que los monjes atravesaran Haskovo camino de la región de Bachkovo indica que debieron de tomar una ruta terrestre desde Constantinopla, viajando a través de Edirne (en la Turquía actual) hasta penetrar en el sureste de Bulgaria. Los puertos habituales de la costa del mar Negro les habrían dejado demasiado al norte para hacer escala en Haskovo.

La aparición de los destinos tradicionales de peregrinación en la «Crónica» de Zacarías suscita la pregunta de si el relato de Stefan documenta una peregrinación. Sin embargo, los dos presuntos motivos de las andanzas de Stefan (el exilio de la ciudad conquistada de Constantinopla después de 1453 y el transporte de reliquias y la búsqueda de un «tesoro» en Bulgaria después de 1476) convierten su relato en una variación de la clásica crónica de un peregrino. Además, únicamente el hecho de que Stefan haya marchado de Constantinopla siendo un monje recién ordenado parece motivado por el deseo de visitar lugares santos en países extranjeros.

Un segundo tema sobre el que la «Crónica» arroja luz son los últimos días de Vlad III de Valaquía (1428?—1476), conocido popularmente como Vlad Tepes el Empalador o Drácula. Si bien varios autores contemporáneos del personaje refieren sus campañas contra los otomanos, así como sus esfuerzos por reconquistar y retener el trono de Valaquia, ninguno explica con detalle el asunto de su muerte y entierro. Vlad III hizo generosas contribuciones al monasterio de Snagov, tal como testimonia el relato de Stefan, y reconstruyó su iglesia. Es muy probable que también solicitara ser enterrado allí, de acuerdo con la tradición de los fundadores y principales donantes de todo el mundo ortodoxo.

En la «Crónica», Stefan afirma que Vlad visitó el monasterio en 1476, el último año de su vida, tal vez unos meses antes de morir. Ese año, el trono de Vlad III se hallaba sometido a una tremenda presión por parte del sultán otomano Mehmet II, con quien Vlad había guerreado de manera intermitente desde 1460. Al mismo tiempo, su permanencia en el trono de Valaquia estaba amenazada por un contingente de sus boyardos, dispuestos a apoyar a Mehmet si planeaba una nueva invasión de Valaquia.

Si la «Crónica» de Zacarías es fiel a lo ocurrido, Vlad III hizo una visita a Snagov, de la que no queda constancia, la cual debió representar un enorme peligro para su vida. La «Crónica» informa de que Vlad llevó un tesoro al monasterio. El que lo hiciera con grave riesgo para su persona indica la importancia que para él tenía Snagov. Debía ser muy consciente de las constantes amenazas a su vida, tanto por parte de los otomanos como de su principal rival valaco durante ese período, Basarab Laiota, quien se apoderó del trono de Valaquia por poco tiempo tras la muerte de Vlad. Como no iba a obtener ningun rédito político de su visita a Snagov, parece razonable pensar que Snagov era importante para Vlad III por motivos personales o espirituales, tal vez porque pensaba convertirlo en su lugar de descanso eterno. En cualquier caso, la «Crónica» de Zacarías confirma que prestó una especial atención a Snagov en las postrimerías de su vida.

Las circunstancias de la muerte de Vlad III son muy confusas, y se han visto ensombrecidas aún más por leyendas populares contradictorias y ensayos baratos. A finales de diciembre de 1476 o principios de enero de 1477, le tendieron una emboscada, probablemente obra de una parte del ejército turco destacado en Valaquia, y murió en la escaramuza posterior. Algunas tradiciones sostienen que le mataron sus propios hombres, que le confundieron con un oficial turco cuando trepó a una colina para gozar de una panorámica mejor de la batalla. Una variante de esta leyenda asegura que algunos de sus hombres estaban buscando la oportunidad de asesinarle, en castigo por su desmedida crueldad. La mayoría de fuentes que atestiguan su muerte coinciden en que el cadáver de Vlad fue decapitado y su cabeza enviada al sultán Mehmet en Constantinopla como prueba de que su gran enemigo había caído.

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