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Authors: Elizabeth Kostova

La Historiadora (80 page)

BOOK: La Historiadora
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Por fin, los músicos atacaron una nueva canción, alegre pero triste al mismo tiempo, pensé, y uno a uno, los aldeanos que podían bailar, o al menos caminar, formaron una larga línea serpenteante que se puso a dar vueltas poco a poco alrededor del fuego. Cuando la hilera pasó delante de la iglesia, Baba Yanka y otra mujer (esta vez no era su hermana, sino una mujer todavía más curtida por la intemperie, cuyos ojos nublados parecían casi ciegos) se adelantaron e inclinaron la cabeza ante el sacerdote y los iconos. Se quitaron los zapatos y calcetines y los dejaron con cuidado junto a la escalera de la iglesia. Besaron el rostro adusto de Sveti Petko y recibieron la bendición del sacerdote. Los jóvenes ayudantes de éste entregaron un icono a cada mujer, al tiempo que retiraban las fundas de seda. La música alcanzó una nueva intensidad. El hombre que tocaba la gaida sudaba profusamente, con el rostro amoratado y las mejillas infladas.

A continuación, Baba Yanka y la mujer de los ojos nublados se pusieron a bailar, sin perder el paso en ningún momento, y después, mientras yo presenciaba la escena inmóvil, bailaron descalzas sobre las brasas. Cada mujer sostenía el icono delante de ella cuando entró en el círculo. Cada una lo sostenía en alto, con la vista clavada con dignidad en otro mundo. La mano de Helen estrujó la mía hasta que me dolieron los dedos. Los pies de las mujeres se alzaban y caían sobre las brasas, levantaban chispas. En un momento dado vi que del dobladillo de la falda a rayas de Baba Yanka salía humo. Bailaron entre las brasas al misterioso ritmo del tambor y la gaita, y cada una tomó una dirección diferente dentro del círculo de fuego.

Yo no había visto los iconos cuando entraron en el círculo, pero ahora observé que uno, en manos de la mujer ciega, plasmaba a la Virgen María, con el Niño sobre la rodilla, la cabeza inclinada bajo una pesada corona. No pude ver el icono de Baba Yanka hasta que dio la vuelta al círculo. El rostro de Baba Yanka era asombroso, los ojos enormes y fijos, los labios relajados, la piel marchita brillante a causa del terrible calor. El icono que portaba en brazos debía ser muy antiguo, como el de la Virgen, pero a través de las manchas de humo y el calor, distinguí muy bien una imagen. Mostraba a dos figuras enfrentadas en una especie de baile, dos seres terribles y amenazadores por igual. Uno era un caballero con armadura y capa roja, el otro un dragón de cola larga y ensortijada.

70

Diciembre de 1963

Querida hija:

Ahora estoy en Nápoles. Este año voy a intentar ser más sistemática en mi investigación. Hace calor en Nápoles, pese a ser diciembre, cosa que agradezco porque estoy muy resfriada. Nunca supe lo que significaba sentirse sola antes de dejarte, porque nunca nadie me había amado como tu padre, y como tú, creo. Ahora soy una mujer solitaria en una biblioteca, que se suena la nariz y toma notas. Me pregunto si alguien se ha sentido tan solo como yo me siento aquí en la habitación de mi hotel. En público, llevo el pañuelo sobre la blusa de cuello alto. Mientras desayuno sola, alguien me sonríe y yo le devuelvo la sonrisa. Después aparto la vista. Tú no eres la única persona con la que no me merezco relacionarme.

Tu madre que te quiere,

Helen

Febrero de 1964

Querida hija:

Atenas es sucia y ruidosa, y me resulta difícil acceder a los documentos que necesito del Instituto de Grecia Medieval, que parece ser tan medieval como su contenido. Pero esta mañana, sentada en la Acrópolis, casi puedo imaginar que esta separación terminará algun día, y nos sentaremos, cuando ya seas una mujer, tal vez, sobre estas piedras derrumbadas miraremos la ciudad. Yamos a ver: serás alta como tu padre, como yo, de pelo oscuro revuelto (¿muy corto o recogido en una trenza gruesa?), llevarás gafas de sol y zapatillas de deporte, tal vez un pañuelo en la cabeza si el viento es tan fuerte como hoy. Y yo estaré vieja, arrugada, sólo orgullosa de ti. Los camareros de los cafés te mirarán a ti, no a mí, y yo reiré feliz, mientras tu padre les lanza una mirada fulminante por encima del periódico.

Tu madre que te quiere,

Helen

Marzo de 1964

Querida hija:

Ayer, mis fantasías acerca de la Acrópolis eran tan intensas que he vuelto esta mañana sólo para escribirte. Sin embargo, en cuanto me senté a contemplar la ciudad, me empezó a doler la herida del cuello, y pensé que una presencia me estaba acechando en las cercanías, de modo que sólo pude mirar a mi alrededor una y otra vez, con la intención de ver a alguien sospechoso entre las multitudes de turistas. No puedo entender por qué este monstruo no ha venido todavía desde el abismo de los siglos para encontrarme. Ya estoy a su alcance, contaminada, casi deseosa de él. ¿Por qué no toma la iniciativa y me alivia de esta desdicha? Pero en cuanto pienso esto, me doy cuenta de que debo seguir oponiéndole resistencia, rodeándome y protegiéndome con todo tipo de amuletos, hasta descubrir sus añagazas con la esperanza de sorprenderle en una de ellas, tan desprevenido que yo sea capaz de pasar a la historia por haberlo destruido. Tú, mi ángel perdido, eres el fuego que alimenta esta ambición desesperada.

Tu madre que te quiere,

Helen

71

Cuando vimos el icono con el que cargaba Baba Yanka, no sé quién fue el primero que lanzó una exclamación, Helen o yo, pero los dos disimulamos la reacción al instante. Ranov estaba apoyado en un árbol a menos de tres metros de distancia, y observé aliviado que estaba contemplando el valle, aburrido y desdeñoso, ocupado con su cigarrillo, y al parecer no había reparado en el icono. Pocos segundos después, Baba Yanka se había dado la vuelta para salir del fuego en compañía de la otra mujer, y ambas se acercaron al sacerdote.

Devolvieron los iconos a los dos muchachos, que los cubrieron al instante. Yo no dejaba de vigilar a Ranov. El sacerdote estaba bendiciendo a las dos mujeres, y se alejaron con el hermano Ivan, que les dio a beber agua. Baba Yanka nos dirigió una mirada de orgullo cuando pasó, ruborizada, sonriente, y nos guiñó el ojo. Helen y yo le dedicamos una inclinación, admirados. Examiné sus pies. No parecían haber sufrido el menor daño, igual que los de la otra mujer. Sólo en sus caras se notaba el calor del fuego, como una quemadura solar.

—El dragón —murmuró Helen mientras las mirábamos.

—Sí —dije—. Hemos de averiguar dónde guardan ese icono y qué antigüedad tiene.

Vamos. El cura nos prometió una visita a la iglesia.

—¿Y Ranov?

Helen no miró a su alrededor.

—Tendremos que rezar para que decida abstenerse de seguirnos —dije—. Creo que no vio el icono.

El sacerdote estaba volviendo a la iglesia, y la gente había empezado a dispersarse. Le seguimos con parsimonia, y le encontramos colocando el icono de Sveti Petko en su podio.

No vimos los otros dos iconos. Le di las gracias y alabé en inglés la belleza de la ceremonia. Agité las manos y señalé al exterior. Pareció complacido. Después hice un ademán que abarcó la iglesia y enarqué las cejas.

—¿Podemos dar una vuelta?

—¿Una vuelta?

Frunció el ceño un segundo, y volvió a sonreír. Esperen. Sólo necesitaba cambiarse.

Cuando volvió con su atuendo negro habitual, nos enseñó todos los nichos, señalando ikoni y Hristos, y otras cosas que comprendimos más o menos. Por lo visto, sabía mucho de aquel lugar y de su historia, pero desgraciadamente no pudimos entenderle. Por fin, le pregunté dónde estaban los demás iconos, y señaló la cavidad que yo había advertido antes en una capilla lateral. Al parecer, los habían devuelto a la cripta, donde los guardaban.

Buscó su linterna y nos guió hacia abajo.

Los peldaños de piedra eran empinados, y la corriente fría que nos llegó desde abajo consiguió que la iglesia pareciera provista de calefacción. Agarré la mano de Helen mientras seguíamos la linterna del sacerdote, la cual iluminaba las piedras antiguas que nos rodeaban. La pequeña cámara no estaba del todo a oscuras. Las velas de dos lampadarios ardían junto al altar, y al cabo de un momento vimos que no se trataba de un altar, sino de un trabajado relicario de latón, cubierto en parte por damasco rojo bordado. Sobre él descansaban los dos iconos en sus marcos plateados, la Virgen y (avancé un paso) el dragón y el caballero.

—Sveti Petko —dijo el cura risueño, y tocó el cofre.

Señalé la Virgen, y nos dijo algo relacionado con el Bachkovski manastir, aunque no entendimos nada más. Después señalé el otro icono, y el sacerdote sonrió.

—Sveti Georgi —dijo, e indicó el caballero. Señaló el dragón—. Drakula.

—Debe de significar dragón —me advirtió Helen.

Asentí.

—¿Cómo podemos preguntarle de qué siglo cree que son?

—¿Star? ¿Staro? —probó Helen.

El sacerdote negó con la cabeza para mostrar su acuerdo.

—Mnogo star —dijo con solemnidad. Le miramos. Alcé la mano y conté dedos. ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Cinco? El hombre sonrió. Cinco. Cinco dedos: unos quinientos años.

—Cree que es del siglo quince —dijo Helen—. Dios, ¿cómo vamos a preguntarle de dónde son?

Señalé el icono, abarqué la cripta con un ademán, indiqué la iglesia de encima. Cuando me entendió, hizo el gesto universal de ignorancia: se encogió de hombros y enarcó las cejas.

No lo sabía. Al parecer, intentaba decirnos que el icono llevaba en Sveti Petko cientos de años. No sabía nada más.

Se volvió por fin, sonriente, y nos preparamos para seguirle a él y a su linterna escaleras arriba. Habríamos dejado el lugar definitivamente, sin la menor esperanza, sí el estrecho tacón del zapato de Helen no se hubiera trabado entre dos piedras. Lanzó una exclamación de irritación (yo sabía que no tenía otro par de zapatos) y me agaché al instante para ayudarla. Casi habíamos perdido de vista al sacerdote, pero las velas que ardían junto al relicario me proporcionaron luz suficiente para ver lo que estaba grabado en la vertical del último escalón, al lado del pie de Helen. Era un pequeño dragón, tosco pero inconfundible, tan inconfundible como el dibujo de mi libro. Me puse de rodillas sobre las piedras y lo seguí con una mano. Lo conocía tan bien como si lo hubiera grabado yo mismo. Helen se acuclilló a mi lado, olvidando el zapato.

—Dios mío —dijo—. ¿Qué es este lugar?

—Sveti Georgi —dije poco a poco—. Ha de ser Sveti Georgi.

Me miró a la tenue luz, y el pelo le cayó sobre los ojos.

—Pero la iglesia es del siglo dieciocho —protestó. Entonces su rostro se iluminó—. ¿Crees que...?

—Montones de iglesia tienen cimientos mucho más antiguos, ¿verdad? Sabemos que ésta fue reconstruida después de que los turcos quemaran la primera. Tal vez era la iglesia de un monasterio, un monasterio olvidado hace mucho tiempo —susurré agitado—. Pudo ser reconstruida décadas o siglos más tarde, y rebautizada con el nombre del mártir que recordaban.

Helen se volvió horrorizada y miró el relicario de latón detrás de nosotros.

—¿Crees también...?

—No lo sé —dije poco a poco—. Me parece improbable que hayan confundido unas reliquias con otras, pero ¿cuándo crees que abrieron por última vez esa caja?

—No parece lo bastante grande —dijo, pero pareció incapaz de seguir hablando.

—No lo es —admití—, pero hemos de intentarlo. Al menos yo. Quiero que te mantengas al margen de esto, Helen.

Me dirigió una mirada inquisitiva, perpleja por la idea de que se me hubiera pasado por la cabeza prescindir de su ayuda.

—Es muy grave forzar la puerta de una iglesia y profanar la tumba de un santo.

—Lo sé —dije—, pero ¿y si no es la tumba de un santo?

Había dos nombres que ninguno de los dos habríamos podido pronunciar en aquel lugar frío y oscuro, con sus luces parpadeantes, el olor a cera y tierra. Uno de esos nombres era Rossi.

—¿Ahora mismo? Ranov debe de estar buscándonos —dijo Helen.

Cuando salimos de la iglesia, las sombras de los árboles se estaban alargando y nuestro guía nos estaba buscando con expresión impaciente. El hermano Ivan estaba a su lado, pero reparé en que casi no se hablaban.

—¿Ha hecho una buena siesta? —preguntó Helen cortésmente.

—Ya es hora de volver a Bachkovo. —La voz de Ranov era brusca de nuevo. Me pregunté si se sentía decepcionado por el hecho de que, en apariencia, no habíamos encontrado nada en aquel lugar—. Nos iremos a Sofía por la mañana. Me aguardan algunos asuntos. Confío en que estén satisfechos de su investigación.

—Casi —dije—. Me gustaría ver a Baba Yanka por última vez para agradecerle su ayuda.

—Muy bien.

Ranov parecía irritado, pero nos guió de vuelta al pueblo. El hermano Ivan caminaba en silencio detrás de nosotros. La calle estaba tranquila bajo la luz dorada del anochecer, por todas partes se olía a guisos. Vi a un anciano que iba a la bomba de agua principal y llenaba un cubo. Al final de la callejuela de Baba Yanka vimos un pequeño rebaño de cabras y ovejas. Oímos sus voces plañideras y vimos que se apelotonaban entre las casas, hasta que un muchacho las obligó a doblar una esquina.

Baba Yanka se alegró mucho de vernos. La felicitamos por su maravillosa interpretación y por el baile. El hermano Ivan la bendijo con un gesto silencioso.

—¿Cómo es que no se quema? —preguntó Helen.

—Ah, es gracias al poder de Dios —contestó la mujer—. Más tarde no me acuerdo de cómo pasó. A veces siento los pies calientes después, pero nunca me quemo. Es el día más hermoso del año para mí, aunque no me acuerdo mucho de él. Durante meses estoy tan serena como un lago.

Sacó una botella sin etiquetar de la alacena y nos sirvió vasos de un líquido marrón claro.

Dentro de la botella flotaban largas hierbas. Ranov explicó que eran para darle sabor. El hermano Ivan declinó la invitación, pero Ranov aceptó un vaso. Al cabo de unos cuantos sorbos, empezó a interrogar al hermano Ivan con una voz tan cordial como las ortigas. No tardaron en enzarzarse en una discusión que no entendí, aunque capté con frecuencia la palabra politicheski.

Después de estar sentados un rato, interrumpí la conversación un momento para pedir a Ranov que preguntara a Baba Yanka si podía utilizar su cuarto de baño. El hombre emitió una risita desagradable. Había recuperado su antiguo humor, pensé.

—Temo que no es muy cómodo —dijo.

Baba Yanka también rió, y señaló la puerta de atrás. Helen dijo que me acompañaría y esperaría su turno. El retrete del patio posterior de Baba Yanka estaba aún más destartalado que la casa, pero era lo bastante ancho para ocultar nuestra huida entre los árboles y colmenas, hasta salir por la cancela posterior. No se veía a nadie, pero al llegar a la carretera nos internamos entre los arbustos y ascendimos por la colina. Por suerte, no había nadie en los alrededores de la iglesia, envuelta ya en profundas sombras. El anillo de fuego refulgía bajo los árboles.

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