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Authors: Elizabeth Kostova

La Historiadora (66 page)

BOOK: La Historiadora
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Helen, ante mi sorpresa, se ruborizó. Pensé que aún no le gustaba admitirlo en público o que sentía alguna duda acerca de si debía hacerlo. Aunque quizás había observado la repentina atención que prestaba Ranov a la conversación.

—Sí —dijo—. Es mi padre, Bartholomew Rossi.

Pensé que lo más natural sería que Stoichev se preguntara por qué la hija de un historiador inglés afirmaba que era rumana y que se había criado en Hungría, pero si deseaba hacer alguna pregunta en ese sentido, se abstuvo de ello.

—Sí, ése es. Ha escrito libros muy buenos, ¡y sobre un amplio abanico de temas! —Se dio una palmada en la frente—. Cuando leí algunos de sus primeros artículos, pensé que sería un estupendo historiador de los Balcanes, pero veo que ha abandonado ese tema para adentrarse en otros.

Me alivió saber que Stoichev conocía la obra de Rossi y la tenía en buena opinión. Eso podía proporcionarnos buenas credenciales y ganarnos su simpatía.

—Sí, ya lo creo —dije—. De hecho, el profesor Rossi no sólo es el padre de Helen, sino también el director de mi tesis.

—Qué suerte. —Stoichev enlazó sus manos surcadas por venas—. ¿Sobre qué versa su tesis?

—Bien —empecé, y esta vez fui yo quien se sonrojó. Confié en que Ranov no advirtiera estos cambios de color—. Sobre los comerciantes holandeses en el siglo diecisiete.

—Extraordinario —dijo Stoichev—. Un tema muy interesante. Entonces, ¿qué le trae a Bulgaria?

—Es una larga historia —dije—. La señorita Rossi y yo estamos interesados en investigar las relaciones entre Bulgaria y la comunidad ortodoxa en Estambul después de la conquista otomana de la ciudad. Si bien se aleja del tema de mi tesis, hemos estado escribiendo algunos artículos sobre dicho tema. De hecho, incluso he dado una conferencia en la Universidad de Budapest sobre la historia de... algunas regiones de Rumanía bajo el poder de los turcos. —Comprendí de inmediato que había cometido un error. Tal vez Ranov ignoraba que habíamos estado en Budapest y en Estambul. No obstante, Helen estaba serena—. Nos gustaría mucho terminar la investigación en Bulgaria y pensamos que usted podría ayudarnos.

—Por supuesto —dijo Stoichev con paciencia—. Tal vez podrían decirme qué es lo que les interesa exactamente sobre la historia de nuestros monasterios medievales y las rutas de los peregrinos, y sobre el siglo quince en particular. Es un siglo fascinante de la historia búlgara. Ya saben que después de 1393 casi todo nuestro país cayó bajo el yugo otomano, aunque algunas zonas de Bulgaria no fueron conquistadas hasta bien entrado el siglo quince. Nuestra cultura intelectual patria se conservó desde esa época en muchos de los monasterios. Me alegro de que estén interesados en los monasterios, porque son una de las fuentes más ricas de nuestra herencia.

Hizo una pausa y volvió a enlazar las manos, como esperando a ver si conocíamos esta información.

—Sí —dije. No había remedio. Tendríamos que hablar de algunos aspectos de nuestra investigación con Ranov delante. Al fin y al cabo, si le pedía que se marchara, sus sospechas acerca de nuestros propósitos se despertarían de inmediato. Nuestra única posibilidad era formular las preguntas de la manera más académica e impersonal posible—. Creemos que existen interesantes relaciones entre la comunidad ortodoxa en el Estambul del siglo quince y los monasterios de Bulgaria.

—Sí, eso es cierto, por supuesto —dijo Stoichev—, sobre todo porque Mehmet el Conquistador colocó a la Iglesia búlgara bajo la jurisdicción del Patriarca de Constantinopla. Antes, nuestra Iglesia era independiente, con su propio patriarca en Veliko Tmovo.

Experimenté una oleada de gratitud hacia este hombre, con su erudición y maravillosas orejas. Mis comentarios habían sido de lo más insípido, pero él estaba contestando con cortesía circunspecta, además de instructiva.

—Exacto —dije—. Y nos interesa en especial... Encontramos una carta... Es decir, estuvimos hace poco en Estambul —Yo procuraba no mirar a Ranov— y descubrimos una carta que está relacionada con Bulgaria, con un grupo de monjes que viajaron desde Constantinopla a un monasterio de Bulgaria. Estamos interesados, en vistas a un artículo, en seguir su ruta a través de este país. Tal vez iban de peregrinaje, pero no estamos seguros.

—Entiendo —dijo Stoichev. Sus ojos eran más luminosos y cautelosos que nunca—. ¿Está fechada la carta? ¿Puede hablarme un poco de su contenido, o decirme quién la escribió, si lo sabe, dónde la encontró, a quién iba dirigida...? En fin, ese tipo de cosas.

—Desde luego —dije—. De hecho, hemos traído una copia. La carta original está en eslavo, y un monje de Estambul la tradujo para nosotros. El original se halla en el archivo estatal de Mehmet II. Quizá le gustaría leer la carta.

Abrí el maletín y saqué la copia, que le ofrecí, con la esperanza de que Ranov no pidiera examinarla después.

Stoichev tomó la carta y vi que sus ojos destellaban al ver las primeras líneas.

—Interesante —dijo, y ante mi decepción la dejó sobre la mesa. Tal vez, al final, no iba a ayudarnos, ni siquiera a interpretar la carta—. Querida —dijo a su sobrina—, creo que no podemos examinar cartas antiguas sin ofrecer a estos invitados algo de comer y beber.

¿Quieres traernos
rakiya
y alguna cosa para picar?

Señaló con la cabeza en dirección a Ranov.

Irina se levantó enseguida, sonriente.

—Desde luego, tío —dijo en un inglés precioso. Esta casa no paraba de darme sorpresas, pensé—. Pero alguien tendría que ayudarme a subirlo.

Miró apenas a Ranov, y el hombre se levantó al tiempo que se alisaba el pelo.

—Será un placer para mí ayudar a la joven —dijo, y bajaron juntos. Ranov ruidosamente, mientras Irina le hablaba en búlgaro.

En cuanto la puerta se cerró a su espalda, Stoichev se inclinó hacia delante y leyó la carta con voraz concentración. Cuando terminó, nos miró. Su rostro había perdido diez años, pero también estaba tenso.

—Esto es extraordinario —dijo en voz baja. Nos levantamos, guiados por el mismo instinto, para sentarnos cerca de él, al extremo de la mesa—. Me asombra ver esta carta.

—¿Sí...? —pregunté ansioso—. ¿Tiene idea de qué puede significar?

—Un poco. —Los enormes ojos de Stoichev me miraron con intensidad—. Verán —añadió—, yo también tengo una carta del hermano Kiril.

56

Recordaba muy bien la estación de autobuses de Perpiñán, donde había estado con mi padre el año anterior, esperando que un polvoriento autobús nos condujera al pueblo. El vehículo frenó y Barley y yo subimos. Nuestro viaje hasta Les Bains, por anchas carreteras rurales, también me era familiar. Los pueblos que atravesamos estaban bordeados de árboles bajos y cuadrados. Árboles, casas, campos, coches antiguos, todo parecía hecho del mismo polvo, una nube de caféaulait que lo cubría todo.

El hotel de Les Bains seguía tal como lo recordaba, con sus cuatro plantas de albañilería, sus rejas de hierro y jardineras con flores en las ventanas. Me descubrí añorando a mi padre, falta de respiración al pensar que pronto le veríamos, tal vez dentro de breves minutos. Por una vez fui yo quien guió a Barley, empujé la pesada puerta y dejé la bolsa delante del mostrador de recepción con sobre de mármol. Claro que aquel mostrador se me antojó alto y digno en extremo, y me sentí tímida de nuevo, por lo que tuve que hacer un esfuerzo para decir al anciano enjuto sentado detrás que tal vez mi padre estaba alojado en el hotel. No recordaba al hombre de nuestra anterior visita, pero tenía paciencia, y al cabo de un momento dijo que, en efecto, había un monsieur extranjero de ese nombre alojado, pero la cié, la llave, no estaba, de modo que debía de haber salido. Nos enseñó el gancho vacío. Mi corazón dio un vuelco, y otro al cabo de un momento, cuando un hombre del que me acordaba abrió la puerta que había detrás del mostrador. Era el jefe de comedor del pequeño restaurante, ágil, elegante y con prisas. El anciano le detuvo con una pregunta, y el hombre se volvió hacia mí étonné, tal como dijo enseguida, asombrado de ver a la joven aquí, y de lo mucho que había crecido, tan adulta y tan adorable. ¿Y su... amigo?


Cousin
—dijo Barley.

Pero
monsieur
no había dicho que su hija y su sobrino se reunirían con él, qué agradable sorpresa. Todos debíamos cenar en el restaurante aquella noche. Pregunté dónde estaba mi padre, si alguien lo sabía, pero no hubo suerte. Se había marchado temprano, aclaró el anciano, tal vez para dar un paseo matutino. El jefe de comedor dijo que el hotel estaba lleno, pero si necesitábamos habitaciones él se encargaría de ello. ¿Por qué no subíamos a la habitación de mi padre y dejábamos nuestras bolsas allí? Mi padre había tornado una suite con una bonita vista y un pequeño salón. Él, el jefe de comedor, nos daría l'autre clé y nos prepararía café. Mi padre volvería pronto. Aceptamos de buena gana sus sugerencias.

El ascensor chirriante nos subió con tal lentitud que me pregunté si era el propio jefe de comedor el que estaría tirando de la cadena en el sótano.

La suite de mi padre era espaciosa y agradable, y me habría gustado hasta el último detalle de no haber experimentado la incómoda sensación de que estaba invadiendo su refugio sagrado por tercera vez en una semana. Peor fue la repentina visión de la maleta de mi padre, sus ropas tiradas por la habitación, su estuche de piel gastada con los útiles de afeitar, sus zapatos buenos. Había visto estos objetos tan sólo unos días antes, en su habitación de la casa de Master James en Oxford, y su familiaridad me afectó.

Pero otra sorpresa eclipsó a ésta. Mi padre era un hombre ordenado por naturaleza.

Cualquier habitación o despacho que habitara, por poco tiempo que fuera, era un modelo de pulcritud y discreción. Al contrario que muchos solteros, viudos o divorciados a los que conocí más tarde, mí padre jamás se hundía en aquel estado que impulsa a los hombres solitarios a dejar caer el contenido de sus bolsillos sobre las mesas y cómodas, o a almacenar su ropa en pilas sobre el respaldo de las butacas. Nunca había visto las posesiones de mí padre en aquel desorden absoluto. La maleta estaba a medio deshacer al lado de la cama. Al parecer, había buscado algo en ella y sacado una o dos prendas, dejando un reguero de calcetines y camisetas en el suelo. Su chaqueta de lona estaba tirada sobre la cama. De hecho, se había cambiado de ropa con muchas prisas y había depositado su traje,hecho un guiñapo, junto a la maleta. Se me ocurrió que tal vez el culpable no era mi padre, que habían registrado la habitación durante su ausencia. Pero el guiñapo de su traje, arrojado como una piel de serpiente al suelo, me hizo pensar lo contrario. Sus zapatos de excursión no estaban en el lugar acostumbrado de la maleta y las hormas de cedro que guardaba dentro de ellos estaban tiradas a un lado. No cabía duda de que se había marchado con la mayor prisa del mundo.

57

Cuando Stoichev nos dijo que tenía una carta del hermano Kiril, Helen y yo nos mirarnos asombrados.

—¿Qué quiere decir? —preguntó ella por fin.

Stoichev dio unos golpecitos sobre la copia de Turgut con dedos nerviosos.

—Tengo un manuscrito que me regaló en 1924 mi amigo Atanas Angelov. Describe una parte diferente del mismo viaje, estoy seguro. No sabía que existía más documentación de esos viajes. De hecho, mi amigo murió de repente al poco de dármelo, pobre hombre. Esperen...

Se levantó y perdió el equilibrio con las prisas, de manera que Helen y yo saltarnos para sujetarle si se caía. No obstante, se enderezó sin ayuda y entró en una de las habitaciones más pequeñas, y nos indicó con gestos que le siguiéramos y esquiváramos las montañas de libros que la invadían. Examinó los estantes, y luego sacó una caja, que le ayudé a bajar. De ella extrajo una carpeta de cartón atada con un cordel deshilachado. La miró durante un largo minuto, como paralizado, y luego suspiró.

—Es el original, como pueden ver. La firma...

Nos inclinamos sobre la carpeta y vi, con el vello de los brazos y la nuca erizado, un nombre en cirílico que hasta yo supe descifrar, Kiril, y el año: 6985. Miré a Helen, y ella se mordió el labio. El nombre borroso del monje era terriblemente real, como el hecho de que en un tiempo había estado tan vivo como nosotros y había acercado la pluma al pergamino con una mano tibia y viva.

Stoichev parecía casi tan reverente como yo, aunque debía ver cada día manuscritos similares.

—Lo he traducido al búlgaro —dijo al cabo de un momento, y sacó una hoja de papel cebolla mecanografiada. Nos sentamos—. Se la intentaré leer.

Carraspeó y nos leyó una tosca pero competente versión de una carta que, desde entonces, ha sido traducida muchas veces.

Su Excelencia, monseñor abad Eupraxius:

Tomo la pluma para cumplir la tarea que, en vuestra sabiduría, me habéis encomendado y para referiros los pormenores de nuestra misión. Ojalá pueda hacerles justicia, así como a vuestros deseos, con la ayuda de Dios. Esta noche dormiremos cerca de Virbius, a dos jornadas de viaje de vos, en el monasterio de San Vladimir, donde los hermanos nos han dado la bienvenida en vuestro nombre. Tal como ordenasteis, fui solo a ver al señor abad y le hablé de nuestra misión en el mayor secreto, sin que hubieran novicios o criados presentes. Ha ordenado que nuestra carreta permanezca cerrada a cal y canto en los establos, dentro del patio, con dos guardias elegidos entre los monjes y otros dos de nuestro grupo. Confío en que encontremos a menudo tanta comprensión y diligencia, al menos hasta que entremos en territorio de los infieles. Tal como ordenasteis, deposité un libro en manos del abad, acompañado de vuestras instrucciones, y vi que lo guardaba al punto, sin abrirlo delante de mí.

Los caballos están cansados después de la ascensión a través de las montañas, y dormiremos aquí otra noche después de ésta. Los oficios celebrados en la iglesia nos han reconfortado, y en ella se conservan dos iconos de la Virgen purísima, los cuales han obrado milagros no hace ni ochenta años. Uno de ellos todavía conserva las lágrimas milagrosas que lloró por un pecador, y ahora se han convertido en perlas de una rara belleza. Hemos ofrecido ardientes plegarias para que nos proteja en nuestra misión, arribar sanos y salvos a la gran ciudad, e incluso en la capital del enemigo encontrar un refugio desde el cual intentar cumplir nuestra misión.

Humildemente vuestro en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Hermano Kiril

Abril, año de Nuestro Señor de 6985

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