—Parece ser que Judy se levantó hacia las doce y media. Había oído el intercomunicador del cuarto del bebé y fue a darle un biberón.
—¿No la oyó usted levantarse?
—Tengo el sueño muy profundo. No, no la oí. Dormí hasta las cinco, cuando me despertaron los gritos de Judy desde el cuarto del niño.
—Cuando entró usted allí, ¿tocó algo?
—Sí, claro, al principio. Miré por la ventana y vi la escalera, supongo que tocaría el alféizar. Y probablemente toqué la colcha del bebé; no, seguro que la toqué. Pero tuve cuidado de no tocar la nota, eso desde luego. Ah, y naturalmente toqué el teléfono de la habitación para llamar a MacDonald. Cuando vino me dijo que llamara a la policía y que saliese de la habitación.
—Entonces ¿no tocó usted el intercomunicador?
El volumen del aparato estaba a cero cuando llegaron los técnicos forenses.
—Segurísimo que no.
—¿Con qué aspecto se presentó Cameron MacDonald?
—Yo diría que despeinado. Tal vez muerto de miedo.
—Bueno, acababa usted de despertarle de una manera un tanto brusca, imagino. ¿Le pareció adecuada o inadecuadamente tenso, senador?
—El aliento le olía a alcohol. Eran las cinco de la mañana. Muy apropiado no me parece que sea.
Nancy cambió de tema.
—Muy bien. Dígame, por favor, si ha recibido usted algún tipo de amenaza durante la campaña o antes de la misma.
Killian rió forzado y se puso de pie.
—Veo que esto va a durar más tiempo del que estoy dispuesto a concederte, Nancy. No pasa un día sin que algún chiflado nos mande una amenaza. Billy y Marty te pondrán al corriente de las que hemos ido comunicando al servicio secreto. Pero te puedo asegurar que en ningún caso he recibido amenazas contra la vida de mi esposa o de mi hijo.
Nancy agitó el NetPen para abrir la puerta de su suite en el hotel. La gente de la oficina central de Miami se hospedaba también en el Hilton del aeropuerto y había reservado una sala de conferencias para analizar el caso.
La puerta del cuarto de baño estaba entreabierta, la luz, encendida.
Nancy creyó ver algo reflejado en el espejo e instintivamente soltó el asa de su maleta con ruedas y echó mano de la pistola que llevaba en el bolso. Al dar un paso adelante con mucha cautela, vio unos zapatos marrones, gastados, junto a la cama.
Expulsó el aire, aflojó la presa sobre la áspera culata de su Glock y empujó la puerta del baño.
Will la miró con una sonrisita, desnudo y mojado de la ducha, y antes de que ella pudiera protestar la tenía en brazos como quien levanta en vilo a un niño.
—Oye, ¿qué te has creído? ¿Qué pretendes? —dijo ella riendo mientras él la llevaba hacia la cama.
—Adivina, muñeca.
Will depositó a su mujer en la cama y empezó a besarla por todas partes.
—¡Me vas a mojar entera!
—Con que se te moje una parte, me doy por satisfecho.
Will sabía lo que se hacía, y en un visto y no visto la tuvo tan desnuda como lo estaba él.
—Se supone que estoy cabreada contigo, tonto del culo —dijo Nancy montándose encima de él—. Me pones en una situación muy difícil.
—Pues a mí me gusta la situación en que me tienes ahora, Nance —replicó él atrayéndola hacia sí mientras murmuraba alguna frase profunda sobre el sexo en los hoteles.
Él se quedó en la cama, mirando cómo ella se secaba con una toalla y se cambiaba de ropa. Por lo visto, la ducha la había devuelto a su preliminar enfado. Will se lo notó en la cara.
—¿Mosqueada conmigo todavía?
—Maldita sea, Will, ya no sé qué hacer contigo.
Viniendo aquí me pones en un gran compromiso. Quiero que reconsideres tu postura y que no te metas en esto.
—Demasiado tarde. Esta mañana he estado con Cam.
Nancy masculló un taco y se dejó caer en la cama a medio ponerse una media.
—Esto es el fin para mí.
—No te pongas melodramática.
Él intentó tocarla, pero ella se levantó y terminó de vestirse a toda prisa.
—Voy a tener que inhibirme de este caso —dijo Nancy con brusquedad—. No queda otra alternativa.
Will se incorporó sobre un codo y se puso serio.
—No tienes por qué hacerlo —comentó—. Yo no trabajo para ese tipo. Lo único que he hecho es hablar con él y ponerle en contacto con un buen abogado de Miami, Marv Ross, le conoces, ¿verdad? No soy más que un jubilado de Panama City; no tengo ninguna jurisdicción en todo esto. Si averiguo algo, te lo diré a ti. Transparencia total, engaños cero. Ya le he dicho a Cam que no espere de mí ni un ápice de confidencialidad, que hablar conmigo venía a ser como hablar con el fiscal de la esquina.
—No sé, Will —rezongó ella.
—¡Vamos, Nance! Estamos en el mismo lado. Ambos queremos encontrar al crío y meter en chirona a los malos.
Es como en los viejos tiempos. A propósito, si quieres saber mi opinión, Cam MacDonald tiene toda la pinta de primerísimo sospechoso. Que yo le conozca de hace años no quiere decir que me esté tragando lo que me cuenta.
Ella miró su reloj, agarró la silla que había junto a la mesa y se sentó de cara a él.
—Vale. Hagamos la prueba. ¿Qué te ha dicho Cam?
Me quedan diez minutos antes de reunirme abajo con el equipo de West Palm y el de Miami.
—Empezaré con lo siguiente —dijo Will, petulante—: Seguro que no sabías que el tipo está liado con el hampa. Debe sesenta y cinco de los grandes por no tener suerte en las apuestas. Debería haber pagado hace dos semanas y no tiene con qué. Por lo visto, hay un recaudador en West Palm que dice que sabe la dirección de la hija de MacDonald en Phoenix. Y parece que el tipo va pero que muy en serio.
West Palm Beach es increíble, se dijo Will para sus adentros mientras miraba el directorio en el vestíbulo del bloque de oficinas pijo situado en pleno centro de la ciudad. ¿En qué otra parte del país podía un corredor de apuestas abrir un bufete compartiendo planta con una empresa de administración de activos y un grupo de cirujanos plásticos?
La recepcionista de Chuck Dye estaba como un tren y a Will no le fue fácil quitarle los ojos de encima, aunque vio que ella también le robaba alguna mirada. Mientras esperaba se dedicó a mirar lo que había en las mesitas auxiliares, libros y folletos escritos por «Chuck Dye, el Chico de los Deportes», con títulos como
Estrategias letales para la perfecta apuesta mutua
o
Truquillos superganadores para apostar con handicap
. Por lo visto, el Chico de los Deportes disimulaba sus asuntos mafiosos bajo el diáfano disfraz de un pronosticador legal.
Por fin apareció Dye, alisándose la negra pelambrera y ajustándose la corbata de seda. Era joven y apuesto, por la pinta podría haber sido uno más de los agentes de Bolsa que entraban y salían de la oficina contigua.
—Señor Piper, soy Chuck Dye. Vamos adentro.
Dye tenía una mesa de despacho muy ordenada y las paredes forradas de monitores de pantalla plana, sintonizados en un sinfín de acontecimientos deportivos y con el volumen a cero. Incluso con Will sentado delante de él, sus ojos no dejaron de moverse entre una pantalla y otra, por encima de los hombros de Will.
—Bueno, señor Piper, como le dije por teléfono, nunca recibo a un cliente nuevo sin tener referencias de algún intermediario de confianza.
—Eso quiere decir que confía en Cam MacDonald.
—Al menos confiaba. Ya no estoy tan seguro. Como usted sabe, ha contraído deudas importantes y mis socios y yo empezamos a impacientarnos. Usted me decía por teléfono que quizá pueda echar una mano al respecto, por eso accedí a que viniera. No veo ningún maletín repleto de billetes, por lo tanto tendrá usted que explicarse.
—No tiene ni idea de lo que está pasando, ¿verdad?
Dye se puso repentinamente nervioso, como si acabara de darse cuenta de que Will era el doble de corpulento que él.
—¿Cómo? ¿A qué se refiere?
—Se habrá enterado del secuestro del hijo de Killian.
—Sí. ¿Y…?
—¿Pretende decirme que no sabe que MacDonald trabajaba de guardaespaldas para Killian? ¿Y que es uno de los principales sospechosos del secuestro?
Dye saltó como un muñeco de resorte.
—¿Usted es poli, o qué carajo es?
—Relájese. Ni siquiera soy investigador privado.
Amigo de Cam, nada más.
Incluso bajo coacción, Dye no dejó de mirar de vez en cuando los resultados en las pantallas de la pared.
—¿Y qué tiene que ver eso conmigo? —preguntó.
Will le dedicó una sonrisa tan poco intimidatoria que pareció surtir el efecto contrario. Dye adoptó la actitud del conejo acorralado.
—Un tipo como Cam —dijo Will—, que debe sesenta y cinco de los grandes a la mafia, es bastante vulnerable, ¿no cree? Le han intimidado, su hija ha recibido amenazas de un matón profesional. Cam sería un blanco seguro para alguien que supiera ver una ocasión.
—¿Una ocasión de qué?
—De meter un gol histórico. Killian es un hombre muy rico.
—¿Sugiere que yo he tenido algo que ver en esto? —Dye se puso a gritar—. ¿Se ha vuelto loco? ¡Secuestrar a un niño! ¡Salga ahora mismo de mi despacho!
Will no movió ni una ceja. La butaca era comodísima y él no había acabado aún.
—Hagamos una cosa —dijo—. Cuénteme dónde estuvo entre la medianoche y las cinco de la mañana del lunes pasado. Y dígame dónde puedo encontrar al recaudador que amenazó a la hija de mi amigo. Quiero saber dónde estuvo él también la madrugada del lunes.
Las venas del pescuezo de Dye parecían a punto de reventar.
—Óigame, hijo de la gran puta, va usted a salir inmediatamente de aquí perdiendo el culo, ¿se entera?, porque si no…
Justo en ese momento irrumpió la recepcionista, pálida y desencajada.
—Lo siento, Billy, es que acabo de recibir una llamada de la hermana de Carrie.
—¿Qué… qué ha pasado? —preguntó Dye abriendo los ojos de par en par.
—Acaban de llevarla al hospital. Dios mío, Billy, creo que es grave de verdad.
Dye no dijo palabra. Agarró la americana y salió del despacho a la carrera, dejando a Will a solas con la chica.
—¿Quién es Carrie? —preguntó él.
—La novia de Billy.
—¿Qué le ha pasado?
—Según su hermana ha intentado suicidarse.
La llamada de Will a Nancy provocó una reacción en cadena. En medio de un análisis del caso con todo el personal presente en la sala del Hilton, se había visto obligada a revelar que su marido, presente en West Palm a causa de su amistad con Cam MacDonald, había dado con una pista muy importante. La sala quedó vacía en cuestión de segundos. Un equipo se fue directo al hospital mientras el otro daba los pasos necesarios para conseguir una orden de registro de la oficina y el domicilio de Dye.
A Dye lo detuvieron en la sala de urgencias del hospital y se lo llevaron rápidamente a la oficina del FBI.
La hermana de Carrie fue interrogada en una habitación contigua a la sala de espera. Dye no tardó en soltar lo del recaudador, un sujeto con pinta de toro llamado Dennis Mann, al que pillaron en un club de strip-tease de Riviera Beach. El ritmo de actuación del FBI no pudo ser más vertiginoso. Un bebé había desaparecido y cada segundo era vital. La hipótesis era la siguiente: Cameron MacDonald, muy endeudado con el hampa, había intervenido voluntariamente o no en la operación del secuestro. Algo pudo haberse torcido. El bebé había sido raptado, en efecto, pero después de tres días nadie había exigido un rescate.
Carrie, la novia del mafioso Dye y supuesto cómplice, había intentado quitarse la vida, consternada por su implicación en el secuestro.
Hacia la hora de cenar, la teoría se había deshilachado por completo.
Si bien las coartadas para las primeras horas del día solían ser poco convincentes y difíciles de corroborar, en el caso de Chuck Dye, su novia Carrie y Dennis Mann, hubo encargados de bares a lo largo de la Ruta 809 que atestiguaron su presencia durante dichas horas. En cuanto al intento de suicidio, al parecer no fue materialmente distinto de otra media docena de episodios similares en los últimos meses. Normalmente Carrie se limitaba a llamar la atención a base de pastillas, pero esta vez se le había ido la mano y de poco no había terminado en el otro barrio. Por lo demás, no había la menor prueba física que relacionara a ninguno de ellos con el secuestro. Nada de nada.
Para Will, la única consecuencia feliz fue que a Dye lo arrestaron por dirigir una correduría de apuestas ilegales y a Mann, el cobrador, lo encerraron en base a una orden de arresto pendiente por agresión con lesiones. No hubo, para Nancy, ningún efecto colateral agradable, así que se limitó a esperar a que la llamaran —probablemente sería Mike Curry— para preguntarle qué coño hacía Will Piper metiendo las narices en una investigación del FBI.
Pero ella tenía un problema aún mayor: el pequeño Adam seguía sin aparecer.
Al caer la tarde Nancy volvió a la finca de los Killian. La hicieron subir al piso de arriba, donde Judy Killian tenía el despacho al final del pasillo. La esposa del senador estaba sentada en una mecedora acolchada, inmóvil, agarrada a los brazos de la butaca como si temiera caerse. Los estragos de la angustia eran evidentes. Aunque llevaba el pelo perfectamente peinado y lacado (lo tenía del color del acero fundido) y su generoso maquillaje era impecable, ni todos los cosméticos del mundo habrían disimulado su fatiga y su fragilidad. Estaba destrozada, casi ausente.
Era mucho más joven que el senador. En la fase inicial de la campaña los asesores de Killian habían intentado compensar la imagen de Judy como esposa-trofeo cargando las tintas en sus obras de beneficencia. Sin embargo, el inesperado embarazo había cambiado la dinámica. Conforme avanzaba su estado de buena esperanza, el votante potencial empezó a mirarla con mejores ojos. Si Killian partía como favorito, entonces su esposa era la favorita a futura primera dama. En la Casa Blanca no había niños pequeños desde Grover Cleveland, alrededor del año 1890. Varias páginas web se ocuparon de vaticinar qué nombre le pondrían al bebé, y después del parto hubo exhaustivos análisis en docenas de blogs sobre cuánto tardaría Judy en recuperar su talla de modelo de pasarela.
En la habitación estaban también Billy y Marty, los asesores de Killian, y cuando uno de ellos hizo un comentario sobre varios fotógrafos armados de teleobjetivos acechando detrás de la casa, corrieron las cortinas y la estancia quedó en sombras.