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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Intriga, #Policíaco

La hora de la verdad (7 page)

BOOK: La hora de la verdad
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Este juego pertenece a MacDonald. Y, por si fuera poco, al suyo le falta la pesa de diez libras.

Se oyeron murmullos entre los allí reunidos.

—Todavía hay más —continuó el agente sosteniendo en alto una bolsa de pruebas—. Esto es un carrete de alambre que había encima del banco de trabajo, en el garaje.

Yo diría que es del mismo grosor que el alambre con que ataron la bolsa.

Moskowitz le hizo una seña a Nancy para que pudieran hablar fuera del alcance de oídos ajenos.

—Voy a hacer que traigan a MacDonald para interrogarlo de nuevo —dijo—. ¿Estás de acuerdo?

—Desde luego —respondió ella.

—En base a lo que sabemos voy a solicitar rápidamente una orden de arresto. Los datos del laboratorio forense, la bolsa de basura, la pesa y el alambre, todo eso puede ser relevante, pero creo que con lo que tenemos es suficiente para acusarlo de secuestro y asesinato.

—Pero, Jim, ¿qué crees que ha pasado? ¿Cuál es la hipótesis? ¿MacDonald rapta al niño, lo mata y tira el cadáver al mar sin exigir ningún dinero?

—Es probable que el niño muriera accidentalmente y que el plan se fuera al traste.

—Me parece cogido por los pelos.

—Quizá no era un secuestro para conseguir dinero.

Tal vez MacDonald haya matado al niño porque odia a los Killian.

—Eso tampoco me cuadra con los hechos que conocemos hasta ahora.

—Entonces ¿crees que no deberíamos arrestarlo?

—Lo que creo es que no tenemos elección —dijo Nancy—. Adelante. Yo me ocuparé de que el director sepa cómo está el asunto.

15

Cam MacDonald fue oficialmente acusado del secuestro y asesinato de Adam Killian aquella tarde, a la misma hora en que Will y Nancy estaban teniendo una acalorada discusión en el hotel mientras hacían el equipaje.

—Es todo demasiado fácil, Nance —protestaba Will—. MacDonald estuvo en el FBI. Era un buen agente y un tipo muy listo. Aun suponiendo que tuviera un móvil de peso para hacer semejante cosa, ¿crees que dejaría tantas pistas, a cuál más llamativa, apuntando directamente hacia él?

—Es posible que haya cambiado, que no sea el que tú recuerdas…

—No, lo están utilizando como cabeza de turco. Y tú también te das cuenta, no lo niegues.

—Mira, Will, yo no puedo permitirme actuar según lo que me dictan las tripas. Ni en este caso ni en ningún otro.

Los profesionales tenemos que seguir los dictados del cerebro.

—Ah, o sea que yo soy un simple aficionado que hace las cosas a la ligera.

—No, Will, lo que pasa es que eres amigo de Cam. No estás siendo objetivo.

El NetPen los interrumpió. Will fue a buscar sus cosas al cuarto de baño, y al volver se la encontró con cara alucinada.

—Era uno de los agentes que se ocupan de la escena del crimen —dijo ella—. ¿Te acuerdas de la palabra «carrera»? Pues hay una coincidencia exacta con un anuncio (la frase era «carrera hasta la línea de meta») en el número de noviembre de 2019 de la revista
Vogue
. Judy Killian es suscriptora. El agente ha vuelto esta tarde a la casa para investigar. El número de octubre, el de diciembre y el de enero están en el dormitorio grande, en un revistero. Falta el número de noviembre.

Will sonrió al oírlo.

—¿Y ahora qué dice tu cabeza, Nance?

16

El funeral iba a ser ser privado, para la familia más inmediata, y de hecho lo fue hasta que los allegados empezaron a salir de la iglesia. A partir de ahí el cielo sobre el cementerio se pobló de helicópteros con grandes teleobjetivos.

La campaña presidencial de Killian había quedado oficialmente suspendida. Sus rivales estaban nerviosísimos ante las cruciales e inminentes primarias en Carolina del Sur, pero se vieron básicamente obligados a seguir el ejemplo.

Una semana antes de Carolina del Sur, Killian hizo su primera aparición en público desde el secuestro para declarar que no iba a permitir que su tragedia personal y familiar y el crimen de un ser perverso lo apartaran de la carrera por la nominación. Fue una apasionada y austera muestra de teatro político y sus partidarios la encajaron con ojos llorosos. La esposa del senador no estuvo presente, y aunque él la elogió por la callada entereza de que había hecho gala, nadie le buscó tres pies al gato a su ausencia. Killian prometió reanudar la campaña con todas sus energías después de Carolina del Sur y poner toda la carne en el asador para alcanzar la nominación —y la presidencia— por el bien de todas aquellas personas que creían en él y de un país consumido por la angustia del Horizonte que ya se acercaba.

Entre los millones de personas pegados a sus televisores se contaban Will y Nancy, a la sazón pasando una semana en Reston. Phillip había intervenido en un recital del colegio, el tipo de momento familiar que Will se tomó especialmente en serio tras la muerte del bebé Adam. Phillip hacía de peregrino y una niñita peregrina le daba un beso, todo muy conmovedor. Pero Reston era la típica población del extrarradio, fría y residencial, y Will se moría de ganas de volver a Florida y salir a pescar en su barco.

Terminado el discurso, Will apagó el televisor.

—¿Es posible que este hombre sea el claro favorito a la presidencia? —dijo—. Tú sabes, y yo también, que tuvo algo que ver en la muerte del niño.

Nancy soltó un suspiro de cansancio.

—Veamos en qué acaba el juicio de Cam MacDonald.

—Eso puede durar un año, y Killian ya estará sentado en el Despacho Oval.

—No hay nada que hacer, Will. Sabes que de puertas adentro utilicé todas las estratagemas del abogado del diablo, pero el jurado dictaminó que había pruebas suficientes para procesarlo. Ahora ya todo depende de cómo vaya el juicio.

Will se levantó y fue a coger otra cerveza de la nevera.

Nancy le lanzó una mirada como diciendo «ya es la cuarta».

Will acababa de abrir la botella y estaba volviendo de la cocina cuando se detuvo en seco y dijo:

—Oye, ¿y si…?

—Ay, ay, ay… Venga, habla.

—¿Y si pudiéramos saber la fecha en que murió Adam Killian? ¿No te gustaría saber si fue el lunes 6 de enero, o bien el martes 7?

—Claro —asintió ella—. Si Adam murió el 6, entonces Judy Killian habría mentido al decir que le dio un biberón a las doce y media, es decir, ya día 7. Y si murió el martes o incluso dos días después, entonces encajaría con el hecho de que las cámaras de seguridad dejaran de funcionar a la una y media de la madrugada y el crimen se cometiera entre esa hora y las cinco de la mañana. Pero el forense nos dijo que no podía fijar la fecha, al menos no con tanta precisión.

Will enseñó su famosa sonrisa de «te pillé».

—Vale, pero habría una manera, ya sabes. La Biblioteca.

Ella puso los ojos en blanco, el gesto de la esposa sufridora de un marido exasperante llamado nada menos que Will Piper. Con toda la paciencia que fue capaz de reunir, Nancy le resumió la jurisprudencia federal relativa a demandas judiciales interpuestas contra el gobierno de los Estados Unidos en un intento de extraer de la Biblioteca de Área 51 una fecha concreta de defunción.

Diez años antes, tras revelar la existencia de la Biblioteca, Will había podido salvarse (y a su familia directa) de una terrible venganza gracias a su moneda de cambio, una copia de la base de datos para todos los nacimientos y defunciones hasta la llegada del Horizonte.

En una espiral de drama y violencia, Nancy había herido de muerte a Malcolm Frazier, jefe de seguridad de Área 51 (y asesino de los padres de ella), para evitar que aquel rematara a Will. Después del tiroteo en Las Vegas, Will filtró la base de datos al
Washington Post
, periódico donde trabajaba su yerno, que fue quien firmó el primer artículo sobre la Biblioteca. Y el mundo supo así de su existencia.

Pero el gobierno intervino enseguida y presentó un mandamiento judicial contra el
Post
prohibiendo la publicación de datos sobre personas específicas procedentes de la sustraída base de datos, lo que desencadenó varios años de batallas judiciales con posteriores y frecuentes recursos al Tribunal Supremo. Y finalmente el alto tribunal dictó una serie de normas. La seguridad nacional quedaba establecida como valor supremo, por encima del derecho de cualquier individuo a conocer una determinada fecha de nacimiento o defunción registrada en la Biblioteca. El
Post
se vio obligado a hacer entrega de su copia de la base de datos, en el bien entendido de que no existía ninguna otra en papel o en soporte electrónico. Las demandas interpuestas por particulares o por empresas contra el gobierno federal fueron rechazadas en base a que el acceso a datos sobre la defunción de un individuo no tenía justificación suficiente y, en cambio, constituía un riesgo para la seguridad nacional. El caso más frecuente era el de un cónyuge u otro pariente buscando abreviar el período establecido por ley para que una persona desaparecida pudiera ser declarada muerta. Del mismo modo, procesos penales en los que el estado o un gobierno local necesitaban determinar una fecha concreta de fallecimiento en relación con un juicio fueron rechazados por motivos de seguridad nacional. En ningún caso una acción judicial había conseguido traspasar el tupido velo de la Biblioteca.

—Todo eso ya lo sé, Nance —dijo Will apurando su cerveza demasiado deprisa para gusto de ella—. Pero ¿no crees que estamos ante un caso que podría abrir definitivamente la Biblioteca? Tenemos a un senador en ejercicio que podría convertirse, según todos los pronósticos, en el próximo presidente de los Estados Unidos. Si su hijo murió el lunes, entonces ese hombre es un homicida o bien cómplice de asesinato. Si no te parece que eso constituye un riesgo para la seguridad nacional, entonces necesitas que te examinen la cabeza.

Nancy se lo quedó mirando largo rato en silencio, hasta el punto de que él dudó que fuera a responder.

—¿Sabes lo que te digo, Will? —acabó diciendo ella—. Que tienes toda la razón.

Antes de que la Biblioteca dejara de ser un secreto, Área 51 había sido durante años el blanco de teóricos de la conspiración convencidos de que la base de Groom Lake, en Nevada, se utilizaba para examinar ovnis siniestrados y aplicar técnicas de retroingeniería a aparatos de tecnología extraterrestre. La base, en cierta manera, se dedicaba a cosas no menos fantásticas, pero los entusiastas de la conspiración, obedeciendo al tópico de que el interés por estos asuntos disminuye tan pronto se hacen públicos, se buscaron otro entretenimiento.

El apretado lazo de seguridad y confidencialidad que había existido desde el inicio del proyecto, en 1947, se fue aflojando. En el momento más álgido de su actividad, trabajaban allí de forma totalmente anónima varios centenares de analistas y encriptadores, yendo y viniendo de Las Vegas a Groom Lake en vuelos diarios fletados por el gobierno. A medida que se aproximaba el Horizonte, su número había ido decreciendo.

Empleados de Groom Lake, la mayoría civiles, trabajaban todavía en algoritmos y otros aspectos de la base de datos con miras a determinar futuras tendencias geopolíticas y catástrofes naturales, pero los de seguridad —conocidos de puertas adentro como los «vigilantes»— no tenían que velar por el máximo secreto de toda la operación, sino que se concentraban en la más prosaica pero no menos importante tarea de controlar que nadie revelara fechas de nacimiento o defunción, ya fuera por amor o por dinero. Los vigilantes eran reclutados de entre los estamentos militares o personal de la CIA, hombres duros que no destacaban por su flexilidad ni su sentido del humor. La mayoría de ellos adustos gorilas, su misión había consistido en asestar el golpe de gracia a todo reo de filtración o de traición. El ejemplo más llamativo de esta implacable justicia extrajudicial había tenido lugar diez años antes en la persona del experto informático Mark Shackleton, el hombre cuyas proezas habían puesto a Will Piper en la pista de la Biblioteca. Shackleton estaba todavía en coma a resultas de la bala que le quedara alojada en el cerebro, y el jefe de seguridad de Área 51, el vigilante en jefe, Malcolm Frazier, había muerto tiempo atrás a manos de la joven agente Nancy Piper.

La base propiamente dicha, ubicada en el remoto desierto de Nevada en lo que fuera el lecho seco de un antiguo lago, parecía una más de las numerosas instalaciones militares que se construyeron en la época, un conjunto de construcciones bajas, sosas y de aspecto industrial. Aunque había oficinas administrativas a la vista, la verdadera actividad en el llamado Bloque Truman tenía lugar a más de treinta metros de profundidad. Allí operaban los analistas y allí se guardaba la Biblioteca de Vectis original, en una cámara acorazada a prueba de bombas y terremotos, un museo compuesto por setecientos mil gruesos pergaminos que muy pocas personas habían llegado a ver. Los libros propiamente dichos carecían ya de valor, eran reliquias cuyo contenido había sido digitalizado, pero seguían inspirando respeto y reverencia y, por lo tanto, se los protegía debidamente. Todavía hoy los novatos eran sometidos al rito iniciático de visitar obligatoriamente la Bóveda el primer día de trabajo en Área 51. La mayoría de ellos ya no volvía a bajar. Lógicamente, había pocos empleados nuevos; el 9 de febrero de 2027 Área 51 quedaría aparcada definitivamente, o dejaría de existir junto con el resto del planeta.

Por un capricho del protocolo militar típico de la era Truman, Groom Lake siempre había sido una instalación de la Marina dependiente del Pentágono, y tanto entonces como ahora el comandante en jefe de la base era el muy terrestre contraalmirante de la flota. Nathan Griffin, un hombre de tez incolora a pocos meses del retiro, contempló desde la ventana de su despacho el mismo monótono paisaje que llevaba viendo desde hacía nueve años en sus días laborables. Estaba más que harto de la paleta de marrones y amarillos; tenía pensado pasar el resto de sus días hasta el Horizonte mirando todo el verde y todo el azul que pudiera permitirse.

Su jefe de seguridad, el coronel Bryce Markham, llamó a la puerta antes de entrar. Plantado frente al escritorio de Griffin, aguardó inmóvil hasta que el almirante le dio permiso para hablar con un gesto de cabeza. También Markham se acercaba a la jubilación. De hecho, abandonarían Área 51 con pocos meses de diferencia. El sucesor de Markham ya había sido elegido, era un tal Roger Kenney, un tipo joven y belicoso, pupilo de Malcolm Frazier. Markham no conoció personalmente a Frazier. Había llegado directamente de la CIA para hacerse cargo de la seguridad a raíz del fiasco de Shackleton, y ahora se alegraba de marcharse. El desierto, con el tiempo, acababa volviéndote loco.

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